lunes, 26 de junio de 2023

613. Escribir la sutura

 


No podría haber hallado Iria Fariñas mejor prologuista para su nuevo libro que Solange Rodríguez Pappe. Aún recuerdo con gusto la lectura de La primera vez que vi un fantasma, aquella colección de relatos inquietantes de la autora ecuatoriana cuyo efecto perturbador procedía de naturalizar lo insólito o lo anómalo en el contexto de la cotidianidad. De ese modo, al asumir lo cotidiano la injerencia de lo inusitado, el libro nos concitaba a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de aquello que consideramos normal y a reformular nuestra percepción del mundo en que vivimos. Los 23 relatos que conforman Ruido de cicatriz, de Iria Fariñas (InLimbo), comparten, aunque con diferentes registros y focos temáticos, aquel extrañamiento de la realidad y, de ahí, la pertinencia por parentesco de su prologuista.

Algunos de los personajes de Ruido de cicatriz mantienen una relación conflictiva con sus propios cuerpos. Hay un chico sin brazos, una mujer con escoliosis o un niño sin dedo meñique. Además de las circunstancias que rodean a estas deformaciones o amputaciones y que el lector irá descubriendo con la lectura, estas parecen apoyar cierta tendencia a la autorrenuncia, que es también, a veces, un deseo de redención en el propio holocausto de sí mismo, ofrecido en sacrificio al ara de un nuevo comienzo o de la negación definitiva. Así, en «Ligera como un estremecimiento», se aborda el tema de la anorexia, que no deja de ser, simbólicamente, un lento desaparecer de la propia corporeidad; o el relato del loco que evita verse reflejado porque, al contrario que en el mito de Narciso, rechaza su propia imagen o, mejor dicho, la del «otro» que todos somos, herencia filosófica y literaria del Doppelgänger. La renuncia culminante, claro, es el suicidio del último relato. Otras veces, en cambio, el cuerpo es refugio, como en «Sistema digestivo», uno de los relatos que más me han gustado y que narra los tormentos de un misántropo que busca huir del ruido de la sociedad cobijándose en el útero de sí mismo; o en «El hogar es un tipo de geometría», donde la redondez de la madre ampara al niño de las aristas cuadrangulares de su padre maltratador.

Algunos de los relatos están narrados desde una perspectiva infantil, que otorga a las historias un mayor contraste entre la ingenuidad de la voz narrativa y la truculencia de lo que allí se describe: abusos, pérdida, soledad. También hay una significativa presencia de las personas invisibles, aquellas que apenas imprimen la grisura de sus vidas en la desvaída página de sus existencias y que, justamente por eso, vemos a veces en los telediarios. Así, aunque no podamos comulgar con sus actos, quizás podamos comprender por qué alguien decide matar a otra persona solamente porque pone boleros en la radio. En ese mismo sentido, el relato «Planos del deseo» narra la historia de una mujer que, como otra Isidora de La desheredada de Galdós, fantasea y hasta se cree poseedora de una vida que no tiene. Por el libro desfilan otros temas o géneros como una reflexión sobre el tiempo, el amor, el peligroso constructo de las redes sociales, el género negro y hasta cierto flirteo con lo paranormal, aunque siempre leído como trasunto de temas de mayor calado. Especialmente interesantes son dos relatos metaliterarios: «Principios de continuidad», donde se asiste a la labor creativa desde la original perspectiva de las palabras que cobran vida; o «Por dónde se mete el miedo», que además de tratar el tema de una violación infantil, reflexiona sobre el abrigo que supone la ficción como realidad alternativa. Hay otros temas y planos interpretativos que pueden enriquecer la lectura y que sería prolijo enumerar en el espacio del que disponemos. Estén atentos también al estilo literario. Los títulos, que son ya de por sí pequeños trallazos líricos, solo son la antesala de auténticos hallazgos poéticos cuya originalidad, a la manera del simbolismo francés, consiste en diseñar asimetrías semánticas donde se contorsionan los referentes lógicos.

