domingo, 20 de noviembre de 2011

128. Luces de Bohemia

Pocas lecturas dejan en el espíritu un poso tal de amargura y desazón como Luces de bohemia. Es la obra de Valle-Inclán una luctuosa procesión de despojos, la agonía cruel de un tiempo vencido, el de la bohemia literaria, el de los “epígonos del Parnaso Modernista”, que desfilan anacrónicos y absurdos por una España podrida, de fanales rotos y luz mortecina que no sabe soñar. Hasta el humor de la obra esboza una sonrisa que no puede ser más que una mueca al enfrentarla a los espejos del callejón del Gato.
Si una obra es clásica cuando sus temas no caducan, entonces Luces de Bohemia es un clásico. Esta afirmación que obra en pro de la eternidad de Valle es, sin embargo, preocupante si pensamos que la España de la década de los 20, la que refleja Luces de Bohemia, se parece demasiado, y no en lo mejor de aquélla, a la de nuestros días. “¡Está buena España!”, exclama Zaratustra al escuchar desde su librería los disturbios ocasionados por las huelgas proletarias y los abusos de la policía y de Acción Ciudadana. La desconfianza en la clase política aparece en las críticas a Castelar, Maura o García Prieto; y Dorio de Gádex parodia los discursos vacíos de los políticos; “un yerno más”, ironiza el mismo Dorio al referirse a los repartos de cargos públicos; Max Estrella consigue que su amigo el ministro le desvíe de los fondos del Estado un sueldo mensual, que aquel llama “fondo de los Reptiles”, justificado en los presupuestos con cualquier patraña; y las prostitutas superan la inspección de Higiene regalando habanos al inspector. La prensa está manipulada ideológicamente: el periodista Don Filiberto afirma que su profesión es la  del “plumífero parlamentario [y que] el Congreso es una gran redacción”; y el preso catalán que va a morir se pregunta qué dirá la prensa al día siguiente, a lo que Max  responde: “lo que le manden”.
No está mejor la cultura. Las ínfimas novelas de folletín se venden a docenas mientras el gran poeta Max está olvidado; el talento se infravalora: “En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero”, afirma el preso catalán. Se critica la arbitrariedad de los académicos; así Max, hablando con Rubén Darío, presenta a Don Latino como “un hombre que desprecia tu poesía, como si fuese Académico”. El mundo literario aparece como un prurito de distinción elitista, postiza y forzada, y alrededor de los literatos pululan los parásitos que buscan medrar, como don Latino de Hispalis. ¿A qué todo esto les suena? Pues han pasado 91 años desde que Luces de Bohemia apareciera publicada en la revista España.
El pasado viernes, en el Teatro Fortuny de Reus, la compañía dirigida por Oriol Broggi colocó de nuevo sobre las tablas el esperpento de Valle-Inclán, respetando escrupulosamente el texto del inmortal gallego, si acaso limando algunas partes prescindibles para cuadrar el tiempo de la obra, y con el único aditamento significativo del poema de Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, cantada por el camarero del bar Colón. Esta licencia es toda una declaración de intenciones que recuerda que la obra de Valle es, ante todo, una denuncia de la degradación española, y el arte un medio más para cambiar el mundo. Las interpretaciones resultaron aceptables la mayoría, con Lluís Soler ejerciendo magníficamente de Max Estrella y Jordi Martínez de don Latino; a éste último le faltó quizás una mayor intensidad en su vileza moral. La escenografía, muy correcta, sin cambios de decorado ni telones, teatro desnudo y con un gran tratamiento de la luz.
En este 20 de noviembre ajedrezado de urnas, ¿a quién votaría Max Estrella? “Yo me siento pueblo”, declaraba el bohemio. Pero ¿cómo se sienten los políticos?  En el umbral de su puerta, Max fallece mientras en el azul se apaga ya la última estrella.

