Érase una vez una ciudadana liberada, independiente,
autosuficiente y empoderada que, sin embargo, no había podido aún emanciparse
de su madre soltera debido a las imposiciones macroestructurales de un sistema
económico al servicio del capitalismo y el heteropatriarcado. Respondía esta
ciudadana al nombre de Caperucita, aunque a ella, aquel diminutivo la molestaba
sobremanera, pues consideraba que el sufijo menoscababa su dignidad de mujer y
advertía en él una suerte de condescendencia paternalista y protectora, como si
ella fuera un ser delicado y débil al que hubiera que proteger. Prefería, pues,
que la llamaran Caperuza, sin más aditivo morfológico. Vivía, como dijimos, con
su madre, que había decidido concebirla sin mediar hombre alguno, pues no
deseaba someterse a esa falocracia que desde tiempo ancestral había supeditado
la maternidad de una mujer al concurso imprescindible del hombre dominante: sus
orgasmos eran suyos y solo suyos y ella era la dueña de su menstruación. El
caso es que Caperucita, o Caperuza, recibió el encargo de su madre de llevarle
una cesta con comida a su abuela, pues andaba ésta algo pachucha y no podía
salir a comprar. A Caperuza no le apetecía hacer aquella larga caminata hasta
la casa de su abuela, pues había pasado la mañana haciendo deporte con su grupo
femenino de runners y estaba algo cansada. Pero su madre negoció con
ella durante largo tiempo, al cabo del cual, Caperuza accedió y su madre, como
premio a su buena disposición, colocó en el cuadrante de buenas tareas que
había pegado en la nevera, un precioso adhesivo con una cara sonriente. A
Caperuza le faltaban ya solo dos caritas sonrientes para conseguir un aumento
de su paga mensual. Pero el Lobo Feroz, que había escuchado hasta el
aburrimiento la larga conversación de Caperuza y su madre, vio su oportunidad
de conseguir el cariño de un ser humano, estando como estaba en peligro de
extinción. Así que se adelantó a Caperuza, llegó a casa de la abuela, la metió
en el armario y pegó el cambiazo. Entretanto, Caperuza se dirigía por los
caminos del bosque con su cesta de comida ecológica y vegana para su abuela
mientras oía a Bebe en su ipod. Al llegar notó a su abuela algo cambiada y no
hizo falta preguntarle por sus ojos grandes, ni por su nariz grande ni por su
boca grande, porque ella era una mujer inteligente y con título universitario y
pronto descubrió que era el jodido lobo otra vez. Tampoco fue necesaria la
intervención del cazador, pues al irrumpir éste para salvar a Caperuza, ésta ya
había domesticado al lobo acariciándole el lomo, le había colocado un chándal
para perros y se estaba divirtiendo jugando con él a lanzarle una pelotita, que
el lobo devolvía sumiso y, al fin, satisfecho del cariño anhelado. Al cazador
no le dio tiempo a ver más, pues una horda de animalistas lo había masacrado
con lanzas de picador para que experimentase en sus propias carnes el
sufrimiento animal. ¿Y la abuela? Pues su salida triunfal del armario fue del
todo reveladora, pues en aquel acto de salir del armario, la abuela comprendió
que el destino había obrado simbólicamente para que al fin pudiera gritarle al
mundo su orientación sexual: la abuela era pansexual y desde ese momento ya no
quería que la llamasen abuela, sino abuele o abuelx, y su salida del armario
fotografiada por algunas de las personas que habían acudido hasta allí debido a
todo aquel alboroto, se convirtió en el símbolo de la libertad sexual y salió
en todas las portadas LGTBI del mundo. Y de este modo, todos fueron felices,
aunque no comieron perdices, pobres perdices, sino que se atiborraron de todas
aquellas deliciosas viandas veganas que había traído Caperuza y que
compartieron con alegre camaradería. Y colorín colorado.
lunes, 22 de abril de 2019
lunes, 15 de abril de 2019
441. Veinticinco años sin Gil-Albert
El silencio que a veces se cierne sobre los grandes
escritores no responde siempre a la desidia de los estudios literarios o al
desinterés institucional. En ocasiones, simplemente, es la mala suerte la que
extiende su agorero manto de olvido sobre quien, por derecho propio, debería
hallarse entre la pléyade de las grandes figuras de las letras universales. Ese
es el caso de Juan Gil-Albert, autor de quien este año se conmemoran los 25
años de su deceso y a quien, salvo los estudiosos que amorosamente se han
afanado en rescatar su semblanza literaria y biográfica, pocos lectores
conocen.
