lunes, 13 de abril de 2020

481. El humor en los tiempos de cólera



Coincidiendo con el 75 aniversario de la incorporación de Wenceslao Fernández Flórez a la Real Academia de la Lengua, he estado leyendo estos días su correspondiente discurso de ingreso, que el escritor gallego tituló «El humor en la literatura española». Aunque la preparación del discurso se llevó a cabo en la primavera de 1936, no fue hasta el 14 de mayo de 1945 cuando pudo leerlo ante sus recientes adláteres académicos. La Guerra Civil, claro, había dejado en barbecho el tradicional ritual. Fernández Flórez confiesa que llegó a quemar los apuntes sobre los que había trabajado, temeroso de «los peligros revolucionarios». Y uno se pregunta qué naturaleza subversiva o más bien reaccionaria tendrían aquellos papeles para dar con ellos en la chimenea de su casa.
Entre los pensamientos del flamante académico hay una reivindicación del humor, género siempre menospreciado por el oficialismo literario de turno. F. Flórez lo compara con la casita de caramelo del cuento. Unos se acercarán a la casita, la lamerán y se marcharán sin averiguar quién vive ahí; otros, además, querrán conocer a su inquilino y, al hallar al ogro dentro, le reprenderán por haber construido una casa de caramelo; aquellos se habrán interesado solamente de forma superficial, una vez que el sabor de la casa les ha satisfecho un capricho y les ha hecho pasar un buen rato; los otros le afearán al ogro que, siendo él un personaje tan importante, se haya entretenido en construir una casa de caramelo. En resumen, están los que piensan que el humor es un ejercicio simpático sin más y los que lo menosprecian por no ocuparse de las cosas serias. Y, sin embargo, como dice F. Flórez, el humor podrá no ser solemne, pero desde luego es algo muy serio. El autor de El bosque animado lo define como «la sonrisa de una desilusión». No es, pues, la carcajada desaforada, que el escritor compara con las cosquillas: «Las cosquillas pueden obligarnos también a retorcernos en carcajadas estentóreas, y, sin embargo, cuando cesa el estímulo, no se ha enriquecido nuestro espíritu con un pensamiento ni con una emoción. Tal ocurre con el chiste».
La sonrisa de una desilusión. Porque el literato es, ante todo, un hombre descontento: «El día en que el mundo sea tan perfecto que exista conformidad entre los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas y, desde luego, nadie las escribirá. Una novela es el escape de una angustia por la válvula de la fantasía». Y ante el descontento, la ira y el lamento, hijas del instinto, se enseñorean en las diferentes manifestaciones literarias, muchas de ellas excelsas. Pero hay un tercer elemento que trasciende el instinto para situarse en el ámbito de la inteligencia. «Ni el insulto, ni la súplica, ni la execración, ni los suspiros tienen una fuerza semejante»: el humor, que no es la sátira cruel ni la burla. El humor, según F. Flórez «es siempre un poco bondadoso, siempre un poco paternal. Sin acritud, porque comprende. Sin crueldad, porque uno de sus componentes es la ternura. Y si no es tierno ni es comprensivo, no es humor». Y sigue: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».
No es baladí pensar que Wenceslao Fernández Flórez pronunciara estas palabras después de haber salido de una guerra, una experiencia que debió de resituar los límites de su concepto del humor:
«Ignoramos qué nos traerá la literatura posterior a la guerra –dice– pero si en ella sobrevive el humorismo diremos que se ha salvado algo muy importante de la ternura humana, entre tantos odios y tantas espantosas violencias». Setenta y cinco años después, también nosotros deberemos plantearnos qué hacemos con nuestro humor cuando sobrevivamos a la pandemia. Si lo usamos para herir o si, en su necesaria mueca de acíbar, lo derramamos sobre la humanidad con la bondad que defendía don Wenceslao, ahora que más falta nos hace para restañar la hemorragia de las vidas que se fueron.
Busto de Wencesleo Fernández Flórez en la Praza do Humor (La Coruña)


