lunes, 22 de mayo de 2023

609. Ni rastro del príncipe

 


Hacía tiempo que no leía un libro donde el horror y la belleza mantuvieran un pulso narrativo tan conmovedor. Y también hacía tiempo que no disfrutaba de una ejecución literaria así de redonda, tanto por su propuesta estilística y su planteamiento estructural, como por la audacia en el uso de las voces narrativas. En la boca del lobo, de Elvira Lindo, es, en efecto, una novela prácticamente perfecta.

Las protagonistas son Julieta, una retraída niña de once años, depositaria de un terrible secreto, y su madre, Guillermina, una joven madre soltera que lidia con su propia inmadurez para conciliar la frustración de los años sajados por una maternidad prematura con la responsabilidad y el amor que debe a su hija. Ambas llegan a La Sabina, la aldea donde se crio Guillermina, para pasar las vacaciones en la vieja casa familiar. Enseguida este espacio del Rincón de Ademuz deviene en un personaje más de la novela. Elvira Lindo ha conseguido sumar al catálogo de espacios míticos literarios este exclave de la Comunidad Valenciana, cuyas descripciones rayanas en lo onírico, lo telúrico y lo ancestral, tanto me han recordado, en su lirismo y pálpito, al Cecebre de Wenceslao Fernández Flórez, lo cual no es decir poca cosa. Pero, además, rescata, con algunas pinturas costumbristas, una forma de vivir y de concebir el mundo de un tiempo que ya parece periclitado y es un refugio, como se verá, contra el lobo de ciudad. Allí Julieta entabla una amistad con Emma, una misteriosa e indómita profesora desprejuiciada, que mantiene una relación conflictiva con algunos habitantes del pueblo debido a un funesto suceso del pasado que se irá desvelando con inteligente dosificación a lo largo de la novela.

Todos los personajes de esta historia son inolvidables y todos se reconocen entre sí por una condición que los emparenta pese a sus diferencias y disputas: su enternecedora y honda vulnerabilidad. La misma, por ejemplo, que hará entender a Virtudes, una de las habitantes del pueblo, que su piedad con Emma en el precioso capítulo de los cuidados con que aquella atiende a la profesora, es su forma de entenderse también a sí misma y a su herida; o la que demuestra Julieta con su madre, cuya confesión, llena de culpabilidad, es un acto de amor inconmensurable más conmovedor si cabe porque nace de la pura inocencia. Lo entenderán cuando lean su carta, que ratificará la abominación que se ha ido sugiriendo en la novela con el uso magistral de las elipsis y huyendo con portentosa delicadeza del peligroso amarillismo que el asunto de la trama podía favorecer.

La historia, que recupera técnicas propias del cuento –un cuento para adultos– tiene, quizás por eso mismo, el don de una narratividad hechizante y subyugadora. Es casi imposible dejar de leer sus páginas porque todo en ellas –la precisión, la evocación, el fraseo, la poesía,  el misterio, la atmósfera sugestiva y la caracterización quirúrgica del alma de los personajes– conforman un universo donde uno se quedaría a vivir como lector. Particularmente brillante es el juego de desdoblamientos de las voces narrativas que dialogan entre sí en solapamientos temporales, que es un bellísimo –y cruel– símbolo de una vida detenida pero también sépalo del tiempo donde se cobija la flor de la infancia antes del abandono, la aberración y el cataclismo.

En la boca del lobo, desgraciadamente, no es una fábula, pero, al igual que aquellas, aloja su verdad y su advertencia. A diferencia del cuento tradicional, aquí los personajes no son maniqueos, sino cargados de los matices y aristas que solo una mirada sensible como la de Elvira Lindo puede desgranar con magisterio. Y el sapo, de reminiscencias clarinescas, no oculta príncipe alguno. Pero si lo besas, nace este libro. Y nos salva.

lunes, 15 de mayo de 2023

608. Respirar en las fotografías

 