La mala suerte de Gil-Albert comienza por incorporarse
tarde al grupo del 27, única promoción de escritores a la que por aproximación
generacional pudiera adscribírsele. Pero el escritor alcoyano, que ya había
iniciado su carrera literaria en prosa lejos de los temas e intereses del 27,
comenzó a forjar su marbete de poeta-isla con el que a veces se le ha
etiquetado. Luego llegó la guerra civil, durante la que publicó varios libros,
entre los que destacan Misteriosa presencia (1936), de marcado contenido
homoerótico y cuyos sonetos probablemente influyeron de manera decisiva en los Sonetos
del amor oscuro de García Lorca; y Candente horror, del mismo año,
con su sesgo surrealista, tan a propósito para la barbarie de la contienda
cainita. El exilio en México alargó su silencio, sólo atenuado por las
colaboraciones en revistas como Taller, al socaire de Octavio Paz y, eso
sí, por la memorable publicación de Las ilusiones (1944) en Argentina, seguramente
su mejor libro de poemas. En 1947 vuelve a España para cuidar de su madre, lo
que acentuó su ostracismo: algunos intelectuales republicanos le reprochan su
abdicación y los del otro bando le recuerdan su pasado rojo, secretario como
fue en Valencia del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de
la Cultura celebrada en 1937. El régimen, por otro lado, le impone su mutismo
editorial, lo que no impide que Gil-Albert siga escribiendo, aunque sin publicar,
salvo algunas pequeñas ediciones de corto recorrido a veces costeadas por él
mismo. Es en 1972 cuando se produce el gran hito en la carrera literaria de
Gil-Albert al publicar en Ocnos una antología de toda su obra poética diseñada
por el propio autor, Fuentes de la constancia. El libro espolea el
reconocimiento del poeta, que cuenta ya con 68 años, y entonces se produce una
vorágine editorial que recupera su obra silenciada en los años del franquismo,
efervescencia que no siempre le ayudó, pues la publicación de hasta 10 títulos
en tan solo un año, como si a Gil-Albert le pudiera la ansiedad de ver
publicadas en vida todas sus obras, fue contraproducente en lo refereido a la recepción de
la crítica literaria o a las reseñas en prensa, a las que se les acomoda mejor el
análisis paulatino y sosegado de las obras con márgenes razonables de tiempo
entre las distintas publicaciones. Otra piedra en el camino.
Admirador de Valle-Inclán, Gabriel Miró, Azorín,
Proust y Gide, la prosa de Gil-Albert, muchas veces mejor ponderada por la
crítica que su poesía, es de un preciosismo estilístico de auténtica
orfebrería. Defensor del ocio productivo, vindicador de una suerte de hedonismo
espiritualizante, pero comprometido en su sensibilidad filantrópica con el
hombre sufriente, heredero de la cultura greco-latina, de la que se siente hijo
y habitante, y defensor de un europeísmo que aspira a lo universal,
trascendiendo el terruño, siempre querido, de su Alcoy natal (algo de lo que
debieran tomar nota quienes quieren arrogarse su figura con fines espurios de
carácter nacionalista), Gil-Albert es una figura aún por descubrir que tiene
que regalarnos todavía momentos literarios muy felices. El Congreso
Internacional celebrado estos días en Alicante y Alcoy, codirigido por José
Ferrándiz, José Carlos Rovira y Eva Valero, que ha reunido a lo más granado de
los estudiosos sobre el escritor alcoyano, debe constituirse en la espoleta
definitiva para una recuperación que es ya casi un imperativo moral.
lunes, 1 de abril de 2019
440. Calados hasta los huesos
Es lo que tiene la lluvia fina, que parece que no moja
hasta que descubrimos que estamos empapados de su húmeda melancolía, como aquel
inolvidable orballo de Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos.
Algo así es la escritura de Luis Landero, una lluvia mansa y paciente de
palabras que en su último libro acaba por calarnos hasta los huesos en medio de
esta intemperie que es, a veces, la vida.
Con el objeto de reunir de nuevo a toda la familia y
restañar viejas heridas, Gabriel intenta organizar un reencuentro alrededor del
cumpleaños de su madre. Su buena intención pronto halla los primeros obstáculos
cuando, ante la perspectiva de coincidir todos juntos, se reabren antiguas
tensiones, imperdonados rencores y terribles secretos que habían permanecido
hasta entonces en barbecho.
Una de las primeras impresiones que tuve al leer Lluvia
fina (Tusquets), fue la de su fácil traslación al género teatral. Y no sólo
porque la última novela de Landero sea una de sus obras más dialogadas, sino
porque en su estructura se activan con sorprendente naturalidad determinados
resortes dramatúrgicos que la hacen perfectamente permeable a su adaptación a
las tablas. Es cierto que cuando se establecen esos diálogos, uno está deseando
reencontrarse con el Landero narrativo, más reconocible para sus lectores
leales, pero las treguas dialógicas no sólo no menoscaban la incuestionable
calidad de la novela sino que la enriquecen, al dejar que los personajes configuren
ellos mismos sus rasgos personales mediante sus propias intervenciones,
matizando con sus respectivas formas de hablar las marcas de su carácter y
ayudando a desbrozar las oscuridades que esconde la maleza de la trama. En ese
sentido es magnífico el dominio de los registros de los personajes, que
consigue individualizarlos y hacerlos creíbles, especialmente, el usado con
Andrea, de la que Landero parece reírse a veces, con su cursi y trasnochada
grandilocuencia victimista extraída de las letras de heavy metal a la
que es aficionada.