lunes, 6 de abril de 2020

480. Manual del buen misántropo



La gente cree que en estos días de confinamiento forzoso está llevando a cabo una suerte de épica de la resistencia que convierte a cada confinado en un héroe contra el enemigo invisible. Una especie de paladín del batín que soporta con arrojo las acometidas del temible aburrimiento, eso sí, asistido de todas las comodidades y conectado al mundo, como nunca en otro tiempo, a través de la tecnología. Menudos titanes. Yo entiendo que existan personas que deseen sentirse protagonistas de la Historia y que para ello necesiten remedar la epopeya de las películas, importar el apocalipsis de las grandes gestas del pasado, adoptar su lenguaje belicista y revestirse del aura de las proezas. Poder decir orgulloso: «yo estuve ahí; yo sobreviví al virus». Pero no, oiga: usted solamente está tumbado en su cómodo sofá, deglutiendo series, comunicándose con quien quiera a través de su teléfono móvil, bien abastecido de comida, cubiertas todas sus necesidades higiénicas y haraganeando. Eso sí, a las ocho en punto sale usted a aplaudir al balcón para seguir sintiendo que forma parte de la hazaña colectiva. No. Usted no es ningún héroe: usted es solo un insignificante ciudadano más que tiene la única obligación de quedarse en su jodida casa. Nada más. Porque pensar que está usted haciendo algo más que eso es insultar a todas aquellas personas que se mantuvieron ocultas en un zulo inmundo durante 30 largos años hasta que Franco decretó la amnistía del 69. Por ejemplo. Y quejarse de un encierro que aún no alcanza el mes es un insulto aún mayor, además de demostrar el poco alcance de su supuesto coraje contra el fin del mundo.
El confinamiento nos ha traído también a los gurús de la cultura, que se arrogan ahora la potestad de tutelar nuestro supuesto aburrimiento, como si los pobres mortales a los que regalan su benefactor amparo no supiéramos organizar nuestro propio ocio sin su eminente guía salvífica. Sé que hay quien lo hace bienintencionadamente. Pero, cuando todo esto pase, algunos tendrán que hacer inventario de su mezquindad, sobre todo aquellos que, con el subterfugio de un altruismo hipócrita ofrecen sus obras para hacer más llevaderas las horas de enclaustramiento, en un ejercicio oportunista de autobombo sonrojante.
Resulta curioso pero yo siempre había creído que la mejor forma de alejarse de la estupidez humana era aislarse de la gente, huir al iglú. Y no. Justamente en mi encierro es cuando estoy asistiendo a un mayor embate de imbéciles por doquier. La culpa es mía, claro, por ceder también a las redes sociales, a la televisión y a otros opiáceos de la inteligencia. Quizás se deba esto a que antes la imbecilidad se dispersaba entre los actos cotidianos de la vida y sus prisas. Ahora, en cambio, se concentra en la intimidad (por tanto, en su dimensión más cierta) de los hogares prostituidos para todos en repulsiva exhibición. Por eso entiendo tanto a Manuel, el protagonista de Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, que es la novela de la que quería hablar aquí antes de acalorarme con toda esta diatriba contra la majadería humana. Manuel debe ocultarse de la policía al verse involucrado involuntariamente en un acuchillamiento. En su encierro, una casa desocupada en un pueblo deshabitado, descubrirá las mieles de la soledad y la irrelevancia de todo aquello que antes le resultaba imperiosamente necesario. Hasta que una familia de domingueros, trasunto de nuestra sociedad con todos sus defectos, hipocresías, superficialidades y sandeces, se instala en el pueblo y da al traste con su seguridad, convirtiéndose a partir de entonces el libro en todo un manual del buen misántropo. Y yo quería analizar un poco el libro de Santiago Lorenzo y hablar de algunos pros y contras de su planteamiento argumental, de su estructura, de su estilo. Pero me he tirado tres cuartos del artículo hablando de toda esa caterva de idiotas en lugar de lo importante y se me ha acabado el espacio. ¿Lo ven? Lo han vuelto a conseguir.