En este mundo nuestro que vive sometido al culto a la imagen y en el que la tiranía del selfie y el obsesivo registro de la cotidianidad alimentan al leviatán del narcisismo más ridículo y contumaz, la fotografía ha devenido en un ejercicio de banalidad tal, que ha perdido su inocencia, su magia y, sobre todo, su singularidad. Por eso se agradecen novelas como Anoxia (Anagrama), de Miguel Ángel Hernández, capaces de detenerse con reposo, delicadeza y actitud reflexiva sobre una práctica –la fotografía– que, como casi todo en la vida, solo puede dignificarse desde su vertiente artística y a través de la mirada demiúrgica de quien traspasa el encuadre para insuflar alma al objeto sobre el que recae la atención. Esto lo sabe muy bien Dolores, la protagonista de la novela, propietaria de un estudio fotográfico venido a menos (signo de los tiempos) que un día recibe el encargo de fotografiar a un difunto durante su velatorio. El recado proviene de un fotógrafo, Clemente Artés, que cultiva el arte, casi extinto, de la fotografía post-mortem, y que por una indisposición de salud decide delegar su labor en Dolores. Esta experiencia que, en un principio, le resulta extravagante, acabará por adentrar a Dolores en una parcela de su trabajo desconocida para ella pero en la que descubrirá justamente que la mirada lo es todo: piedad, respeto, empatía, homenaje, reconocimiento en la vulnerabilidad,  consuelo. Esta actividad tendrá, además, consecuencias catárticas para Dolores, que vive atada a la culpabilidad por no haber sido capaz, en su día, de acudir al reconocimiento del cadáver de su marido, muerto en accidente de tráfico. Y le permitirá conocer la historia de Clemente Artés, con quien estrechará lazos afectivos, y que guarda un impactante secreto que solo muy al final de la novela acabará –nunca mejor dicho– revelándose. Y lo hará, en perfecta consonancia con el asunto principal del libro, como si las páginas de la novela pendieran del cordel del cuarto oscuro y fuera asomando en ellas la imagen, solo sugerida pero cierta ya en su primera indefinición, de la verdad en ciernes.

La mínima trama argumental, insinuada al principio de la novela y resuelta casi precipitadamente al final, parece, pues, un mero pretexto para la reflexión sobre el carácter trascendente del arte, asunto que ya desde otro enfoque había abordado el autor en Intento de escapada. Especialmente sugestivos son los pasajes donde se describe la morosa labor de la daguerrotipia, quizás la máxima expresión de la captación esencial de la realidad, propiciada por la propia naturaleza, casi mágica, de la técnica. Y ese registro, casi vivo, de la realidad, emparentará con el asunto de «los inquietos», las fotografías realizadas a las personas en su último trance hacia el deceso, donde  vida y muerte se confunden. Pero la novela también aborda otros asuntos, como la instrumentalización espuria del arte por parte de las instituciones municipales; o la denuncia del estado del Mar Menor y de las catástrofes naturales que asolan la región durante la época de lluvias, cuyo paisaje desolado Dolores, traspasada ya por su nueva sensibilidad, fotografiará como a otro muerto más o, mejor, como a otro «inquieto» agonizante, simbolizado en esos peces que boquean por la anoxia. Es, quizás, su manera de salvar su mundo, eternizarlo, como eterniza en su labor la presencia de los que ya no están, haciéndolos respirar en las fotografías.

lunes, 8 de mayo de 2023

607. Animal varado

 


He tardado demasiado tiempo en decidirme a reseñar este libro. Concurrían en mi zozobra el durísimo asunto que en él se aborda pero, sobre todo, la amistad que me une a su autora. El cariño es incompatible con los análisis académicos. Ante el sufrimiento de una amiga se bastan el silencio y el abrazo. Pero este es un libro de poemas y aquí me tienen, haciendo juegos de equilibrismo para conciliar al crítico y al amigo que sufre con Olivia sus versos en carne viva. Tuve el privilegio de leer el manuscrito inicial antes de que el poemario se publicase. Con las primeras páginas sentí que entraba en un territorio en el que yo no debería estar: abusos sexuales, anorexia, bulimia, escisión. Supe también que era un libro para Candaya.

