lunes, 11 de octubre de 2021

546. Saber mirar

 


Algunas lecturas de urgencia hicieron que postergara para ocasión más propicia el último libro del albaceteño José Juan Morcillo. Durante ese lapso de tiempo apareció el último libro de mi idolatrado Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde que, como se sabe, también recoge su experiencia de observador avezado durante el confinamiento. Tras la lectura de la obra del escritor ubetense, me puse, ahora sí, con el libro de Morcillo. Y cuál es mi satisfacción cuando, al leer este Diario de un confinado y otras estampas, hallo –en estilo, tono y asuntos– llamativas similitudes que lo hacen emparentar muy estrechamente con el libro de Muñoz Molina. Y no me refiero a ese tipo de coincidencias previsibles derivadas, al fin y al cabo, de la experiencia común de un confinamiento global. No. Me refiero a ese cedazo intelectual en el que se tamizan la mirada ética y estética del humanista, la prosa cadenciosa y preciosista –pero con enjundia– del literato, y un posicionamiento moral que determina una forma de ser y de estar en el mundo. En realidad, estoy ponderando la calidad del libro de Morcillo por partida doble. En primer lugar, por ese parentesco con un escritor al que admiro tanto; y en segundo, y más importante, porque todo lo que Muñoz Molina dice en su libro, Morcillo ya lo había dicho antes –y a veces mejor– que el autor de Úbeda. Ya que José Juan no publica su texto en un sello gigantesco como Seix Barral, concedámosle al menos, tanto al autor como al buen hacer de Chamán Ediciones, la prebenda y la íntima satisfacción de haberlo escrito primero.

Siempre he tenido mis reservas acerca de la literatura del confinamiento. Creo que para escribir sobre ese asunto, hace falta una distancia temporal que permita afrontar aquella experiencia con cierta perspectiva, alejados del hartazgo al que nos tiene aún sometidos la crisis sanitaria. De lo contrario, se puede caer en el tópico, en las imágenes manidas y hasta en ese uso del nuevo vocabulario pandémico que, desgastado por la prosaica cotidianidad, huele ya a rancio pasado un año. Pero también reconozco que todos esos prejuicios han desaparecido cuando he leído el libro de Morcillo. Lo que demuestra que hasta el tema menos estimulante puede alcanzar cotas literarias de calidad si se tiene el oficio, los mimbres y la sensibilidad adecuados. De tal manera que importa mucho menos la pandemia per se, que la mirada particular y singularísima que se proyecta sobre la pandemia. Los textos del diario se acompañan, además, de las sugestivas ilustraciones con que José María Nieto, humorista gráfico de ABC, acompaña los textos del autor, con una complicidad casi simbiótica.

Así es que sí: por este libro desfilan los policías de balcón y los vecinos convertidos en consumados epidemiólogos y el languidecimiento resignado de los aplausos de las ocho y los que hicieron negocio alquilando perros para los paseos o confeccionando mascarillas a la moda y las panaderías donde nadie mira a nadie y las calles vacías. Pero también la constatación de que la pandemia nos ha revelado que otro mundo es posible: aquel en el que el silencio es un valor añadido, aquel en el que la Naturaleza vuelve a enseñorearse del asfalto que la aniquiló, aquel en el que la sociedad civil es solidaria y se valoran los servicios públicos. Tanto es así, que por el libro se desliza casi un deseo inconfesable de demorar la desescalada y la nueva normalidad cuando el autor se reencuentra con las «pesadas cadenas del tráfago, del ruido, de las prisas […]» y se somete a «la tiranía absurda del reloj» para volver a «la prisión de la cotidianidad» (también los artículos de la segunda parte). El servicio municipal de limpieza del ayuntamiento vierte herbicidas sobre la plantas que han nacido gracias a la ausencia de humanos en las calles (el «arboricidio municipal» lo llama Muñoz Molina) y la irresponsabilidad y el incivismo vuelven a instaurarse como una plaga que se desperezase tras su letargo.

Especialmente interesante son las referencias literarias que Morcillo vierte en su libro y que conforman una bibliografía de su resistencia y salvación durante el confinamiento. Es la ventaja de la estirpe de los lectores en tiempos pandémicos: Años y leguas, de Gabriel Miró; La Regenta de Clarín; José Luis Aldecoa; alusiones a San Juan de la Cruz (otro confinado) o al espíritu crítico e ilustrado de Larra. Lecturas cuyas influencias hablan del tipo de literatura y de estilo literario que defiende Morcillo y de las que, como no puede ser de otra manera, se apropia él también para su propia escritura. Y siempre acompañando estas referencias con pequeñas reseñas que sacan a la palestra al filólogo y al enamorado de la literatura que, una vez más, nos salva de los peores trances, como el que desgraciadamente hemos tenido que vivir.

Pero en esta primera parte del libro caben también reflexiones sobre pedagogía, pequeñas píldoras de humor, consideraciones sobre el tiempo subjetivo, la oportunidad malograda de muchos jóvenes para la sana introspección y el ejemplo de muchos otros que, con su conducta, han dado un verdadera lección de civismo a otros tantos adultos.

Todo lo antedicho vale igualmente para la segunda parte del libro, 35 «estampas» escritas por Morcillo en su columna de La Tribuna de Albacete, que apresan retazos de cotidianidad de la que el libro pretende ser un canto y cuya prosa, siempre rayana en el lirismo, pide, como advierte el autor en el prólogo, una lectura remansada, morosa y atenta a los matices del lenguaje. Muchas de esas estampas, preciosas en su delicadeza, tienen también el encanto de un adanismo casi entrañable, escritas como están pocos meses antes del advenimiento de la tragedia.

Dice el escritor José Manuel Benítez Ariza, crítico literario de El Cultural de El Mundo, que el libro de José Juan «es esa clase de libros que, si los encontrara uno dentro de cincuenta años en una librería de viejo, no dejaría de comprar, porque son de los que guardan intacto el aire del tiempo en el que se escribieron». Yo añadiría, que además de ese aire particular de una época, José Juan consigue trascender el carácter sincrónico de su relato para convertirlo también en depositario de lo universal: la vulnerabilidad humana y la inevitable relación de los hombres de todas las épocas con la desgracia, el asombro y la perplejidad, son constantes que difuminan los vórtices del tiempo y la imparable sucesión de las generaciones. Como lo es también su salvación, al amparo del arte, del que José Juan Morcillo nos ha regalado con este libro un pedacito de su redención.

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