lunes, 30 de marzo de 2020

479. 'Massé' literario


El escritor José Avello nos dejó hace ya 5 años. En su haber, una producción literaria tan escasa como deslumbrante, capaz de convertir al autor asturiano en un clásico de culto sin necesidad de haber engrosado su quehacer creativo más allá de los dos únicos títulos que dio a la imprenta. En diciembre del año pasado recibí una carta de Milagros Gonzalvo, su mujer, acompañada de las dos novelas de Avello, Jugadores de billar y La subversión de Beti García, ambas recientemente rescatadas por la editorial Trea (antes habían sido publicadas por Alfaguara y Destino, respectivamente, con unánime entusiasmo por parte de la crítica, conformidad que hace aún más incomprensible el limitado recorrido editorial que sufrieron luego ambas obras). Milagros envió su carta pulcramente presentada, a ordenador, con fecha, membretes y firma. «Te envío las dos novelas de mi marido», rezaba uno de los renglones. Yo no pude más que recibir, conmovido, los dos libros con profundo respeto. «Te envío las dos novelas de mi marido». Habrá quien diga que todo esto no es importante en una reseña, si es que acaso esto es una reseña. Para mí sí es importante. Hay en la carta de Milagros una dulce obstinación en traer de vuelta a su marido conjurando su recuerdo a través de aquello que probablemente más le concernía. Nadie que no haya convivido con un escritor podrá entender la importancia casi ontológica de una obra propia. Hay en el gesto de Milagros una demostración de la prolongación de su amor que fue, para mí, al desembalar los sobres, una emocionante epifanía.
Leí Jugadores de billar, que debe su título a los cuatro protagonistas que se citan cada tarde para jugar en el Mercurio, un café ovetense. El billar representa, en las vidas desnortadas de sus protagonistas, la metáfora de sus existencias mecanizadas, a merced de la inercia de los días, pero también, en cada carambola, el asidero inequívoco de la lógica matemática, la certidumbre de la física, que les permite agarrarse a una seguridad objetiva cuando todo se tambalea. El eje argumental gira en torno al expolio al que el bando vencedor sometió a los vencidos durante la Guerra Civil. Aquellas malas artes volverán a salir a la luz más de medio siglo después involucrando a varios personajes en un thriller familiar tremendamente enjundioso. El marco narrativo, no obstante, se antoja muchas veces un pretexto para bucear por las simas de las almas de los protagonistas y sus miserias personales. De todos ellos, el mejor perfilado, por su impresionante hondura, es Álvaro Atienza, personaje atormentado por sus complejos físicos, que se enamorará enfermizamente de una estudiante de Artes con la que aspira, por derroteros psicológicos de extraordinaria sutileza, a redimirse. Atienza es heredero de una fábrica de loza situada dentro de los territorios usurpados. Por su parte, hallamos a Floro, escritor frustrado que vive parasitariamente de las rentas del negocio de su madre y que está enamorado desde niño de Adelina Valle sin atreverse nunca a declararle su amor. El tercer jugador es Manolo Arbeyo, periodista en cuyo poder obran documentos reveladores sobre el expolio y del que pretende sacar tajada. Completa el cuarteto la voz del narrador, que al final de la novela nos revela también su concurso en algunos de los avatares argumentales.
Mención aparte merece el estilo literario. José Avello escribe con una precisión quirúrgica que ennoblece el idioma hasta convertirlo en un massé literario. Todo ello dentro de una estructura perfectamente ensamblada. El estilo avanza con personalísima elegancia, segura, contundente en su autoafirmación, salpicada a veces de ironía y fino sentido del humor, sabiamente dosificado. Conforme uno avanza en la lectura de la novela, se da cuenta de que Avello ha echado el resto en su proyecto literario, que no ha dejado nada a la improvisación. El resultado es uno de esos libros con empaque, sólidos, perdurables, una obra maestra que, como tal, merecía una carta de amor.

lunes, 23 de marzo de 2020

478. El efecto Vallejo



Hallábame una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco, y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora, la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.

lunes, 9 de marzo de 2020

477. 'Solitudes'