En definitiva, Ruido de cicatriz confirma la frescura de una voz como la de Iria Fariñas, que lleva ya tiempo demostrando el valor cauterizante de su literatura necesaria.

lunes, 19 de junio de 2023

612. La novela-novela

 


Hace un tiempo leí en un foro de literatura un comentario sorprendente sobre Luis Landero. El autor de la nota decía que Luis Landero era un escritor del siglo XIX «y poco más». Lo afirmaba, además, con ese tono taxativo con el que emiten sus juicios de valor esos opinadores profesionales que pasean su soberbia por las redes sociales. Pero lo verdaderamente llamativo era el tono dedeñoso con el que el comentarista pretendía vincular la narrativa del siglo XIX con una suerte de demérito estigmatizador. «Y poco más», rezaba esa coda despectiva. Como si aparecer vinculado por afinidad a la pléyade de los Tolstoi, Dostoyevski, Balzac, Flaubert, Galdós o Clarín –todos ellos unos principiantes– supusiera para el escritor moderno un baldón insuperable. Casi todo en la vida es debatible pero a mí nadie va a convencerme de que el género de la novela vivió su época dorada en el XIX. Y quien crea que esta afirmación procede de un reaccionario que vive anclado en el inmovilismo de la tradición es que no me conoce bien o que no ha leído nada de lo que he escrito. Pero estoy seguro de que nunca la novela ha vuelto a alcanzar las cotas de calidad, maestría, dominio de la narratividad y elegancia en el uso del lenguaje como en aquella centuria. Este desprestigio de la novela del Realismo no es algo inédito. Obedece a los episodios más o menos cíclicos de iconoclastia que los nuevos escritores quieren imponer para afirmarse generacionalmente. Pero Picasso, que no es sospechoso de conservadurismo, sólo se inició en el cubismo una vez hubo dominado las técnicas de todos los grandes maestros que lo antecedieron. Existe también el prurito de romper todos los moldes del género novelesco, cuya maleabilidad permite el hibridismo y una libérrima propuesta creativa y estructural. Yo mismo lo he defendido, aunque con alguna reserva. Se habla del dinamismo que aporta la mixtura, y se admira el fragmentarismo, mientras que todo lo que huele a narración lineal o a la clásica ficción argumental se mira con displicencia desde determinados púlpitos. En ellos predican muchas veces sacerdotes que se sienten investidos con la toga de un elitismo que hay que exhibir en algunos proscenios. El ensayo ficción, por ejemplo, que es un interesantísimo fruto de esa tendencia al mestizaje genérico y que ha dado libros de gran valor, se ha constituido en paradigma de la anti-novela. Pero nadie ha escrito un ensayo más lúcido sobre la culpa que Dostoyevski, y fue con Crimen y castigo. Es decir, con una novela.

Esta situación ha llegado hasta extremos tan absurdos que en determinadas presentaciones de libros he escuchado decir al presentador cosas como que «estamos ante una novela-novela», así, repitiendo dos veces el sustantivo, no sé si con la intención de prevenir a los incautos que venían pensando que ese día se presentaba no sé qué cosa o tranquilizando a quienes acudimos creyendo que, efectivamente, el autor de turno había escrito una novela-novela.

Pero lo cierto es que yo, que leo de todo, he concatenado últimamente dos novelas-novelas, una de Elvira Lindo y otra de Julio Llamazares, y he vuelto a sentir el placer de la historia que se cuenta sin más zarandajas que la del mero hecho de contar, que es lo que ha movido siempre al narrador y al escuchante desde tiempo inmemorial. Por eso, de vez en cuando, hay que reivindicar la vieja narratividad, la misma que subyugaba a los huéspedes de las ventas del Quijote. Como escritor, nada me haría más ilusión que alguien emparentara mis novelas con las del siglo XIX. O que un presentador dijera de mis libros, que son novelas-novelas.

lunes, 12 de junio de 2023

611. Escritor luciérnaga

 


Quizás convenga desistir de una vez de esa pertinaz esperanza con que todo lector de Julio Llamazares sueña, y que consiste en querer hallar en cada nuevo libro que publica el escritor leonés resabios de La lluvia amarilla. Primero, porque La lluvia amarilla es irrepetible; y segundo, porque es injusto condicionar toda su producción posterior al estado de gracia con que se escribió aquella obra maestra. Tanto da: los que nos enamoramos de La lluvia amarilla seguimos leyendo a Llamazares con gusto porque amamos un tipo de literatura donde el fraseo y una especial concepción de la narratividad nos permiten sentirnos en casa.

Vagalume, la nueva novela de Llamazares, mantiene ese estilo reconocible que apuntábamos más arriba. Narra la historia de Manolo Castro, un prestigioso periodista recién fallecido, cuya familia halla en un armario toda una serie de manuscritos inéditos (varias novelas y una obra de teatro) de los que sus allegados no tenían noticia. Autor de una primera novela prohibida por la dictadura, nadie en su entorno conocía que Manolo Castro se dedicase aún a escribir. César, amigo y discípulo de Manolo Castro y novelista de profesión, se dedicará a leer esos libros inexplicablemente no publicados y de sus páginas deducirá una cara oculta de la vida de su amigo. La novela entonces se convierte en una suerte de thriller metaliterario imbricado también con la biografía del protagonista, que le servirá al autor, además, para introducir reflexiones sobre el propio ejercicio de la escritura y sobre la verdadera condición de lo que supone ser escritor. Así, ante el misterio de que Manolo Castro no hubiera publicado premeditadamente unas novelas de tanta calidad, se medita sobre la verdadera naturaleza del escritor vocacional, aquel que no necesita publicar porque la propia actividad creativa y una conciencia de sí mismo más allá de los focos le bastan: «Escritor es aquel que continuaría escribiendo aunque no publicara». Y más adelante: «Hay gente que no para de escribir sin ser escritor y, al revés, otra que no deja de serlo aunque no escriba una sola línea en su vida».

