lunes, 25 de julio de 2022

579. Quijote sagrado

 


El pasado 6 de julio se presentó en Nueva Delhi la primera traducción al sánscrito del Quijote. La intrahistoria de esta traducción resulta fascinante. En la década de los años 30 del siglo pasado, Carl Tilden, un coleccionista de libros estadounidense logra, por mediación del explorador británico Marc Aurel, que dos eruditos brahmanes, Nityanand Shastri y Jagaddhar Zadoo, traduzcan al sánscrito 8 capítulos de un Quijote inglés, preparado en el siglo XVIII por Charles Jarvis. Al morir Tilden, el coleccionista lega todo su tesoro a la Universidad de Harvard, incluyendo los manuscritos traducidos, de manera que estos duermen el sueño de los justos por un período de 74 años, desde 1937 hasta 2011, año en que el filólogo indio Surindar Nath, a la sazón nieto del traductor Shastri, consigue hallarlos gracias a la colaboración de otro filólogo, Dragomir Dimitrov.

Para los que, como yo, sienten que el Quijote es casi una religión, la noticia de su traducción a una lengua sagrada, según la tradición hindú, resulta algo connatural. No seré tramposo: es cierto que el sánscrito tiene dos modalidades, el sánscrito védico usado en la liturgia, y el sánscrito clásico, cuya literatura abarca temas seculares de todo tipo. Uno se pone romántico y estupendo y cree, en primera instancia, que nuestro Quijote ha sido elevado a categoría sacra, con audacia herética, al traducirse a un idioma revelado. Y piensa en aquel tiempo en que, en dirección inversa, estaba prohibido traducir a una lengua romance los textos sagrados cristianos. Que se lo digan, si no, a Fray Luis de León, que pasó 5 años en la cárcel de Valladolid, acusado de traducir al castellano el Cantar de los Cantares. Ni siquiera Alfonso X se había atrevido a tanto cuando llevó a cabo su irrepetible proyecto de la Escuela de Traductores de Toledo donde se vertió al castellano todo el saber acumulado del mundo conocido, convirtiendo nuestro idioma, por primera vez y de forma pionera respecto a las demás lenguas romances europeas, en vehículo de cultura, y prestigiando, por tanto, su uso al nivel del latín o del griego. Pero no fue tan osado con la Biblia.

Así que uno se imaginaba a don Quijote, el mismo que ya augurase con sus palabras que el libro del que él era protagonista iba a ser traducido a todas las lenguas del mundo, enfrentándose ensoberbecido y retador a los malandrines brahmánicos que se rasgarían las vestiduras al escuchar al hidalgo manchego declararle su amor a Dulcinea en el idioma de sus dioses. Nada hay de eso, claro, y el Quijote solamente engrosa el acervo cultural que el sánscrito lleva acumulando desde hace más de 3.500 años, como ocurrió con las diferentes traducciones hebreas, que se remontan al siglo XIX, o las latinas: «In quodam loco Manicae regiones, cuius nominis nolo meminisse…». Uno pronuncia en voz alta el famoso inicio en latín y parece que esté invocando el espíritu de Cervantes en alguna suerte de logia clandestina. Sí, hay algo de religión laica en nuestra relación con el Quijote. Pero en esa condición de feligreses, no importa tanto si lo leemos en sánscrito, griego, latín, árabe clásico o hebreo. Pongámonos heréticos de verdad y tomemos el milagro de la resurrección cada que vez que levantamos a Alonso Quijano de su lecho de muerte –levántate y anda– y lo colocamos de nuevo a lomos de Rocinante para su enésima aventura. Como hemos hecho siempre, ininterrumpidamente, desde hace más de 400 años. No es que oremos. Solamente leemos. Acaso es la misma cosa.

lunes, 18 de julio de 2022

578. 'Mecánica terrestre'

 


Del último libro de cuentos (o lo que sean) de Emma Prieto, conviene empezar por el último de ellos, una suerte de coda o epílogo que bien pudiera haber sido prólogo, donde la autora construye, sin perder el arrimo de la ficción, un pequeño corpus teórico sobre el género. No disertaremos aquí sobre los límites, hibridismos y epistemología del cuento pero baste con saber que los corsés que lo oprimían dejaron ya hace tiempo sus apreturas clásicas para dar lugar a lo que, tomando el sentido que le dio al término Nicanor Parra, podríamos llamar artefactos literarios, designación en la que no es baladí el origen etimológico (hecho con arte). Libérrima autonomía y vocación artística resumen los nuevos designios del género.

Y todo ello se da en esta Mecánica terrestre, publicada por Eolas Ediciones, una colección de 20 relatos que llaman la atención por la frescura de su lírica cotidiana y por su capacidad de bucear por las hondas simas del alma humana a través de una aparente afabilidad, casi ingenua, que no hace otra cosa que reforzar la fragilidad de sus personajes. Emma Prieto tiene el don, además, de rescatar en el adulto los agazapados resortes del cuento infantil, de manera que sus relatos interpelan en su tono, forma y magia al niño que fuimos pero se dirigen sin edulcoraciones al adulto que sabe leer entre líneas.

En esta Mecánica terrestre hay hormigas que se quedan a vivir en un ojo; muelas que se suicidan y que, en el hueco que dejan, nos recuerdan el desmoronamiento de la vida y la pérdida de las raíces; hay dos cerdos que se llaman Segismundo y Lisístrata en un cuento que reivindica el retorno a lo rural y a los sentimientos sin adulterar; hay personajes que toman conciencia de musgo; hay carcomas en las maderas que son trasunto de la rutina matrimonial y cuyo exterminio denota cuán fácil es eliminar en una relación aquello que sobra o molesta; hay una profesora que abandonó la escritura cuando la vida impuso la tiranía de las obligaciones cotidianas y que ve espoleada su nostalgia en la redacción de uno de sus alumnos; hay madres enfermas que se rebelan contra su postración en el hospital al divisar desde la ventana la tremolina de la vida de fuera; hay un expresidiario que le piden a Camila que le dé la mano porque hace mucho tiempo que no toca a una mujer o una madre que le preguntan si ella es su hija perdida y a todo concede Camila aunque a ella le gustaría que le pidieran otras cosas: «un manojo de luciérnagas, cuentos, lirios, poemas, una cola de sirena, briznas de hierba, una bruma de algas…». Hay trabajadores del circo que deben cambiar su rol por imperativo laboral en esa fantasía poética (tan circense por otro lado) que es el cuento «Movilidad laboral». Hay sueños que se extravían, como infantes, y en el desamparo de la vigilia que dejan se le aparece al insomne Svetlana Aleksiévich cuando era una niña; hay otras niñas abandonadas y vueltas a adoptar que rellenan los huecos de las letras para enterrar los vacíos; hay vidas domésticas en confinamiento, en ese cuento donde el surrealismo y la locura se hacen dueños de la casa como un complemento natural de la anomalía de aquellos días; hay personajes a los que se les congelan partes del cuerpo ante la evidencia del desamor, mientras otros, como Clarice Linspector, arden ante los reveses de la vida…

En Mecánica terrestre está también muy presente el humor, muchas veces aderezado con juegos de palabras o hallazgos greguerianos, pero siempre supeditado a una especie de resignación, de la que la sonrisa es puro parapeto.

Emma Prieto ha escrito un libro terrestre que, como la preciosa imagen de la cubierta, es no obstante capaz de volar. A la postre, quizás el vuelo y la vocación de altura sean la única forma de garantizarnos un mínimo de naturaleza trascendente, aunque sea solamente en la fantasía de esa aspiración. Pero también hay en el libro de Emma un canto a nuestra condición finita, aquí en la tierra. Acaso la altura esté también aquí abajo si, como Emma Prieto, tenemos la capacidad de mirar.

lunes, 11 de julio de 2022

577. 'El invierno de los jilgueros'

 


Mohamed El Morabet ha obtenido el Premio Málaga de Novela por estos jilgueros que olvidaron su canto cuando la vida se olvidó también de la primavera. El protagonista del libro, el niño Brahim, reside en Alhucemas y su vida transcurre con esa dulce indolencia de los días que pasan, aferrado a una cotidianidad sin sobresaltos, instalado en una rutina que ordena la existencia y hace reconocible y habitable el mundo, aunque sea este pequeño y ensimismado del antiguo protectorado español. He aquí uno de los aciertos de la novela: la ciudad de Alhucemas se convierte en una protagonista más, una patria chica, a la vez madre y madrastra, pero ambas cariñosas, cuya joven historia parece situarla en un adanismo ingenuo y benefactor donde conviven marroquíes y españoles imbricados por la vecindad pero también por una cultura compartida que tiene algo de fundacional en su sano hibridismo. La novela de Galdós, Aita Tettauen, que reposa sobre la mesita de noche del hermano de Brahim, Musa, es un elemento simbólico de lo que decimos. Las bellas estampas costumbristas de la vida de la ciudad son otro mérito del autor.

Pero la muelle tibieza de las jornadas termina abruptamente, primero con la participación de Musa en la histórica Marcha Verde, que lo devuelve cambiado del desierto, y después con la muerte de la madre de ambos. Desde ese instante, mar y desierto se constituyen en una dicotomía de orden metafísico. No obstante, sobre todo en el caso de Brahim, existe una suerte de serena asunción de la adversidad, una aceptación si no estoica, sí al menos reposada, sabia y paciente. Brahim, a quien le encanta pintar, bosqueja en sus cuadros paisajísticos horizontes perturbadores y enigmáticos, trasunto quizás de los futuros inciertos, de presumibles espacios alternativos más allá de su tierra natal, y que contribuyen a complementar otro de los rasgos más característicos de la novela, que es su onirismo, dosificado con inteligencia y jalonado de un lirismo que, en ocasiones, convierte las páginas en auténticos poemas de naturaleza casi exenta.

Pronto Brahim se marcha a Tetuán para estudiar en la Escuela de Bellas Artes y allí coincidirá con Olga, una madrileña, algo desnortada, que quiere probar fortuna como profesora en esta ciudad. La novela se centra a partir de ese momento en la vida de Olga en Tetuán, ciudad que redescubre a través de los pintores que la plasmaron en sus obras. El encuentro de profesora y alumno pondrá a prueba las convenciones sociales del conservadurismo más intransigente. Las tres últimas secciones de la novela –para mí las mejores del libro y que compensan sobradamente cierto deslucimiento estilístico en la parte concerniente a Olga– son un precioso –y terrible– alegato del cuidado por el otro, un canto a la esperanza, a la bondad y a la sencillez, tanto como lo es el olor al pan en la tahona donde trabaja Brahim. Las constantes alusiones culturales (literarias, musicales y pictóricas) sustentan también los débiles cimientos de estas vidas frágiles que se redimen en el arte. Y es el arte mismo el que cierra el libro, con su inesperada epifanía, para colocar sobre el caballete del futuro ese lienzo, siempre inconcluso, de Brahim, donde el horizonte puede al fin vislumbrar una primavera con jjlgueros.

lunes, 20 de junio de 2022

576. 'La muerte y la doncella'

 


Resulta difícil expresar con palabras la sobrecogedora belleza de La muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión, quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta idea.

La pieza de Schubert, como se sabe, está basada en un lied cuyo tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas –la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten opuestos e iguales a la vez,  herencia de la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas, a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco –la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto, una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos, contribuye al crescendo de la tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido, parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán, como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más terrible y lo más bello de nuestra condición.

lunes, 13 de junio de 2022

575. ¿Pero cuándo sale el protagonista?

 


Por motivos que no vienen al caso, estos días ando releyendo Ivanhoe, la novela de Walter Scott considerada por muchos la pionera del género histórico. Del libro de Scott me interesa, sobre todo, el vivo retrato del conflicto político entre sajones y normandos y, aún más, los acerados diálogos de los personajes, envenenadas y divertidas pullas dialécticas llenas de ironía e ingenio, especialmente las proferidas por el bufón Wamba, auténtico heredero de la tradición shakesperiana. El caso es que, a punto ya de terminar el libro, el protagonista cuyo nombre da título a la novela, apenas ha aparecido en unas pocas páginas y su papel, supuestamente heroico, se reduce en realidad al de un pobre figurante que se pasa la mitad del tiempo herido tras la prometedora justa de Ashby y de cuyas hazañas en Palestina que le han granjeado su fama, casi dudamos al asistir a su discretísimo protagonismo. Y ya sé que al final del libro, Ivanhoe se postulará como el campeón que debe salvar a la judía Rebeca, presa en el preceptorio templario de Templestowe, pero hasta en ese duelo, Ivanhoe es asistido por una suerte de justicia poética que no nos permitirá conocer el mérito de su legendaria valentía. Bien, pues este libro de Walter Scott donde apenas aparece un señor llamado Ivanhoe se titula justamente Ivanhoe. La decepción se supera pronto, cuando asumimos que la historia tiene poco que ver con él y se centra uno en los demás personajes sin la impaciencia de una espera baldía. Algo así como lo que sucede en la reciente y exitosa novela de Maggie O'Farrell, Hamnet, cuando dejamos de obsesionarnos por la esperada aparición de Shakespeare.

De todas formas, siempre me ha parecido una virtud muy meritoria entre algunos escritores la capacidad de gestionar a los llamados «personajes fantasma» y de hacerlos presentes sin que apenas aparezcan. El gran maestro de esto que digo es para mí Bram Stoker con su Drácula. El vampiro apenas aparece en el libro y únicamente conocemos sus actos por lo que cuentan algunos testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente aunque sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente. Otro tanto sucede con Pepe el Romano, en La casa de Bernarda Alba. Lorca consigue corporeizar a Pepe solamente con el atisbo de su presencia, convirtiéndolo en una suerte de alegoría de la virilidad exacerbada pero también pieza fundamental en el devenir trágico del argumento. ¿Y qué decir de Godot, a quien Vladimir y Estragón se empecinan en esperar sin que sepamos quién es Godot y por qué es tan importante esperarlo? Nunca se habían vertido tantas interpretaciones sobre la identidad de un personaje que jamás aparece como con el Godot de la obra de Beckett. Otros personajes de esta índole son Sauron, de El señor de los anillos o la arlesiana de Daudet en La chica de Arlés, que incluso ha dado en francés la expresión «la Arléssienne» para referirse a alguien de la que se habla todo el tiempo pero que nunca aparece.

En la página ¡332! de la edición de Ivanhoe que manejo, el héroe está a punto de reaparecer. No es que lo hayamos echado mucho de menos, pero al pobre le han dicho que tiene que justificar el título de la novela con un último lance decisivo. Venga, Ivanhoe, a ganarse el sueldo. O la gloria literaria. Como en todo, algunos medran a base de jeta.

lunes, 6 de junio de 2022

574. 'Una historia ridícula' (y muy seria)

 


De entre algunos de los comentarios que ha suscitado el nuevo libro de Luis Landero, me llaman la atención aquellos que ponderan la veta humorística de la novela. A mí, en cambio, Una historia ridícula me ha parecido la amarga crónica de un desahuciado, y su argumento, lejos de provocar carcajada alguna, se me ha antojado un relato tremendamente serio. Enseguida se me vino a las mientes aquella anécdota de Ionesco que, al estrenar el 11 de mayo de 1950 La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, asistió perplejo a las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Y aunque puedo comprender a aquellos que ven en la historia de Marcial un material risible, será en todo caso aquel humor que defendía Wenceslao Fernández Flórez: «El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miráis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios».

Es cierto que Marcial irrumpe desde el principio de la novela con el perfil de eso que llamamos –desde nuestra atalaya de condescendencia– un pobre hombre. Muy pagado de sí mismo, de carácter atrabiliario y misántropo, rayano en la sociopatía, Marcial expresa, siempre a la defensiva, una forma de ser y de estar en el mundo, con sus particulares filosofías sobre la vida y sobre las relaciones humanas. Y en su reflexiones, que casi parecen diatribas, interpela a veces al propio lector, a quien presupone prejuicioso, y se adelanta a las posibles reticencias de orden moral o cívico que este podría argüir contra sus ideas, muchas de las cuales encajarían muy bien en el marbete de lo políticamente incorrecto. Claro que esta caracterización del personaje puede provocar la risa, incluso cierta animadversión ante ese prurito de superioridad y de autocomplacencia, pero detrás de aquella vehemencia, casi agresiva y siempre alerta, con que Marcial se defiende, hay un algo de desesperación por encajar y un resentimiento vivo ante un agravio que va más allá de los pormenores argumentales, y que se relaciona con cierta sensación de destierro. Salvando las distancias, Marcial es el Pijoaparte de Marsé, el charnego que quiere medrar entre la burguesía catalana pero a quien Teresa utiliza para jugar al marxismo, eso sí, desde su palacete de Sant Gervasi. Marcial, matarife en una empresa de productos cárnicos, sin apenas formación, también aspira, como el Pijoaparte, a redimirse a través de la cultura y blande con orgullo su autodidactismo, que podrá ser más o menos sólido, pero que es auténtico y apasionado y que, por lo menos, no usa como hacen las élites supuestamente intelectuales para aparentar en el proscenio social. Y Pepita, de la que está profundamente enamorado, es aquí la Teresa de Marsé. En las páginas de Una historia ridícula, aunque el título y el irónico pavo real que ilustra la cubierta, puedan llevarnos a engaño, se dirime una cuestión social de primer orden, aquella que atañe a todos aquellos que no tuvieron la oportunidad de granjearse una formación académica firme y que sienten que hay una vocación ahogada por las circunstancias. Es también un testimonio de cómo el amor puede hacer tambalear los cimientos de la más alta coherencia personal. Y asimismo, la novela pone sobre el tablero y visibiliza la vida gris de muchas personas anónimas, insignificantes en el maremagno de la Historia, sus aspiraciones truncadas, que alguna vez acaban, desgraciadamente, copando los telediarios. Es también una defensa de la anécdota y del poder de las pequeñas cosas.

Por lo demás, no voy a insistir de nuevo en los méritos de la prosa de Landero, que de sobras son ya conocidos, pero sí en la maestría para construir un crescendo narrativo que augura, como un terrible redoble de tambores, el final apoteósico de esta historia donde lo ridículo adquiere, por una vez, y aunque no lo parezca, categoría trascendente.

lunes, 30 de mayo de 2022

573. Naturalismo 'light'

 


Entre los múltiples homenajes que se prepararon el año pasado para conmemorar el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, destaca la versión teatral de Los pazos de Ulloa. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Galán, quien se enfrenta a una ardua labor pues condensar una extensa novela y someterla a los mimbres del teatro, con una duración que no excede las dos horas, es todo un reto. Helena Pimenta, quien fuera directora de la CNTC, se encarga de la dirección de este otro clásico de nuestra narrativa decimonónica.

El resultado final de esta adaptación es, en líneas generales, correcto. En escena aparece reflejado el hilo argumental básico de la novela: la llegada a los pazos de don Julián, un clérigo apocado sin auténtica vocación que cumple escrupulosamente los preceptos de la religión cristiana; el matrimonio de don Pedro Moscoso con su prima Nucha y su tormentosa relación -en la que no faltan las infidelidades con la criada Sabel, con la que tiene un hijo bastardo- y el control que ejerce Primitivo por encima, incluso, del marqués de Ulloa.

Si en la novela es don Julián uno de los personajes principales, en este nuevo espectáculo actúa también como narrador que relata determinadas acciones que no pueden representarse o bien resume y comenta ciertos aspectos que permiten que la trama avance a grandes saltos. De hecho, la obra comienza con una suerte de introito, de contenido innecesariamente pedagógico, en el que se compara con don Fermín de Pas, el otro gran clérigo de la literatura del siglo XIX, con el que comparte ciertos rasgos pero de quien lo separa un perfil psicológico totalmente opuesto. La comparación, por tanto, resulta poco adecuada pues don Julián es un personaje con entidad propia per se, sin necesidad de tener que legitimarse al compararse con el de Clarín.

La labor de condensación a la que se ha aludido anteriormente conlleva una serie de desaciertos, como la rápida y abrupta caracterización inicial de los personajes al inicio de la representación, en la que se apuntan ya dos de los temas principales: la violencia que impera entre las relaciones de todos los personajes y el contraste entre la rudeza del mundo gallego rural, caciquil y analfabeto, y el refinamiento del entorno urbano (dicotomía perfectamente representada en los personajes del marqués de Ulloa-Primitivo y don Julián).

Por otra parte, la imposibilidad lógica de que aparezca Perucho en escena, el hijo ilegítimo del marqués, resta también intensidad a la representación. Así, la memorable y espeluznante escena en la que los brutos habitantes de los pazos emborrachan al indefenso niño ante los escandalizados ojos de don Julián será relatada por este sin llegar a alcanzar el clímax que hallamos en las páginas de la novela.

Otros aspectos importantes en la obra de Pardo Bazán son aquí esbozados o tenuemente perfilados, como las reflexiones políticas y sociológicas, el analfabetismo, el caciquismo, la escasa sensibilidad del marqués ante la belleza artística y algunos momentos oníricos que atormentan a don Julián o Nucha. La adaptación ofrece al espectador un lienzo inacabado, esbozado con pinceladas de brocha gruesa, pero alejado del deleite que produce la lectura atenta de la novela, la cual sí es una auténtica joya artística. Es, por tanto, una válida y digna aproximación al universo creativo de doña Emilia mas no supone una auténtica inmersión en él ya que, por ejemplo, el espectador conocedor de la novela percibe la imposibilidad de recrear las escenas naturalistas que salpican la novela y que generan una ambientación en la que el determinismo biológico, las pasiones incontrolables, la rudeza, la animalización de ciertos personajes y algunas descripciones escabrosas se enseñorean en las magníficas páginas de la escritora gallega.