Las máscaras han estado íntimamente ligadas a la actividad teatral desde la antigüedad. Pensemos, por ejemplo, en el teatro griego en el que los actores iban ataviados con máscaras de color claro para personajes femeninos y oscuro para los masculinos, o en las saturnales y lupercales romanas. Este elemento siguió gozando de vigencia durante la Edad Media hasta llegar a ser  imprescindible en los personajes de la Commedia dell' Arte italiana, cuyas máscaras dejaron su indeleble huella en los carnales de Venecia. No olvidemos, tampoco, que el símbolo del teatro son dos máscaras que representan a Talía y Melpómene, musas de la comedia y de la tragedia respectivamente.
Si bien el teatro de máscaras fue sustituido por un teatro que dejara ver la expresividad del rostro de los actores, estas siguieron utilizándose dado su potencial escénico. Seguramente nos venga a la memoria el famoso baile de máscaras en el que se enamoraron Romeo y Julieta o los juegos de identidades y equívocos de algunas de nuestras comedias de enredo del Siglo de Oro.
Actualmente, se está produciendo un feliz renacimiento del teatro de máscaras puro, en el que la carga interpretativa recae en la expresión corporal de los actores y en su capacidad de infundir vida a unas hieráticas máscaras que se presentan ante el espectador como una simbiosis perfecta con el actor que las porta.
La compañía vasca Kulanka Teatro, creada en 2010, es uno de los referentes de este teatro de máscaras contemporáneo. Tras el éxito de André y Dorine, llevan varios años triunfando como Solitudes, obra que obtuvo el prestigioso premio Max al mejor espectáculo en 2018.
Solitudes es una bella y dolorosa reflexión sobre la soledad del ser humano. El protagonista, un entrañable anciano que ha enviudado, se ve condenado a la peor de las enfermedades: la soledad. Para su hijo y su nieta adolescente se convierte en un estorbo, en una obligación, en un lastre que trastoca sus vidas. Al dolor por la pérdida de su esposa –las reminiscencias a la película animada Up son inevitables- se une el sufrimiento de sentirse solo estando rodeado de sus familiares. ¿Hay mayor paradoja? La incomprensión y la falta de empatía son crueles zarpazos que dejan incurables heridas en el ánimo del anciano. Anhela una compañía, alguien que le dedique unos minutos y comparta con él su mayor afición: jugar a las cartas. Su desesperación es tal que una mosca se convertirá en su mejor y única compañía.
Se trata de una historia dura pero llena de poesía, con una fuerte carga de denuncia social pues no son pocos los mayores que viven esta "soledad acompañada", tremendo oxímoron. Asimismo, aparecen otro tipo de soledades, como la del hijo, un hombre estresado, fagocitado por las obligaciones del día a día; la de la nieta adicta al móvil y a la televisión, que actúa a golpe de los pitidos de su teléfono y que, por tanto, acaba aislándose también; o la de una inexperta y torpe prostituta que se ve obligada a adentrarse en ese oscuro mundo lleno también de soledad y maldad. ¿Será, quizás, que en la era más tecnológica, en la que las comunicaciones son inmediatas, el ser humano se encuentra cada vez más solo?
El éxito del espectáculo radica, sin duda, en el buen hacer de Iñaki Rikarte y de los tres actores –José Dault, Laura García Marín y Edu Cárcamo– que interpretan diferentes papeles con unas máscaras que parecen rostros vivos, capaces de transmitir emociones y sentimientos, y que realizan un excelente trabajo de expresión corporal gracias al cual actor y máscara son un solo ente. Nada desentona entre los cuerpos humanos y las enormes máscaras que portan.
Otro gran acierto es la música. Luis Miguel Cobo ha compuesto una sinfonía que encaja perfectamente con la historia y que nos regala bellos momentos coreografiados como las partidas de cartas entre el matrimonio de ancianos. No en vano, su autor recibió el premio Max a la mejor composición musical.
Esta historia está salpicada de hermosos momentos de humor que intensifican el carácter trágico de las acciones representadas. Risa y llanto, Talía y Melpómene unidas para golpear con fuerza el alma del espectador. Este mudo torrente de crítica, soledad, reflexión, poesía y humor inunda los ojos del espectador hasta convertirse en un piélago calmado, en un espacio para el pensamiento tranquilo y la toma de conciencia. Nunca antes el silencio había sido tan elocuente. Sobran las palabras.

lunes, 24 de febrero de 2020

476. '¿De quién es la culpa?'