La novela es también una evocación melancólica del paso del tiempo. César, que llega a esa innominada ciudad de provincias donde vivió parte de su juventud para investigar los libros de su amigo, se encuentra extraño en un espacio que ya no es el suyo. En ese sentido adquiere un particular sentido simbólico el puente en ruinas, abandonado tras desviar el cauce del río, trasunto asimismo de la soledad y de ciertas renuncias vitales que el lector entenderá cuando descubra el secreto de Manolo.

A pesar de que el libro adolece de una excesiva carga de redundancia, Llamazares nos regala, aunque más dosificadamente de lo que quisiéramos, pasajes de un lirismo bellísimo. Como prueba, deténganse en las páginas 102 y 103, donde el narrador protagonista describe la ciudad dormida mientras vuelve a su casa reparando en las luces de algunos edificios en los que –imagina– podrían estar esos escritores como Manolo, que «vagaban por su imaginación como las luciérnagas en las que se convirtieron. Porque de tanto alumbrar la noche ellos mismos se volvieron luz, esa luz tan necesaria para iluminar el mundo cuando la soledad de la gente se hace invivible y necesita que alguien le hable». Y también un recuerdo para los lectores insomnes, «náufragos del sueño»: «Son luciérnagas también, pero su luz no alcanza a traspasar la noche y a iluminar las almas de otras personas, sólo las suyas». Y así, de luciérnaga a luciérnaga se hace la luz de la Literatura.

martes, 30 de mayo de 2023

610. Que c'est triste Venise

 


Llevo varios días tarareando esa vieja canción de Charles Aznavour que tanto me gusta, exactamente los mismos días que me ha durado la lectura de La belleza debe morir, el debut como novelista de Mercedes Corbillón. Y, aunque los amantes de esta novela no han estado nunca juntos en Venecia, la autora ha conseguido solapar su historia de amor con el invierno decadente de la ciudad de los canales, como si esa Venecia fría y desolada en mitad de toda su belleza constituyese el trasunto del amor fracasado.

La novela narra la historia de dos amantes, una mujer madura y desprejuiciada, y un hombre casado, y de sus encuentros furtivos y apasionados. La autora nos habla desde el presente, a través de una suerte de memorias que escribe en un cuaderno durante su estancia en Venecia, a donde ha acudido de vacaciones con su madre. El destinatario del cuaderno es el propio amante, transcurridos ya unos meses desde la ruptura. La estructura de la novela se cimenta a través de la alternancia de la experiencia de la protagonista en Venecia y la rememoración propiamente dicha de la historia de amor. Aunque ambos segmentos parezcan a veces diluirse en uno solo, lo cierto es que las estampas venecianas sirven de contrafuertes sobre los que descargar el peso emocional de la parte evocadora. Incluso la autora misma, consciente del peligro de no sujetar la brida de la carga sentimental, introduce numerosos anticlímax, en ocasiones autoparódicos, que tratan de reírse de algunos accesos de sensibilidad exacerbada, lo que otorga frescura al texto y evita la cursilería. Uno de los méritos de la novela, aparte del mencionado, es el especial uso del lenguaje. Hay en el fraseo continuos hallazgos poéticos, algunos de ellos sugestivos y originales que tienen como virtud reciclar materiales de la cotidianidad para ponerlos al servicio de sus emociones íntimas en forma de metáfora. El mismo recurso se lleva a cabo a través de las numerosas referencias culturales que la autora trata de emparentar con sus sentimientos, construyendo así un interesante diálogo entre la cultura literaria, cinematográfica, musical o de otras parcelas del arte, y sus vicisitudes amorosas.

El otro gran acierto de la novela es la caracterización de los personajes, especialmente el de su protagonista. Es fácil sentirse seducido por estar mujer culta, que practica una lascivia elegante y refinada, casi dieciochesca, y que relata de forma absolutamente desacomplejada su colección de amantes, la conciencia de su feminidad y del poder de atracción que como mujer ejerce sobre los hombres, su libertad erótica, abierta y alejada de los convencionalismos, romantizada y visceralmente sexual. Entrañable es el personaje de la madre, con quien la protagonista establece durante su estancia en Venecia una relación que no tiene poco de reparación. Y hasta los personajes más secundarios, adquieren un interés especial, como la esposa del amante, apenas esbozada y, por eso mismo sugestiva en sus elipsis.

