lunes, 1 de febrero de 2021

517. Bordar el amor

 


Cuando se estrenó Mariana Pineda en 1927, Juan Ramón Jiménez declaró que Lorca había sido arrojado del Parnaso pues era indigno que un poeta escribiera teatro. Quizás Juan Ramón ignorase que donde más poeta se sintió Calderón fue en sus obras teatrales. Prueba de ello es la antología que la editorial Renacimiento acaba de sacar a cargo de Luis Alberto de Cuenca.   

Pues bien, la nueva adaptación de Javier Hernández-Simón es pura poesía: la lorquiana y la visual. La historia de Mariana Pineda es bien conocida: la mujer granadina ajusticiada en 1831 por haber bordado una bandera en la que aparecían las palabras Libertad, Igualdad y Ley. Ahora bien, Lorca añade a su personaje la dimensión del amor, pues su heroína actúa movida por sus sentimientos hacia Pedro de Sotomayor. Cada puntada que da forma a la bandera de la discordia viene impulsada por el amor y no tanto por una verdadera convicción ideológica. De hecho, Lorca siempre insistió en la interpretación no política del drama. Mariana Pineda no lucha, a priori, por una ideología sino por amor. Esta entrega desmedida a don Pedro provocará que Mariana acabe siendo víctima de su propia pasión, que la conducirá a la soledad, al rechazo social e, incluso, al abandono de sus propios hijos. Como es característico en el universo lorquiano, el amor es una fuerza arrolladora que transforma a los personajes. Cuando Mariana es apresada, se niega a desvelar los nombres de los liberales que iban a sublevarse. Su acto de amor es inquebrantable y prefiere poner su vida en peligro a delatar a su amante.

Javier Hernández-Simón opta por una puesta en escena sencilla y, a la vez, muy efectista: una serie de puertas móviles que se juntan, se separan, se cierran o se abren le sirven para marcar la progresiva soledad en la que se sume Mariana. Asimismo, aparecen en el escenario unos largos hilos rojos que simulan el telar en el que teje la protagonista y que, además, son las hebras en las que se enreda y en las que su vida queda atrapada, como si de una terrible telaraña se tratase. Especialmente hermoso es el momento en que Laia Marull simula estar enredada en esos hilos mediante un plástico trabajo de expresión corporal muy poético.

La actuación del elenco de actores es, en líneas generales, muy correcta. Si bien, como punto débil, se podría destacar el acento andaluz bastante impostado de una de las actrices que chirría en el conjunto de la obra. Esta nota localista desluce, pues ningún otro personaje tiene acento andaluz, ni si quiera la protagonista, y se aleja del carácter universal que Lorca quería imprimir a sus dramas.

Destaca también la interpretación de Laia Marull en el punto álgido de la obra, cuando la protagonista, recluida en un convento, evoluciona desde la negación de su cruel destino: “tengo el cuello muy corto para ser ajusticiada”, a la esperanza inquebrantable en que la salvará don Pedro hasta la dolorosa asunción de su más absoluta soledad: su amante no vendrá a rescatarla ni a morir con ella. Esta angustiosa realidad supone para la protagonista su propio autoconocimiento: ella es la libertad. Si don Pedro ama más a la libertad que a ella misma, Mariana Pineda será la libertad, será esa idea que domina los pensamientos y los actos de su amante. Morirá siendo la encarnación de ese noble ideal y don Pedro seguirá estando enamorado de ella, la amará a ella que es la Libertad misma: “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”

En definitiva, esta nueva puesta en escena de Mariana Pineda nos ofrece la oportunidad de ver sobre las tablas, llena de vida, a la mujer que se ha convertido en símbolo y paradigma de la lucha por los ideales con una firmeza y coherencia dignas de encomio, sustentadas en el amor que, en definitiva, es el sentimiento vertebrador del universo lorquiano y, por extensión, de nuestro mundo.

lunes, 25 de enero de 2021

516. Dos libros de memorias


 

Entre mis lecturas más recientes he querido realizar una suerte de experimento socio-literario leyendo de forma simultánea los últimos libros de memorias de Ana Iris Simón y Elvira Lindo. Generacionalmente, ambas escritoras pertenecen a mundos distintos: Elvira Lindo tiene 59 años y Ana Iris Simón, 30. Y el lector, en este caso yo, ejerce de bisagra entre ambas con sus 42 años. El experimento consiste en cotejar los referentes culturales, sus estilos literarios y comprobar a cuál de las dos se siente más cercano el lector bisagra.

