lunes, 10 de mayo de 2021

529. Hace Juan Diego Botto

 


Es ya clásica aquella evocación que hizo en su día Jorge Guillén sobre la figura de Federico García Lorca: «cuando está Federico no hace ni frío ni calor. Hace Federico». De este modo se refería el poeta vallisoletano al proverbial magnetismo que Lorca ejercía sobre cualquiera que hubiera tenido la irrepetible suerte de haberlo tratado. La otra tarde, sentados en el patio de butacas del teatro, también nosotros experimentamos y entendimos el recuerdo de Guillén. Porque la otra tarde, durante la representación de Una noche sin luna, no supimos ya si hacía frio o si hacía calor, o si lo que estábamos presenciando era una obra de teatro o no lo era, o si vivíamos en el presente o alguien nos había metido en un portal del tiempo y estábamos en 1936. Simplemente, perdimos nuestro centro de gravedad y no supimos demasiado bien qué nos estaba pasando. Y era Federico. Nos estaba pasando Federico. Hacía Federico. O hacía Juan Diego Botto.

Una noche sin luna, escrita e interpretada por el propio Juan Diego Botto y dirigida por Sergio Peris-Mencheta, recoge retazos de la vida de Lorca, extraídos del anecdotario personal y también de algunos de los textos procedentes de sus numerosas conferencias, así como de guiños poéticos. Pero el actor huye de la mera concatenación de avatares biográficos y rechaza el pedagogismo para proponernos una brillantísima y vívida miscelánea teatral que mantiene al espectador sobrecogido y sin aliento a la espera de la nueva prestidigitación dramatúrgica que Juan Diego Botto se saque de la chistera y que conviene no desvelar aquí: un portento del dominio escenográfico. La aparente espontaneidad de todo lo que ocurre sobre las tablas, acentuada por las continuas rupturas de la cuarta pared, urde en el espectador una sensación de incontestable realidad dentro de la ilusión teatral, muy parecida a la de esos sueños que nos parecen auténticos y de los que, al despertar, siguen con nosotros durante gran parte del día. Las notas del piano que tocaba Lorca, cedido por la Residencia de Estudiantes para grabar la música del montaje, incrementa de nuevo el vértigo de traspasar una suerte de vórtice temporal y refuerza la carga onírica de todo lo que se vive durante el espectáculo. Entretanto, Juan Diego Botto va construyendo sobre el escenario, casi sin darnos cuenta, el simbólico barco de Teseo que, luego lo sabremos, será trasunto de la reivindicación de la memoria histórica. Pero hasta ese momento, los juegos de atrezo van sucediéndose hasta la sugestión más epidérmica: Juan Diego-Lorca va extrayendo de la fosa donde está enterrado objetos representativos de la vida de Federico: desde unas canicas infantiles, al mono de la Barraca y, mientras, la arena cae de la las mangas de la chaqueta de Lorca, cada vez menos hombre y más polvo, como una clepsidra que anunciase el agotamiento de este tiempo de su resurrección.

Desde su marco temporal de 1936, la obra entronca con nuestra actualidad en el diálogo entre Lorca y un exaltado del público, y el espectador descubre con angustia cómo los discursos populistas de entonces son los mismos que los que escuchamos ahora: un aviso a los navegantes del barco de Teseo. Y, no obstante, Botto no se concede el recurso fácil de lo lacrimógeno y modula, incluso con el humorismo, la evidente tragedia. Cuando llega el impresionante final, todos sentimos el tiro en la sien: aún tiemblo al evocarlo. Y, sin embargo, hay una gloriosa epicidad en lo segundos finales que nos rebela hasta la esperanza y la dignidad.

Salimos del teatro conmocionados. En la calle no hace frío ni calor. Hace Federico. Hace Juan Diego Botto.  


No hay comentarios: