sábado, 23 de abril de 2011

96. Decálogo del Día del Libro


1. No se deje seducir por la belleza de las portadas. Como todo en la vida, lo importante está siempre en el interior.
2. No se fíe de la información de las contraportadas. Éstas siempre le asegurarán que el libro que sujeta en sus manos es el mejor jamás escrito. O sea, todos lo son. ¿Sospechoso, no? 
3. Un posible criterio para cribar su compra es no tomar riesgos y apostar por un autor ya consolidado. Pero recuerde que los autores más consolidados que pueden existir son nuestros clásicos.
4. Si va a leer en castellano o en catalán no compre libros de autores extranjeros. Piense que en las traducciones siempre se pierde algo del original. Si la traducción superase al original, compre un libro del traductor. Si le interesa mucho el original, aprenda el idioma. Si no tiene tiempo para aprender un idioma, lea la traducción pero busque un buen traductor.  
5. No compre libros que sólo contengan láminas sobre pinturas o paisajes. Vaya a un museo o haga un viaje. En Sant Jordi se lee. Del mismo modo, no compre teatro. Vaya al teatro.  
6. Evite aquellos autores que han publicado el libro pocos días antes de Sant Jordi. La buena literatura es vocacional; la mala literatura es mercantilista.  
7. Si compra libros para un niño, deje que él elija, aunque sea una bazofia; no le obligue a leer el que usted decida. Después asegúrese de dejar en su mesita de noche un buen libro, como quien no quiere la cosa.  
8. Compre poesía, la gran olvidada.  
9. No compre libros electrónicos. Ni Sant Jordi luchaba contra un “ciborg” ni de la sangre del dragón brotaban flores holográficas. Apele a la tradición.  
10. Cómprele un libro también a ella. Resulta que las mujeres también saben leer. Que yo sepa, por lo menos desde Safo. Respecto a que el hombre reciba también la rosa, lo dejo a criterio de cada cual.

También puede olvidarse de este decálogo. Pero lea. No sólo el Día del Libro: siempre.
El artículo del año pasado sobre el Día del Libro

¿Qué libro ha regalado o le han regalado en el Día del Libro? Contribuya con su título a la lista y comente qué le sugiere el libro que recibió o regaló.

sábado, 16 de abril de 2011

95. Soria literaria

Homenaje a Antonio Machado en Soria, frente a la ermita de San Saturio, con motivo de su nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad (5 de octubre de 1932)
Nada más entrar a Soria, un cartel me recuerda que te fuiste a morir a una ciudad extranjera. Está este letrero en el margen de la carretera, en una cuneta. Y se me antoja un túmulo funerario que representase a todas las cunetas de nuestra guerra civil. ¡Qué triste paradoja! Dos ciudades que se ignoraban, Soria y Colliure, hermanadas por la muerte de un poeta, mientras aquellas otras que debieran estarlo con más razón, se mataban a tiros.
El viajero contempla desde el coche el epitafio que ratifica tu ausencia y gira lentamente la cabeza para retenerlo mientras el coche avanza. Cuando queda atrás, baja la mirada hacia el libro que sujeta entre sus manos (ahora con una extraña tensión en los dedos), lo aprieta contra sí, suspira y calla.
Dijiste a los sorianos, “conmigo vais, mi corazón os lleva” y cuando el tuyo dejó de latir, el de la ciudad palpitó tu verso y tu figura en cada rincón. ¡Ah, si la vieras! Han dejado el aula donde enseñabas francés casi como tú la dejaste. Si uno cierra los ojos, puede escuchar el coro de voces blancas recitando las conjugaciones entre la grave y triste de la tuya. Quizás era  una tarde soriana, parda y fría, y te punzaba la “monotonía de la lluvia en los cristales”. La pensión en que te hospedaste y donde conociste a Leonor es ahora una patatería. Pero en la Plaza Mayor, permanece la iglesia de Santa María donde te casaste, y han puesto allí una silla vacía, detrás de la cual, Leonor, de pie, coloca las manos sobre los hombros del turista que quiera ocuparla y hacerse una fotografía. Hay un algo de profanación en todo ello ¿Lo recuerdas? Es el retrato de tu boda. Sentado en la silla y sintiendo la presencia petrificada de Leonor a mis espaldas, miro el reloj de la Audiencia, aquel cuya campana daba en tus versos la una, y pienso que las manecillas son un bigote irónico que riera, impasible a vuestra tragedia, las horas que ya no vivís. Pero vivís. En el Casino Numantino de la Calle del Collado se te oye debatir con razonados argumentos, a veces acalorándote en el fragor de la tertulia, sacudiéndote la ceniza que el cigarro ha dejado en el acostumbrado desaliño de tu traje; se te ve pasear por el camino que va desde San Polo a San Saturio, “donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria”, entre el mismo canto eterno de sus aguas que arrullan mi peregrinaje o entre el mismo sonido de las hojas secas que crujen  bajo mis pies. Y los árboles del camino siguen conservando “en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas”. Son estos troncos un herido poema visual que sufre gozoso el cincel agudo del amor para perpetuarte. Y sigue en pie tu olmo centenario “hendido por el rayo y en su mitad podrido”, a cuyo tallo verdecido le cantaste con la esperanza de encontrar “otro milagro de la primavera” que nunca llegó para Leonor. Y sobrecoge verte todavía, porque te veo, Antonio, pese al reloj de la Audiencia, empujando el carrito de tu esposa, ya muy enferma, hasta la ermita del Mirón, para que ella respirara el aire puro de aquella atalaya de Soria y tomase su baño de sol. 
Me he acercado a la tumba de Leonor, en el cementerio del Espino. He dejado allí unos versos tuyos. El aire me ha traído notas del piano del Casino; debe de estar tocándolo Gerardo Diego; en otros momentos el viento silba entre las oquedades de los nichos; yo sé que me lo manda Bécquer desde el monte de las Ánimas; después trae un canto lejano y monótono de mujer; seguro que procede del cercano Burgo de Osma, donde Menéndez Pidal y su esposa desenterraron los romances de su largo sueño latente; allí nació Dionisio Ridruejo al que también siento, el falangista que te llorase. Todos están aquí, frente a la tumba de tu otro pedazo, acompañándome en el final de mi viaje. En la colina, la columna numantina se yergue majestuosa tras el cielo plomizo, testigo del tiempo. Ella seguirá allí mañana y nos sucederá. Porque lo nuestro, Antonio, porque lo nuestro es pasar.


ÁLBUM DEL VIAJE



Soria y Colliure hermanadas






Mesa de profesor de Antonio Machado
Pupitres del aula de Antonio Machado
Leonor y "Machado"









El retrato real de la boda












Camino entre San Polo y San Saturio, con "la curva de ballesta" del Duero








Ermita de San Saturio

"En sus cortezas grabadas iniciales..."







Ermita del Mirón







El reloj de la Audiencia







El olmo seco


La tumba de Leonor

domingo, 10 de abril de 2011

94. Miguel Pizarro y el terremoto de Osaka

Lorca y Pizarro (Granada, 1935)
Buceando por la vida de Federico García Lorca emerge entre sus amistades de juventud la singular figura de Miguel Pizarro (1897-1956). Miembro de la mítica tertulia del “Rinconcillo” granadino, Pizarro fue un hombre inquieto que siempre arrastró en la vida su condición de nómada, término con el que él mismo titula el poema con el que trató de definir su existencia. Residió en Japón, Rumanía y Estados Unidos. En el primero de estos países, sobrevivió milagrosamente al terremoto de Osaka de 1927, ciudad de cuya universidad fue profesor de español durante 8 años. Una ola gigante le había empujado hacia el mar pero fue devuelto a tierra con vida por la resaca. El diario granadino El Defensor tuvo que apresurarse a desmentir la noticia que daba por muerto a Pizarro. Estos días, en que asistimos con perplejidad a los terribles sucesos de Japón, la literatura sale de los manuales para darse viva en esa anécdota que parece estrechar los límites del tiempo. La vida de Miguel Pizarro da para mucho: sus amores con su prima María Zambrano o el asalto sufrido a manos de bandoleros manchúes en el Expreso de Oriente; los diferentes consulados, su impulso del flamenco y del español en Japón; el encargo de llevar el Guernica a Nueva York por petición expresa de Picasso y otras vivencias memorables.