Una reflexión, antes, sobre el llamado género memorialístico, tan en boga en los últimos tiempos. Parece existir una necesidad, a determinada edad, de reordenar el mundo personal a través de la literatura de evocación o de explicarse uno a sí mismo a través del legado que nos dejaron quienes nos antecedieron o de apresar para siempre un mundo que sabemos periclitado y rescatarlo así del olvido que será. Pero para que este tipo de género tenga un verdadero valor literario, no basta con el catálogo experiencial del pasado, sino que requiere la habilidad de hacer trascender la anécdota personal a una universalidad que haga del libro una historia perenne y que nos interpele y concierna, a pesar de no pertenecer a la generación en la que está contextualizada la obra.

Ese es quizás el principal error que yo hallo en Feria, el primer libro de Ana Iris Simón: el abuso del anecdotario familiar. Solo cuando la autora aprovecha su material biográfico para reflexionar por contraste sobre algunos aspectos del presente, sobre todo aquellos que tienen que ver con el talibanismo moral y la tontería y banalidad que se ha instalado en parte de sus coetáneos, el libro consigue volar. En ese sentido, su posicionamiento es también valiente, lo que es de agradecer. Por otro lado, respecto al estilo literario, lo que muchos han llamado frescura y espontaneidad –que la hay, sin duda– a mí me aleja de la literatura y de su necesaria capacidad evocadora. Bajo esa prosa desliteraturizada parece subyacer la creación de un lenguaje que quiere mimetizarse con el narrador infantil, pero no sé si resulta eficaz. Lo mejor, la reivindicación de una clase social desacomplejada, convirtiendo lo casposo en hallazgos líricos –estos sí– que contribuyen a la mitología.

A Elvira Lindo, en cambio, se le nota el oficio. De las vicisitudes reales y concretas de su padre recogidas en A corazón abierto consigue construir un protagonista totalmente literario, que pasaría por personaje de novela si no supiéramos que la autora está evocando, de modo terapéutico, la figura paterna. El acierto está en la mirada. La sugestiva remembranza del pasado y los análisis psicológicos pasan por el cedazo de una sensibilidad atenta a los detalles, inteligente e hiperestésica y el resultado es la configuración de unos personajes redondos, llenos de matices y aristas de los que nos acaban interesando más por sí mismos que en relación con el parentesco que mantienen con la autora. Al libro le falta alguna que otra poda, pero se lee con gusto porque se ajusta con pericia a los resortes narrativos de la ficción, aunque lo que se cuente sea dolorosamente real.

Y así, se da la paradoja de que, hallándose el lector bisagra más cerca del contexto histórico de Feria, a algunos de cuyos recuerdos he asistido con el agrado del reconocimiento, me identifico más con la propuesta de Lindo, cuyo marco temporal no me pertenece por edad pero que queda compensado por habitar el territorio de la Literatura, allí donde no importan las generaciones ni el relato concreto de la Historia porque a todos se acoge por igual en la patria común de la palabra.

lunes, 11 de enero de 2021

515. El estilo es todo


 

El lema lo hizo famoso Flaubert y luego lo han repetido muchos otros a lo largo de la Historia de la Literatura: «el estilo es todo». Un siglo antes, Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, había ido más lejos cuando, tras ser elegido como uno de los «cuarenta inmortales» por la Academia Francesa, dijo en su discurso inaugural que «el estilo es el hombre mismo». 

No tengo claro, sin embargo, que la máxima siga teniendo adeptos en nuestros días, a tenor de los elogios que determinados libros (totalmente exentos de estilo) están recibiendo no ya solo de los lectores (contingencia que me podría alarmar algo menos) sino también de la crítica especializada (hecho este que sí es motivo de preocupación). De uno de los libros que lideran todas las listas anuales de los suplementos culturales se ha dicho que entrar en él es como ingresar en una casa blanca, sin muebles y llena de luz, refiriéndose a la claridad de su prosa. Se encomia también la capacidad de su autora de alejarse de los juicios morales que puedan provocar sus personajes para que sea el lector quien decida, perturbado por el conflicto ético que produce la situación pergeñada por la novelista, dónde debe posicionarse. Es decir, que la autora se limita a describir el brete de su personaje con un lenguaje meramente testimonial, una escritura burocrática que tramita el argumento, y a dejar al lector lidiar con sus escrúpulos morales. Y yo me pregunto: si el lenguaje de la novela, su estilo, es premeditadamente aséptico, y si tampoco la autora se involucra en los conflictos que plantea, o dicho de otro modo, si la novela adolece tanto de su vacío formal como de su fondo, ¿dónde queda el trabajo de la escritora? ¿Dónde su oficio y virtudes? ¿Dónde su esfuerzo? Por supuesto, su opción es absolutamente legítima y a la vista está que también eficaz. Y hasta podríamos comulgar con ruedas de molino y enmascarar estos lunares diciendo que el estilo de la autora es, precisamente, no tener estilo. Lo de no involucrarse con la tesitura moral me preocupa menos: los escritores del realismo decimonónico, una vez superadas las llamadas novelas de tesis, también quisieron «desaparecer» de la novela para no dirigir al lector con sus apreciaciones. Pero, al menos, aquella gente escribía con una elegancia y exquisitez que no se ha vuelto a ver después.