Especialmente relevante es el personaje de Aurora. Si
en otras obras de Landero, el protagonismo recae sobre el que cuenta
(recordemos, por ejemplo, las historias de la abuela Francisca en El balcón
en invierno), aquí cobra importancia capital la figura del escuchante.
Aurora atiende, merced a su capacidad para escuchar, las miserias que le
explica el resto de personajes, trata de no juzgar, de ser equidistante, de
generar una atmósfera conciliadora, de comprenderlos. A Aurora, en cambio,
nadie le pregunta cómo está.
Dos ideas jalonan continuamente la trama de Lluvia
fina: que las historias no son nunca inocentes; y que el pasado es, casi
siempre, una reelaboración más o menos artificiosa e interesada de la memoria. Efectivamente,
despojadas de su naturaleza adánica, las palabras sustituyen sus dientes de
leche por los colmillos maliciosos que buscan su carnaza. Y respecto al pasado,
éste entronca con el concepto de la verdad, tan voluble y sospechoso, y con la
siempre importante en Landero noción de oralidad, cuya idealización en obras
anteriores, al calor de las consejas y de las maravillosas fábulas, se degrada
aquí ante la incertidumbre tendenciosa de las diferentes versiones que dan los
personajes de sus historias y que convierte un fenómeno literario hermoso –el
de la misma oralidad, con su vida en variantes, siempre enriquecedoras– en una
perversión de ese mismo acervo. Y así, la lluvia fina de las palabras es
aguacero inmisericorde que se vierte desde los nubarrones del corazón.
lunes, 25 de marzo de 2019
439. Leer a la luz de las velas
Un forzoso apagón eléctrico me obligó hace unas
semanas a cumplir uno de los fetiches más deseados desde siempre en mi relación
con la lectura: leer a la luz de unas velas. Que en pleno siglo XXI, en la era
del libro electrónico, uno pretenda quedarse ciego alumbrado sólo por el pabilo
zozobrante de una candela, puede parecer, cuanto menos, extravagante, pero es
que la otra alternativa –renunciar a la lectura esa noche– era del todo
inaceptable. Y puestos a buscar soluciones tecnológicas –ayudarse de la luz del
móvil o acoplarse en la frente, a modo de minero ilustrado, esas linternas para
lectores clandestinos–, pues qué quieren que les diga, prefiero la calidez
natural de la llama, que, puestos a hacer el ridículo, más se me acomoda un
donquijote estrábico que un polifemo espeleólogo. Y que no, narices, que yo
tenía allí la posibilidad de ver realizado mi viejo capricho y así sería y así
fue.
El libro a la luz de una vela parece más libro. Como
si el fuego ceremoniase el culto a su antigüedad venerable. Al chisporroteo de
la cera se une el sonido delicado de las páginas que pasan y hay en ese
armónico concierto una vindicación de la Naturaleza donde se aunasen los cuatro
elementos primigenios, como si el libro se erigiera en el compendio perfecto de
aquel arjé de los filósofos presocráticos que trataban de explicar la molécula
fundacional del universo. Y así, el libro es fuego bañado por su luz ambarina;
y es aire, el del vuelo de sus páginas, como un aliento demiúrgico que
insuflase de vida futura a las palabras; y es la tierra que recuerda el origen
vegetal del papel; y es el agua de una lágrima furtiva o el de la saliva con
que humedecen los dedos la página esquiva. Imposible esa comunión con las
esencias sin la tutela propiciatoria de esa vela y su llama ritual. ¿Y no fue
Heráclito quien dijo que el origen del universo estaba en el fuego y en el logos?
La llama se cimbrea sobre su palmatoria como una
salomé vestida de crepúsculo y su danza de azafrán sobre la página contagia a
las palabras, que parecen bailar, también ellas, en el papel, contoneándose con
la lenta lubricidad de la resina que supura de sus secos significantes, con la
morosa epifanía de la miel que rebosa del panal de las letras, para decir más,
mucho más de lo que muestran panal y tronco. La cera se consume y se apelmaza
en el platillo, como si el lector purgase en aquel sedimento el veneno de sus
desventuras y adversidades purificadas en la unión chamánica del libro, el
fuego y su catarsis. La habitación se llena de sombras que trepan por las
paredes y el techo. Los objetos de la estancia geminan en esos adláteres
espectrales que reclaman su carta de naturaleza más allá de la limitación de
sus contornos, de la caducidad de sus materiales, de la arbitrariedad de sus
nombres. Así también el lector. El cuerpo de ese hombre que ahora lee, ese
despreciable conglomerado de carne, humores y células que sujeta un libro,
trasciende por mor del fuego y su promesa de eternidad, a esa figura
gigantesca, colosal, etérea, proyectada
en el techo, esa silueta desprendida, libre, el tamaño de cuya alma soberana no
cabe entre las cuatro paredes de la habitación, aún menos entre las lindes de
aquel pobre cuerpo, y crece y crece y crece avivada por la llama de la vela y
ya no hay nada de aquel hombre en su cama, todo él es esa sombra jubilosa que
se extiende sobre el techo, la sombra más cierta que ese hombre que ya no
existe, de ese hombre que hace un rato leía a la luz de una vela.