domingo, 13 de noviembre de 2011

127. La voz dormida

Desde hace unas semanas la figura de Dulce Chacón ha revivido con fuerza gracias al estreno de la película de Benito Zambrano La voz dormida, basada en la novela homónima de la escritora extremeña. La obra se inscribe dentro de la tendencia de la recuperación de la memoria histórica que tanto auge está teniendo en los últimos tiempos. En este caso, Chacón se centra en los avatares de cuatro mujeres que están presas en la madrileña cárcel de las Ventas: Hortensia, embarazada, Elvira, Tomasa y Reme;  y en la vida de Pepita, una cordobesa que no duda en trasladarse a la capital para estar cerca de su hermana Hortensia. A través de las dos hermanas, Dulce Chacón muestra la vida durante la posguerra fuera y dentro de la prisión. Así, son motivos frecuentes el miedo, la desconfianza, el dolor, el sufrimiento, la valentía, el hambre, las coacciones…
La versión cinematográfica se centra únicamente en la historia de las hermanas: Hortensia, fuerte y valiente hasta el final,  que no reniega en ningún momento de sus ideales pese a ser condenada a muerte y Pepita, temerosa e ingenua, que ayuda a su hermana desde fuera de la cárcel siendo el lazo de unión entre ella y su esposo Felipe, un militante republicano que vive escondido en el bosque. Pepita será la tabla de salvación de su hermana y gracias a los furtivos contactos que mantiene con la resistencia, conocerá al amor de su vida aunque tendrá que esperar décadas para poder vivirlo plenamente: son las otras víctimas de la contienda.
Benito Zambrano es bastante fiel al argumento de Dulce Chacón, pero inventa  episodios violentos sobre los que se incide con excesiva morbosa complacencia y  que remarcan la maldad de los vencedores: fusilamientos en los que aparecen en primer plano los cadáveres, el maltrato al que se ve sometida Pepita en Gobernación, las palizas que reciben Paulino y Felipe cuando son apresados, etc.; momentos que en la novela no son descritos con el explícito detallismo que presentan las imágenes sino insinuados, perfilados con palabras que dejan libertad al lector para imaginar. Quizá esta visión un tanto maniquea de los buenos contra los malos sea un punto en el “debe” del director pues no hay matices grises en la película a excepción de la humanidad de Mercedes, la funcionaria de la prisión.
Otro rasgo destacable es el carácter entrañable de los personajes. En la película sobresale Pepita, encarnada por la actriz María León, que tan buenas críticas está recibiendo; sin embargo, en la novela las cuatro encarceladas gozan de esta característica. El lector es capaz de sentir empatía por esas mujeres tan distintas y tan iguales a la vez, que acaban unidas por invisibles lazos  que superan la barrera del tiempo y del espacio. Detrás de cada una hay una tragedia que Dulce Chacón noveliza a partir de hechos reales sobre los que la escritora se había documentado. Página a página vamos descubriendo las  historias de Tomasa, Reme y Elvira que en la versión cinematográfica a duras penas llegan a ser esbozadas. Se entiende que el cine debe tomarse sus licencias respecto a la novela, pero esta amputación resta intensidad a la historia y merma el sentimiento de ternura que el lector acaba sintiendo por todas las encarceladas.
En definitiva, la película es un buen homenaje a la figura de la malograda Dulce Chacón, pero se pierden en ella líneas argumentales que enriquecen la obra hasta convertirla en una versión reduccionista del universo creado por la novelista.  De nuevo, la madre literaria supera a su vástaga cinematográfica y hay que leer la novela para tener una visión más acertada de las circunstancias que la autora quería reflejar. Con la película, pero sobre todo, con su libro, conseguiremos que la voz de Dulce Chacón no vuelva a quedarse dormida entre los castaños de El Torno en los que habita.

domingo, 6 de noviembre de 2011

126. Rafael Morales Barba

Rafel Morales en Cambrils
Es el año 1968. Sobre la tapia que rodea la casa situada en la calle Velintonia, número 3 de Madrid, descuella la majestuosa copa del cedro que Vicente Aleixandre ha plantado en el jardín. Dentro, el poeta sevillano ha recibido la visita de otro poeta insigne, Rafael Morales Casas.  El hijo de éste, Rafael Morales Barba, que cuenta 10 años de edad, se queda fuera y entretiene la espera de su padre jugando con los guijarros del jardín. “Al fondo, la azulada masa de la Sierra, casi vaporosa bajo un cielo de luces increíbles”.
Embebido en sus juegos infantiles, Rafael Morales Barba no sabe todavía que la vida le ha concedido bien temprano el privilegio de vivir la literatura desde dentro, hortus conclusus aquel jardín de don Vicente, cuyo oreo perfumado no dejará ya nunca de aspirar con delectación.
Y como de esas pequeñas casualidades se forjan los grandes destinos como el de Rafael Morales Barba, el poeta atiende ahora en sus versos a las pequeñas cosas como alegorías de las grandes. Y así, en su único poemario publicado hasta la fecha (exceso de celo, complejo ante la figura paterna o, sobre todo, ingente trabajo de investigador tenaz) titulado Canciones de deriva (2006), la imagen de la medusa muerta sobre el mar, “esta medusa frágil / y cuerpo cercenado, vela / profunda de hastíos transparentes”, es trasunto de su “orfandad deshojada”. Del mismo modo que una estatuilla romana hallada por el poeta casualmente en Haro, La Rioja, y que donó a los museos, le evoca el abismo del tiempo detenido sobre la figura: “Silueta y sigilo, emoción tan sencilla / me habita en el silencio que sostengo, / y en su escueto florilegio /de vendimias de barro”. Igual ocurre en su siguiente libro en ciernes, Climas,  a cuyos versos asistimos en primicia el pasado viernes en el Aula de Poesía de Cambrils. El “Valls triste”, de Sibelius, quizás una de las obras menos pretenciosas del compositor finlandés, le sirve a Rafael Morales para rendir un homenaje a esas horas de incertidumbre funámbula; una caña de pescar le sugiere la muerte si es la Parca quien “tirando de la seda acerca el Infinito”; una escalada a una montaña (nuestro poeta es aficionado a este deporte) puede ser otro símbolo ascensional como ocurre en “Crestería”; y el tema clásico de la rosa como paradigma de la caducidad de la vida es reformulado por el poeta en el que él llama su “poema largo”, imperativo éste el de la extensión, al que no pudo sustraerse tras la declaración de su maestro Claudio Rodríguez que afirmaba que un poeta no podía preciarse de serlo si nunca ha escrito un poema largo. Redimido está, pues, don Rafael, que, sin embargo, acostumbra a escribir poemas cortos, versos que en su brevedad sugieren, apuntan y en su consistencia tangencial hieren como filo. Porque la poesía de Rafael Morales es triste y melancólica, pese a que el poeta opine que “la declaración del dolor es impúdica”. Sin embargo, no rema nuestro poeta asistido por esa corriente hipócrita que él llama “prestigio de la desolación” en poesía; es más bien una incapacidad que considera en tono de chanza “patológica”. Y nosotros nos congratulamos de esa enfermedad que ahonda en el sentimiento humano y universaliza el verso.
Especial protagonismo tiene también el mar en sus poemas, como aquellos en los que rinde homenaje al Mediterráneo y desde cuya contemplación se aglutinan las honduras más profundas.
En su poesía, Rafael Morales Barba proyecta su dolor existencial sobre la naturaleza y las pequeñas cosas que le rodean en íntima complicidad. Pero con diez años, en aquel jardín de Aleixandre, todavía no sabía que “los tantanes de lo incierto” se verterían en los guijarros con los que jugaba.   

domingo, 30 de octubre de 2011

125. Hora y media con Mario

Quizás muchos pensasen que a la actriz Natalia Millán pudiera pesarle la memorable actuación de su antecesora en el papel de Carmen Sotillo, Lola Herrera. Y la sospecha tendría fundamento si pensamos que ya parecía casi imposible disociar la versión teatral de Cinco horas con Mario de aquella Menchu interpretada por la actriz vallisoletana allá a finales de los años 70. Sin embargo, cuando la memoria, siempre magnificadora, aunque por lo general justa en su dictamen, empezaba a ungir con los aceites del mito a aquel primer velatorio de Mario, Menchu enviuda de nuevo en la carne de Natalia Millán, y se planta en las tablas con la refrescante lozanía de aquellas obras remozadas no para el tonto deleite de los que se gozan de los dislates vanguardistas sino para desentrañar con el mismo espíritu pero con el matiz distinto que da el tiempo, la esencial materia de las obras clásicas. Liberada del lastre de las comparaciones, Natalia Millán es una magnífica reencarnación de Carmen Sotillo y, a la vez, una inteligente, por lo sutil, reformulación del personaje de Delibes.
A Miguel Delibes que, junto a la directora Josefina Molina y al productor José Sámano, había colaborado con ilusión en la adaptación de esta nueva versión, la muerte le ha impedido conocer el resultado. Pero no nos cabe duda alguna de que habría mostrado su entusiasmada aprobación. La sugestión y, por qué no, esas casualidades con las que la literatura comunica creación y vida, nos hace imaginar que el féretro de Mario colocado en mitad del escenario es en realidad el túmulo de Miguel Delibes, que tanto compartió biográficamente con su propio personaje, y que el velatorio de Carmen a su esposo es el velatorio del que participamos todos los que acudimos al teatro para recordar al gran escritor vallisoletano. Las afiladas palabras que Carmen dedica a su esposo no hacen sino aumentar la categoría humana de Mario-Delibes. El público y la propia Natalia Millán desacreditan a Carmen y el silencio de Mario-Delibes es su guiño de complicidad que todos entendemos.
De la novela en la que se basa la obra de teatro, poco podemos añadir aquí. En ese ejercicio de transmutación de géneros que una concepción “hibridista” del arte actual parece legitimar, Cinco horas con Mario es quizás uno de los libros que con mayor naturalidad asume ese cambio de piel. Delibes reproduce el registro oral de Menchu con tal perfección, que su traslado a las tablas, con los arreglos y reducciones pertinentes, no tiene más que seguir el texto. Habilidad ésta la del lenguaje oral no siempre ponderada por la crítica, más atenta por lo general al contenido temático que al genial virtuosismo formal con que Delibes mimetiza la oralidad, cuando en realidad es ésta última un ejercicio de tremenda dificultad, donde muy pocos saben desenvolverse sin ocultar las soldaduras que impone la forja escrita.
Por lo demás, la novela es un vivo retrato de la sociedad española de los años 60. Las ideas que Carmen va hilvanando en el desorden de su discurso, reproducen la mentalidad conservadora de la España de los vencedores: machismo, racismo, exaltación de la autoridad, patriotismo acrítico y xenofobia, conciencia de clase, hipócrita religiosidad, resistencia al cambio, sexualidad reprimida... En boca de Carmen, sabemos que Mario defiende ideas más liberales: justicia social, relativismo de valores absolutos, laicismo, comprensión hacia lo distinto, voluntad conciliadora entre las dos Españas, defensa de la cultura, libertad de expresión… Y el relato se llena también de  detalles circunstanciales que radiografían desde la cotidianeidad aspectos propios de la época. 
Deseamos que el testigo que recoge ahora Natalia Millán sea también por muchos años y que su éxito contribuya aún más a evocar con cariño la figura de nuestro Miguel Delibes.

domingo, 23 de octubre de 2011

124. El Aula de Poesía de Cambrils

No pudo haberse escogido mejor pórtico para la nueva andadura del Aula de Poesía de Cambrils que la presencia en su inauguración de la cantante Marina Rossell, poesía su voz  y poesía la letra de sus canciones. El acto, celebrado en la Ermita de la Mare de Déu del Camí, congregó a los habituales peregrinos, lealtad de sedientos, que se ha convertido ya en una religión a cuyo credo de versos se amparan contra las acometidas de prosaísmo de la vida de ahí fuera. En tiempos tan complicados como los que vivimos, cruzar el dintel de ese pórtico es pisar sobre sagrado, como aquellos perseguidos que se acogían a la inmunidad de los templos. Siempre la cultura y la belleza han sido refugio del espíritu pero quizás en ningún momento relativamente cercano en el tiempo, haya sido tan necesaria (y tan difícil) esa techumbre artesonada de palabras que nos protege, como lo es en nuestros días. A la invasión de lo vulgar, lo feo y lo mediocre, hay que sumar ahora la sensación de incertidumbre que colorea el horizonte de nubarrones parduzcos. Tanto es así que para Ramón García Mateos, el gran artífice, al menos ideológico, de esta heroica resistencia cultural, el mayor premio de la presente edición es el de sobrevivir.
Con esa admirable agonía de las cosas nobles, encara el Aula de Poesía su quinta singladura. De esos cinco años, hemos sido humildes cronistas en estas mismas páginas de los dos últimos y esa seguirá siendo nuestra intención, movida primero por un afán casi lascivo de aprendizaje; después por la voluntad de divulgar a los poetas actuales y, de paso, de ayudar en la promoción del Aula. En el pequeño auditorio del Centre Cívic Les Basses el poema abandonará la seguridad de la letra de molde y del libro para hacerse efímero en la voz de su creador, incensario no obstante, que alojará su aroma imperecedero en el alma atenta de los oyentes. Y cada nuevo poeta nos dejará para siempre la experiencia de un momento bello, como ya hicieran otrora Luis Alberto de Cuenca, Antonio Carvajal, Fanny Rubio, Pilar Blanco, Carme Riera, Manuel Rivera, o Sergio Gaspar, entre otros. Y habrá también tiempo para los homenajes; como aquel cuyo recuerdo continúa emocionándome aún, realizado a Miguel Hernández en el Instituto Cambrils con motivo del centenario de su nacimiento. La actuación de los Goliardos y las palabras liminares del maestro Don Ramón Oteo son ya parte del tesoro sentimental de muchos de los que estuvimos allí; o aquel otro sentido homenaje al malogrado José Antonio Labordeta. Este año, a falta de efemérides sonadas (y esperemos también que a falta de desgraciadas pérdidas) se rendirá tributo a la Poesía en el Día Mundial que la celebra, el 21 de marzo. Y en el programa destaca la presencia de Ángel Guinda, Carme Riera o Jesús Munárriz, por nombrar sólo a unos cuantos magníficos poetas. Veremos también si este año es por fin posible editar la antología que recoge los 5 años del Aula de Poesía y que, a buen seguro, removerá instantes líricos memorables de entre los que vivimos la íntima complicidad de esos viernes poéticos y constituirá para los desconocedores todavía del Aula, un significativo muestrario de la calidad que atesora la nómina de poetas que la visitan.
El Aula de Poesía ha acabado deviniendo referente literario de las comarcas de Tarragona, tanto en lengua castellana como en la catalana, modelo de equilibrio lingüístico del que debieran tomar nota las diferentes instituciones culturales de la provincia que cierran filas en torno a un monolingüismo limitador. Nosotros aplaudimos el espíritu integrador del Aula de Poesía y su incondicional compromiso con la cultura y la belleza. Porque la poesía nos ayuda a entender mejor los versos de una de las  canciones de Marina Rossell: aquella que nos recuerda que la vida es maravillosa pero, sobre todo, que la vida es un delicioso misterio.          
Marina Rossell en la Ermita de Cambrils.
  




















PROGRAMA DEL AULA DE POESÍA (2011-2012) Y OTRAS CITAS LITERARIAS EN EL MARCO DE L'ANTENA DEL CONEIXEMENT DE LA URV EN CAMBRILS.

  • 4 de noviembre de 2011: Rafael Morales Barba
  • 13 de enero de 2012: Ánguel Guinda
  • 30 de enero de 2012: Carme Riera 
  • 3 de febrero de 2012: Jordi Julià
  • 27 de febrero de 2012: "La novela negra de Andrea Camilleri"
  • 2 de marzo de 2012: Jesús Munárriz
  • 21 de marzo de 2012: Día mundial de la  poesía
  • 13 de abril de 2012: Juan Ramón Ortega
  • 18 de abril de 2012: Batalla de microcuentos
  • 30 de abril de 2012: El hombre de los pijamas de seda, de Màrius Carol
  • 4 de mayo de 2012: Matteo Lefèvre
  • 18 de mayo de 2012: "La copla: Historia de una pasión" con la profesora Lina Rodríguez
  • 28 de mayo de 2012: El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas
  • 1 de junio de 2012: Víctor Canicio y Tomás Camacho
  • 15 de junio de 2012: Presentación de la antología 5 años del Aula de Poesía de la URV en Cambrils (2008-2012)