La llamada de la poesía le llegó pocos años antes de morir, entre 1952 y 1954. Los poemas fueron recogidos póstumamente bajo el título Versos (1961). La obra poética de Pizarro se caracteriza por su corte clasicista, rasgo que queda patente en los sonetos que dedica al nacimiento de Venus. Éstos, estructurados de manera secuencial, están compuestos a la manera del espectador que admira una pintura y, efectivamente, el lector que se acerca a estos poemas cree estar contemplando el famoso cuadro de Botticelli. En ellos se celebra la llegada del Amor al mundo y su influjo en el universo. Sin embargo, tras la hermosa epifanía, llega la frustración de no poseerlo, que acaba convirtiéndose en obsesión erótica. Así, en “Esterlilidad” el amor “nos imanta pasional cadena” y el alma va “ávida […] de jugosa entraña”. Ese erotismo desazonador alcanza su máxima expresión en el poema “De Psique sola”, quien tras despertar de un voluptuoso sueño, hállase sola (“vacío el lado toca de su lecho”) y dirige sus pasos hacia la ventana, desde donde el sol de la nueva mañana alumbra “su vergel llovido”. Otras veces, el erotismo mezcla pureza y sensualidad como en “Ideal”: “tu bello ser honestidad respira; / la más secreta e íntima morada / cela su miel”. El clasicismo renacentista de Pizarro mezcla los tópicos de aquél con los románticos, y la mezcla resulta feliz. Así, cuando le canta a la musa que le inspira dice de ella que le “lleva de mi bajo llanto”, recordándonos a la “baja lira” garcilasiana pero, a la vez, es un becqueriano “rumor de maravilla presentida”.
Otro tema fundamental en Pizarro es la Naturaleza. Ésta se manifiesta de manera jubilosa y extática, y suele centrarse en aquellos elementos efímeros como la rosa, o las flores del cerezo y del ciruelo. En esa brevedad encuentra Pizarro el momento sublime de la belleza: “Y nadie llore tal osar precioso, / la gracia intensa a brevedad nacida”.
De profunda hondura son sus poemas metafísicos donde halla en el nihilismo la fórmula para llegar al conocimiento, probablemente inspirado en los ritos orientales (“siendo nada que todo lo comprende”). A veces esa ansia de conocimiento es dolorosa debido a la finitud humana, anhelo que es planta “presa en raíz, opaca y dura”. En “Esfuerzo”, utiliza la metáfora de los delfines que saltan en el mar (“flechando van, al sol, de cima en cima”) pero que “al hondo caen, el volar rendido/ Dardos gloriosos de feliz anhelo/ por trasvivir la condición forzosa”.
Cultiva Pizarro también poemas religiosos centrados en las tentaciones de Jesús y el difícil haiku, domeñado perfectamente en su poema “Otoño”.
Su credo poético lo hallamos en “Ultramar” donde trata de conciliar lo estetizante con lo verdadero. Por eso “mirando un crisantemo,/en mi alma/ crecía y respiraba el crisantemo […] Y había/ un espíritu en ello”.
Son recurrentes las alusiones a la flor de loto, que primero tiene que nacer en medio del barro para erigirse majestuosa después: “El loto en el lodazal, / ya distante de su cieno,/ tan alto y blanco, / puro y sereno”. Es un tema que bebe de Dom Sem Tob y que halla eco en otros ejemplos como en la rosa que nace del espino, la mariposa del gusano, o la perla de la viscosidad. No sabemos de qué “seco abismo, donde pena el alma”, tuvo que salir Pizarro para sentir su redención. Pero no hay ya, no debe haber, barro del olvido para él. Pizarro, loto ya de la Poesía.

lunes, 4 de abril de 2011

93. Sergio Gaspar

Sergio Gaspar en Cambrils
A mi abuelo, que olvidó el nombre de mi madre. A mi madre sin nombre: pero hija siempre


El pasado viernes, el poeta y editor Sergio Gaspar leyó algunos de sus versos en Cambrils. Que yo recuerde, en el tiempo que llevo acudiendo al Aula de Poesía de l’Antena del Coneixement nunca el turno abierto de palabras que se inicia tras la intervención del invitado, se había alargado tanto; ello da buena cuenta del interés que despertó Gaspar entre el público allí presente.