 Los espacios tienen también su importancia, incluso aquellos de menos relumbrón que los de Venecia, como el hotel de polígono donde se citan los amantes y cuya habitación, como en la canción de Gino Paoli, puede representar el infinito.

Por lo demás, la novela es todo un tratado de las contradicciones del amor: las ataduras de las convenciones; el conflicto entre placer y compromiso; el vacío y la soledad tras la entrega; las necesidades del cuerpo y las del corazón; la frustración tras la pérdida; los celos; la desubicación; la supuesta y prejuiciosa extemporaneidad del amor maduro y un largo etcétera del que el lector podrá dar buena cuenta si se detiene en las reflexiones que trufan cada pasaje del libro.

Suena Charles Aznavour en la web de Youtube que me acompaña ahora mismo mientras termino esta reseña. La novela de Mercedes reposa ya, concluida su lectura, sobre mi escritorio. Y parece el pecio de una góndola a la deriva en una Venecia sin enamorados.

lunes, 22 de mayo de 2023

609. Ni rastro del príncipe

 


Hacía tiempo que no leía un libro donde el horror y la belleza mantuvieran un pulso narrativo tan conmovedor. Y también hacía tiempo que no disfrutaba de una ejecución literaria así de redonda, tanto por su propuesta estilística y su planteamiento estructural, como por la audacia en el uso de las voces narrativas. En la boca del lobo, de Elvira Lindo, es, en efecto, una novela prácticamente perfecta.

Las protagonistas son Julieta, una retraída niña de once años, depositaria de un terrible secreto, y su madre, Guillermina, una joven madre soltera que lidia con su propia inmadurez para conciliar la frustración de los años sajados por una maternidad prematura con la responsabilidad y el amor que debe a su hija. Ambas llegan a La Sabina, la aldea donde se crio Guillermina, para pasar las vacaciones en la vieja casa familiar. Enseguida este espacio del Rincón de Ademuz deviene en un personaje más de la novela. Elvira Lindo ha conseguido sumar al catálogo de espacios míticos literarios este exclave de la Comunidad Valenciana, cuyas descripciones rayanas en lo onírico, lo telúrico y lo ancestral, tanto me han recordado, en su lirismo y pálpito, al Cecebre de Wenceslao Fernández Flórez, lo cual no es decir poca cosa. Pero, además, rescata, con algunas pinturas costumbristas, una forma de vivir y de concebir el mundo de un tiempo que ya parece periclitado y es un refugio, como se verá, contra el lobo de ciudad. Allí Julieta entabla una amistad con Emma, una misteriosa e indómita profesora desprejuiciada, que mantiene una relación conflictiva con algunos habitantes del pueblo debido a un funesto suceso del pasado que se irá desvelando con inteligente dosificación a lo largo de la novela.

Todos los personajes de esta historia son inolvidables y todos se reconocen entre sí por una condición que los emparenta pese a sus diferencias y disputas: su enternecedora y honda vulnerabilidad. La misma, por ejemplo, que hará entender a Virtudes, una de las habitantes del pueblo, que su piedad con Emma en el precioso capítulo de los cuidados con que aquella atiende a la profesora, es su forma de entenderse también a sí misma y a su herida; o la que demuestra Julieta con su madre, cuya confesión, llena de culpabilidad, es un acto de amor inconmensurable más conmovedor si cabe porque nace de la pura inocencia. Lo entenderán cuando lean su carta, que ratificará la abominación que se ha ido sugiriendo en la novela con el uso magistral de las elipsis y huyendo con portentosa delicadeza del peligroso amarillismo que el asunto de la trama podía favorecer.

La historia, que recupera técnicas propias del cuento –un cuento para adultos– tiene, quizás por eso mismo, el don de una narratividad hechizante y subyugadora. Es casi imposible dejar de leer sus páginas porque todo en ellas –la precisión, la evocación, el fraseo, la poesía,  el misterio, la atmósfera sugestiva y la caracterización quirúrgica del alma de los personajes– conforman un universo donde uno se quedaría a vivir como lector. Particularmente brillante es el juego de desdoblamientos de las voces narrativas que dialogan entre sí en solapamientos temporales, que es un bellísimo –y cruel– símbolo de una vida detenida pero también sépalo del tiempo donde se cobija la flor de la infancia antes del abandono, la aberración y el cataclismo.