Los años del hambre, de Olivia Martínez Giménez de León, se divide en cinco partes. La primera, «Nueve meses», la conforman 275 trallazos que se corresponden con los 275 días que suman esos nueve meses. Frases cortas, que se leen como una terrible letanía, azadas rítmicas que cavan en la desolación y la soledad, percusión procesional de penitencia, hachazos que talan el árbol de la infancia. Nueve meses: un parto para la mujer que se nace, que debe nacerse tras vivir demasiado tiempo en la placenta de un recuerdo atroz. En el transcurso, la autoinoculación de la culpa («el psicoanálisis dice que tú le sedujiste»), las pastillas, la maternidad frustrada por la amenorrea, la tiranía de la apariencia jovial, la vulnerabilidad de una inocencia sajada. El símbolo de la piscina (marco de la segunda experiencia traumática) remite a simbologías bíblicas. La piscina es el paraíso antes de ser expulsada de él cuando ocurrió lo que ocurrió. A la vista de este dato, quizás convenga revisar la aparente luminosidad de los versos de Cloro,  su anterior poemario. La alusión al barro, completa la reminiscencia genesíaca de la mujer nueva, y a la vez manchada.

El segundo bloque, «Poema de amor», es una corta sección donde Olivia aspira a escribir su poema-loto en mitad del fango; hay en esa búsqueda herencias de la poesía mística, ecos de San Juan de la Cruz (no me extraña que Agustín Pérez Leal aluda a la tradición ascética en su magnífico prólogo): «soy un valle rocoso y a oscuras», dice Olivia.

Le sigue un tercer apartado de poemas titulado «Animales», una suerte de bestiario donde convergen las naturalezas contradictorias del animal que somos: «me sentí en paz siendo la bestia» que caza al ciervo; pero la aspiración trascendente y redentora de la mariposa que «al entregarla al viento, resucita»; pero el gallo que es, sin embargo, «carne de tierra», la «tierra infértil» y yerma por donde cruza la culebra, en donde se escuchan resonancias a García Lorca a y su obsesión por la maternidad frustrada (también hay lagartos que lloran en los poemas de Olivia)

El penúltimo ramo se titula «Hambre». Son, junto a «Nueve meses», los poemas más directos, explícitos y descarnados. El sexo ciego y desesperado es un opiáceo que alivia y hace daño a la vez. El vacío afectivo intenta llenarse con la mera cópula. El sujeto lírico halla un igual: «os buscáis porque sois dos hambrientos […] Os reconocéis en la carencia y el gemido». Es el «sexo de urgencia» de la primera parte. Cuando él no está, el sucedáneo de la masturbación «en nombre de la nada», «con la regularidad de un funcionario de oficina». Sexo patológico en el que, no obstante, hay espacio para la confidencia y el abrazo.

Termina el libro con «Malquista», donde se adivina una suerte de ataraxia, asunción serena del yo, y de la idea de que el horror y la cura son las dos caras de una misma moneda. Y ya ese «animal varado» parece desprenderse algo de su forzado cautiverio vital. Aunque no existan instrucciones para ello. Quizás este libro.

lunes, 1 de mayo de 2023

606. ¿Es Vicente Valero una persona real?

 


La semana pasada Antoni Coll se hacía eco en su «Plumilla» del Diari de Tarragona de la entrevista que recientemente ha concedido Vicente Valero al programa Crims, de TV3. Valero fue, entre 1982 y 1988, gobernador civil de Tarragona, y protagonizó uno de los capítulos más célebres de la criminalística tarraconense al verse involucrado, como mediador, en el atraco con rehenes al Banc de Sabadell en Valls, en 1985. De ahí el interés del programa de Carles Porta por obtener su testimonio. Al parecer, Valero fue requerido por el atracador, Juan Manzanares, como interlocutor, junto al entonces ministro de Interior, José Barrionuevo. Solamente Valero y el alcalde de Valls, Pau Nuet, accedieron a entrar en el banco. El suceso terminó con Valero gravemente herido: el atracador le disparó a bocajarro y la bala atravesó la tráquea y las cuerdas vocales. Las imágenes que emitió el programa son estremecedoras. Valero sale del banco por su propio pie y manando sangre, y es conducido hasta la ambulancia, donde llega tambaleándose, próximo a perder ya la conciencia. Afortunadamente, salvó la vida.

Dos años más tarde, se produjo el atentado terrorista de ETA en el complejo petroquímico de Tarragona. Mientras toda la población abandonaba en coche la ciudad, solamente un vehículo se dirigía hacia las llamas. Era Vicente Valero, que acudía al lugar de los hechos para evaluar la situación. Yo tenía entonces 9 años; Valero, 38. En mi primera novela, Persianas, convertí a Valero en un personaje de ficción. En las páginas 137 y 138 del libro recojo aquella imagen, casi épica, de Vicente internándose en la ciudad mientras todo el mundo huía en dirección contraria. Quizás nos cruzamos aquella noche aciaga en la carretera. ¿Quién le iba a decir a aquel niño atemorizado que acabaría novelizando el pánico de aquella madrugada? Y ¿cómo iba a saber don Vicente que ese niño anónimo, uno de tantos que escapaban del fuego, lo iba a convertir en personaje literario? ¿Y quién les iba a decir a ambos que 23 años después se abrazarían con tanta ternura e intercambiarían sus libros en una muestra fotográfica sobre libélulas?

Así es. En enero de 2020, se inauguró en Alicante la exposición «Agua… Libélulas y Fotografías», de Teodoro Martínez y Ricardo Menor. Valero, que entonces (y ahora) reside en Villena, presentaba el acto, y había conocido, gracias al profesor Ángel Luis Prieto de Paula, que yo había escrito una novela en la que él aparecía como personaje. Así que se puso en contacto conmigo y me conminó a asistir al evento para conocernos en persona. En la inauguración, Valero leyó un texto precioso, de su propia creación, sobre las libélulas. Y al finalizar el acto, pudimos al fin encontrarnos y  darnos un abrazo. Él acababa de publicar La huella del Ángel, una espléndida novela histórica situada en la Castilla de los siglos XIII y XIV. Me pidió que trajera yo también mis Persianas para intercambiarnos los libros. Así que allí estaba yo, abrazando a mi personaje de ficción, que había querido, legítimamente, corporeizarse en persona real.

Pero yo aún tengo mis dudas. Alguien que entra en un banco para salvar la vida de ocho rehenes; que sobrevive a un disparo en la tráquea; que se dirige con su coche a la peligrosísima zona cero del atentado en las petroquímicas; que aparece de repente en mi vida en un acto donde lee un texto sobre libélulas… No sé, no sé. Yo creo que Vicente Valero no existe. O que lo he soñado. Yo creo que Vicente Valero tiene que ser, por fuerza, un personaje de ficción.

lunes, 24 de abril de 2023

605. Es el futuro

 


Uno de los aspectos que más admiro de la literatura de Marta Sanz es su radical e insobornable independencia respecto a los temas y propuestas estilísticas. Marta Sanz levanta barricadas contra la ramplonería literaria y lo hace sin complejos ni autocensuras apelando, cómplice, al bagaje cultural de sus lectores, que es una de las formas más respetuosas con que cuenta un escritor para dirigirse a ellos. Su última novela, Persianas metálicas bajan de golpe, es un claro ejemplo de lo que decimos. Cada pocas líneas, el lector se topa con un guiño literario, musical, cinematográfico o de otro orden resuelto con humor o ironía o simbólica pertinencia o por el simple gusto del homenaje; y cada pocos renglones, hallamos también el trallazo estilístico, la sorpresa auspiciada por el lenguaje mismo. Nada hay de prurito pedantesco en esta profusión de referencias culturales, pues en ese espacio distópico llamado Land in Blue que la autora ha creado en su novela, la acumulación de alusiones más o menos veladas a la cultura parecen querer contribuir a la confusión de voces espectrales en un mundo en descomposición donde esos referentes se nos presentan como pecios a la deriva en mitad del piélago tecnológico.

El nuevo libro de Marta Sanz, que se inicia con el tópico del manuscrito encontrado, nos sitúa en un mundo regido tiránicamente por el «ingeniero jefe», compuesto socialmente por una suerte de gerontocracia donde los niños, casi extinguidos desde la victoria de los antivacunas, son especímenes en peligro y donde los jóvenes colman los asilos. En Land in Blue no hay bibliotecas o los autores clásicos han sido atrozmente reformulados; han triunfado los terraplanistas, y los horóscopos tienen más trascendencia que la biología o la física. Los jardines están poblados de flores violetas letárgicas, cuyos estambres anestesian la memoria de los ciudadanos. Estos viven asistidos por drones, que controlan incluso los pensamientos y que, solo a veces, les permiten «conservar un pequeño margen de triste autonomía». La ciudadanía recibe consignas repetitivas en eslóganes de burbujas y aquella se siente cómoda «con las repeticiones y los runrunes. Con el ruido de fondo de los generadores, los medios de comunicación y los aparatos de aire acondicionado». O con el opiáceo de las series de televisión. Porque «olvidar y repetir son acciones básicas para la supervivencia». El Subestrato lo habita, sin embargo, la aristocracia, que dispone de cascos protectores de pensamiento, y donde se hallan los Siete Jorobados (genial, el guiño a la novela de Emilio Carrere). Y en mitad de este mundo deshumanizado, se narra la historia de una tragedia familiar, de cuyos detalles se nos va dando cuenta con inteligente dosificación a lo largo del libro.