Para este homenaje teatral, Pimenta se ha rodeado de un elenco de intérpretes que realizan su labor con solvencia. Quizás don Julián podría haber sido encarnado por un actor algo más joven que transmitiese más inocencia e inseguridad. Sobresale Marcial Álvarez, el marqués de Ulloa, quien modula magistralmente su registro interpretativo desde la crueldad más espeluznante cuando maltrata a Sabel o a Nucha hasta un carácter más amable y jovial cuando viaja a Santiago de Compostela para visitar a su tío y a sus primas. El resto de actores hacen una buena ejecución, si bien algunos no pueden explotar la infinidad de matices psicológicos de sus personajes por la limitación a la que se han visto reducidos por exigencias de la versión teatral. De nuevo, la lectura de la novela permitirá al lector disfrutar de, por ejemplo, la maldad y la capacidad de manipulación de Primitivo o de la evolución de la pobre Nucha, cuyo deterioro final es simplemente sugerido en las tablas.

La puesta en escena es clásica y acertada, puesto que tanto el vestuario como la escenografía nos sitúan claramente en el siglo XIX. El escenario representa una casa rural en madera sin lujos, propia de esa nobleza gallega venida a menos, aferrada a unos privilegios que se resiste a perder. Con solo una mesa, una cama, un reclinatorio y una puerta central sobre la que se proyectan algunas imágenes, los personajes nos llevan desde la ciudad a los pazos con naturalidad.

En definitiva, Galán y Pimenta han conseguido una adaptación muy aceptable, que respeta el espíritu de la obra original y que supone un homenaje digno de encomio en cuanto que contribuye a reivindicar la figura de doña Emilia; pero el resultado final no llega a las cotas de excelencia que logró la escritora gallega. Es una forma válida de acercarse a su obra y de recordarla, pero no se ha de perder de vista que el mejor homenaje para Pardo Bazán es leerla, dar vida a sus personajes en cada bisbiseo y recrearnos en la ambientación naturalista que impregna la obra.

lunes, 23 de mayo de 2022

572. Blanca Portillo o el silencio hecho palabra

 


Cuando el silencio se enseñoree también de nosotros y nos convirtamos en los vasallos que laboran la eternidad en los estériles campos de sus callados feudos, en los manuales de Historia del Teatro todavía alguien podrá leer el nombre de Blanca Portillo como ahora leemos los de María de Navas, Francisca Baltasara, María de Zayas, María Guerrero o Margarita Xirgu. Porque la excelencia de la actriz madrileña, cosechada a fuerza de tesón y contra toda adversidad espuria, es hoy el blasón con que triunfará del tiempo y su inquina.

Su último trabajo, la adaptación para las tablas del discurso que Juan Mayorga leyera durante la ceremonia de su ingreso en la Real Academia, es un milagro de las artes escénicas. Y no solo por el evidente riesgo que constituye querer versionar para el teatro un acto meramente académico, sino por el titánico esfuerzo que supone para la actriz permanecer durante casi dos horas defendiendo ella sola un texto de vocación ensayística y rigor intelectual, y hacerlo con tal apasionamiento que la palabra erudita –con su acaso de inevitable frialdad– se convierta en un homenaje al teatro a través del concepto del silencio, a la postre, pretexto y fin al mismo tiempo. Blanca Portillo, ataviada con traje de gala, lee para los académicos el texto de Mayorga, quien ya fantaseara con la posibilidad real de que fuera un actor el que llevara a cabo aquel acto protocolario, trasunto tal vez del desdoblamiento teatral, y una leve intrahistoria (la de la actriz en paro y olvidada, que recibe el encargo del flamante aspirante a la Academia) basta para hilar argumentalmente la escasa trama. Al hilo de las reflexiones del texto –una auténtica clase magistral que debiera representarse en todas las facultades de Filología–, la actriz interpreta fragmentos de algunas piezas teatrales –pero también de otros géneros– que tienen el silencio como protagonista: el silencio autoritario del Creonte de Antígona o el impuesto por Bernarda Alba; el silencio desamparado que habita los espacios entre las réplicas de los diálogos de Chéjov; la incontinencia rebelde de Sancho ante el silencio marcado por su señor don Quijote; el «silencio articulado» –como lo definió mi Beatriz durante la cena posterior a la obra– del teatro del absurdo; el silencio divino que sufre el personaje del Inquisidor en el cuento interpolado en Los hermanos Karámazov; el silencio incómodo de la pieza musical 4’33”, de John Cage (reproducido hasta el último segundo por la actriz durante la representación, en un pasaje de la obra tremendamente arriesgado y audaz); o el silencio enamorado de Segismundo ante Rosaura (emocionado homenaje a uno de los papeles cumbre de Blanca Portillo). Por no hablar de la reflexión metafísica del silencio, convertido en ontología, especialmente durante la introducción;  la reivindicación política a él vinculada; o la lección teórica del silencio relacionada con sus posibilidades técnicas en el escenario: las pausas, las acotaciones o los apartes. El texto de Mayorga lo podrá encontrar el lector curioso publicado por la editorial La Uña Rota.

