lunes, 24 de mayo de 2021

531. Viajes literarios: la Albufera de Valencia



A mí me habría gustado contemplar la Albufera de Valencia con los ojos ebrios y ociosos del borracho Sangonera. En un hermoso pasaje de Cañas y barro, Sangonera confiesa emocionarse con la mera contemplación de la Naturaleza al atardecer, a «aquella hora del crepúsculo, que era en el lago más misteriosa y bella que tierra adentro. La hermosura del paisaje se le metía en el alma, y si la contemplaba al través de varios vasos de vino, suspiraba de ternura como un chiquillo». Hay en la confidencia que Sangonera le hace a Tonet un atisbo de redención en la belleza. De Sangonera nos reímos a lo largo de toda la novela; otras lo compadecemos; las más de las veces censuramos su parasitismo y lo despreciamos. Por eso el lector se sorprende y empieza a tomárselo en serio cuando, en medio de su peregrina –aunque plausible– exhortación filosófica acerca de la legitimidad de la pereza y de la ociosidad, Sangonera se estremece al evocar su éxtasis contemplativo. La escena es bonita porque demuestra que la Belleza es capaz de calar en las almas menos permeables a los accesos líricos, que su majestad somete incluso a aquellos hombres en los que el terreno yermo de su propia degradación parece hacer difícil la germinación de un solo sentimiento elevado.

Pero hoy resulta difícil hallar en El Palmar –ni siquiera con una copa de vino de más– las excelsitudes que la mirada asombrada de Sangonera evocaba en la novela. El Palmar es ahora un inmenso comedor donde el turista solo parece acudir para deglutir con afán de dominguero contumaz los arroces y el all i pebre que las decenas de restaurantes ofrecen cada cuatro pasos. Pareciera que el cornudo Cañamèl, ya que no con la adúltera Neleta, hubiera perpetuado su progenie en los taberneros del lugar. Nada, en cambio de Literatura, salvo en los nombres de los negocios: recuerdos al tío Paloma, a los redolins, a la Sequiòta, pero ni unos míseros carteles, repartidos estratégicamente aquí y allá, con algún extracto de la novela de Blasco Ibáñez que adornase con la palabra la desolación de esta pedanía valenciana sometida al yugo de los estómagos.

Los paseos en barca por el lago, aunque ponen en contacto al viajero con la esencia de la Albufera, pierden su prometedora sugestión: los motores de las barcas ahogan el sonido de las cañas al atravesar los canales; la canción del agua, estremecida antaño por el soñoliento movimiento de las perchas, queda apagada por el moscardón de gasóleo, igual que los animales que pueblan su abigarrada naturaleza. Aunque eso sí, la belleza del lago aturde y en su laberinto de cañas y barro, un algo telúrico entronca con el animal que somos, capaz quizás de ahogar a un bebé entre los carrizales.

Y yo,  con el Arcipreste, «como só omne como otro, pecador», también hube de los arroces gran sabor. Pero algo debo agradecerles. Durante la pertinente siesta de después, tumbado sobre el regazo de Bea, cerca de uno de los embarcaderos, en el tranco trasero de la casa sindical de colonización, cierro los ojos y oigo el murmullo del viento cimbreando las cañas. Y ya soy Blasco Ibáñez durmiendo en su barca durante su estancia en El Palmar para escribir su novela. O soy Tonet –la mano de Bea revolviéndome el pelo–, haciéndole el amor a Neleta en la oscuridad de la laguna. Para que el sortilegio permanezca, conviene ver atardecer en el mirador de La Gola de Pujol. O adentrarse en La Dehesa, donde Neleta y Tonet niños se extraviaron una noche, pasándola abrazados, mientras a lo lejos se oían los embates del mar y, quizás, el silbido de la culebra Sancha. Y es así como, al fin, me encarno en el bueno de Sangonera y la Albufera y Blasco me llenan los ojos de gratitud.

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