Los detractores del estilo arguyen que se corre el peligro de convertir la Literatura en una mera exhibición de barroquismo superfluo, de pura floritura, y tienen razón quienes así se previenen. No vale el lucimiento gratuito si no es al servicio de un bien mayor: la conmoción de su fondo. Pero ese temor no justifica la prosa ramplona y fácil. Y quizás sea esa asequibilidad la que provoca los elogios de algunos críticos, abocados ellos también a la pereza del reto intelectual y a la desidia en la profundización de su propia sensibilidad, si la tuvieren. El lector poco exigente, entonces, animado por ver el libro que tan poco le ha costado leer en lo más alto de las listas, cree legitimarse y aspira a codearse con la gran cultura que le han vendido creyendo que su bagaje lector es de alto copete. Ya puede participar en las conversaciones literarias con la autoridad de quien cree que ha alcanzado el listón intelectual exigible para su lucimiento en el proscenio social. Esto ya lo detectó Juan Manuel de Prada en uno de sus lúcidos artículos que tituló significativamente "Cultos".

Tal vez acomplejado por estos opositores de la distinción, Muñoz Molina confesaba en una conversación con Fernando Aramburu que había intentado depurar su estilo, evitando las cláusulas subordinadas, los meandros del lenguaje, sus volutas sinuosas, sus evocaciones líricas. Pero es que es justamente todo eso lo que buscamos los lectores de Muñoz Molina o de Landero o de Pérez Andújar o de Hidalgo Bayal o de Luis Mateo Díez o del primer Llamazares y de tantos otros. Sentirnos imbuidos de su universo envolvente y acogedor, gozar con ese «extrañamiento del lenguaje» que defendían Shklovski y los formalistas rusos, saber con certeza que nos encontramos ante un artefacto literario y no ante un mero catálogo de lances argumentales. De muchos de los argumentos de los libros de estos novelistas ya casi no me acuerdo. En cambio sí recuerdo el placer que me produjeron sus correspondientes sesiones de lectura. El poso que aún permanece.

Si convenimos en que la Literatura debe ser una manifestación artística más y no un simple ejercicio notarial, entonces la mera asepsia no es aceptable. Escritores del mundo: concédannos, al menos, el placer estético de su prosa. Incluso aunque el tema que aborden no sea todo lo interesante que hubiéramos deseado, todo se perdonaría por el hallazgo de una imagen bella, de un recurso estilístico inteligente, de una prosa elegante, de un poquito de agua con su vergelito en mitad del páramo. Piensen, en fin, en los sedientos.

lunes, 4 de enero de 2021

514. Poesía en Próxima Centauri

 


El término «Null Island» con que Javier Moreno titula su última novela hace referencia a la isla ficticia del Golfo de Guinea, utilizada por la ciencia cartográfica para capturar los errores durante el diseño de los mapas, y situada en ese no-lugar arbitrario en el que el ecuador terrestre es atravesado por el meridiano cero. Más allá de las posibilidades literarias que ofrece la invención geográfica, el título es ya una declaración de intenciones. Habitar la omniausencia es en el libro de Javier Moreno no solamente una definición de su personaje desnortado sino también una reivindicación literaria que en el protagonista de la novela, un escritor con problemas creativos, se manifiesta en su obsesión por escribir un libro sin personajes. En esta «dimisión de los personajes» cobrarían protagonismo los objetos, a cuyo «estar» en el mundo se le sumaría su «ser» en el mundo y adquirirían, por lo tanto, carta de naturaleza ontológica. Esta metafísica del objeto, incomprendida por peregrina entre los pocos amigos a los que el protagonista cuenta su idea, acaba fagocitando también al propio personaje mediante el inteligente recurso de la sobrevenida impotencia sexual que acucia al escritor. De ese modo, su sexo, hasta ahora un apéndice con cierta voluntad independiente, pero apéndice al fin, acaba convirtiéndose en el centro de atención. Es el triunfo del objeto y la vindicación de su soberanía, pero es, asimismo, el exterminio del yo, la aspiración literaria de ese escritor que acaba siendo, él también, el no-personaje de la novela de su vida, él mismo objeto de otros en el capítulo soriano, en cuyo agujero telúrico la novela vierte todo su simbolismo. No se trata de una actitud nihilista sino más bien de una celebración de la particularidad, de su belleza desatendida, y de un esencialismo que alcanza su clímax en esa maravillosa fabulación que el autor hace de la poesía que cultivan los habitantes de Próxima Centauri-b, «una poesía que desborda el espacio y el tiempo», que suena a «explosión de supernova», de ahí que nuestros radiotelescopios «tiendan a confundir su poesía con el ruido cósmico, con el aliento del universo». Esencialismo también en el lenguaje, al que contribuyen los hallazgos etimológicos de las palabras para explicarnos, desde su origen, quiénes somos, mucho antes de que la desvirtualización lexicográfica nos convirtiera en sombras de la caverna platónica. Y esencialismo de nuevo en el canto a la semilla, en el germen de la posibilidad como territorio necesariamente inexplorado, siempre en ciernes, no-nacido, y por eso bello.