En la boca del lobo, desgraciadamente, no es una fábula, pero, al igual que aquellas, aloja su verdad y su advertencia. A diferencia del cuento tradicional, aquí los personajes no son maniqueos, sino cargados de los matices y aristas que solo una mirada sensible como la de Elvira Lindo puede desgranar con magisterio. Y el sapo, de reminiscencias clarinescas, no oculta príncipe alguno. Pero si lo besas, nace este libro. Y nos salva.

lunes, 15 de mayo de 2023

608. Respirar en las fotografías

 


En este mundo nuestro que vive sometido al culto a la imagen y en el que la tiranía del selfie y el obsesivo registro de la cotidianidad alimentan al leviatán del narcisismo más ridículo y contumaz, la fotografía ha devenido en un ejercicio de banalidad tal, que ha perdido su inocencia, su magia y, sobre todo, su singularidad. Por eso se agradecen novelas como Anoxia (Anagrama), de Miguel Ángel Hernández, capaces de detenerse con reposo, delicadeza y actitud reflexiva sobre una práctica –la fotografía– que, como casi todo en la vida, solo puede dignificarse desde su vertiente artística y a través de la mirada demiúrgica de quien traspasa el encuadre para insuflar alma al objeto sobre el que recae la atención. Esto lo sabe muy bien Dolores, la protagonista de la novela, propietaria de un estudio fotográfico venido a menos (signo de los tiempos) que un día recibe el encargo de fotografiar a un difunto durante su velatorio. El recado proviene de un fotógrafo, Clemente Artés, que cultiva el arte, casi extinto, de la fotografía post-mortem, y que por una indisposición de salud decide delegar su labor en Dolores. Esta experiencia que, en un principio, le resulta extravagante, acabará por adentrar a Dolores en una parcela de su trabajo desconocida para ella pero en la que descubrirá justamente que la mirada lo es todo: piedad, respeto, empatía, homenaje, reconocimiento en la vulnerabilidad,  consuelo. Esta actividad tendrá, además, consecuencias catárticas para Dolores, que vive atada a la culpabilidad por no haber sido capaz, en su día, de acudir al reconocimiento del cadáver de su marido, muerto en accidente de tráfico. Y le permitirá conocer la historia de Clemente Artés, con quien estrechará lazos afectivos, y que guarda un impactante secreto que solo muy al final de la novela acabará –nunca mejor dicho– revelándose. Y lo hará, en perfecta consonancia con el asunto principal del libro, como si las páginas de la novela pendieran del cordel del cuarto oscuro y fuera asomando en ellas la imagen, solo sugerida pero cierta ya en su primera indefinición, de la verdad en ciernes.

La mínima trama argumental, insinuada al principio de la novela y resuelta casi precipitadamente al final, parece, pues, un mero pretexto para la reflexión sobre el carácter trascendente del arte, asunto que ya desde otro enfoque había abordado el autor en Intento de escapada. Especialmente sugestivos son los pasajes donde se describe la morosa labor de la daguerrotipia, quizás la máxima expresión de la captación esencial de la realidad, propiciada por la propia naturaleza, casi mágica, de la técnica. Y ese registro, casi vivo, de la realidad, emparentará con el asunto de «los inquietos», las fotografías realizadas a las personas en su último trance hacia el deceso, donde  vida y muerte se confunden. Pero la novela también aborda otros asuntos, como la instrumentalización espuria del arte por parte de las instituciones municipales; o la denuncia del estado del Mar Menor y de las catástrofes naturales que asolan la región durante la época de lluvias, cuyo paisaje desolado Dolores, traspasada ya por su nueva sensibilidad, fotografiará como a otro muerto más o, mejor, como a otro «inquieto» agonizante, simbolizado en esos peces que boquean por la anoxia. Es, quizás, su manera de salvar su mundo, eternizarlo, como eterniza en su labor la presencia de los que ya no están, haciéndolos respirar en las fotografías.

lunes, 8 de mayo de 2023

607. Animal varado

 


He tardado demasiado tiempo en decidirme a reseñar este libro. Concurrían en mi zozobra el durísimo asunto que en él se aborda pero, sobre todo, la amistad que me une a su autora. El cariño es incompatible con los análisis académicos. Ante el sufrimiento de una amiga se bastan el silencio y el abrazo. Pero este es un libro de poemas y aquí me tienen, haciendo juegos de equilibrismo para conciliar al crítico y al amigo que sufre con Olivia sus versos en carne viva. Tuve el privilegio de leer el manuscrito inicial antes de que el poemario se publicase. Con las primeras páginas sentí que entraba en un territorio en el que yo no debería estar: abusos sexuales, anorexia, bulimia, escisión. Supe también que era un libro para Candaya.