Desde la editorial DVD que dirige, Sergio Gaspar ha dinamizado e impulsado las nuevas tendencias poéticas y narrativas. De esta labor se podría hablar largo y tendido y daría para otro artículo. Pero yo me centraré hoy en su condición de poeta. Es autor de 4 libros de poemas: Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009). Los tres primeros son prácticamente inencontrables y en ellos, particularmente en El caballo en su muro, se somete a la poesía a un proceso de deconstrucción a la manera propuesta por Jacques Derrida, pero no con la intención de derribar las referencias clásicas o de negarlas, sino con la voluntad de encontrar el origen o la esencia misma de esas referencias y hallarles una nueva afirmación, probar su existencia.

La última de sus obras, Estancia, es una apuesta arriesgada. Se divide en tres secciones aparentemente inconexas: en la primera, se recuerda a la madre fallecida; la segunda se sirve de la intertextualidad con Wallace Stevens para explorar el mundo de la pedofilia a través de una secuencia de “flashes” aislados a la manera cinematográfica donde se narra la violación de un niño; la tercera es un relato pornográfico que se sumerge en la oscura sexualidad de un matrimonio. De las tres partes, la más hermosa es la primera con la que, seguramente habría bastado para hacer un buen libro de poemas y hubiera evitado el desconcierto que producen en el lector las otras dos secciones, que podrían haber formado parte, exentas, de otro libro distinto donde hallaran mejor ensamblaje.
Los versos en los que Gaspar recuerda a su madre, muerta como consecuencia del Alzheimer, sobrecogen en el equilibrio, quizás precisamente por ese tenso equilibrio, entre la crudeza y la ternura. En el encuentro con el recuerdo de la madre, Gaspar nos presenta retazos sueltos porque aunque “vivimos todo, [solo] contamos sus fragmentos”. Especialmente emotivas son las escenas en las que se habla de los estragos del Alzheimer, como aquella en que nos damos cuenta de la importancia en la vida de las trivialidades: “Nuestra tarea es recordar algunos rostros,/ ciertas fechas de nacimientos y muertes,/ el camino para volver a casa, y el partido/ al que votamos, y el nombre de nuestro perro./ No parece gran cosa, y no lo es, en efecto,/hasta que llega la hora/ en que alguien que te enseñó tu nombre lo olvida.” O aquel otro poema titulado “Algunos metros de infinito” que recrea mediante repeticiones paralelísticas de gran efectismo los paseos de la enferma por la casa en esa “media docena de movimientos que son exactamente el infinito” donde “se perdió/, o quiso entrar, no lo sé […] y ya no sabe/, o no querrá, lo ignoro, salir de él o de ella o regresarse”. La muerte de la madre produce en Gaspar una conmoción donde se tambalean los últimos cimientos de la infancia: “murió mi madre en el hospital de Sant Pau/ […] cuando yo no he terminado de jugar todavía/ con los cacahuetes que mis padres me compraron / hace ahora mismo cuarenta y cinco años”.

Gaspar se instala en un segundo postmodernismo que consigue sacar partido a la nueva realidad sin enarbolar lo moderno como mera exhibición, sino con la voluntad de extraer de ello su sustancia poética verdadera. Así, la vida y muerte de su madre es “una historia por lo demás irrelevante, / […] de ésas que ni siquiera aparecen si paseas con Google, / entre los escombros de la información”. Nunca una palabra tan pragmática como el famoso buscador de Internet, adquirió dimensiones de tan profunda y humana desolación. Y, aunque en el poemario hay algún exceso prescindible por lo escatológico o explícito, Gaspar parece haber atinado en el hallazgo de la pulsación poética de los nuevos tiempos. Nada sorprendente en alguien que, desde su atalaya de editor, analiza con tan buen ojo clínico el estado y el porvenir de la literatura española.