Pero el recurso de la impotencia sexual le sirve también al autor como trasunto de otros temas más prosaicos, aunque no por ello fútiles: el advenimiento de la edad madura (esa estafa, ese complejo), el distanciamiento paulatino en la vida de pareja, la incomunicación, la monotonía, la falta de reconocimiento literario, las mezquindades del mundo libresco, la disolución de la diferencia individual en el maremagno del big data… En este sentido, el libro es también un compendio de reflexiones que interpretan con lucidez el tiempo que nos ha tocado vivir. Especialmente interesantes son las consideraciones sobre la creación literaria y el oficio de escritor: preciosas píldoras, vertebradas a través de la máscara borgiana, que Ernesto Sabato habría soñado con incluir en El escritor y sus fantasmas y que son un deleite para quien conozca de primera mano los entresijos de la escritura y su promesa de salvación.

lunes, 28 de diciembre de 2020

513. El hueso hallado en San Esteban de Gormaz podría pertenecer al Cid.

 


Las obras de restauración llevadas a cabo en la Casa de don Cristóbal de Bermeo, sita en el número 62 de la Calle Mayor de San Esteban de Gormaz (Soria) han dado lugar a un hallazgo inesperado. Tapiado tras la pared del salón principal, los restauradores han descubierto un hueso humano –al parecer, la falange de un dedo corazón– envuelto en un folio manuscrito. Con toda la prudencia del mundo, dos elementos convierten este hallazgo en un hito colosal para la historiografía y para la historia de la literatura. El primero es el propio manuscrito, cuya datación parece remontarse a principios del siglo XII y que coincide casi exactamente en su contenido con los folios 5v y 6r del Cantar de Mio Cid conservado en la Biblioteca Nacional, es decir con la copia que Per Abbat realizó en 1207. De confirmarse por parte de los filólogos esta datación, estaríamos no ante la copia perdida en la que se basó el amanuense, sino en una todavía anterior, escrita muy poco tiempo después de muerto el Cid, en el año 1099, quizás la pieza original del juglar letrado que cantó las hazañas del héroe de Vivar en la versión que hoy conocemos. Menéndez Pidal ya habló en sus estudios de un juglar de San Esteban de Gormaz, muy próximo a los hechos históricos del Cid, como uno de los dos autores del Cantar.

El otro descubrimiento importante es el hueso. La datación por carbono-14 no descarta en absoluto que pudiera pertenecer al Campeador. Más aún cuando en el reverso del manuscrito de marras, el celoso ocultador deja escrita en pomposo registro notarial la garantía de que el hueso pertenece, efectivamente, a Rodrigo Díaz, aseverando que él mismo lo robó aprovechando la confusión durante el expolio que las tropas napoleónicas llevaron a cabo en 1808 en el monasterio de San Pedro de Cardeña donde él era fraile seglar y donde estuvo enterrado el Cid antes de su traslado a la catedral de Burgos. Firma la nota un tal Raimundo de Bermeo, del que sabemos fue descendiente venido a menos de don Cristóbal de Bermeo, el mayordomo del marqués de Villena (1650-1725) y a la sazón titular de la casa donde se ha realizado el descubrimiento. Los Bermeo, larga estirpe de ricos judíos conversos procedentes de Vizcaya, se asentaron desde el siglo XI en San Esteban de Gormaz, aunque pasada esa centuria su abolengo menguó mucho. El tal Raimundo que firma el documento es un viejo conocido de las disputas intelectuales del siglo XIX. Y respecto al tema cidiano, es célebre la encendida polémica que mantuvo con un ya anciano Lorenzo Hervás y con Juan Andrés, miembros ambos fundadores de la Escuela Universalista Española, acerca de un manuscrito del Cantar que su familia –decía– había heredado desde tiempo inmemorial así como del supuesto hueso «que blandía como una amenaza bíblica» cada vez que defendía su autenticidad o que levantaba, a modo de peineta (el dedo corazón del Cid), cada vez que lo desacreditaban. La anécdota la cuenta el propio Juan Andrés en su libro Anecdotario contra el oscurantismo, donde califica a su adversario poco menos que de un loco extravagante del que todo el mundo hacía escarnio. Sin embargo, con el hallazgo de San Esteban y su corroboración científica con los medios del siglo XXI, la locura de don Raimundo de Bermeo se antoja ahora mucho menos risible y arroja sobre la autoría del Cantar de Mio Cid una tremenda paradoja: que el juglar que había de hacer inmortal al héroe castellano y símbolo de la nación española era de origen vasco.