Los años del hambre, de Olivia Martínez Giménez de León, se divide en cinco partes. La primera, «Nueve meses», la conforman 275 trallazos que se corresponden con los 275 días que suman esos nueve meses. Frases cortas, que se leen como una terrible letanía, azadas rítmicas que cavan en la desolación y la soledad, percusión procesional de penitencia, hachazos que talan el árbol de la infancia. Nueve meses: un parto para la mujer que se nace, que debe nacerse tras vivir demasiado tiempo en la placenta de un recuerdo atroz. En el transcurso, la autoinoculación de la culpa («el psicoanálisis dice que tú le sedujiste»), las pastillas, la maternidad frustrada por la amenorrea, la tiranía de la apariencia jovial, la vulnerabilidad de una inocencia sajada. El símbolo de la piscina (marco de la segunda experiencia traumática) remite a simbologías bíblicas. La piscina es el paraíso antes de ser expulsada de él cuando ocurrió lo que ocurrió. A la vista de este dato, quizás convenga revisar la aparente luminosidad de los versos de Cloro,  su anterior poemario. La alusión al barro, completa la reminiscencia genesíaca de la mujer nueva, y a la vez manchada.

El segundo bloque, «Poema de amor», es una corta sección donde Olivia aspira a escribir su poema-loto en mitad del fango; hay en esa búsqueda herencias de la poesía mística, ecos de San Juan de la Cruz (no me extraña que Agustín Pérez Leal aluda a la tradición ascética en su magnífico prólogo): «soy un valle rocoso y a oscuras», dice Olivia.

Le sigue un tercer apartado de poemas titulado «Animales», una suerte de bestiario donde convergen las naturalezas contradictorias del animal que somos: «me sentí en paz siendo la bestia» que caza al ciervo; pero la aspiración trascendente y redentora de la mariposa que «al entregarla al viento, resucita»; pero el gallo que es, sin embargo, «carne de tierra», la «tierra infértil» y yerma por donde cruza la culebra, en donde se escuchan resonancias a García Lorca a y su obsesión por la maternidad frustrada (también hay lagartos que lloran en los poemas de Olivia)

El penúltimo ramo se titula «Hambre». Son, junto a «Nueve meses», los poemas más directos, explícitos y descarnados. El sexo ciego y desesperado es un opiáceo que alivia y hace daño a la vez. El vacío afectivo intenta llenarse con la mera cópula. El sujeto lírico halla un igual: «os buscáis porque sois dos hambrientos […] Os reconocéis en la carencia y el gemido». Es el «sexo de urgencia» de la primera parte. Cuando él no está, el sucedáneo de la masturbación «en nombre de la nada», «con la regularidad de un funcionario de oficina». Sexo patológico en el que, no obstante, hay espacio para la confidencia y el abrazo.

Termina el libro con «Malquista», donde se adivina una suerte de ataraxia, asunción serena del yo, y de la idea de que el horror y la cura son las dos caras de una misma moneda. Y ya ese «animal varado» parece desprenderse algo de su forzado cautiverio vital. Aunque no existan instrucciones para ello. Quizás este libro.

lunes, 1 de mayo de 2023

606. ¿Es Vicente Valero una persona real?

 


La semana pasada Antoni Coll se hacía eco en su «Plumilla» del Diari de Tarragona de la entrevista que recientemente ha concedido Vicente Valero al programa Crims, de TV3. Valero fue, entre 1982 y 1988, gobernador civil de Tarragona, y protagonizó uno de los capítulos más célebres de la criminalística tarraconense al verse involucrado, como mediador, en el atraco con rehenes al Banc de Sabadell en Valls, en 1985. De ahí el interés del programa de Carles Porta por obtener su testimonio. Al parecer, Valero fue requerido por el atracador, Juan Manzanares, como interlocutor, junto al entonces ministro de Interior, José Barrionuevo. Solamente Valero y el alcalde de Valls, Pau Nuet, accedieron a entrar en el banco. El suceso terminó con Valero gravemente herido: el atracador le disparó a bocajarro y la bala atravesó la tráquea y las cuerdas vocales. Las imágenes que emitió el programa son estremecedoras. Valero sale del banco por su propio pie y manando sangre, y es conducido hasta la ambulancia, donde llega tambaleándose, próximo a perder ya la conciencia. Afortunadamente, salvó la vida.