domingo, 16 de octubre de 2011

123. Copistas, incunables y editores en Tarragona

El copista
Tarragona, año 1373. El aire se filtra ululando por las rendijas de la fría estancia y hace bailar sinuosamente la luz de la vela, que languidece sobre la pobre mesa y está a punto de apagarse. Berenguer Company interrumpe unos segundos su trabajo, levanta la cabeza del pergamino y fija los ojos en la llama, temeroso de que ésta se extinga. Luego, al comprobar que recupera su esbeltez, como aquellas sierpes de fuego que había visto alguna vez en los bestiarios, se siente aliviado y retoma su labor. Debe terminar de copiar el breviario en el que trabaja para entregarlo cuanto antes a la iglesia de Les Borges. Le han prometido 300 sueldos si, además, lo ilumina con colores y lo encuaderna. Pero el pergamino es caro y empieza a faltarle. El encargo le obliga a no escribir más de 30 líneas por página, sin abreviar ni colocar palabra sobre palabra, como ha hecho otras veces para ahorrar pergamino. Los reputados copistas de Montblanc y Valls, las grandes ciudades difusoras de libros, disponen de más medios que él. Algunos vaticinan la desaparición de los copistas e imaginan nuevas formas más rápidas de reproducir los escritos. Berenguer Company no cree en más vaticinios que los que prometen los textos sagrados y no necesita de grandes revoluciones. Amorosamente, se afana sobre el pergamino, aunque no entiende nada de lo que está copiando, y se entrega silencioso a la humilde tarea. Sólo se escucha su respiración asmática y el noble rasgado de la pluma sobre la superficie rugosa del pergamino. Un soplo repentino del viento apaga la vela.
Incunables










Tarragona, año 1484. Nicolás Spindeler sonríe satisfecho. Acaba de imprimir en la ciudad el Manipulus curatorum de Guido de Monte y el trabajo no cesa porque ya ha recibido el nuevo encargo por parte del arzobispo de Tarragona, Pedro de Urrea, de un Breviario. Hoy han llegado procedentes de Génova las resmas de papel que solicitó, cuya marca de agua es la filigrana de la mano con la estrella sobre el dedo corazón, el preferido de los impresores de la Península por su calidad. Hay algo de presunción en el porte triunfador de Spindeler. Se jacta de ser el primero que ha imprimido en lengua catalana y también el primero que lo ha hecho a dos tintas. Con sobreactuada magnanimidad palmotea a sus muchachos de la imprenta y desaparece silabando por la puerta.
El editor
Tarragona, año 2011. En el pequeño despacho de la editorial, esa metáfora de soledad emboscada, Manuel Rivera, rodeado por la silva de libros que atestan el reducido cubículo, hojea una edición del Tirant lo Blanch. No es, claro, la que imprimiera Spindeler en Valencia en 1490, sino una anotada por Martín de Riquer. Luego cierra el libro y lo deposita con reverencia dentro del cajón de su escritorio. Se levanta, rescata de la percha su chaqueta y sale a la calle a despejarse, todavía con un pasaje del Tirant rondándole la cabeza. En mitad de la acera, extrae del bolsillo una libretita y anota algo. Luego acude a un bar y pide un café (con hielo). En la mesa de enfrente, un joven lee algo en un libro digital. Manuel Rivera le observa con curiosidad. Luego echa su mano al bolsillo, manosea su cuaderno de notas pero no lo saca. Se limita sólo a sentir sobre la yema de sus dedos el papel de la libreta. Hay  un momento en el que se sorprende apretándola con desmesurada fuerza. Y entonces, aflora de sus labios, musitada apenas, aquella frase del Tirant: “doloroses llàgrimes e aspres sospirs”. El chico del libro digital dirige una mirada irónica a Manuel. Éste se azora y termina su café. En el vaso, el hielo agoniza turbio.

A Manuel Rivera, delicado amanuense de la amistad, incunable de la poesía (también incurable) y generoso guía y benefactor.

domingo, 9 de octubre de 2011

122. Su nombre era el de todas las mujeres

A aquellos a los que nos gustan las canciones de Loquillo y, además, los versos de Luis Alberto de Cuenca, debiéramos estar de enhorabuena al hallar desde el pasado martes en las tiendas de discos, el nuevo trabajo del roquero catalán, titulado Su nombre era el de todas las mujeres y compuesto a partir de poemas del poeta madrileño.
Sin embargo, tras escuchar  las 10 canciones que allí se recogen, no podemos mostrarnos del todo satisfechos. Hay que advertir que el disco debe ser escuchado un par o tres de veces antes de emitir juicios de valor, porque éste gana con las sucesivas audiciones. Recuerdo que me ocurrió lo mismo con las versiones de Amancio Prada de los poemas de San Juan de la Cruz: al principio resultaban incómodas pero al educar con paciencia el oído a la propuesta del cantautor leonés, resultaron ser todo un hallazgo que guardo entre mis querencias musicales más preciadas.
Con las adaptaciones musicales de poemas pasa lo de casi siempre: hay que tener mucha pericia porque el ensamblaje no es fácil. Así, si los encabalgamientos de final de verso en los poemas de Luis Alberto de Cuenca fluyen con naturalidad, en las canciones de Loquillo se vuelven abruptos porque la unidad melódica y la sintagmática no se corresponden. Esto ocurre en la mayoría de las canciones, y  tan sólo en la que da título al disco, se acierta a aprovechar el encabalgamiento como llamada para el estribillo.  En ocasiones, una palabra esdrújula rompe la armonía o se producen aceleraciones silábicas para encajar con calzador palabras largas en unidades melódicas de escasa duración. Loquillo halla enormes dificultades cuando la canción se basa en un poema con verso libre: la ausencia de rimas vuelve el molde musical torpe. La máxima expresión de este desajuste está en la horrorosa canción “El encuentro”, que no hay por dónde agarrarla y que sólo salva los muebles por el crescendo final. En cambio, cuando versiona poemas con rima (sonetos o rimas asonantes en los pares), la música se equilibra. Finalmente, hay finales efectistas en los poemas que Loquillo no sabe sujetar; melodías monótonas y repetitivas; y en “La malcasada”, el cantante pronuncia “alista tus arrugas” en lugar de “alisa”. Menos mal que Luis Alberto de Cuenca no es Juan Ramón Jiménez.
Con todo, el disco tiene también sus méritos: la utilización acertada de estrofas como estribillos (la mayoría de ellos muy aceptables), licencias del cantante como la permuta de algunos versos en pro de una mayor flexibilidad, cambios melódicos en los tercetos de los sonetos (que es donde se condensa el efecto lírico del poema), tonos urbanos, tan propios tanto del poeta como del cantante y melodías agradables y pegadizas como en “Political incorrectness” o “Farai un vers de dreyt nien”. En “La malcasada” hay un muy buen contraste entre la paráfrasis del parlamento de ella y la reacción despechada de él. Son buenos los arreglos “galácticos” de “Alicia, disfrazada de Leia Organa”, aunque le sobra el tufillo a “country”. Hay una sola canción recitada, “La tempestad”, que yo creí erróneamente que pertenecía, por el tono, a la “Serie negra” del poeta y que está muy bien conseguida. Finalmente, encontramos al verdadero Loquillo en las versiones de poemas de temas transgresores (“Political incorrectness”, “Nuestra vecina”).
Lo cierto es que, aunque me he sorprendido tarareando algunas de las canciones del disco y hallo noble y, en ocasiones, hasta bastante meritorias las versiones, creo que sigo prefiriendo evocar a Loquillo gritando desgarrado “¡nena!” desde la ladera del Tibidabo y a los versos de Luis Alberto de Cuenca, parapetados en el sagrario de los libros, libre de la sacrílega mano de los refundidores.

