lunes, 17 de julio de 2023

616. José María Fernández (1942-2023)

 


Desde 2015, año en que falleció el maestro Ramón Oteo, estoy en un grupo de WhatsApp formado por nueve integrantes de aquella promoción de filólogos que se licenciara allá por 2004 en la ya extinta Facultad de Letras de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Una foto de Oteo preside el grupo recordándonos por qué, a pesar de la escasa interacción de sus miembros, seguimos sin abandonarlo. Es conmovedor comprobar cómo la figura de Oteo continúa ejerciendo, tras ocho años desde su muerte, como garante de la cohesión y camaradería de su fiel grupo de acólitos.

Fue a través de este medio como conocí la noticia de la muerte del profesor José María Fernández. Uno sabe que se va haciendo mayor conforme asiste a la desaparición de sus profesores. Recuerdo a Fernández (nunca un apellido tan común tuvo tanto valor antonomástico) como un profesor trabajador e infatigable. Buena muestra de ello fue su denodado tesón para elaborar su tesis doctoral, centrada en el escritor Enrique Díez-Canedo, en una época –la España de Franco– donde era difícil hallar libros y documentación sobre un republicano exiliado y amigo de Azaña. Los ocho años que tardó en acabar la tesis le permitieron entrar en contacto con grandes personalidades literarias como Joaquín Moritz o Francisco Giner de los Ríos. En la universidad impartía la asignatura de «Introducción al Romanticismo» y recuerdo estar casi todo el cuatrimestre hablando de Blanco White y de Cecilia Böhl de Faber. Sus clases eran algo anárquicas porque priorizaba sobre el temario su obsesión por inocular en el alumno el espíritu crítico y cualquier pretexto era aprovechado para ese fin, aunque eso significara dejar a medias el plan de estudios. Ha adquirido categoría mítica entre su alumnado la obligación de leer y comentar una novela cada quince días, lo que nos permitió bucear por algunas obras que, de otro modo, quizás habríamos soslayado y que, a día de hoy, forman parte del constructo espiritual de muchos de nosotros. Sirva esto para los que reniegan de las lecturas obligatorias (tremendo oxímoron) y para los pedagogos de nuevo cuño que quieren desterrar a nuestros clásicos del sistema educativo en virtud de no sé qué protección de los centros de interés de los alumnos. También recuerdo sus excelentes trabajos sobre la novela galante y, en concreto, sobre Felipe Trigo, y su ascendiente en el terreno de las publicaciones periódicas de principios del siglo XX, especialmente en La Novela Semanal, de la que quise hablar en su día en esta columna coincidiendo con su efemérides con la intención velada de reconocer la labor de Fernández, pero he llegado tarde. Cuánto lo siento.

Natural de Mora de Luna, siempre llevó a gala su origen leonés. En su casa, luce un mural de grandes dimensiones, hecho con cerámica y fundido con ribetes de oro, que incorpora asuntos de la historia leonesa y el himno de León. Y, sin embargo, fue a Tarragona a la que puso en el mapa literario dirigiendo los extraordinarios «Encuentros de Escritores», que trajeron a la ciudad lo más granado de la literatura española del momento. Recuerdo que incluso Sánchez Dragó grabó su veterano programa Negro sobre blanco en el marco de esos encuentros. Tuvo que luchar, con enorme desgaste, contra algunos sectarios, que vieron con malos ojos la presencia de escritores en lengua castellana en la universidad. Junto a la profesora Josefina Albert, se significó en la defensa del español en la vida cultural de la facultad, lo que le granjeó no pocos enemigos, pese a lo cual, se mantuvo firme en sus principios. Ejemplo de coherencia y humildad, Fernández se ha ido como ejerció en vida: en silencio, sin hacer ruido, alejado como ya estaba de un mundo que no entendía y desengañado de casi todo, como demuestra el tono de los últimos correos electrónicos que nos enviaba a un grupo selecto de amigos. Descanse en paz.

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

No era mala costumbre, ciertamente, la de comentar en clase, entre todos (a modo de tertulia), una novela cada quince días. Así lo hacíamos en sus clases de Literatura Hispanoamericana. D.E.P.