Toda la novela está imbuida de una tristeza aséptica, de luz de tanatorio, hostil, perturbadora. La mezcla de tradición y vanguardia contribuye a crear un artefacto verdaderamente representativo de la novela moderna. Con unos pocos mimbres, a veces deliberadamente vagos, la autora consigue que habitemos esa ciudad donde parece que la humanidad haya quedado reducida a los accesos de piedad de los drones. Y lo más desasosegante: que con el pasar de las páginas vayamos reconociendo los pormenores de esa distopía en nuestro propio tiempo. Como si Marta Sanz, a la manera de Valle-Inclán, hubiera querido colocar ante los espejos cóncavos del Callejón del Gato el mundo en que vivimos y que la distorsión grotesca resultante se nos antojase mucho más real que la supuesta distopía. Las persianas metálicas bajan de golpe. Es el futuro.

lunes, 10 de abril de 2023

604. El éxito literario

 


La semana pasada volvió a hacerse viral un antiguo tuit en el que una escritora debutante mostraba su desazón porque a la presentación de su libro no había acudido absolutamente nadie. La anécdota ha servido para avivar el debate sobre la idea del éxito literario. Habrá quien defienda que el éxito literario es vender muchos libros, llenar librerías y auditorios, salir en los periódicos o que te entreviste Óscar López en Página 2. Y tendrá razón quien así argumente porque no cabe duda de que todos esos detalles dan cuenta objetiva de un éxito. Lo que no tengo claro es de que se trate de un éxito literario o, al menos, no en todos los casos. Que un escritor atesore decenas de miles de lectores puede ser indicativo de muchas cosas, pero no necesariamente de calidad literaria. Han podido contribuir a la estadística el oportunismo comercial al servicio de un tema de moda o una propuesta literaria eficaz por su enorme asequibilidad para una gran mayoría de personas. Sin embargo, el tipo de lectores y la calidad de los mismos puede tener un valor más importante que el número. Una forma de éxito literario es aquella en la que un libro atrae a lectores exigentes, experimentados, con un amplísimo bagaje de lecturas complejas y extraordinarias. Son los lectores que después de probar la carne de Kobe ya no pueden ir al McDonald’s. Y estos lectores siempre serán mucho menores en número, no por una vanidosa y mal entendida cuestión de elitismo cultural, sino por una realidad que obedece a una lógica bien fácil de entender: el esfuerzo intelectual siempre es inversamente proporcional en las estadísticas a la comodidad de una lectura meramente pasiva o facilona. Esto no significa que haya que caer en esa dicotomía nuevamente elitista que distingue entre buena y mala literatura. Todo es literatura. Y, en cualquier caso, ya me parece un mérito que un libro despierte en alguien el interés por la lectura, necesitados como estamos de incrementar en nuestra sociedad esa saludable actividad. Pero sí es cierto que existe otra literatura que trasciende su mera naturaleza mercantil, otra literatura que no es un producto de consumo que se olvida al día siguiente, sino que permanece en nosotros para siempre, dejando un poso perenne en la construcción espiritual e intelectual que nos constituye, interpelándonos en lo más hondo de lo que somos, y que supera modas y coyunturas porque la asiste una calidad incontestable en el uso del lenguaje (algo más que una prosa notarial) y en la profundidad de sus asuntos. Esto tampoco significa que un libro muy vendido no aúne todas esas virtudes y que no pueda existir una comunión entre el éxito comercial y la calidad de la obra, pero siempre serán felices excepciones. Ahora bien, hay que entender a la escritora del tuit. Todos los escritores desean tener público en las presentaciones y ventas. No seamos hipócritas arrimándonos a la bobada del malditismo. Pero esto es así, sobre todo, porque la literatura es un acto de comunicación y cuando alguien escribe un libro, desea un interlocutor con quien compartir aquello que ha querido contar. Incluso los autores de diarios secretos, meramente confesionales, deben de desear en lo más íntimo que alguien encuentre algún día el diario y pueda ver la luz. Lo demás es palabra que se muere y se pudre. Pero querer hallar el éxito en el número per se es una falacia. Al Premio Nobel que vi, aburrido y solitario tras su caseta, no hace tanto en una Feria del Libro, no creo que le hiciese mucha gracia ver las largas colas ante la caseta adyacente donde firmaba el último yotuber de turno. Pero tampoco ese era su público. Y, a fin de cuentas, el éxito o la derrota en literatura están, sobre todo, delante de un escritorio.