domingo, 2 de octubre de 2011

121. Alba q'está kon bel folgore...

Es el año 1060. El visir Al-Mu’Allim pasea cariacontecido por las calles de Sevilla. Hoy ha vuelto a llegar a la ciudad un contingente cristiano enviado por el rey Fernando de Castilla para cobrar las parias. El Magno, le llaman. Qué vanidad. Mientras camina, Al-Mu’Allim recuerda el rostro desencajado de su rey, Al-Mu’tadid, cuando fue requerido con insolencia por esos rudos mensajeros del norte para recibir el tributo. No profesaba la soberbia el Dios de los cristianos, pero sí lo hacen los que se jactan de defenderlo.
Sin embargo, Al-Mu’Allim siente por ellos una atracción inexplicable. Callejeando por el barrio mozárabe de Sevilla, los contempla en sus rutinas diarias y admira el pulso vital de este pueblo sometido, que ha aceptado el mestizaje en sus ropas y en su propia lengua y que, salvo algunos núcleos rebeldes, se entrega al disfrute llano pero pleno de su existencia. El rico atavío del visir llama la atención de los mozárabes que, durante un instante, abandonan sus ocupaciones para observarle entre el recelo y la curiosidad. Unas lavanderas se afanan de rodillas sobre la colada, le miran fugaz y repetidamente y comentan entre susurros algo que Al-Mu’Allim no alcanza a escuchar. Luego ríen tímidamente a su paso. Una de ellas, cuyos ojos le parecen al visir de la belleza de los de la gacela, al agacharse para lavar la ropa, deja al descubierto sus senos, ocultos parcialmente por las hebras de azabache de su pelo que semejan sierpes protectoras. Al notar ella la lascivia del visir, entona una canción procaz: “Non t’amarey illa kon as-sarti / an tayma jaljali ma’a qurti” (“No te amaré sino con la condición / de que juntes mi ajorca del tobillo con mis pendientes”). El visir apresura el paso ruborizado y detrás escucha las carcajadas de las lavanderas. Cuando ya se encuentra a cierta distancia, sonríe y piensa: las jarchas mozárabes, esas cancioncillas que recopila en sus paseos para ofrecérselas luego al joven príncipe Al’Mutamid. Éste, al igual que su padre, ama la poesía y se ha apuntado a esa moda tan de Al-Andalus de inventar moaxajas tomando como base las cancioncillas mozárabes, que coloca al final de sus composiciones. Hace rimar los estribillos de la moaxaja con la jarcha e intenta engastarla con coherencia en su poema. Cómo se rasgarían las vestiduras los poetas puristas de las casidas de Oriente, que abominan de la poesía estrófica y más aún de la utilización del árabe popular o de la lengua de los infieles. Cuántas veces, en las noches claras de luna, han conversado el visir y el príncipe en el Patio del Yeso de los Reales Alcázares, mezclando sus palabras con la canción del agua de los surtidores, sobre el invento de aquel mítico poeta ciego cordobés de Cabra, que ideó la moaxaja. Pero esta jarcha de la lavandera no puede ofrecérsela al príncipe. Es demasiado atrevida. Sin embargo, más allá, en aquel puesto de especias otra mujer parece cantar. Al.Mu’Allim afina el oído: “Qultu: as / tuhaiyi bokella / helwa mitl es” (“Dije: ¡Cómo / hace resucitar una boquita / dulce como ésa”). No es gran cosa pero valdrá. Y en el puesto de frutos secos, ¿qué canta aquélla? Y el cazador de jarchas anota mentalmente: “¡Ben, ya sahhara! / Alba / q’está kon bel fogore,/ kand bene pid amore” (“¡Ven, oh hechicero! / Un alba que tiene tan hermoso fulgor, /cuando viene pide amor”). Hermosa jarcha, piensa el visir. Y decide que ésa se la queda para él y su moaxaja.
Y aunque la vendedora de frutos secos pensaba en su amante al cantar, a nosotros su jarcha nos evoca otra alba con hermoso fulgor: la del bellísimo amanecer de nuestra lírica, sol que brota de la tierra misma, en el balbuceo mágico del idioma castellano.