lunes, 18 de marzo de 2019
438. De oportunismos y linchamientos
Ante la polémica surgida a raíz del premio Biblioteca
Breve de Seix Barral, otorgado este año a Elvira Sastre, confieso que mi
posicionamiento puede resultar ambiguo o incluso contradictorio. Sobre todo, no
me encuentro cómodo entre los que han aprovechado la controversia para
entregarse a la despiadada lapidación de autora, libro y editorial con esa
malsana inquina que suele brotar de aquellos que no saben gestionar las frustraciones de sus propios fracasos y
aspiraciones literarios. Igual que también me disgustan los dictámenes adversos
vertidos sobre la obra de la escritora segoviana sin que quienes los emiten se
hayan tomado siquiera la molestia de leer la novela, prejuzgándola aun sin
tener elementos de valor con que formular tales veredictos, como si, desde la
supuesta autoridad de un elitismo altivo y mal entendido, se diera por sentado
que la obra de Sastre tiene necesariamente que incluirse entre la bazofia que
consumen los lectores adocenados. Que lo mismo es que sí, pero, hombre, leamos
al menos la novela para hablar con conocimiento de causa.
Empezaba mi reflexión afirmando que mi posicionamiento
ante este debate puede llegar a ser incoherente y confuso. Me explico. Yo no
voy a leer el libro de Elvira Sastre. Y no lo voy a hacer porque creo que no
comulga con mi credo literario. ¿Incurro en los prejuicios que hace un momento
reprochaba a otros? Claro que sí. Con la salvedad de que yo me he empapado de
decenas de reseñas antes de escribir estas líneas y que esas reseñas proceden
de personas mesuradas, juiciosas, razonables, inteligentes, objetivas, que
analizan las obras con temperamento constructivo y sistema. Al igual que uno
tiene sus escritores favoritos, también uno tiene a sus críticos preferidos y
de confianza. ¿Son sus opiniones dogma de fe para mí? No, pero casi. Y, sobre
todo, me sirven de filtro para no leerlo todo, a salvo de los cantos de sirena
de la mercadotecnia. La vida es breve y hay que saber seleccionar. Por eso no
voy a leer a Elvira Sastre. Por eso y porque no hace falta ser muy inteligente
para saber que el Premio Biblioteca Breve ha sucumbido al oportunismo
mercantilista más atroz, al albur del predicamento del que la autora goza en el
nuevo orden del éxito literario: no la calidad de sus escritos sino los
seguidores que atesore en las redes sociales. Pero de esto no tiene culpa
Elvira Sastre. Ella ha sabido granjearse su celebridad con sus propias armas,
le ha ido bien y Seix Barral ha ido a buscarla. Tampoco podemos demonizar su
literatura. Se puede divergir de ella pero hay un tipo de consumidor que la
demanda y su presencia es legítima. Más difícil es el papelón de Seix Barral,
que tendrá que explicar por qué un certamen de su solera, con una nómina de
autores premiados que representan lo mejor de nuestra tradición literaria,
decide menoscabar así su prestigio y, sobre todo, acabar con una idea sagrada
de literatura que corre serio peligro de extinción si no fuera por el esfuerzo
heroico de las editoriales independientes. Tampoco Elvira Sastre puede sentirse
víctima de un linchamiento. Ella sabía lo que hacía cuando aceptó el premio.
Porque no seamos ingenuos: Elvira Sastre no ha ganado un premio, se lo han
ofrecido. Así que ahora tendrá que cargar con los vilipendios que le lluevan de
todas partes. Era el precio a pagar y ella lo sabía, aunque a mí no me gusten
los linchamientos. Aun así, el trabajo de la escritura me merece tanto respeto
que, como Cansinos Assens, pienso que no hay obra mala que no pueda albergar
algo bueno. La pena es que, cuando el Biblioteca Breve lo ganaba gente como
Juan Marsé, no había que buscar los buenos pasajes. Todo el libro lo era. Lo
sabíamos por la elevación de espíritu que producía su lectura, no por el número
de likes en Instagram.