 En el debe del montaje, algunas incorporaciones de sesgo feminista que no por legítimas son menos forzadas o erróneas (como el reproche a los miembros de la RAE por su rechazo a los dobletes gramaticales de género; la supuesta superioridad interpretativa de las actrices por encima de los actores; o ese bonito ejercicio de sororidad en el que Portillo reformula el famoso pasaje final donde Bernarda Alba pide silencio a sus hijas, convirtiéndola, en su hermosa reinterpretación, en una supuesta víctima más del sistema patriarcal, que es otra forma de silencio).

Donde no hubo silencio, sin embargo, fue en la aclamación final desde el patio de butacas, que se prolongó durante minutos. Nada extraño si uno piensa, con razón, que esta obra de Blanca Portillo adquirirá con el tiempo algo de legendario, como aquel Lorca de Juan Diego Botto, y que el eco de esos aplausos desafiarán el silencio de los siglos. Aunque nosotros, ya silencio perpetuo, no estemos allí para comprobarlo.

lunes, 16 de mayo de 2022

571. 'Summertime blues'

 


Estas últimas semanas he andado meciéndome entre el melancólico vaivén de la agradabilísima prosa de Diego Prado. Seguramente sea la melancolía el sentimiento que mejor se aviene con el ejercicio de la lectura y, comoquiera que Diego Prado administra con maestría la nostalgia y los mundos languidecientes, la experiencia ha sido adictiva, pues a ver quién es el embustero que se resiste a refocilarse en el alma de blues que todos llevamos dentro. El autor ya advierte en el prefacio de su novela que el argumento parte de un hecho real, la muerte en 1960 del ídolo del rock and roll Eddie Cochran en un accidente de tráfico y la posterior custodia de su guitarra por parte de un joven policía llamado David Harman. Sobre la base de este acontecimiento, Prado fabula mezclando realidad y fantasía, y pasa lo de siempre: que todo ente de ficción acaba siendo real en tanto que existe en la literatura, aunque esta premisa solo es cierta si los personajes tienen verdad, y los personajes de Prado –créanme– tienen mucha verdad; así que doy fe de que Johny y Jane y Whitaker y todos los demás existieron realmente. Johny, un bala perdida que está enamorado de la chica bien de un pueblecito de Alabama que es fan de Cochran, promete conseguirle a aquélla la guitarra del cantante. Con esa meta, acude junto a su amigo, el larguirucho Whitaker, al concierto de Cochran en Somerset, el último que daría el músico, pues de camino al aeropuerto para regresar a EEUU se produce el fatídico accidente. A partir de aquí y con la guitarra casi expedita, Prado activa los resortes de la ficción.

Leer Summertime blues ha sido como estar viendo una de esas películas americanas ambientadas en los años 60, sujetas a un clasicismo canónico que se agradece mucho en estos tiempos de rupturismos literarios. Y no solo porque la novela beba del lenguaje cinematográfico o porque el libro constituya un friso de los acontecimientos históricos más relevantes que jalonan aquella década en EEUU (entre ellos la guerra de Vietnam a la que el autor dedica varios capítulos), sino porque Prado es capaz de crear la atmósfera precisa para transportarnos a aquel tiempo y a aquel país ensamblando con precisión todos los motivos recurrentes que el lector, a la postre depositario del imaginario colectivo, espera encontrarse, y todo ello sin menoscabo de la originalidad y auspiciado por un innegable talento narrativo. Así, los tipos humanos, la concepción del mundo, los registros lingüísticos y, por supuesto, la banda sonora, se acomodan perfectamente a las expectativas del lector, que halla el placer del reconocimiento a la vez que se embarca en una buena historia. Se agradece también la noble voluntad del autor de concebir su libro como un artefacto literario desde el punto de vista estilístico, y aunque, persiguiendo esa empresa, quizás concatene sin la necesaria dosificación metáforas y comparaciones literarias, tampoco estorban, aunque la limpieza de la prosa, tan agradable y amabilísima per se no las requirieran con tanta profusión.