Notas

  • El rey Fernando de Castilla, (en realidad de León, pues Castilla era sólo un condado). Muerto en 1065. Es el padre de Alfonso VI, el monarca del Cantar de Mio Cid. El reparto de los reinos entre sus hijos provocará las guerras fratricidas entre éstos y generará toda una literatura épica cuyo máximo exponente es el Cantar del Cerco de Zamora. La taifa de Sevilla era tributaria de Fernando I.
  • El visir Al-Mu'Allim ejercía sus servicios en la corte del rey Al-Mu'tadid de Sevilla. Fue poeta y a él se le atribuye la moaxaja cuya jarcha da título al relato que hemos leído.
  • El rey Al-Mu'tadid reinó en Sevilla entre 1042 y 1069. Cultivó la poesía de carácter báquico y se le recuerda por su gestión suntuosa y cruel.
  • Al-Mu'tamid es hijo del anterior y reinó en Sevilla entre 1069 y 1091. En el relato tiene sólo 20 años. Es el famoso rey a quien el Cid visita para recaudar las parias. La tradición da como motivo del destierro literario del Cid, la apropiación ilegítima de estas parias, aunque sabemos que los motivos reales de los destierros del Cid fueron otros. A este rey se le atribuye la moaxaja cuya jarcha empieza "Qultu: as", que es la que escucha Al-Mu'Allim casi al final del relato en boca de la vendedora de especias.
  • El "mítico poeta ciego cordobés de Cabra" es Muccádam Ben Muafa (siglos IX-X). A él se le atribuye la invención de la moaxaja. Ésta era una composición formada por trísticos monorrimos, un verso de vuelta y un estribillo que rimaba con la jarcha; ésta formaría la base de la moaxaja; es pues, anterior a ella y se trata de la primera manifestación de nuestra lírica. Los puristas cultivadores de la casida árabe rechazaban el estrofismo y sólo admitían el árabe clásico para la poesía.
  • El Patio del Yeso de los Reales Alcázares de Sevilla es actualmente la única parte del palacio islámico conservada que ya existía por los años en los que se inserta el relato.
  • Al Mu'Allim como "cazador de jarchas" para el príncipe es una licencia del autor. Pero es verosímil que muchas jarchas se escucharan así por la calle.
  • La moaxaja que incluye la jarcha procaz del relato es anónima. Parece que nadie quiso atribuírsela. Quizás fuera nuestro visir y ocultara su nombre por rubor...
  • En la imagen, Muccádam ben Muafa. Cartel promocional de la Exposición Filatélica y de Coleccionismo celebrada el 8 de septiembre del 2000 en Cabra, Córdoba

domingo, 25 de septiembre de 2011

120. La muerta enamorada

Cuenta Luis Alberto de Cuenca, encargado del prólogo, la traducción y la edición de La muerta enamorada (Rey Lear, 2011), que estando en Murcia, “una de las ciudades donde me encuentro más a gusto de toda España”, descubrió en una librería de viejo de la ciudad huertana, una meritoria traducción al español de la obra de Théophile Gautier antes mencionada. La versión contenida en este librito, publicado en 1941 por Ediciones Pal-las Bartrés y de cuyo misterioso traductor sólo nos ha llegado la noticia de sus iniciales (J.R.B), causó honda impresión en el poeta madrileño, que decidió rescatar la obra, remendando ciertos aspectos del texto “pues en algunas ocasiones dependía en exceso del francés, sin trasladar adecuadamente la sintaxis original a la de la lengua castellana”.
Hay varias razones que hacen recomendable la lectura de este libro. En primer lugar, asistimos este año al bicentenario del nacimiento de Théophile Gautier. Aunque soy contrario al credo de las efemérides, por lo que tienen de oportunismo editorial, debo reconocer la contribución de aquéllas en la recuperación de figuras literarias peligrosamente abocadas al ostracismo. Además, en el caso que nos ocupa, tenemos el aval de la voluntad bienintencionada de Luis Alberto de Cuenca, cuya amorosa dedicación a la literatura le exime de cualquier sospecha al respecto. Y esta es la segunda razón para leer la obra: una edición a cargo del traductor del Cantar de Valtario, Premio Nacional de Traducción en 1987, es garantía de rigor filológico y primor estilístico.
Un tercer motivo es el tema de la novela. Inundados como estamos de historias de vampiros, La muerta enamorada, publicada por Gautier en 1836, a 61 años todavía del Drácula de Bram Stoker, es una hermosa retrospección a los orígenes del género. En ella encontramos ya gran parte de los motivos que definirán la literatura vampírica actual y, como apunta L.A. de Cuenca en el prólogo, con Gautier se observa la “importancia decisiva que tuvo su obra en la germinación y desarrollo de las letras fantásticas europeas”. Es verdad que se podrá aducir que el libro, con el paso del tiempo, adolece de cierta ingenuidad; que las transiciones argumentales son rápidas e inverosímiles; o que la historia está despojada de terror subyugante. Pero es que hay que ver las cosas en su contexto: la candidez y la ausencia de terror, a la manera en que hoy lo conocemos, participan en realidad de esa languidez decadentista que tan bien comulga con el carácter del vampiro canónico y que, de por sí, ya es inquietante. En cuanto a las transiciones, la obra fue publicada a la manera folletinesca en la prensa parisina en 2 entregas y la naturaleza de este molde no permite una elaboración muy granada en lo argumental.   
El libro es, ante todo, una de esas perlas literarias, engastadas en el marbete parnasiano del “arte por el arte”, concepción que la tradición atribuye precisamente a Gautier desde aquel poemario auroral titulado Esmaltes y camafeos, de 1852. Quizás esa tendencia estetizante no haya sido más necesaria en ningún otro tiempo como lo es en el que vivimos hoy, donde lo feo, lo vulgar y lo mediocre se erigen como estiletes del mal gusto. Gran herejía, tal vez, para los defensores del arte comprometido, y más en los tiempos que corren. Pero “arte por el arte”, precisamente también, por los tiempos que corren. En realidad, el debate es baladí y seguramente haya que defender una mezcla de ambas ideas. Pero es que a uno, escéptico y aburrido de las grandes mentiras de la vida política y social, le dan ganas de lanzarse rendido y agónico en los brazos de una bella Clarimonde.
Théophile Gautier (1812-1872)