lunes, 11 de marzo de 2019
437. 'Apocalypse Now' cumple 40 años
Cuentan que durante un viaje en avión cayó en las
manos de Francis Ford Coppola la novela El corazón de las tinieblas, de
Joseph Conrad, y que, tras su lectura, el director americano supo enseguida que
el argumento de aquel libro iba a inspirar su siguiente película. El capricho
de las efemérides ha querido que ambos, película y libro, celebren este año
sendos aniversarios redondos, de esos que gustan a los amantes de las fechas y
que a mí me regala el pretexto perfecto para hablar de lo que me apetece, sorteando
los imperativos de la prensa y su servidumbre a la actualidad, mediante este
subterfugio de los cumpleaños. Pues sí, Apocalypse
now cumple 40 años y El corazón de las tinieblas, 120. Y ya
legitimado por la obligada tiranía de las coyunturas, hablemos ahora de lo que
verdaderamente importa.
El corazón de las tinieblas es uno de esos pocos libros de los que uno no logra
salir nunca. Inspirada en los viajes africanos de Conrad, narra la expedición
de Charlie Marlow remontando el río Congo con la misión de encontrar al
misterioso comerciante Kurtz, que se ha granjeado las envidias de sus colegas
por su éxito en el acopio de marfil y que hace años que no sale de la estación
que dirige. Durante el viaje, la figura mítica de Kurtz irá engrandeciéndose
merced a los comentarios que de él hacen quienes lo han conocido hasta
transformarlo poco menos que en un tótem para idólatras. Cuando logra alcanzar
la estación de Kurtz, Marlow descubre que aquel se ha convertido en el líder de
la comunidad negra que le asiste, que lo trata como a un dios, y que parece
haber perdido todo vínculo con los patrones que rigen la civilidad de su origen
europeo. Lo fascinante de la novela de Conrad reside en el paulatino poder que
ejerce la jungla sobre sus personajes, que acaban siendo fagocitados por el
misterio telúrico de la Naturaleza en su sentido más primigenio, ejerciendo en
ellos una involución o una regresión hacia las esencias de su animalidad o de
su origen ontológico, conduciéndolos al misterio de ser desde la raíz misma de
la vida. También Marlow experimenta esa llamada atávica conforme se adentra en
las profundidades del continente africano pero es Kurtz quien ha sucumbido
enteramente a la comunión radical con el arcano que todo lo explica. Es ese crescendo
el que subyuga en cada página. Por eso en la versión cinematográfica, en
concreto en la versión extendida que Coppola presentó en Cannes en 2001, creo
que sobra la escena de la guarnición francesa, con su vida acomodaticia y
civilizada, que es un anticlímax contraproducente en el ritmo creciente hacia
el tuétano de la barbarie. Por lo demás, la película de Coppola es una
excelente versión del libro, transportada a la guerra de Vietnam, respetando
con todas las licencias que se quieran (geniales las excentricidades del coronel
Kilgore con un Robert Duvall en estado de gracia) los temas de Conrad, como los
abusos del colonialismo, entre otros. Pero es, sobre todo, la atmósfera
apocalíptica que da título a la película, las tinieblas que dan título al
libro, donde parece que el principio de todo se funde esquizofrénicamente con
el final de todo, lo que produce ese efecto narcótico que impide separarse de
la pantalla durante 3 horas y también del libro, que puede leerse del tirón,
porque la selva, como en aquella Vorágine de José Eustasio Rivera o como
la infinita pampa en Don Segundo Sombra, de Güiraldes, o como la Comala
de Pedro Páramo, no nos suelta nunca. Quizás porque sabemos que en esos
territorios se halla, tal vez, la verdad de lo que somos más allá de lo que
somos.
lunes, 4 de marzo de 2019
436. Machado de usar y tirar
En el prólogo a la primera parte del Quijote,
Cervantes critica, con su ironía y elegancia habituales, la costumbre de preñar
los pórticos de las obras literarias con citas doctas y recónditas que mejor
legitimasen la indudable autoridad y la naturaleza sapiencial del impostado prologuista.
Y todo ello sin que el prócer de turno hubiera leído, claro está, a ninguno de
los autores y libros que exhibe en su brillante retahíla de erudición. Más de
cuatro centurias después, esa ostentación de cultura hecha de pastiches
recogidos aquí y allá, adoptados de oídas y sin asomo de haberse cotejado con
ninguna de sus fuentes, continúa enviciando ese prurito de intelectualidad de
pacotilla con que algunos pretenden reivindicar su inteligencia como cosmético
de su espantosa mediocridad. El ágora de Internet –nunca la palabra “ágora” se
había degradado tanto– ha contribuido de manera colosal a extender la pandemia
del listo ignorante, pues basta con preguntarle al tótem googleico por alguna frase
que venga pintiparada a la ingeniosa apostilla de un frívolo debate en las
redes sociales, para hallar todo un filón de expresiones sentenciosas,
proverbiales y categóricas, con que adornarse de cara a la galería.