Por lo demás, Summertime blues es un homenaje a los ideales, a la amistad y la memoria. Sobre este último tema descubrirá el lector el acierto estructural de dos historias paralelas en planos temporales distintos que acaban encontrándose. Y hay algo también del valor de la intuición, a veces aderezada con su pizca de esoterismo. Pero para mí, como dije al principio, Summertime blues es sobre todo un canto a la melancolía, al tiempo periclitado, al exilio de quienes sienten que ya no se reconocen en la época en que viven, pecios ellos mismos del naufragio del tiempo y del desecanto que acaban arrastrados por el oleaje a una playa solitaria donde el verano es solo una canción de blues. Y no: there ain't no cure for the summertime blues. Afortunadamente.

lunes, 9 de mayo de 2022

570. 'El Ruletista'

 


La editorial Impedimeneta anda ya por la sexta edición de El Ruletista desde que en 2010 decidiera recuperar este relato corto semi inédito de Mircea Cǎrtǎrescu. El cuento formaba parte de un volumen mayor titulado El sueño, y fue publicado en 1989, aunque no superó la censura comunista y el autor rumano tuvo que transigir con la mutilación del libro, poda que suprimió completamente ese relato y parte de los otros que integraban la obra. Hubo que esperar a 1993 para ver publicado el libro completo, esta vez con el título de Nostalgia. Pero de la intrahistoria de El Ruletista y del libro de cuentos donde acabó inserto puede dar mejor cuenta su traductora, Marian Ochoa de Eribe, autora también del pequeño estudio preliminar que abre la edición de Impedimenta.

A mí me interesa más bucear por las causas que han contribuido a que ese cuento haya seguido reeditándose casi ininterrumpidamente durante una década. Más allá de la lealtad de los lectores de Cǎrtǎrescu y de la socorrida brevedad del librito, hay en El Ruletista un magnetismo que se parece mucho al que ejerce el innominado protagonista del relato. El llamado Ruletista, con el que el narrador dice haber tenido una irregular relación de amistad desde la infancia, decide superar sus penurias económicas prestándose al ritual de la ruleta rusa, de cuyo trance sale siempre milagrosamente indemne. Tanta es la suerte que acompaña al incauto, que llega un momento en que decide ir incorporando más balas al tambor del revólver hasta cargarlo por completo con los seis cartuchos. Cǎrtǎrescu describe, con un gran dominio de la atmósfera, la sordidez de los conciliábulos y sus protocolos, y denuncia, aunque veladamente, la ociosidad de la clase acomodada, que disfruta de forma insana con el morbo de esa ceremonia trágico-lúdica apostando su dinero a costa de la vida de vagabundos harapientos y demás parias de la sociedad. Pero es el ruletista en cuestión quien acapara toda nuestra atención. Cuando las ganancias de las apuestas han conseguido paliar sus urgencias monetarias y, por lo tanto, hacen innecesaria ya su participación en la macabra liturgia, el protagonista sigue jugándose la vida asumiendo cada vez más riesgos y convirtiendo el acto en un espectáculo que aliña con todo tipo de sofisticadas performances. En realidad, detrás de esa actitud enfermiza subyace la radicalidad metafísica que el coqueteo con la muerte exacerba hasta diluir la frontera entre ser y no ser, de acuerdo con la tendencia onirista de la literatura rumana de los 80 que incorporaba el sueño como simbionte de la vida hasta confundirse con ella, premisa filosófica que, por otro lado, ya había cultivado, entre otros, Calderón en nuestro teatro áureo. Durante el relato, se intercalan reflexiones metaliterarias del narrador, un exitoso escritor ya anciano, insatisfecho de su balance literario y que parece cifrar su inmortalidad en la narración de este cuento postrero, igual que el protagonista desafía también la lógica de la vida, agrandando la leyenda de su gesta para alcanzar la inmortalidad incluso en la muerte. El sesgo de la literatura onirista llega aquí a su culmen al asumir el narrador su condición de ente de ficción dentro del relato (a la manera de Unamuno en Niebla), condición en la que fía su eternidad, pues se obrará su resurrección cada vez que el lector se acerque a su historia y le insufle de nuevo de vida. De tal manera, que la inmortalidad legendaria del ruletista y su éxito en la memoria colectiva de los lectores está unida a la propia inmortalidad del narrador: un canto a la posteridad merced a la Literatura. La última bala del cartucho.

 

A Ana Robles, que vació el tambor del revólver cuando yo era un ruletista y la vida, una ruleta rusa.