miércoles, 30 de marzo de 2011

92. Todos eran mis hijos

El 27 de marzo se celebró el Día Mundial del Teatro. El año pasado pude disfrutar de una de las múltiples representaciones que se celebraron por toda España y fui testigo de la lectura del manifiesto de la mano de Paco Valladares. Fue un momento mágico el que se creó en el Teatro Castelar de Elda. Este 2011 no he tenido esa oportunidad, pero he leído que el nuevo texto aboga por la defensa del teatro como un arma de paz  frente  a la realidad bélica que estamos viviendo. En esta línea, me gustaría recordar el drama de Arthur Miller titulado Todos eran mis hijos, estrenado en Nueva York en 1947, poco después de la II Guerra Mundial, ante un público que todavía no había olvidado los horrores de la  contienda.
Miller presenta la historia de la familia Keller y los conflictos que atormentan a cada uno de sus miembros: Kate, la madre, que vive obsesionada por el regreso de su hijo Larry -desaparecido en la guerra- y no acepta bajo ningún concepto que su otro vástago, Chris, se haya enamorado de la que fuera novia del hijo ausente; el padre, Joe, que lleva sobre sus espaldas el peso del remordimiento de que su negocio vendiera unas piezas defectuosas para aviones que provocaron la muerte de 21 soldados americanos, si bien la culpa recayó sobre uno de sus empleados; completa la lista de personajes Chris, que siente la necesidad impetuosa de retomar las riendas de su vida y se siente orgulloso de haber participado en la defensa de su país.
Los jóvenes Chris y Ann deciden luchar  por su amor, mas poco a poco descubren los terribles motivos que explican los comportamientos de Joe y Kate, hecho que provoca el desmoronamiento de los principios que el chico admiraba de sus progenitores. Chris descubre que su familia vive un engaño por el miedo que tiene su padre a reconocer el fatal error que cometió en el pasado y del que ha conseguido eludir su condena para salvaguardar de alguna manera la unión familiar. Su padre no es la persona íntegra a la que admiraba; ante los ojos del joven es un pusilánime que no ha tenido la valentía del saldar su deuda con su país. Llegados a este punto, cobra total coherencia la expresión "todos eran mis hijos" puesta en boca de Joe cuando explica a Chris el porqué de su conducta. Esta revelación provoca el rechazo más absoluto de su hijo y, superado por la situación, Joe lleva a cabo un acto desesperado con el que intenta expiar su culpa y que supondrá el desmoronamiento definitivo de la familia.
Se suele afirmar que los dramas de Miller son universales y el que nos ocupa no viene sino a demostar esta idea, pues más allá de la crítica a las industrias armamentísticas y a la reflexión concreta sobre las consecuencias derivadas de la II Guerra Mundial, el dramaturgo es capaz de plantear al espectador temas atemporales como la capacidad de juzgar a los demás y el dilema interno que se puede generar en cualquier ser humano entre la culpa y el remordimiento. Pues, ¿qué hubiéramos hecho si fuésemos Joe Keller, reconocer nuestro error y pagar nuestra deuda con nuestro país o bien seguir adelante para mantener con vida lo que queda de una familia desmembrada? ¿Qué haríamos si fuésemos Chris y nuestro padre se hubiera visto implicado en tan turbio asunto? ¿Está por encima el amor a la patria o los lazos familiares? Éstos son algunos de los dilemas que se le plantean a los espectadores y son prueba de que más allá del marco temporal y espacial, Arthur Miller consigue romper barreras y conectar con cualquier público.
Por otra parte, la obra que nos ocupa no se representaba en España desde 1988 y desde el pasado septiembre tenemos la oportunidad de redescubrir este clásico de la mano de un elenco maravilloso de actores: Carlos Hipólito, esa voz que se cuela en nuestros hogares cada semana para relatar las peripecias de la familia Alcántara, demuestra unas dotes interpretativas impecables; Gloria Muñoz encarna perfectamente a una madre desesperada por la ausencia del hijo; Fran Perea, que protagoniza junto a Hipólito uno de los momentos más tensos del drama y que no desentona con respecto a la interpretación de su maestro y Manuela Velasco, que debuta en las tablas con esta representación y no desmerece a su apellido.
En definitiva, esta nueva puesta en escena de Todos eran mis hijos no dejará indiferente a nadie y nos brinda la oportunidad de disfrutar del buen hacer de estos actores. Y no importa que sea el Día Mundial del Teatro o no, cualquier momento es bueno para sumergirnos en el maravilloso mundo del teatro.