Decía Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, que "los libros se aluden unos a otros: se invocan, se refutan, se amplían, tienden entre sí puentes invisibles…". Buena prueba de ello es ¿De quién es la culpa? de Sofia Tolstaia, mujer culta y políglota, que recibió una educación humanística pero que vivió a la sombra de su esposo Lev Tolstói. Su obra nace como respuesta a la breve novela Sonata a Kreutzer (1889) en la que Tolstói aborda temas que él convierte en espinosos como el matrimonio, las relaciones sexuales, la familia y el amor entre hombres y mujeres. Sofia Tolstaia, además de encargarse de las labores domésticas y del cuidado de los hijos, copiaba y corregía los manuscritos de su esposo, haciendo una impecable labor de edición y de traducción. Cuando finalizó la lectura de Sonata a Kreutzer quedó horrorizada por las ideas que se plasmaban en ella. Pózdnishev, el protagonista, relata a un compañero de viaje, su vida desde su juventud hasta su matrimonio para justificar el asesinato de su esposa. Defiende que los hombres no pueden sentir amor sino únicamente deseo carnal, por lo que los matrimonios están abocados al fracaso. Asimismo, culpa a las mujeres de la depravación masculina pues, conscientes de su inferioridad social y espiritual, optan por dominar al hombre haciendo uso de sus armas de seducción. El protagonista detalla el deterioro de su relación de pareja, las frecuentes discusiones y  la aparición de los celos cuando su esposa entabla una amistad con un músico. Arrebatado por unos celos desmedidos, sesga la vida de su mujer cuando la encuentra cenando con dicho amigo.
Como decíamos, Sofia Tolstaia se sintió indignada puesto que interpretó esta obra como un ataque público contra ella. Por ello, decidió escribir una respuesta literaria tan solo dos años después de la publicación de la obra de Tolstói. Ahora bien, prefirió que su texto permaneciera inédito y viviera más de un siglo al cobijo de las páginas de unos cuadernos escolares. Por fortuna, en 1994 ¿De quién es la culpa? fue publicada por primera vez en la revista rusa Oktiabr y ahora es la editorial Xordica la que da voz a Sofia y la que permite a los lectores hacer una interesante lectura comparativa de ambas obras, hasta el punto de que se puede afirmar que es una misma historia narrada a dos voces, desde la óptica femenina y masculina.
La novela de nuestra autora relata la vida de Anna, su historia de amor con el príncipe Prózorski, su matrimonio, su infelicidad y su amistad con Bejmétev, hecho que desata los celos de su marido y que supone su sentencia de muerte, pues acaba siendo asesinada a manos de este. Los paralelismos entre la vida real de Sofia Tolstaia y su heroína de ficción son más que evidentes. Ambas eran mucho más jóvenes que sus esposos, Sofia y Anna pasaron de la más ferviente admiración por Tolstói/Prózorski a la desilusión al conocer  su pasado disoluto (no olvidemos que Sofía leyó los diarios del escritor ruso a petición de este antes de casarse y en ellos se hablaba de la gonorrea que contrajo al mantener relaciones con una prostituta). Las dos vivieron de manera traumática las relaciones sexuales, pues no hallaron en sus esposos la delicadeza y la comprensión necesarias para unas niñas: "mamá me dijo que tengo que consentir y no sorprenderme por nada… Bien, que así sea… Pero… Dios mío, qué horrible y… Qué vergüenza, qué vergüenza…". Su idílica idea de un matrimonio feliz ("antes que nada, es necesario el amor, uno más elevado que todo lo terrenal, un amor ideal…"), basado en la pureza de sentimientos y en la implicación absoluta de ambas partes, pronto se vio emborronada por la cruda indiferencia de sus cónyuges,  quienes las castigaban con constantes cambios de humor, desaires, desplantes y con una incomprensión absoluta que las lleva a sentirse desorientadas en una sociedad que las condena al ostracismo. Durísimas son las palabras de Anna a este respecto: "«¿Es este el destino de la mujer?, pensaba Anna. ¿Poner el cuerpo a disposición de un niño de pecho y luego del marido? Uno detrás de otro, ¡siempre! Pero, ¿dónde está mi vida? ¿Dónde está mi yo? (…) No tengo una vida propia, ni terrena ni espiritual»".
En este estado de anulación, autora y personaje vislumbran un pequeño refugio en la sincera amistad con unos hombres que las escuchan, las respetan y con los que comparten aficiones artísticas. Son, pues, los antagonistas de sus esposos que se han convertido en unos extraños para ellas. He aquí una de las tesis principales que Sofia Tolstaia quiso defender con su obra: la posibilidad de un amor sincero, puro, alejado de la sexualidad, entre hombres y mujeres.
Con ¿De quién es la culpa? Sofia Tolstaia plantea una pregunta cuya respuesta parece evidente a todo lector de nuestra época y constituye un moderno alegato de los derechos de las mujeres y de su posición en la sociedad, en la familia y en la historia. Es bien conocido el carácter complicado de Lev Tolstói, que se vio agravado por la crisis espiritual y existencial que vivió en la década de 1870, y que estoicamente aguantó su esposa, preocupada hasta el último momento por el bienestar de su familia y por el legado literario del genio ruso. Me apena pensar que Tolstói no pudiera leer las demoledoras confesiones que Sofia escribió en Mi vida y en otros textos y que no pudiera rectificar sus comportamientos tan poco honorables, indignos de un genio creador como él. En mi estantería descansan juntos Lev y Sofia, por si el milagro de la literatura permite un diálogo bilateral, recíproco y respetuoso que tienda un sólido puente de  amor sincero y puro entre ellos. ¿Por qué no?