Dos años más tarde, se produjo el atentado terrorista de ETA en el complejo petroquímico de Tarragona. Mientras toda la población abandonaba en coche la ciudad, solamente un vehículo se dirigía hacia las llamas. Era Vicente Valero, que acudía al lugar de los hechos para evaluar la situación. Yo tenía entonces 9 años; Valero, 38. En mi primera novela, Persianas, convertí a Valero en un personaje de ficción. En las páginas 137 y 138 del libro recojo aquella imagen, casi épica, de Vicente internándose en la ciudad mientras todo el mundo huía en dirección contraria. Quizás nos cruzamos aquella noche aciaga en la carretera. ¿Quién le iba a decir a aquel niño atemorizado que acabaría novelizando el pánico de aquella madrugada? Y ¿cómo iba a saber don Vicente que ese niño anónimo, uno de tantos que escapaban del fuego, lo iba a convertir en personaje literario? ¿Y quién les iba a decir a ambos que 23 años después se abrazarían con tanta ternura e intercambiarían sus libros en una muestra fotográfica sobre libélulas?

Así es. En enero de 2020, se inauguró en Alicante la exposición «Agua… Libélulas y Fotografías», de Teodoro Martínez y Ricardo Menor. Valero, que entonces (y ahora) reside en Villena, presentaba el acto, y había conocido, gracias al profesor Ángel Luis Prieto de Paula, que yo había escrito una novela en la que él aparecía como personaje. Así que se puso en contacto conmigo y me conminó a asistir al evento para conocernos en persona. En la inauguración, Valero leyó un texto precioso, de su propia creación, sobre las libélulas. Y al finalizar el acto, pudimos al fin encontrarnos y  darnos un abrazo. Él acababa de publicar La huella del Ángel, una espléndida novela histórica situada en la Castilla de los siglos XIII y XIV. Me pidió que trajera yo también mis Persianas para intercambiarnos los libros. Así que allí estaba yo, abrazando a mi personaje de ficción, que había querido, legítimamente, corporeizarse en persona real.

Pero yo aún tengo mis dudas. Alguien que entra en un banco para salvar la vida de ocho rehenes; que sobrevive a un disparo en la tráquea; que se dirige con su coche a la peligrosísima zona cero del atentado en las petroquímicas; que aparece de repente en mi vida en un acto donde lee un texto sobre libélulas… No sé, no sé. Yo creo que Vicente Valero no existe. O que lo he soñado. Yo creo que Vicente Valero tiene que ser, por fuerza, un personaje de ficción.

lunes, 24 de abril de 2023

605. Es el futuro

 


Uno de los aspectos que más admiro de la literatura de Marta Sanz es su radical e insobornable independencia respecto a los temas y propuestas estilísticas. Marta Sanz levanta barricadas contra la ramplonería literaria y lo hace sin complejos ni autocensuras apelando, cómplice, al bagaje cultural de sus lectores, que es una de las formas más respetuosas con que cuenta un escritor para dirigirse a ellos. Su última novela, Persianas metálicas bajan de golpe, es un claro ejemplo de lo que decimos. Cada pocas líneas, el lector se topa con un guiño literario, musical, cinematográfico o de otro orden resuelto con humor o ironía o simbólica pertinencia o por el simple gusto del homenaje; y cada pocos renglones, hallamos también el trallazo estilístico, la sorpresa auspiciada por el lenguaje mismo. Nada hay de prurito pedantesco en esta profusión de referencias culturales, pues en ese espacio distópico llamado Land in Blue que la autora ha creado en su novela, la acumulación de alusiones más o menos veladas a la cultura parecen querer contribuir a la confusión de voces espectrales en un mundo en descomposición donde esos referentes se nos presentan como pecios a la deriva en mitad del piélago tecnológico.

El nuevo libro de Marta Sanz, que se inicia con el tópico del manuscrito encontrado, nos sitúa en un mundo regido tiránicamente por el «ingeniero jefe», compuesto socialmente por una suerte de gerontocracia donde los niños, casi extinguidos desde la victoria de los antivacunas, son especímenes en peligro y donde los jóvenes colman los asilos. En Land in Blue no hay bibliotecas o los autores clásicos han sido atrozmente reformulados; han triunfado los terraplanistas, y los horóscopos tienen más trascendencia que la biología o la física. Los jardines están poblados de flores violetas letárgicas, cuyos estambres anestesian la memoria de los ciudadanos. Estos viven asistidos por drones, que controlan incluso los pensamientos y que, solo a veces, les permiten «conservar un pequeño margen de triste autonomía». La ciudadanía recibe consignas repetitivas en eslóganes de burbujas y aquella se siente cómoda «con las repeticiones y los runrunes. Con el ruido de fondo de los generadores, los medios de comunicación y los aparatos de aire acondicionado». O con el opiáceo de las series de televisión. Porque «olvidar y repetir son acciones básicas para la supervivencia». El Subestrato lo habita, sin embargo, la aristocracia, que dispone de cascos protectores de pensamiento, y donde se hallan los Siete Jorobados (genial, el guiño a la novela de Emilio Carrere). Y en mitad de este mundo deshumanizado, se narra la historia de una tragedia familiar, de cuyos detalles se nos va dando cuenta con inteligente dosificación a lo largo del libro.

