lunes, 30 de noviembre de 2020

509. Canicas en Mágina



Los territorios míticos imaginados por los escritores, aunque puedan constituir el trasunto de una ciudad real o el de un bastión de la memoria o el de una colonia de los demonios interiores, al final acaban resultando siempre las patrias comunes en donde nos reconocemos todos. Por eso muchos de nosotros seguimos viviendo en Comala, en Macondo o en Vetusta, porque su cartografía trasciende los límites de la anécdota personal para convertirse en la pangea universal de lo que somos.

 Pero quizás no exista otro espacio en el que hayamos clavado con mayor convicción nuestra pica de Flandes como en la Mágina de Antonio Muñoz Molina. Tal vez la estampa en sepia con que el novelista ubetense rescata del álbum de la memoria la ciudad de El jinete polaco entronque visceralmente con alguna suerte de ontología del recuerdo que habitamos, sobre todo cuando ya estamos en disposición de decir que somos más pasado que futuro. Hay algo en Mágina que nos interpela, que activa los resortes de nuestra historia personal proyectando el cinerama de nuestra vida con una autenticidad que nos abruma, sobre todo porque la cuenta la voz de otro y desde una ciudad inventada, lo que convierte la revelación casi en una cuestión de esoterismo.

A Mágina le faltaba, sin embargo, la infancia como eje vertebrador, sugerida aquí y allá en las diferentes novelas de Muñoz Molina, pero nunca hasta ahora convertida en leitmotiv a tiempo completo. Y claro, si a la Mágina en donde atisbamos nuestra identidad le añadimos ahora la única patria real que es y será siempre la infancia perdida, entonces la comunión con Mágina alcanza su máxima expresión. Y da igual que esa infancia emparente con una generación muy concreta, como aquella de los 60 a la que pertenecen los dos protagonistas de El miedo de los niños (Seix Barral), porque, a la postre, todas las infancias se reconocen entre sí y tienen el mismo lenguaje más allá de la coyuntura histórica. El miedo de los niños es una inmersión sugestiva y evocadora de una época vista desde los ojos infantiles de sus personajes por cuyo cedazo se criba la realidad para formularla con la lógica de la niñez. Por eso, entre canicas, cromos y tebeos, hay también tísicos que secuestran a los niños para extraerles la sangre y manos de adultos que se posan untuosas, ambiguas, ininteligibles sobre la rodilla de un niño en la clandestinidad que ofrece la oscuridad de un cine de verano. Monstruos infantiles muy reales que se acompañan de las sugerentes ilustraciones de María Rosa Aránega, con sus carboncillos de niño antiguo. Hay en el tratamiento de Bernardo y Esteban una delicadeza que acentúan su inocencia prístina y la vulnerabilidad de Bernardo, un niño de salud delicada, víctima de la poliomielitis, que arrastra su pierna prisionera del armazón que le sirve de prótesis (otro terror, la ortopedia de antaño). Y está, como no podía ser de otra manera, el asalto del ayer –no porque la novelita se ambiente en los años 60 del pasado siglo– sino por la epifanía del mismo cuando la novela da un salto temporal al presente y la llegada de una carta vierte todo el vértigo del tiempo en la nueva vida de Esteban. La explosión colorista y estridente de unas canicas de otro tiempo derramadas sobre el suelo del presente constituirá la sacudida jubilosa y, a la vez, terriblemente nostálgica y dolorosa de un tiempo periclitado que ya había sido arrumbado en el desván de los trastos viejos.  A Esteban se le había olvidado que Mágina siempre vuelve. Y las canicas.


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