lunes, 17 de febrero de 2020

475. Una década de 'El cura y el babero'



El próximo sábado esta columna cumplirá una década en las páginas del Diari de Tarragona. Todavía recuerdo aquel primer artículo, una evocación de los tranvías que luego conecté literariamente con el Tranvía a la Malvarrosa de Manuel Vicent. Me habían limitado el espacio a apenas 1600 caracteres y tuve que hacer un verdadero encaje de bolillos para que el texto cupiera en aquel molde. Hoy disfruto de casi 4000. Para el nombre de la sección había propuesto algunos títulos que ahora me sonrojan: «Florilegio / ramillete / silva literaria»; «Feliz miopía»; «El espía del Parnaso»… Tras aquella lamentable terna también proponía «El cura y el barbero» remitiéndome al famoso escrutinio literario del Quijote. Afortunadamente, Antoni Coll me convenció para proponer el título cervantino que hoy y desde hace 10 años encabeza la columna. Fue precisamente Antoni Coll quien me propuso colaborar con el periódico después de conocer los artículos que Beatriz Pastor y yo publicábamos en un blog literario que recién comenzaba su andadura y que habíamos titulado con un verso de San Juan de la Cruz, «Cesó todo y dejéme», en referencia al rapto místico que nos producía el ejercicio de la lectura. En enero de 2010 salía yo ufano del despacho de Josep Ramon Correal, a la sazón director del Diari, con el compromiso de realizar quincenalmente reseñas de novedades literarias. Pronto Isaac Albesa, entonces jefe de cultura, me sugirió una periodicidad semanal y el aumento de la extensión de los textos. La sensación que más recuerdo de aquel enero memorable, al salir del despacho de Josep Ramon, era la de sentirme parte de la ciudad. Ascendía feliz la Rambla Nova en dirección al Balcón del Mediterráneo y me sentía integrado con ella. Más allá de la tonta vanidad de verse uno en letra de molde, durante aquel paseo feliz hacia el mirador sobrevolaba la idea, mucho más hermosa, de formar parte de la gente, de solazar la pausa laboral de los trabajadores en las cafeterías, de acompañar la paz beatífica de los jubilados, de conversar con los docentes en las salas de profesores, de entretener el hastío de los convalecientes de los hospitales. Ascendía la Rambla y me sentía multiplicado y partícipe de las bellas fachadas de los edificios que flanqueaban mi camino, de los negocios, de la tremolina matutina en cuyo engranaje era yo una pequeña rueda dentada que colaboraba en la gran maquinaria de la vida desde la literatura. Sentirme uno más en la ciudad no era una experiencia baladí. Desde la patria chica de mi barrio de periferia, un barrio de emigrantes siempre exiliado de la capital, la asunción de mi identidad tarraconense fue una novedad y un suceso fundacional para mí.
La columna siguió su curso y su propósito inicial fue modificándose. De ser una sección que debía reseñar las novedades literarias, acabó convirtiéndose, sobre todo, en un espacio de reflexión y en un campo de entrenamiento que abonaba mi vocación creativa y literaria. Comoquiera que no podía leerme un libro cada semana para las reseñas, escribía artículos de transición para ganar tiempo entre lectura y lectura. Al final, aquellos artículos que ocupaban los intervalos de las reseñas, acabaron siendo la seña de identidad de la columna, más incluso que las críticas de libros. A «El cura y el barbero» le debo yo la disciplina de la escritura, una regularidad que me ha mantenido una década en contacto con la palabra de manera ininterrumpida y que ha facilitado la forja de una voz y estilo propios con los que sentirme seguros en mi vocación de escritor. También le debo la lectura constante, el aprendizaje y el conocimiento de personas que han sido para mí modelos del oficio y ejemplos de virtud estética y moral. Después de 10 años y de casi medio millar de artículos, uno nunca sabe si ya ha ofrecido todo lo que tenía que ofrecer y si «agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira» y que, por lo tanto, va siendo ya hora de decir adiós y de dejar de darles la tabarra. Pero mientras lo pienso, aquí andaremos la semana que viene con alguna nueva bagatela, y el cura y el barbero les agradecerán, como siempre, su compañía. Gracias.