(El Festival de Teatro Clásico de Almagro presentó el pasado fin de semana su programación para el próximo festival de estío, haciéndolo coincidir así con los variados eventos que se prepararon para celebrar el Día Mundial del Teatro. Si están interesados en acudir, sean raudos y veloces para conseguir las entradas pues es mucha la demanda. Merece la pena).

domingo, 27 de marzo de 2011

91. Don Carnal y Doña Cuaresma


Que vida y literatura están íntimamente imbricadas, lo demuestra el hecho de que para cualquier experiencia vital, se pueden hallar otras tantas referencias literarias. De modo que, al igual que el creyente busca el consuelo en los textos sagrados para aliviar y encontrar respuestas a las vicisitudes de su vida, el amante del arte literario halla aliento y compañía al saberse representado en esa otra biblia laica que le coloca en el mundo y le explica. Pero no es mi intención ponerme trascendente. Sólo quiero traer, a colación de lo dicho y aprovechando que estamos en plena Cuaresma, el famoso capítulo que el Arcipreste de Hita incluye en su Libro de Buen Amor. Y anuncio que me reservo para otro momento una de esas coincidencias entre vida y literatura mucho más jugosa que la que hoy ofrezco que, a buen seguro juzgarás, exigente lector, tan facilona y recurrente. Apelo a tu natural indulgente en tiempos de penitencia.

Pocas personalidades tan genuinas como la de Juan Ruiz, que fue Arcipreste de Hita (Guadalajara) en el siglo XIV. Su Libro de Buen Amor rebosa vigor y luminosidad en una Edad Media que lentamente agonizaba, dejando atrás el oscurantismo teocéntrico que convertía al mundo en un “valle de lágrimas”, mero tránsito para la otra vida. Los versos del Arcipreste brotan torrenciales de su creatividad desbordante para ofrecernos un lienzo vivísimo de aquella España que se asomaba prematuramente a los albores del Renacimiento, a falta aún de dos centurias. Bajo el velo moralizante, se encuentra en realidad, un ser humano de carne y hueso que, como decía Salvatore Battaglia, “fracasa a veces en su propósito de definir la vida como debe ser, pero acierta siempre cuando pinta la vida como es”.

En el capítulo que nos ocupa, don Carnal y doña Cuaresma mantienen una batalla alegórica muy lejos de la gravedad de los grandes tratados doctrinales. Al contrario, la comicidad del pasaje hace desfilar a los versos de la cuaderna vía con un desparpajo inusitado para el molde métrico de la clerecía. Parodia de las batallas épicas y caballerescas, Doña Cuaresma envía unas cartas a don Carnal presentándole la futura lid: “De mí, Doña Quaresma, justiçia de la mar,/alguaçil de las almas que se han de salvar,/a ti, Carnal goloso, que te non cuidas fartar,/envíote el Ayuno por mí desafiar” (cuaderna 1075, Cátedra). Don Carnal reúne su ejército formado de gallinas, perdices, conejos, capones, patos, cerdos, vacas y demás animales de carne. Resultan divertidas las descripciones que parodian las acostumbradas solemnidades del desfile militar, como aquella en la que los pavos reales vienen con sus pendones enhiestos, en referencia a sus colas: "Trayá buena mesnada rica de infançones:/muchos buenos faisanes, los loçanos pavones,/venian muy bien guarnidos, enfiestos los pendones,/trayán armas estrañas e fuertes guarniçiones" (cuaderna 1087, Cátedra). El día de la batalla y tras una noche de excesos en el campamento de Don Carnal donde “hablaba mucho el vino, de todos alguacil”, las huestes marinas de Doña Cuaresma se presentan por sorpresa y empieza el combate. A la manera épica, se describen los duelos individuales como aquel en el que el pulpo vence a los pavos, faisanes, cabritos y gamos porque “como tiene muchas manos, con muchos puede lidiar”. Derrotado Don Carnal, cumple su obligada penitencia pero la vulnera el domingo de Ramos cuando huye de la iglesia donde cumplía los rezos prescriptivos. Tras recomponer sus huestes, se dispone a entrar en la ciudad donde residía Doña Cuaresma que, asustada, huye antes de la entrada de aquél. El pueblo recibe a Don Carnal victorioso el lunes de Pascua de manera apoteósica, digna de degustarla en la lectura, y todos se disputan darle alojamiento, clérigos incluidos, lo que le sirve al Arcipreste para trazar una radiografía social de la época y, de paso, poner en evidencia a sectores de la clerecía que se desviven por ser ellos los anfitriones de tan pecaminoso huésped.