lunes, 21 de diciembre de 2020

512. A galeras a remar

 


Como yo no sé bailar, a galeras a remar –cantaba Manolo García, lamentándose de su desventaja en los cortejos amorosos–. Así como el cantante de El último de la fila envidiaría a aquellos que, dotados para las cualidades del buen casanova, se llevaban a las chicas de calle, así yo envidio a los escritores que se deslizan sobre la pista de baile de la pantalla del ordenador con la precisión casi matemática de un bailarín de claqué. Y en el frenesí del zapateo, pisotean –sin dejar una– las erratas de sus obras, y las placas metálicas de los zapatos imponen el ritmo y sonido adecuados a la coreografía de la escritura, y la técnica de su danza no les hace incurrir en ningún error gramatical. Pero, ay, como yo no sé bailar, a galeras a remar. O lo que es lo mismo: a sufrir las galeradas.

Tal vez no exista mayor lección de humildad para un escritor que corregir las galeradas de su propio libro. Da igual cuántas veces se haya revisado el texto final: siempre se escapará alguna errata que sorteará los cepos de queso del corrector informático, no digamos ya la vigilancia artesana de los ojos estrábicos. A la enésima comprobación, la visión ya anda ebria de palabras y ve doble y asume su derrota. Al día siguiente, la mirada, más lúcida, detectará otro fallo y se preguntará cómo es posible que habiendo hecho ronda por aquel renglón durante tantas veces, se haya podido colar el impostor enmascarado. Ocurre, además, que si el pelotón de guardia lo conforman varias personas, ninguna de ellas reparará en los mismos errores. Los yerros que ha visto una le pasarán desapercibidos a la otra y viceversa.

 La corrección de galeradas coloca también al escritor ante sus conocimientos del idioma, que él cree inapelables pero que se tambalean cuando algún amigo bienintencionado le sugiere que aquel giro expresivo no acaba de ser correcto o que sobra esa coma de allá o que aquella palabra la ha repetido ya cuatro veces en el mismo párrafo o que está abusando de los adverbios acabado en «-mente» o que  «pensamiento» y «envilecimiento» y «apocamiento» y «sufrimiento» en la misma línea van a ser ya muchos «mientos». Quizás el más humillante de todos esos consejos es el que se refiere a la vulneración de una norma. El momento de acudir al diccionario o al manual de gramática o al de ortografía y comprobar cómo, efectivamente, estaba uno equivocado desde hace mil años, es de un sonrojo de antología, de aquellos que emiten haces de luz colorada a cientos de kilómetros de distancia desde el faro del rubor. Si el error tiene que ver con los conocimientos enciclopédicos, uno busca ya el mejor método y menos doloroso para suicidarse.

La palabra «galerada» proviene de «galera», el antiguo navío a remo. Las galeras son aquellas tablas que en la imprenta servían para que los cajistas colocaran sobre ellas las filas de letras que formarán luego la galerada. Su similitud con la hilera de remos de las citadas embarcaciones obró el parentesco etimológico. ¿Y qué es el escritor ante las galeradas sino un esforzado galeote dándole al remo de las correcciones bajo el control del cruel cómitre de la perfección lingüística?

El libro saldrá al fin publicado y el escritor tendrá la mosca detrás de la oreja todavía, presumiendo que su esfuerzo habrá sido en vano. Cuando tenga el libro entre sus manos, lo hojeará entre la ilusión y el temor y, en un momento dado, en efecto, hallará don dolor al polizón que se coló en la galera, que evitó el latigazo del cómitre y que, desde su escondite, se burla aún del sudoroso y extenuado galeote de las letras.