A Antoni Coll

viernes, 14 de febrero de 2020

474. Gorriones



Siempre he pensado que la avecilla que le cantaba al albor al famoso prisionero del romance, aquella que le servía al cautivo para conocer desde su celda si era de día o de noche, era, en realidad, un gorrión. Así debió de pensarlo también Miguel Hernández cuando escribió su cuento inacabado en la cárcel de Alicante. Ahora el prisionero era él. El poeta oriolano llamó a su héroe alado con el sonoro nombre de Pío-Pa. El gorrioncillo hace su epifanía en el ventanuco del calabozo y entonces Miguel, que sabe que lo van a matar, escribe una carta que anuda con un jirón de su camisa en el cuello de Pío-Pa. El gorrión tiene la misión de entregar la nota a su mujer, allá «en la región más soleada de estas tierras». Antes de presentarnos a Pío-Pa, Miguel Hernández escribe un precioso prefacio sobre los gorriones que no puedo dejar de reproducir: «Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio del torvo mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable». ¿Verdad que es hermoso? Anden, léanlo de nuevo antes de proseguir. Así me dan tiempo a recrearme a mí en el gorrioncillo que se acaba de posar en el alféizar de mi ventana. ¿Creerán ustedes que se trata una licencia literaria de quien esto escribe? ¡No! Ahí está dando saltitos sobre sus pequeñas patas, sin saberse observado, todo pluma y corazón. Y no puedo dejar de mirarlo. En mi infancia yo amanecía todas las mañanas con el canto de un gorrión que había anidado en el tambor de mi persiana. Uno se hace niño observando gorriones. ¿Ya acabaron con el texto de Miguel Hernández? Pues venga, más gorriones. Seguramente el autor que más haya escrito la palabra «gorrión» en sus novelas haya sido Miguel Delibes. Todas sus novelas están repletas de ellos. A mí siempre me viene el recuerdo de aquellos gorriones de La sombra del ciprés es alargada que «piaban desaforadamente desde los aleros pidiendo algún alimento para no sucumbir en aquellas jornadas blancas y heladas» de Ávila. Juan Ramón Jiménez se quedó a solas con Platero y los gorriones, y los observaba beberse un «un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo» para después reflexionar sobre la libertad y la humildad que estos representan. Catulo envidia al gorrión que le ha regalado a Lesbia, pues esta lo mima en su regazo, y Safo invoca a Afrodita, que aparece en su carro tirado por gorriones. Pablo Neruda evocó en su poema «Muerte y persecución de los gorriones» la decisión de Mao Tse-Tung de eliminar  todos los gorriones de China por considerarlos perjudiciales para las cosechas de grano. Tal política alteró la cadena trófica del país, hasta el punto de que fueron los insectos, como las langostas, que campaban a sus anchas sin sus predadores, quienes acabaron con el trigo del país provocando una gran hambruna. Neruda trasciende la anécdota para denunciar el régimen totalitario.
La SEO/Bird Life afirma ahora que en la última década han desaparecido en España unos 30 millones de gorriones. El cambio climático, la contaminación, la hostilidad urbana o los nuevos depredadores, entre otros factores, están contribuyendo a su paulatina extinción. Miguel Hernández no pudo terminar su cuento sobre Pío-Pa. Y esa página en blanco que aparece en todas las antologías cerrando el cuento inconcluso parece ahora una metáfora del cielo yermo de los gorriones. Y al levantar la vista de mi ordenador compruebo que el gorrioncillo de mi alféizar ya no está.

lunes, 3 de febrero de 2020

473. Jojo Rabbit



Merece la pena acercarse a los cines para ver Jojo Rabbit, la última película del director y guionista Taika Waititi. Como casi siempre (¿qué le ocurre a la imaginación de los guionistas en los últimos tiempos?) la cinta está inspirada en un libro. Se trata de Caging skies, la novela de la escritora belgo-neozelandesa Christine Leunens, publicada en 2008. En España la ha traducido Claudia Conde para Espasa con el título de El cielo enjaulado. Criadora de caballos, modelo para las revistas Vogue y Marie Claire y para diseñadores como Paco Rabanne, actriz de publicidad y guionista, entre otros oficios, la polifacética Leunens se dio a conocer como novelista con Primordial Soup en 1999. En su ascendencia familiar destaca la presencia de su abuelo, el flamenco Guillaume Leunens, artista del metal, cuyos avatares biográficos dan para otra película, entre ellos su  cautiverio en un campo de trabajo nazi. El abuelo de la escritora influiría, claro está, en la posterior producción narrativa de su nieta.
El protagonista de Caging skies es Johannes, un niño austríaco de 11 años que asiste a la anexión de su país como provincia del III Reich, el llamado Anschluss de 1938. En la novela se hace alusión al referéndum que aprobó dicha anexión por abrumadora mayoría y el niño es testigo de las arengas de Hitler desde su tribuna en una Heldenplatz abarrotada. Uno de los puntos de interés de la novela estriba en el testimonio de la incipiente barbarie desde los ojos inocentes de un niño de 11 años. Para Johannes, las esvásticas de las banderas se asemejan a molinillos que parece que van a empezar a girar en cuanto sople el viento. También se deja llevar por la grandiosidad de la estética nazi. No se extraña de que en los colegios se sustituyan los libros por los ejercicios gimnásticos porque el III Reich le necesita y a Johannes nunca antes le habían dicho que lo necesitaban para nada. Pronto descubrirá con estupor que sus padres esconden en la casa a una niña judía de la que acabará enamorándose. Tras acabar la guerra con la entrada de los aliados, todo el libro se centrará en las mentiras que Johannes, huérfano ya durante la contienda, se inventa para hacer creer a la chica judía que la guerra la han ganado los alemanes y que, por tanto, no puede abandonar su escondite. Es su manera de retener junto a él el único arrimo afectivo que le queda.
La película, rodada en Praga, y no en Viena, respeta la ternura del texto de Leunens pero carga las tintas en la parodia de las delirantes teorías raciales nazis que en el libro solamente aparecen barnizadas por la sutil ironía del narrador. Waititi, que también aparece como actor, interpretando al Hitler que el niño usa como amigo imaginario, incorpora a la historia las divertidas excentricidades a las que nos tiene acostumbrado el director neozelandés. Por otro lado, la parte en que Johannes miente a su huésped judía se resuelve en la película con apresuramiento, mientras que en la novela parece formar parte del núcleo argumental. En ese sentido, es significativo el prólogo de la novela, donde la autora reflexiona filosóficamente sobre la mentira: «El riesgo de mentir no estriba en que las mentiras sean falsedades y, por tanto, irreales, sino en que se vuelven reales en la mente de los demás. Escapan de la mano del mentiroso como semillas liberadas al viento y germinan con vida propia en los sitios más inesperados». En cualquier caso, ambos, película y libro, se complementan mutuamente. La película aligera el drama del libro, a veces de forma irreverente, otras de manera muy respetuosa, y el libro permite ahondar de forma seria en aquellos aspectos que la película elude. Eso sí, en algo ambos formatos están de acuerdo: en darle la patada en el culo al señor ese del mostacho.