martes, 4 de abril de 2023

603. Tarragona, la patria de Tisbea

 


Ya mediado el acto primero de El burlador de Sevilla, don Juan Tenorio arriba náufrago a las costas de Tarragona. Viene huyendo de Nápoles después de haber burlado a la duquesa Isabela en palacio. Antes de la aparición en escena de don Juan y de su criado Catalinón, escuchamos el monólogo de la bella pescadora Tisbea donde se jacta de no haber nunca sucumbido a la tiranía del amor. Durante su parlamento, pueden rescatarse algunas descripciones muy tangenciales que hacen referencia a Tarragona. Así, el brillo dorado de la arena de sus playas que, con el tiempo, ha dado nombre –Costa Dorada– a la parte del Mediterráneo que nos ha tocado en suerte, así como su grano fino,  parecían ser conocidos ya en la época de Tirso de Molina si atendemos a los versos en que Tisbea dice que en Tarragona «el sol pisa / soñolientas ondas, /alegrando zafiros / las que espantaba sombras, / por la menuda arena, / unas veces aljófar, / y átomos otras veces / del sol, que así le adora». Menciona también la actividad pesquera (Tirseo, Anfriso y Alfredo son pescadores tarraconenses) dando detalles sobre la técnica más común de la faena: «ya con la sutil caña, /que el débil peso dobla / del necio pececillo, / que el mar salado azota, / o ya con la atarraya, / que en sus moradas hondas / prenden  cuantos habitan / aposentos de conchas». La mención a la atarraya –red redonda usada para pescar en los fondos marinos– remite a la pesca artesanal de la época, practicada desde las pequeñas embarcaciones llamadas esquifes, también mencionados en el monólogo de Tisbea. Más adelante, la pescadora presume de despreciar el amor «de cuantos pescadores / con fuego Tarragona / de piratas defienden», clara alusión al azote de la piratería de cuya amenaza se daba aviso con señales luminosas, hechas con fuego, que advertían desde las torres de vigilancia de la presencia de turcos, corsarios o piratas. Algunas de estas torres, como se sabe, aún permanecen diseminadas por varias zonas de nuestras costas, como las que jalonan el término de Vila-seca. Tisbea dice, además, que vive en una humilde choza a la que coronan nidos de tórtolas, lo que demuestra la baja extracción social del gremio. Asimismo, se alude a las fiestas de los pescadores y a sus canciones y se mencionan algunos instrumentos musicales que, metafóricamente, Anfriso utiliza para su frustrado cortejo a Tisbea, como la vihuela o la zampoña, instrumentos que se usarían también en la fiesta que se celebra en la obra de Tirso, aunque esas recreaciones del folklore popular era un tópico literario que vemos también en las Soledades de Góngora, por ejemplo.

Ya en el último acto, el navío de la agraviada Isabela, de camino a Sevilla para casarse con don Juan y reparar así su honor, se detiene también en Tarragona por temor a un temporal y Fabio menciona una torre que corona una playa. Allí se conocen Isabela y Tisbea y aquella conoce por ésta la nueva tropelía de don Juan.