A Bea, Olga, Paco, Eduardo, Gianluca, Concha y Augusto, compañeros en los remos.

lunes, 14 de diciembre de 2020

511. 'El viento es salvaje'

 


La vigencia de la tragedia griega clásica es un hecho. Seguimos leyendo con avidez a Sófocles, Eurípides y Esquilo, y sus textos siguen representándose en teatros de todo el mundo. Los afortunados espectadores continúan experimentando la catarsis ante las vivencias de estos héroes y heroínas que nos arañan las entrañas con sus inexorables desgracias. Además de esta línea de conservación y representación “tradicionalista” del teatro –el adjetivo “tradicionalista” está exento de cualquier connotación negativa–, se observa también desde hace tiempo una corriente de recuperación de los clásicos más innovadora, moderna o rompedora que actualiza los modelos en que se basa para hacerlos totalmente contemporáneos. Se recuperan los ejes vertebradores de la tragedia clásica y se incorporan a obras de nueva creación que acaban siendo, normalmente, acertados híbridos llenos de guiños a los moldes a los que homenajean. Suelen ser espectáculos aptos para todo tipo de público que ofrecen un plus para los espectadores avezados que son capaces de captar todos esos paralelismos que enlazan la pieza nueva con sus progenitores escénicos.

Este tipo de teatro es el que cultiva la compañía Las Niñas de Cádiz, que actualmente está de gira con El viento es salvaje, una obra que recibió el reconocimiento al mejor espectáculo revelación en la XXIII edición de los premios Max. La pieza presenta la historia de Vero y Mariola, dos amigas íntimas desde la infancia cuyas vidas se van desarrollando de forma paralela a la vez que totalmente distinta, pues mientras una goza de buena suerte, la otra acumula desgracia tras desgracia. Mariola, tras un terrible percance, acabará viviendo en casa de Vero y la idílica amistad que las unía se irá enturbiando hasta desencadenar en una auténtica tragedia. Ambas protagonistas encarnan la versión actualizada de Fedra y Medea y presentan una profunda reflexión sobre la suerte, el fatum del que no podrán escapar, la rebelión ante la injusticia de los dioses caprichosos –que aquí es la amadísima virgen de una cofradía gaditana–, la pasión irrefrenable que provocará sufrimiento y muerte… Todo ello acompañado por un particular coro que comenta, cuestiona o reflexiona sobre los acontecimientos que tienen lugar en escena.

La combinación de la tragedia y el humor es un rasgo esencial de Las Niñas de Cádiz, quienes hacen gala de su divertido gracejo andaluz. Es un humor que duele, pero que también nos puede hacer reír a carcajadas. ¿No es acaso eso la vida, una mezcla ilógica de llanto y risa? Esa mezcolanza se observa también en el uso de estrofas cultas y populares en versos frescos, recitados o cantados. No faltan tampoco los guiños a las chirigotas de Cádiz, pues es esta ciudad el marco espacial en el que se desarrolla la acción. La nueva Tebas es ahora una ciudad andaluza a orillas del mar en la que el oráculo de Delfos son las iglesias y en la que los malos augurios vienen determinados por un viento de Levante que presagia la desgracia. Un viento que oprime y asfixia a las protagonistas y las hace avanzar con paso firme hacia su autodestrucción.

Asistir a la representación de El viento es salvaje es una muy recomendable opción en los tiempos aciagos que vivimos. Primero, porque la cultura es segura y necesita el apoyo del público y, en segundo lugar, porque ahora más que nunca precisamos ese viento salvajemente salvífico que nos oxigene y nos ayude a seguir conviviendo con esta particular tragedia coronavírica de la que saldremos, si los dioses lo permiten, con nuestros peplos intactos, nuestros ojos ilesos y dueños, de nuevo, de nuestro destino y libertad.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

510. Yo soy sintomático

 


Tal vez lo peor que pueda decirse de un libro tras su lectura es que el estado anímico del lector haya sido desplazado al limbo de los asintomáticos. Pero no hablo de esos asintomáticos a los que una PCR literaria demostrará luego que el virus sí había sido inoculado y que sus efectos llegarán con cierta demora. No. Me refiero al asintomático de verdad, aquel que tras la lectura no va a dar positivo jamás del libro en cuestión ya sea porque la carga vírica de las palabras daba risa a los exigentes leucocitos, ya porque estaba escrito con la asepsia de una luz fluorescente de sala de espera para la espera de algo que nunca llega.

Pues bien, Dicen los síntomas, el último libro de Bárbara Blasco, ganadora para más señas del recientemente fallado Premio Tusquets de novela, ha obrado en mí toda una septicemia. Lo dicen los síntomas: adicción desde la primera página, síndrome de abstinencia una vez concluido el libro y, sobre todo, un poso de grisura, melancolía, aprensión por la vida y acíbar en la mirada.

