Pocas lecturas dejan en el espíritu un poso tal de amargura y desazón como Luces de bohemia. Es la obra de Valle-Inclán una luctuosa procesión de despojos, la agonía cruel de un tiempo vencido, el de la bohemia literaria, el de los “epígonos del Parnaso Modernista”, que desfilan anacrónicos y absurdos por una España podrida, de fanales rotos y luz mortecina que no sabe soñar. Hasta el humor de la obra esboza una sonrisa que no puede ser más que una mueca al enfrentarla a los espejos del callejón del Gato.
Si una obra es clásica cuando sus temas no caducan, entonces Luces de Bohemia es un clásico. Esta afirmación que obra en pro de la eternidad de Valle es, sin embargo, preocupante si pensamos que la España de la década de los 20, la que refleja Luces de Bohemia, se parece demasiado, y no en lo mejor de aquélla, a la de nuestros días. “¡Está buena España!”, exclama Zaratustra al escuchar desde su librería los disturbios ocasionados por las huelgas proletarias y los abusos de la policía y de Acción Ciudadana. La desconfianza en la clase política aparece en las críticas a Castelar, Maura o García Prieto; y Dorio de Gádex parodia los discursos vacíos de los políticos; “un yerno más”, ironiza el mismo Dorio al referirse a los repartos de cargos públicos; Max Estrella consigue que su amigo el ministro le desvíe de los fondos del Estado un sueldo mensual, que aquel llama “fondo de los Reptiles”, justificado en los presupuestos con cualquier patraña; y las prostitutas superan la inspección de Higiene regalando habanos al inspector. La prensa está manipulada ideológicamente: el periodista Don Filiberto afirma que su profesión es la del “plumífero parlamentario [y que] el Congreso es una gran redacción”; y el preso catalán que va a morir se pregunta qué dirá la prensa al día siguiente, a lo que Max responde: “lo que le manden”.
No está mejor la cultura. Las ínfimas novelas de folletín se venden a docenas mientras el gran poeta Max está olvidado; el talento se infravalora: “En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero”, afirma el preso catalán. Se critica la arbitrariedad de los académicos; así Max, hablando con Rubén Darío, presenta a Don Latino como “un hombre que desprecia tu poesía, como si fuese Académico”. El mundo literario aparece como un prurito de distinción elitista, postiza y forzada, y alrededor de los literatos pululan los parásitos que buscan medrar, como don Latino de Hispalis. ¿A qué todo esto les suena? Pues han pasado 91 años desde que Luces de Bohemia apareciera publicada en la revista España.
El pasado viernes, en el Teatro Fortuny de Reus, la compañía dirigida por Oriol Broggi colocó de nuevo sobre las tablas el esperpento de Valle-Inclán, respetando escrupulosamente el texto del inmortal gallego, si acaso limando algunas partes prescindibles para cuadrar el tiempo de la obra, y con el único aditamento significativo del poema de Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, cantada por el camarero del bar Colón. Esta licencia es toda una declaración de intenciones que recuerda que la obra de Valle es, ante todo, una denuncia de la degradación española, y el arte un medio más para cambiar el mundo. Las interpretaciones resultaron aceptables la mayoría, con Lluís Soler ejerciendo magníficamente de Max Estrella y Jordi Martínez de don Latino; a éste último le faltó quizás una mayor intensidad en su vileza moral. La escenografía, muy correcta, sin cambios de decorado ni telones, teatro desnudo y con un gran tratamiento de la luz.
En este 20 de noviembre ajedrezado de urnas, ¿a quién votaría Max Estrella? “Yo me siento pueblo”, declaraba el bohemio. Pero ¿cómo se sienten los políticos? En el umbral de su puerta, Max fallece mientras en el azul se apaga ya la última estrella.