Hace unos meses cientos de usuarios de Facebook y de
Whatsapp nos felicitaban el año nuevo con el noble deseo de cambiar el mundo, y
citaban para ello un supuesto pasaje del Quijote donde el caballero le
dice a Sancho: “cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura ni utopía,
sino justicia”. Si logran ustedes encontrar la cita en alguna parte del libro
cervantino avisen a Francisco Rico para
la oportuna revisión filológica porque lo mismo han descubierto una variante
desconocida. Es esa ambición de parecer lo que no se es lo que ha hecho incurrir
a nuestro guapo presidente del Gobierno (o al negro que le ha escrito el libro)
en la tan traída confusión entre Fray Luis de León y San Juan de la Cruz al
respecto de la célebre frase que el inmortal agustino supuestamente pronunciase
al ser restituido en su cátedra de la Universidad de Salamanca tras casi un
lustro en prisión.
Nuestros políticos son muy dados a citar a literatos
en sus discursos para disimular su lamentable oratoria. Juanma Moreno se
atrevió en su investidura nada menos que con Virgilio, al que seguro que ha
leído en incontables ocasiones y, por supuesto, con Lorca y Machado. A este
último lo han exprimido hasta la saciedad, quizás porque su modelo
irreprochable tiene la virtud de encajar en todos los maniqueísmos que los
políticos diseñan de acuerdo a su molde ideológico, de tal modo que desde VOX
como a IU, pasando por los independentistas, todos sacan tajada de su figura
incontestable. Y ahí están las fotos en su tumba de Colliure, en la que todos
quieren salir, carroñeros ya hasta de la memoria de los muertos. De todos los
que salen en la foto, seguro que el cien por cien ha leído Campos de
Castilla. Ya… Eso no fue un homenaje, fue un escrache. Por cierto, que
faltaba Puigdemont. Para aclararle, más que nada, qué significa la palabra
“exiliado”.
Y claro, cuando ya se produce este mangoneo con
figuras intocables como Fray Luis, San Juan de la Cruz, Lorca o Machado, al
amante de la Literatura ya se le empieza a revolver el estómago porque ya nos
están manoseando algo muy nuestro y muy querido y muy sagrado. Y uno se indigna
y se apunta también a eso de las citas. Y así, uno puede soltar aquello de: “Los
dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son
dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto.
Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo
las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta”. Aún no
he escuchado a nuestros políticos citar a don Benito Pérez Galdós.
lunes, 25 de febrero de 2019
435. Pasión a flor de Juan
El día que murió Lucio Battisti, me lo dijo él mismo.
Aquel 9 de septiembre de 1998 –más de 20 años ha corrido ya el calendario–,
andaba yo deambulando por el dial de aquella vieja radio que habían comprado
mis padres en Andorra, cuando todavía los españoles tenían por costumbre
adquirir tecnología más barata en el Principado, y todas las emisoras no hacían
más que repetir Il mio canto libero, la famosa canción del cantante
italiano. Un pálpito me dijo entonces que algo andaba mal. Así que, para
confirmar mis sospechas, aguardé a que empezase Flor de pasión, el
veterano programa musical de Radio 3 y, tras la sintonía inicial, allí estaba
la voz rota de Juan de Pablos, anunciando entre sollozos la muerte del poeta de
Poggio Bustone, a quien esa noche el locutor cacereño iba a dedicarle un
monográfico prácticamente improvisado como homenaje. Casi un año después,
volvería a escuchar a Juan destrozado por la muerte de Dusty Springfield, una
de sus cantantes más queridas, en un programa sobrecogedor para sus fieles
oyentes, en el que Juan de Pablos apenas podía articular palabra y donde podían
sucederse eternos silencios sin que el radioyente supiera ya a qué atenerse al
otro lado de las ondas. Ese es Juan de Pablos. La pasión, la emoción y la
autenticidad por encima de todo protocolo radiofónico. ¿Hay, acaso, anomalía
mayor en un programa de radio que el mutismo? La radio es, por su propia
naturaleza, el medio que menos puede prestarse a los vacíos de silencio; estos
causan enorme extrañeza en el oyente, que se siente, de pronto, abandonado en
el abismo de las ondas. Pero con Juan de Pablos los silencios eran siempre
significativos y sus oyentes devotos acabaron normalizándolos, diríase que
incluso los acompañaban con el aliento contenido; en las noches de Flor de pasión
el dial era un enorme silencio compartido entre las miles de almas que
respetaban el tiempo que Juan necesitase para recobrarse de quién sabe qué
recuerdos, de quién sabe qué demonios personales. Y nos alegrábamos
sinceramente cuando, de pronto, se venía arriba y un tema lo resucitaba de los
taludes de su depresión. A cambio de esta complicidad, Juan nos regalaba su
sabia selección nocturna. Nunca podré agradecerle lo suficiente el haberme dado
a conocer a cantantes como France Gall o Françoise Hardy que, por una cuestión
generacional, quizás nunca habría descubierto. Había madrugadas en que me
quedaba dormido escuchando el programa, y dejaba grabando el casete. A la
mañana siguiente, rebobinaba la cinta y descubría los tesoros nocturnos que
había cazado y yo me imaginaba que aquellas canciones insólitas habían sido
rescatadas desde alguna extraña y fabulosa región de mis sueños merced al
ejercicio de chamanismo de Juan. Algunas de esas rarezas no he podido
recuperarlas más que en aquellos casetes que grabé. Por ejemplo, una pieza
instrumental titulada Andorra, que a día de hoy, en la era de Internet,
donde casi toda la información está a nuestro alcance, soy incapaz de
encontrar.