No tenemos en Tarragona una estatua que conmemore la figura de Tisbea, que puso a Tarragona en el mapa literario del siglo XVII como no tenemos tampoco una placa que recuerde dónde se imprimió el Quijote apócrifo de Avellaneda. Hay Regentas en Oviedo y Lazarillos en Salamanca y los raqueros de Pereda en Santander pero aquí cuesta ver esos detalles pequeños que enriquecerían sugestivamente la tradición cultural y literaria de la ciudad. Sería, yo qué sé, una bonita alegoría de la tradición pesquera de nuestra tierra y de la mujer trabajadora y de la dignidad de una mujer deshonrada. Ay, pero Tirso no era catalán.

lunes, 27 de marzo de 2023

602. Profe, ¿y esto para qué sirve?

 


Probablemente, en algún momento de su carrera profesional, todo docente haya recibido por parte de sus alumnos la inevitable pregunta de marras. Especialmente aquellos profesores que imparten asignaturas correspondientes a la rama humanística. No es nada nuevo que un estudiante, llevado de su impaciencia e ímpetu juveniles y, ajeno su espíritu, vivaz y efervescente, a las mieles del recogimiento intelectual, se cuestione la contribución que aporten a su vida práctica el latín o un poema de Góngora. Lo que ya no es tan habitual es que sea el propio sistema educativo el que secunde ese sesgo de inmadurez, que en los alumnos siempre hemos aceptado como algo connatural, pero que resulta alarmante en quienes deben velar por el conocimiento y el rigor en los planes de estudio. Basta con echar un vistazo a algunos postulados de la nueva ley educativa o a sus propuestas evaluadoras para concluir que lo único que les interesa a nuestros legisladores es que los muchachos se desenvuelvan con éxito y pragmatismo durante el desempeño de su vida adulta y laboral. O lo que es lo mismo, aunque esto no se diga explícitamente, que se acoplen al pérfido engranaje del sistema productivo. Hace unos días, en el telediario, un profesor se jactaba de la utilidad de sus cursos sobre formación financiera y uno de los adolescentes entrevistados celebraba que por fin alguien les enseñara cosas de la vida real. Es decir, ganar dinero. Para este alumno, claro, el latín y Góngora no eran cosas de la vida real, sino pertenecientes a alguna suerte de dimensión paralela, onírica e intangible. El descrédito del conocimiento y de la curiosidad per se es el mismo que está detrás del aprendizaje por ámbitos o de la paulatina pérdida de profesores especialistas en su materia. Hace solo unos días, conocíamos la noticia de que a partir del próximo curso, los periodistas podrán impartir clases de Lengua y Literatura en Secundaria. A mí, que soy licenciado en Filología Hispánica, nunca se me ocurriría dar lecciones a nadie sobre Periodismo, pero cualquiera –también los maestros de Primaria y profesores de las llamadas asignaturas afines– podrán dar mejor que yo la Historia de la Literatura Medieval, por ejemplo. Pero el debate es baladí. Porque tampoco es importante si se da o no Literatura Medieval. El Arcipreste de Hita no factura.

La tiranía de la inmediatez y del rédito instantáneo, el imperio de la felicidad cómoda y a toda costa, el desprestigio del sacrificio, han arrumbado el conocimiento a la buhardilla de los trastos viejos. Pero hoy existen más casos de trastornos por depresión que nunca. Nuccio Ordine lo explica maravillosamente en su ensayo La utilidad de lo inútil: «si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad».

¿Saben? A mí, que soy puro lego en formación financiera, también me escuece no saber por qué Christine Lagarde se empeña en subir los tipos de interés para bajar la inflación ni en qué beneficia eso al ciudadano a quien, además de hacerle pagar los alimentos a precio de oro, le suben también la hipoteca. Pero nunca me voy a tirar desde un rascacielos de Wall Street, como hacían en el 29. Con mis libros seré un hipotecado feliz. Y en cualquier caso, si hay que suicidarse, joder, un poco de clase. Háganlo en las aguas del río Ouse o en el de la playa de la Perla, por caminos de algas y de coral, dormidos y vestidos de mar.

lunes, 20 de marzo de 2023

601. Peritos en tempestades

 


Aunque muy conocido en el mundo filológico por el grupo de Sintaxis que desde el año 2015 administra en Facebook (y que cuenta ya con casi veinte mil seguidores), conviene recordar que Alfonso Ruiz de Aguirre es un escritor de larga y fructífera carrera literaria jalonada por numerosos reconocimientos. Su último libro, Recoge tempestades (La Discreta), incluye trece relatos que, como se señala muy acertadamente en la solapilla, coquetean con el realismo sucio americano, el tremendismo español o la literatura fantástica de Borges.