domingo, 18 de septiembre de 2011

119. Mecenazgos desleales

En la pinacoteca del Palacio de Buckingham, en Londres, se halla expuesto el retrato de Andrea Odoni, famoso coleccionista de arte y mecenas en la Venecia del Renacimiento. El retrato, que data de 1527, es obra del pintor Lorenzo Lotto. Odoni aparece en el centro del cuadro rodeado de distintas esculturas clásicas, maltrechas ya por el paso del tiempo. Al fondo hay tres representaciones de Hércules: en una, a la izquierda, aparece el héroe en lucha con el gigante Anteo; en el centro, la estatua que el emperador Cómodo mandó erigirse tomando el modelo de un Hércules cubierto con una piel de león; en el extremo de la derecha, Hércules orinando. Se aprecian también dos imágenes de Venus: una, en primer término, decapitada y semidesnuda; la otra, al fondo, tomando un baño. Junto a la primera, el busto del emperador Adriano, gran mecenas también. Odoni, sujeta en su mano derecha una estatuilla de Artemisa de Éfeso, diosa de la Naturaleza, y reposa su mano izquierda sobre el corazón. El contraste entre la integridad de la estatuilla de Artemisa y la semirruina del resto de esculturas podría interpretarse como la supremacía de la Naturaleza, que es eterna, frente a la caducidad del arte y de los bienes materiales. Esta idea adquiere un sentido especial en la estatua de Cómodo, cuya vanidad vencida por el tiempo (aparece decapitada) nos recuerda aquel ubi sunt manriqueño. En posteriores restauraciones del cuadro se descubrió el crucifijo de oro que Odoni luce sobre el pecho y que quizás pueda representar la superioridad del cristianismo y su promesa de inmortalidad frente a la sensualidad engañosa del mundo pagano encarnado en el erotismo de Venus y la mitología. Odoni, ricamente ataviado, se dirige al espectador y parece instarle a elegir.
El retrato de Odoni se ha convertido en una imagen paradigmática del mercantilismo en el arte. Mentor de artistas (Giorgio Vasari definió la casa de Odoni como “refugio amable para los hombres de talento”) y coleccionista obsesivo, en el cuadro, sin embargo, su mirada refleja un desengaño irónico, la mirada de aquel que ha descubierto una gran verdad que tambalea los cimientos de sus convicciones: el arte, entendido como mercancía, es algo fútil. Efectivamente, rodeado de sus viejas reliquias, Odoni descubre la banalidad de una vida dedicada a acumular tesoros por el mero hecho de engrosar su colección y se siente como el malo de las películas que acaba sepultado en la ignota cámara de la pirámide entre piedras preciosas y cofres brillantes. Sólo le queda el consuelo de haber hecho inmortales a los artistas a los que ayudó con sus compras.
El mecenazgo de hoy día ha cambiado bastante. No existe una preocupación por acumular las obras de arte sino el dinero que éstas generan. En el campo de la literatura, estos mecenas de hoy son las editoriales. Promocionan al escritor pero no compran su arte, lo venden. Este mecenazgo es interesado pero, sobre todo, es desleal. Los contratos que obligan a un autor de éxito puntual a terminar un libro en un espacio de tiempo determinado, actúan en menoscabo de su calidad, de modo que la editorial seguirá con las ganancias pero le negará la eternidad al escritor, que no pasará de ser un mediocre artista por encargo. Y si hay algún editor bienintencionado que advierte los defectos de la obra, siempre estará el autor que es mecenas de sí mismo y que quiere publicar antes del Día del Libro para aprovechar el filón de esa fecha; o el poeta que prostituye su vocación exhibiéndose en recitales sin sentir siquiera una brizna de pudor al dar sus versos al auditorio, que debería ser como darse a sí mismo en ellos: poesía para la galería. Entretanto, en el cuadro de Lotto, Hércules sigue intentando asfixiar a Anteo.

A Núria de Santiago, gran mitóloga y generosa mecenas radiofónica.

[Para ampliar la foto del cuadro de Lotto y apreciar mejor sus detalles, basta un simple "clic" sobre ella]