La semana pasada, Juan de Pablos anunció que se
jubilaba a sus 71 años. Con él se va también Flor de pasión, programa
nacido en 1979. Era inevitable: Juan y Flor de pasión son una misma
cosa. Añoraremos su selección musical, que forma parte de la educación
sentimental de mucha gente de diferentes generaciones, pero también su frágil
sensibilidad y la honestidad emocional de aquellas madrugadas cómplices. El
tema de cierre, Azzurro, de Adriano Celentano, como el de inicio, el Attends
ou va t’en en versión de France Gall, son ya himnos por mor de Juan de
Pablos. También su mítica frase de despedida tras cada programa, la única
manera posible de cerrar esta humilde semblanza de su persona: “Forza,
saluti a tutti, bacioni, auguri, in bocca al lupo, arrivederci e a presto pino!”
lunes, 18 de febrero de 2019
434. Puro Shakespeare
Uno de los mayores méritos que puede distinguir a una
compañía teatral es la de hacer reconocible la esencia del dramaturgo al que
representa. Las obras teatrales pueden adaptarse a los nuevos tiempos, cambiar
la escenografía, el vestuario y hasta rayar en la iconoclasia, pero si el
espectador es incapaz de percibir el alma del original, es mejor no hablar de
versión o de adaptación, sino de otra obra nueva. Con Shakespeare, quienes
mejor consiguen ese propósito son los propios británicos en todos los órdenes
artísticos. Aún recuerdo maravillado la adaptación cinematográfica que de Macbeth
hizo Justin Kurzel en 2015, por nombrar sólo una de las últimas reverenciales
manifestaciones artísticas que se han hecho sobre el inmortal autor de
Sratford. Ahora, la celebrada y veterana Compañía Atalaya está de gira por
España paseando por las tablas al rey Lear, y esa alianza con el espíritu de
Shakespeare se produce en sus representaciones con tan inextricable comunión,
que parece resucitada telúricamente del polvo indeleble de sus palabras. Los
claroscuros de la escenografía, la atmósfera neblinosa, la reformulación
majestuosa del coro, tan caro a Shakespeare, con sus cánticos atávicos (¿en
griego?); los movimientos acompasados de los actores, como movidos sus hilos por
el caprichoso titiritero del fatum; la cadencia casi silábica de la
dicción, con sus efectistas pausas a mitad del sintagma, todo contribuye a
captar la inquietante sustancia de las tragedias shakesperianas. Y todo ello, y
esto lo digo yo, en uno de los textos que menos me han conmovido del autor de Hamlet,
por muy pesada que se ponga la crítica especializada en incluir El rey Lear
en la famosa tríada de las obras cumbre de Shakespeare. Ni las motivaciones del
rey me convencen ni hallo una exploración verosímil en las pasiones humanas que
se ponen en solfa; los personajes me parecen maniqueos (y no hay excusa en su
vocación alegórica) y la pérdida de la cordura de algunos me parece algo
pueril. Sí me parece interesante la degradación del rey hasta su animalización
como metáfora de la destrucción del orden establecido (la pérdida del cariño de
sus hijas y su traición) pero me parece todo insuficiente para colocar El
rey Lear entre las mejores obras de Shakespeare. Y, sin embargo, la
Compañía Atalaya obra el milagro de revertir la insatisfacción que produce la
lectura de la obra y convertirla en una maravilla, colocando el texto y el
argumento al servicio del mejor Shakespeare, como si fuera el mismo Shakespeare
quien, reconociendo sus defectos, remendara sobre las tablas las hilachas
sueltas. O, en otras palabras, realizando un montaje a la altura del genio
inglés, superando los defectos del propio genio. Hasta el final, algo abrupto e
insustancial en el original, es modificado por una coda del bufón (que, en
realidad se recupera de una intervención de éste en otra escena del texto),
subsanando con ese remate, la escasa contundencia del final shakespeariano. Muy
notable la actuación de Carmen Gallardo como rey Lear, que nos convence de que
los héroes masculinos de la tragedia pueden alcanzar grandes cotas en la
interpretación de una mujer (acordémonos de Blanca Portillo como Segismundo) y,
sobresalientes las intervenciones de Lidia Mauduit como bufón, cuya dicción y
movimientos espasmódicos tan bien casan con la función oracular de sus
misteriosas y proféticas palabras. Para enmendarle la plana a Shakespeare hay
que ser un gran conocedor suyo. Lo otro sería osado sacrilegio. A la Compañía
Atalaya, que lleva ya 36 años sobre la escena, se le nota el oficio. Su versión
de El rey Lear mejora a un Shakespeare despistado. Lo redime y lo
convierte en puro Shakespeare.
