lunes, 4 de octubre de 2021

545. Literatura contra el monstruo

 


Afirmar que el nuevo libro de Eduardo Boix es un espeluznante catálogo de la abyección humana resulta tan cierto como simplificador. Efectivamente, por las páginas de La estirpe (Ediciones del Viento), desfilan algunos de los personajes más abominables del crimen moderno, un atroz inventario de la monstruosidad a cuya infame nómina se adscriben nombres y apellidos que en el imaginario colectivo han perdido ya su motivación onomástica para convertirse, con solo invocarlos, en alegorías del mal. Pero con ser cierto todo eso, pronto descubrimos que el autor trasciende su objetivo inicial para regalarnos una suerte de miscelánea literaria en consonancia con ese desdibujamiento del género narrativo, tan en boga en la literatura actual, donde el hibridismo es piedra angular. Así, el libro resulta un conglomerado edificado desde el ensayo, la crónica periodística y la evocación lírica, sin olvidarse de los recursos narrativos al servicio de una psuedotrama argumental –la búsqueda de la esencia de la monstruosidad– en la que Boix, con el oficio del novelista, va retrasando la revelación de su monstruo personal, a quien conoceremos ya al final de la lectura. Las continuas digresiones, que a veces parecen apartarse del tema central, adentran al lector en un laberinto aparentemente caótico donde una idea alimenta a otra construyendo una prosa orgánica que crece como un bosque silvestre hasta que hallamos de nuevo las migas de pan que nos conducen al claro. El lector, sin embargo, acepta con gusto el envite y se deja llevar por el flujo de las palabras sin importarle el zarandeo con que Boix nos gobierna.

El primer capítulo está dedicado a la madre como generadora de vida, alma nutricia y protectora. Boix realiza un repaso antropológico por las manifestaciones culturales de la idea de madre y así aparecen la Venus de Willendorf, la Amalurra vasca, las clásicas Isis, Gea y Cibeles; la Mama Pacha andina o el ritual del tamezcal. Pareciera que en este prefacio del libro, Boix hubiera querido conjurar la protección de estas divinidades tutelares para contrarrestar la amenaza ominosa de los monstruos que van a aparecer ya en el segundo capítulo. Algo así como aquellas invocaciones de los poetas homéricos. Pero ni siquiera las madres pueden contra los leviatanes del mal y pronto recorren el libro los primeros monstruos, los representantes de la violencia vicaria, ese marbete que desgraciadamente hemos tenido que aprender. Preciosa es la imagen de la abuela de Boix al descubrir la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano: «una piedad enfrente de otra», madres reconociéndose en el dolor de un hijo violentamente arrebatado por un sanedrín, pero también por un José Bretón o un Romand. Otros monstruos completarán la galería de los horrores y se imbricarán en la vida del autor: Ricardo Barreda, a cuyos familiares Boix llega a conocer durante una convalecencia en el hospital y que le permite una sugestiva reflexión sobre la carga de los apellidos, esa «poética del arraigo» que marca para bien o para mal a sus descendientes;  o los criminales de guerra nazis afincados en España, como Otto Skorzeny, con el que el autor cree haber coincidido en Denia. Quizás ese coqueteo con el monstruo es que le condujo al suyo propio, a quien no nombraremos aquí porque «las cosas que no nombras no existen». Y así es también que la modernidad de unas Olimpiadas nada pueden en Alcàsser o Puerto Hurraco, residuos de una España negra obstinada en no desaparecer.

El libro está lleno de consideraciones trufadas de referencias literarias y cinematográficas. Especialmente interesante es aquella que coloca a la oralidad y el cuento tradicional como depositarios del monstruo universal y también de su advertencia. En el aberrante catálogo caben asimismo los monstruos incorpóreos. Primo Levi –especula el autor– se suicidó quizás porque se sentía culpable por sobrevivir a los campos de exterminio. La culpa y el suicidio, monstruos también, y como descubrirá el lector, muy vinculados a las vicisitudes vitales del propio Boix. Y una inquietante coda final: « Mi monstruo soy yo», remata el autor en la última frase del libro. Pero, afortunadamente, la Literatura nos salva de nosotros mismos. Y yo espero y deseo que también haya salvado a Eduardo Boix.

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