La primera sección del libro, titulada «Apalaches», recoge cuatro relatos ambientados en Norteamérica, cuyos personajes, inmigrantes españoles en su mayoría, desnortados e invisibles, tratan de afirmarse desesperadamente en un territorio hostil donde son ninguneados y en el que corren el riesgo de difuminar los límites de su propia identidad. «Yo necesitaba que alguien me mirara para sentir que seguía siendo, a pesar de todo, una persona», dice la protagonista del primer relato, una mujer que enloquece tras perder a su bebé. Y el niño del tercer relato, huérfano de madre y cuyo padre se emborracha todas las noches, se agarra a las piernas de éste cuando su progenitor se derrumba en el sofá y allí se queda dormido concentrándose en soñar lo mismo que el padre, unos sueños en los que éste no bebe y no lo deja solo en casa. Los relatos de esta primera parte le sirven al autor, además, para denunciar la mentira del «sueño americano» y la situación de la comunidad hispana en EEUU, donde no se sabe distinguir a un español de un mexicano y donde la xenofobia está a la orden del día, como ocurre en el cuento que cierra la sección, en el que un hombre que acude a un club de streptease por primera vez, acaba metido en una trifulca por su condición de español. También se critica una forma de nacionalismo distorsionado: «a los americanos les encanta volver a escribir su historia para imaginarse que todo sucedió como a ellos les gustaría». Meritorias son también las escenas costumbristas de Nueva Orleans, que contrastan con la desolación tras el paso del Katrina del segundo relato.

La segunda parte, titulada «Carabanchel y otros arrabales» insiste en el desamparo de sus personajes. En el relato «Un día inolvidable», un niño del castizo barrio madrileño se niega a obedecer a su padrastro, que quiere trasladar a toda la familia a Morgantown (o a Morgantonio, como la llama el protagonista). El uso del registro infantil, enternecedor por su ingenuidad y muy divertido, le sirve al autor para trazar una parodia del estilo de vida americano y el desarraigo que supone la emigración para un niño. En el relato titulado «Lluvia», un hombre que quiere invertir su escaso dinero en la autopublicación de su novela se da de bruces con la realidad: «Yo hubiera preferido editar mi libro, pero tengo que reconocer que las ventanas aíslan muy bien del ruido y del frío». Es un relato sobre los sueños frustrados y la tiranía de la cotidianidad. Por eso concluye su protagonista: «En la vida, si uno sueña, lo mejor es que sea con algo parecido a lo de los demás […]. Si uno no pacta con sus sueños, sus sueños se lo comen crudo». En «Hazme gemir», una mujer con aires de tragedia lorquiana y obsesionada con tener un nuevo hijo intenta quedarse embarazada de otro hombre al no conseguirlo con su marido. El relato parece parodiar un concepto equivocado sobre la maternidad y bucea en el asunto de las dobles vidas y los secretos ocultos dentro del seno familiar. Completa la sección un cruda estampa que aborda un atentado de ETA.

El libro se cierra con la sección «En otro tiempo, en otro lugar» que incluye dos relatos belicistas, ambientados uno durante la Guerra Civil española y el otro en la guerra de Marruecos, y un precioso relato sobre un embalsamador egipcio en tiempos de los faraones, que es una reflexión sobre el opiáceo de la fe religiosa. Mención aparte merecen los dos microrrelatos que flirtean con el surrealismo y lo paranormal.

Los relatos, imbricados entre sí a través del recurso galdosiano de reutilizar personajes, y con el uso de la autorreferencialidad, como aquella que juega con el título del libro, otorgan una unidad al conjunto, completada por el recuerdo de estos personajes desvalidos que Ruiz Aguirre redime al cobijarlos en el siempre seguro hospicio de la literatura.

lunes, 6 de marzo de 2023

600. Escritores que no leen

 


Hace un tiempo, un alumno me confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo donde el galán confía a un su amigo los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a escribir.

Existe entre la fauna literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector. Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta, encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el virtuosismo de quienes les han precedido.

Escribir es siempre una derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.