Virginia, la protagonista de la novela, aguarda la muerte de su padre comatoso en el hospital, y en aquel cuarto de tiempo detenido se hace balance de las relaciones familiares, con sus secretos desvelados, y de las frustraciones existenciales en que la vida y sus promesas han devenido. Uno de los méritos del libro es la construcción de su protagonista: Virginia tiene una voz propia, reconocible si nos la topáramos en otra novela, bien amasada en el obrador de la tahona literaria, tan real como la vida misma, tanto que importan más sus aristas, sus perfiles de sombra, sus incertidumbres y contradicciones. ¿Acaso no es eso la vida? No tal vez para esa gente que lo tiene todo claro y cuya biografía se desliza con la precisión de un tiralíneas, como su hermana Ester, con quien Virginia pierde siempre en la comparativa familiar de la hija ideal. Pero esa no es Virginia. Y tampoco sería interesante si lo fuese: la Literatura debe bucear en el conflicto, en la incomodidad, en lo sísmico vital, en la zozobra. Virginia es una mujer desnortada, que en su madurez aún no ha hallado su centro de gravedad: trabaja en un bar sirviendo cafés pese a su título universitario y todavía no es madre, desazón que le urge solucionar. Se acuesta, sin éxito, con varios hombres, que elige atendiendo a su salud y físico como falacias genéticas para su futuro hijo, y a los que engaña asegurándoles que toma anticonceptivos. Hay en ese uso de los hombres para sus fines una afirmación de su feminidad soberana que da una patada a todos los prejuicios asociados al rol tradicional de la mujer. También una contradicción: la de traer un ser humano a un mundo en el que ella misma no parece creer: una suerte de esperanza de redención que, como comprobará el lector, no solo la redimirá a ella.

Muy interesante es también la veta naturalista (en términos decimonónicos) de las imágenes y reflexiones que se vierten en la novela, esa reducción del ser humano a un aquelarre de células, fluidos, carne, humores, deterioro, enfermedad, aprensiones e hipocondría. Una contundente deconstrucción de la metafísica trascendente, de esa aspiración fútil a las alturas que en algún momento algún demiurgo inyectó en el arcano del primer hombre y que se ha revelado en el gran engaño en el que aún nos obstinamos en creer para escamotear nuestra muy humana y animal y biológica y fisiológica finitud.

Así pues, doctor, someto a su escrutinio las señales de mi posible enfermedad con el libro de Bárbara Blasco. Pero no, no hace falta que me lo confirme. Acumulo todos los indicios. Lo dicen los síntomas.

lunes, 30 de noviembre de 2020

509. Canicas en Mágina



Los territorios míticos imaginados por los escritores, aunque puedan constituir el trasunto de una ciudad real o el de un bastión de la memoria o el de una colonia de los demonios interiores, al final acaban resultando siempre las patrias comunes en donde nos reconocemos todos. Por eso muchos de nosotros seguimos viviendo en Comala, en Macondo o en Vetusta, porque su cartografía trasciende los límites de la anécdota personal para convertirse en la pangea universal de lo que somos.

 Pero quizás no exista otro espacio en el que hayamos clavado con mayor convicción nuestra pica de Flandes como en la Mágina de Antonio Muñoz Molina. Tal vez la estampa en sepia con que el novelista ubetense rescata del álbum de la memoria la ciudad de El jinete polaco entronque visceralmente con alguna suerte de ontología del recuerdo que habitamos, sobre todo cuando ya estamos en disposición de decir que somos más pasado que futuro. Hay algo en Mágina que nos interpela, que activa los resortes de nuestra historia personal proyectando el cinerama de nuestra vida con una autenticidad que nos abruma, sobre todo porque la cuenta la voz de otro y desde una ciudad inventada, lo que convierte la revelación casi en una cuestión de esoterismo.

