lunes, 27 de septiembre de 2021

544. Quién es Cosme Pérez, Juan Rana quién es.

 


Quienes hayan tenido la suerte de asistir al último espectáculo de Ron Lalá, leerán la frase que da título a este artículo tarareándola en su cabeza, pues forma parte de una de las canciones con que esta compañía adereza sus obras. La interrogación no es baladí pues en ella se resume una de las principales intenciones de Andanzas y entremeses de Juan Rana: rescatar del olvido a uno de los cómicos españoles más importantes del siglo XVII. Esta obra entronca, por tanto, con la línea de recuperación y de reivindicación de nuestra literatura áurea que caracteriza a la compañía dirigida por Yayo Cáceres y que cuenta con Álvaro Tato en la dramaturgia. Su amor y respeto por las letras del Siglo de Oro les llevan a ofrecer un hermoso y divertido homenaje a un actor que alcanzó altísimas cotas de popularidad entre los espectadores de los corrales de comedias. Se cuenta que incluso Felipe IV cubría su risa con un guante cuando veía a Rana actuar. Se conserva medio centenar de entremeses en los que Cosme Pérez (Tudela de Duero, 1593 – Madrid, 1672) interpreta al personaje que le daría la fama y que casi borraría su verdadera identidad: Juan Rana.

El espectáculo comienza con un juicio en el que la Inquisición acusa a Cosme Pérez de herejía, de blasfemia, de humor irreverente y de sodomía (“pecado” por el que fue encarcelado realmente en 1636). Ante estas acusaciones, el verdugo y una serie de testigos intentarán limpiar el nombre de Juan Rana y evitar que sea condenado a morir en la hoguera. Desfilarán por el escenario personajes reales como Bernarda Ramírez, quien fue pareja cómica de Juan Rana; Diego de Velázquez, que critica duramente la situación de la España del siglo XVII; y el mismísimo Calderón de la Barca, entre otros, quien defiende la idea del teatro como un espejo en el que los espectadores se ven reflejados a la vez que hace apología de la risa.

Son dos los niveles sobre los que se articula esta obra. Por un lado, la recreación del juicio nace de la pluma original de Álvaro Tato, quien remeda los versos clásicos siguiendo los preceptos que en su día fijase Lope de Vega. Por otro, asistimos a la representación de distintos fragmentos de entremeses que fueron protagonizados por el actor. La Inquisición los utiliza como pruebas para corroborar sus acusaciones. Se produce, por tanto, una hermosa y original simbiosis entre los versos que nacieron de la mano de escritores como Calderón de la Barca, Agustín Moreto o Jerónimo de Cáncer y los alumbrados en el siglo XXI por el buen hacer de Tato. De modo que este espectáculo no solo es un homenaje a la figura de Juan Rana sino también una invitación a los espectadores a conocer y a disfrutar de piezas teatrales que habían caído en las peligrosas fauces de la desmemoria. La originalidad del planteamiento es indiscutible, como lo es la risa que desatan algunas de estas escenas en el público: la parodia de la ronda a la reja tan típica en las comedias de capa y espada (Los dos Juan Ranas), la figura del alcalde bobo (Los galeotes), el engaño de la esposa a su marido haciéndole creer que él es un retrato suyo (El retrato vivo), el torero que pone en riesgo su vida para conseguir el amor de su dama (El toreador), el alma de Juan Rana en el infierno ejerciendo de alcalde vitalicio (El infierno) o la aparición de Cosme Pérez en una silla de manos en la que es paseado por el escenario mientras luchan por él Apolo, el rey de España y la Fama (El triunfo de Juan Rana).

El espectáculo es también una defensa de la legitimidad y de la necesidad del humor y de la risa –una reivindicación muy necesaria en nuestra sociedad–, y una reflexión sobre sus límites, sobre la censura, la autocensura y sobre su utilidad para cuestionar y criticar al poder y a  los males que han aquejado a la sociedad española durante siglos. En este sentido, resultan apocalípticas las palabras que pronuncia el Gran Inquisidor cuando augura que en el futuro el humor será totalmente perseguido: «(…) vendrá otro siglo en que el miedo / a provocar una ofensa / hará que el que un chiste piensa / se ponga en la boca un dedo. / En esos tiempos mejores / que en mis sueños imagino / cada cual mira al vecino, / todos son inquisidores (…)».

Por tanto, Ron Lalá aúna el homenaje y la crítica social en un espectáculo en el que no hay pretensiones de superar o de eclipsar los textos originales del siglo XVII sino que se percibe la admiración por estos clásicos que siguen siendo hoy atemporales. Todo ello aderezado con música en directo –destaca la mojiganga que pone el broche de oro final– y con una puesta en escena en la que prima la sencillez y el minimalismo decorativo porque lo importante es la palabra, el disfrute y el paladeo de las redondillas, de los romances, de los sonetos, de las décimas y de las seguidillas que de manera muy dinámica vertebran la obra y que son hábilmente declamados por los actores. El trabajo de todo el elenco ronlalero es brillante. Destaca su agilidad para dar vida a diferentes personajes y su frescura interpretativa.

No desvelaremos aquí el veredicto del juicio, pero gracias a este espectáculo, coproducido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Juan Rana vuelve a gozar de la vida de la Fama de la que hablase Jorge Manrique. El espíritu juanranesco invade los escenarios y provoca nuevas risas que nos hermanan con esas otras carcajadas que inundaron los corrales de comedias. De nuevo, Ron Lalá consigue hacer un monumento al Teatro, desempolvando entremeses casi olvidados y devolviendo a la vida a Juan Rana, trasunto de todos los cómicos que sufrieron las más variadas vicisitudes vitales para hacer más llevadera la vida de miles de personas gracias a la risa.

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