Toda la novela está imbuida de una tristeza aséptica, de luz de tanatorio, hostil, perturbadora. La mezcla de tradición y vanguardia contribuye a crear un artefacto verdaderamente representativo de la novela moderna. Con unos pocos mimbres, a veces deliberadamente vagos, la autora consigue que habitemos esa ciudad donde parece que la humanidad haya quedado reducida a los accesos de piedad de los drones. Y lo más desasosegante: que con el pasar de las páginas vayamos reconociendo los pormenores de esa distopía en nuestro propio tiempo. Como si Marta Sanz, a la manera de Valle-Inclán, hubiera querido colocar ante los espejos cóncavos del Callejón del Gato el mundo en que vivimos y que la distorsión grotesca resultante se nos antojase mucho más real que la supuesta distopía. Las persianas metálicas bajan de golpe. Es el futuro.

lunes, 10 de abril de 2023

604. El éxito literario

 


La semana pasada volvió a hacerse viral un antiguo tuit en el que una escritora debutante mostraba su desazón porque a la presentación de su libro no había acudido absolutamente nadie. La anécdota ha servido para avivar el debate sobre la idea del éxito literario. Habrá quien defienda que el éxito literario es vender muchos libros, llenar librerías y auditorios, salir en los periódicos o que te entreviste Óscar López en Página 2. Y tendrá razón quien así argumente porque no cabe duda de que todos esos detalles dan cuenta objetiva de un éxito. Lo que no tengo claro es de que se trate de un éxito literario o, al menos, no en todos los casos. Que un escritor atesore decenas de miles de lectores puede ser indicativo de muchas cosas, pero no necesariamente de calidad literaria. Han podido contribuir a la estadística el oportunismo comercial al servicio de un tema de moda o una propuesta literaria eficaz por su enorme asequibilidad para una gran mayoría de personas. Sin embargo, el tipo de lectores y la calidad de los mismos puede tener un valor más importante que el número. Una forma de éxito literario es aquella en la que un libro atrae a lectores exigentes, experimentados, con un amplísimo bagaje de lecturas complejas y extraordinarias. Son los lectores que después de probar la carne de Kobe ya no pueden ir al McDonald’s. Y estos lectores siempre serán mucho menores en número, no por una vanidosa y mal entendida cuestión de elitismo cultural, sino por una realidad que obedece a una lógica bien fácil de entender: el esfuerzo intelectual siempre es inversamente proporcional en las estadísticas a la comodidad de una lectura meramente pasiva o facilona. Esto no significa que haya que caer en esa dicotomía nuevamente elitista que distingue entre buena y mala literatura. Todo es literatura. Y, en cualquier caso, ya me parece un mérito que un libro despierte en alguien el interés por la lectura, necesitados como estamos de incrementar en nuestra sociedad esa saludable actividad. Pero sí es cierto que existe otra literatura que trasciende su mera naturaleza mercantil, otra literatura que no es un producto de consumo que se olvida al día siguiente, sino que permanece en nosotros para siempre, dejando un poso perenne en la construcción espiritual e intelectual que nos constituye, interpelándonos en lo más hondo de lo que somos, y que supera modas y coyunturas porque la asiste una calidad incontestable en el uso del lenguaje (algo más que una prosa notarial) y en la profundidad de sus asuntos. Esto tampoco significa que un libro muy vendido no aúne todas esas virtudes y que no pueda existir una comunión entre el éxito comercial y la calidad de la obra, pero siempre serán felices excepciones. Ahora bien, hay que entender a la escritora del tuit. Todos los escritores desean tener público en las presentaciones y ventas. No seamos hipócritas arrimándonos a la bobada del malditismo. Pero esto es así, sobre todo, porque la literatura es un acto de comunicación y cuando alguien escribe un libro, desea un interlocutor con quien compartir aquello que ha querido contar. Incluso los autores de diarios secretos, meramente confesionales, deben de desear en lo más íntimo que alguien encuentre algún día el diario y pueda ver la luz. Lo demás es palabra que se muere y se pudre. Pero querer hallar el éxito en el número per se es una falacia. Al Premio Nobel que vi, aburrido y solitario tras su caseta, no hace tanto en una Feria del Libro, no creo que le hiciese mucha gracia ver las largas colas ante la caseta adyacente donde firmaba el último yotuber de turno. Pero tampoco ese era su público. Y, a fin de cuentas, el éxito o la derrota en literatura están, sobre todo, delante de un escritorio.