A Mágina le faltaba, sin embargo, la infancia como eje vertebrador, sugerida aquí y allá en las diferentes novelas de Muñoz Molina, pero nunca hasta ahora convertida en leitmotiv a tiempo completo. Y claro, si a la Mágina en donde atisbamos nuestra identidad le añadimos ahora la única patria real que es y será siempre la infancia perdida, entonces la comunión con Mágina alcanza su máxima expresión. Y da igual que esa infancia emparente con una generación muy concreta, como aquella de los 60 a la que pertenecen los dos protagonistas de El miedo de los niños (Seix Barral), porque, a la postre, todas las infancias se reconocen entre sí y tienen el mismo lenguaje más allá de la coyuntura histórica. El miedo de los niños es una inmersión sugestiva y evocadora de una época vista desde los ojos infantiles de sus personajes por cuyo cedazo se criba la realidad para formularla con la lógica de la niñez. Por eso, entre canicas, cromos y tebeos, hay también tísicos que secuestran a los niños para extraerles la sangre y manos de adultos que se posan untuosas, ambiguas, ininteligibles sobre la rodilla de un niño en la clandestinidad que ofrece la oscuridad de un cine de verano. Monstruos infantiles muy reales que se acompañan de las sugerentes ilustraciones de María Rosa Aránega, con sus carboncillos de niño antiguo. Hay en el tratamiento de Bernardo y Esteban una delicadeza que acentúan su inocencia prístina y la vulnerabilidad de Bernardo, un niño de salud delicada, víctima de la poliomielitis, que arrastra su pierna prisionera del armazón que le sirve de prótesis (otro terror, la ortopedia de antaño). Y está, como no podía ser de otra manera, el asalto del ayer –no porque la novelita se ambiente en los años 60 del pasado siglo– sino por la epifanía del mismo cuando la novela da un salto temporal al presente y la llegada de una carta vierte todo el vértigo del tiempo en la nueva vida de Esteban. La explosión colorista y estridente de unas canicas de otro tiempo derramadas sobre el suelo del presente constituirá la sacudida jubilosa y, a la vez, terriblemente nostálgica y dolorosa de un tiempo periclitado que ya había sido arrumbado en el desván de los trastos viejos.  A Esteban se le había olvidado que Mágina siempre vuelve. Y las canicas.


lunes, 23 de noviembre de 2020

508. Cruzar el portal


Quizás no exista, entre las novedades editoriales del último año, libro más heteróclito que el que ha escrito Javier Pérez Andújar para la editorial Anagrama. Si el señor Comajuán, uno de los personajes de La noche fenomenal, estableciera la taxonomía de la palabra “Anagrama” en su particular corpus lexicográfico, quizás diría que se trata de una palabra camaleón. Françoise Rabelais se escondió tras un alias anagramático cuando se hizo llamar Alcofribas Nasier, y André Breton travistió sarcásticamente a Salvador Dalí con su famoso Ávida Dollars. En La noche fenomenal también hay gente disfrazada o, mejor dicho, transformada, según estemos en la Barcelona de aquí o en la Barcelona de allá. Porque en la novela de Pérez Andújar hay dos Barcelonas y en la del otro lado, en la Barcelona paralela, la de la otra dimensión, las gentes están mudando sus rostros y estos están adquiriendo enormes parecidos con personajes famosos. Una serie de agujeros, a modo de portales, permiten el paso de una Barcelona a otra, y el equipo de «La noche fenomenal», programa de la televisión local dedicado al mundo paranormal, deberá investigar qué está ocurriendo.

La novela es una pantagruélica pirotecnia (otra vez Rabelais) que explota en el cielo de las páginas con la azarosa –y por eso mismo deliciosa– eventualidad libérrima del caos, y la prosa de Javier es la traca torrencial e incontenible que la acompaña. Hay resabios a Marsé y a su Barcelona de extrarradio, y a Mendoza y a su descacharrante sentido del humor, y a Luis Mateo Díez en la construcción de ese grupúsculo de intelectuales apasionados por lo esotérico que tanto me ha recordado a la entrañable Cofradía del autor leonés. Y hay una lluvia inmisericorde en cuya contumacia se cifran las señales de alguna calamidad, una suerte de fin del mundo, que me evocó a la película El día de la bestia y a aquel plano cenital con la lluvia cayendo sobre Álex Angulo.

Y tal vez no haya nada de eso y lo que hay es, simple y llanamente, Javier Pérez Andújar. Porque el autor de esa maravilla que es Los príncipes valientes, hace ya mucho tiempo que demostró que va por libre. Y aunque quisiéramos hacerle ahora una reseña sesuda a su novela y elucubrar alegorías sociales, denuncias políticas, y hasta reflexiones ontológicas en ese plano en espejo que son las dos Barcelonas de su libro, quizás estaría bien decir, sin más, que Javier Pérez Andújar se lo ha pasado pipa escribiendo su novela. Que le ha servido para rescatar a amigos como a José Batlló, el mítico editor de la colección de poesía «El Bardo», fallecido hace 4 años, o para refocilarse en sus referentes culturales (musicales, cinematográficos, literarios), que van jalonando los diálogos surrealistas de los personajes. Que ha disfrutado exprimiendo el zumo de las palabras para beber de su néctar redentor. Que él mismo se ha convertido en un personaje de su propia ficción para vivir su aventura delirante y para pasarse también al otro lado, huyendo de la mezquindad de nuestros días, a través de ese otro portal salvífico que es y será siempre la Literatura.