lunes, 11 de febrero de 2019
433. Quien lo probó lo sabe
Qué triste resulta asistir cada año a la contumacia
del ser humano por degradar las grandes palabras que nos salvan del simio que
somos. Toda noble construcción nacida para mayor gloria de nuestra humanidad,
toda alta idea que nos permite elevarnos desde el aquelarre de células hasta
las esferas de lo trascendente, es prostituida en el lupanar del mercantilismo
y de la vulgaridad adocenada. Así el amor, que este jueves será sacrificado a
la pira del trending topic y a la cursilería hiperglucémica hasta el coma
diabético. Como en estas páginas hablamos de Literatura, salvémoslo por un día
de los corazones de plástico y sentémoslo caballero en la grupa de la palabra
para huir de la oferta del 2x1 del McDonald’s Valentine’s Day.
No resulta fácil saber si la literatura amorosa de
cada etapa histórica es un simple artificio literario aceptado por pura
convención o si refleja realmente una concepción sincrónica del hecho amatorio.
No sabemos, por ejemplo, si un médico suscribiría los síntomas físicos que la
enamorada Safo (s. VII a.C.) describía en sus poemas, pero lo cierto es que con la poeta de Lesbos nace la
idea universal del amor como enfermedad, que luego susurrará Celestina a
Melibea a finales del XV en una de sus definiciones más canónicas. Más
adelante, Catulo (s. I a.C.) incorporará la dimensión carnal del amor, la
pasión y el deseo, sin demasiados remilgos. Durante la Edad Media, aparecerá el
concepto de amor cortés, que trasladará al terreno amoroso las relaciones
feudales de vasallaje: el enamorado es un caballero que sirve a la dama, se
postra ante ella y sufre sus desdenes. Aquí sí podríamos asegurar que se trata
de un acuerdo estrictamente literario. Lo relevante es, sin embargo, que lo que
era una convención poética, acabó sentando las bases de las relaciones amorosas
reales entre hombres y mujeres. Pienso, por ejemplo, en la imagen del enamorado
pidiendo, de rodillas, matrimonio a su amada o ese acuerdo más o menos tácito
que todavía se conserva de ser el hombre quien tome la iniciativa en su declaración
amorosa y de que la mujer mantenga su firmeza, aunque sea fingida, antes de
aceptar el galanteo. Junto al refinamiento cortesano, convive en la Edad Media,
la literatura erótica, manifestada, por ejemplo, en las canciones goliárdicas.
El Renacimiento traerá la concepción del amor platónico y la divinización de la
dama, la donna angelicata petrarquista, y en el Barroco, se lo
considerará como la única fuerza capaz de permanecer más allá de la muerte y,
de acuerdo al pesimismo de la época, aparecerá unido a la brevedad de la vida y
al poder destructor del tiempo. El siglo XVIII se llenará de colores pasteles
muy a propósito para un concepto del amor intrascendente, empalagoso, envuelto
en un halo de coquetería y frivolidad. Todos pensamos en aquel cuadro del
columpio de Fragonard coincidiendo con la primera arcada. Junto a la literatura
rococó hay también una idea ilustrada del amor, que lucha contra el desatino de
los amores concertados. El sentimiento se desborda arrebatador en el
Romanticismo hasta la irreflexión, y la mujer aparece como un ser etéreo e
inalcanzable. El Realismo abordará el tema del adulterio. Los tres grandes
personajes femeninos son Ana Karenina, Madame Bovary y Ana Ozores, heroínas
frustradas en sus relaciones matrimoniales que se enfrentan a las convenciones
sociales. En el siglo XX, el amor se diversifica, tienen cabida las voces
femeninas, la homosexualidad, el amor libre, siempre con las trabas morales de
una tradición conservadora que aún impone su peso. Y llegamos a nuestro siglo.
Ya estoy viendo el menú de San Valentín del jueves: “cupiditos rebozados con
salsa de fruta de la pasión; solomillo en nidito de amor trufado sobre lecho de
pétalos de rosa; y de postre, corazón de chocolate bañado en ambrosía de
Venus”. 50 euros la pareja. Y la foto en Instagram.
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