lunes, 27 de enero de 2020

472. El coronel sí tiene quien le escriba



Querido coronel:
Lamentamos enormemente la demora de 64 años con que esta carta llega ahora hasta sus manos. Discúlpeme si evito con usted el farragoso lenguaje administrativo pero esta carta no puede ni debe someterse a las formalidades burocráticas de rigor. Bastante ha sufrido usted la lenta maquinaria del Estado como para que no le respete ya ni la gramática. Hacinados sobre el escribanía de este funcionario, tengo todas las solicitudes que ha ido reclamando sin fruto durante años para la obtención de su pensionado. Todo es correcto: el certificado que demuestra su concurso en nuestra Guerra de los Mil Días al servicio del coronel Aureliano Buendía es totalmente legal. Temo, eso sí, que mi respuesta llegue algo tarde. En 1956,  año del último dato del que dispongo, usted afirmaba que llevaba esperando el pensionado durante 15 años y que ya llevaba usted sobre la negra tierra unos 75. Eso significa que la carta le ha llegado al cumplir usted 139 años. ¡Qué longevidad la suya, amigo coronel! Al principio pensé ya desistir pero el acta de defunción que obra en mi poder es algo ambiguo y no deja claro su deceso. El escribano que lo redactó afirma que el coronel no ha muerto porque los clásicos nunca mueren. Me pareció una licencia poética algo manida que debió de escribir el notario en un momento de emoción. Pero lo que sí que es cierto es que hay cientos de testigos que dicen haberle visto a usted en los teatros de toda España contando su historia y utilizando el heterónimo de Imanol Arias. También hay un documento de un tal Gabriel García Márquez del año 1961 donde se narran sus vicisitudes y algunas entrevistas en las que el llamado «Gabo» asegura que su historia está inspirada en la de su abuelo Nicolás Márquez y que todo surgió al contemplar en el puerto de Barranquilla a un hombre esperando el correo que traían las lanchas. También afirma el tal impostor que escribió lo que él llama novela durante su estancia en París, mientras –él también– aguardaba el dinero con su sueldo de corresponsal de El Espectador, el periódico colombiano cerrado por la dictadura de Rojas Pinilla. La gente ya no sabe qué inventarse para hacerse famosa a costa de héroes como usted. El caso es que me he puesto en contacto con un criticucho de un periódico de provincias, amigo mío, para que me diera fe de eso que dicen de que está usted haciendo bolos por España con el falso nombre de Imanol Arias y me cuenta este amigo que sí, que es verdad, y que lo ha visto a usted bien lozano para llevar a sus espaldas casi 140 años. Eso sí, me dice que, está usted algo sobreactuado haciendo de sí mismo. Que él esperaba a un viejecito vulnerable, apocado, con un buen fondo casi skarmetiano y se encuentra un gallito contestón más peleón que el gallo ese de su hijo Agustín. También dice que le vio algo falto de ritmo, demasiado moroso; que sobran las rancheras mexicanas (¿para qué diantres pone usted rancheras mexicanas en una historia colombiana?) y que obvia usted momentos relevantes de su biografía, como aquel día en que decidió no vender el gallo al mezquino Sabas porque, viniendo de la gallera, sintió la aclamación del pueblo y se visitó usted con las galas de la dignidad. Me dicen también que los viejitos de Bilbao han hecho suya su causa y la han extendido por toda España y que usted les hizo un guiño en su espectáculo. ¡Qué nobleza la suya, coronel! En fin, no quiero entretenerlo más. Con esta carta, tan largamente esperada, recibe usted al fin la pensión que se le adeuda. No ha sido fácil reunir los intereses que se le deben con carácter retroactivo. Pero han contribuido con las arcas de la Hacienda pública muchas personas solidarizadas con su situación tras haber leído la historia que sobre usted cuenta el escritor ese de Aracataca. No, si al final tendrá usted que agradecerle algo al tal Gabriel García Márquez.