En definitiva, un texto simpático para estos días que nos debiera hacer recordar que hay ayunos que no son tolerables: como el de la lectura de nuestros clásicos.

domingo, 20 de marzo de 2011

90. Antoni Coll

Entre las muchas prendas que visten la personalidad de Antoni Coll hay una muy reconfortante en los tiempos que corren que es la de su humildad intelectual. Cuando se mantiene una conversación con él de las que podríamos llamar “culturales”, a uno se le antoja que Antoni se reserva mucho más de lo que dice, quizás huyendo del exhibicionismo petulante. Rara virtud ésta en un mundo donde la gran mayoría habla demasiado y con vanidad de lo poco que conoce para compensar lo que calla por lo mucho que ignora. En la “Plumilla” del día siguiente a la presentación de su último libro, Antoni daba las gracias a los asistentes al evento pero se guardaba muy bien de presentar su agradecimiento como un pretexto para publicitar su libro. De tal modo que Antoni Coll, notable paradoja, casi nos estaba pidiendo disculpas por dar las gracias, lo que da buena cuenta de su prudencia.

Pero que Antoni sabe, y que sabe mucho, no nos pasa desapercibido a los que tenemos la suerte de atesorar su amistad, por más discreción que le acompañe. Recuerdo uno de los últimos encuentros que tuve con él en una cafetería próxima al Diari de Tarragona. Yo iba cargado con un montón de libros que tenía pensado devolver esa tarde a la biblioteca. Antoni se interesó por los títulos y, entre ellos, le llamó la atención uno de José Orlandis, La vida en España en tiempo de los godos. De repente, Antoni comenzó a hablar de Orlandis, a quien había conocido personalmente y a contar anécdotas muy curiosas sobre la figura del historiador. Así que, aquel libro que yo había manejado como un instrumento puramente funcional, cobraba, al calor de las palabras de Antoni, un nuevo cariz, un alma en letras de molde donde la sangre de su autor circulaba en tinta negra, que a mí me pareció enlutada cuando el mismo Antoni me informó aquella misma tarde que Orlandis acababa de fallecer. Recuerdo que cuando dejé el libro en el mostrador de devoluciones de la biblioteca, acaricié levemente el lomo en esa carantoña que se le hace a los libros con alma. Y es que éste ya lo era merced a Antoni.

Sirva lo dicho para hacerse una idea de lo que el lector puede encontrar cuando lea Mis seis diarios. Memoria de cuarenta años de periodismo, editada por Milenio y prologada por Carles Sentís. El libro narra las vicisitudes de los seis periódicos en los que trabajó Antoni Coll, una suerte de aquella intrahistoria acuñada por Unamuno donde, al lado de los grandes acontecimientos históricos, se cuentan también las experiencias individuales, paralelismo que en el trabajo periodístico cobra una mayor significación por el vínculo evidente que se establece entre ambas realidades. La amenidad del libro viene auspiciada por las sabrosísimas anécdotas, que no conviene desvelar para no frustrar el factor sorpresa, y por la estructura dialógica, heredada del ensayismo del siglo XVIII, como no podía ser de otra manera, siendo el autor un ilustrado de nuestro tiempo. Pero el libro rebosa, ante todo, humanidad. Antoni Coll evoca con delicadeza y ternura la extensa nómina de personas que se cruzaron en su camino e, incluso aquellos de los que no guarda un buen recuerdo, son tratados con elegante condescendencia. Existen algunas escenas costumbristas muy de época que hacen esbozar una sonrisa nostálgica, incluso para los que no las vivimos. La fina ironía con la que se tratan algunos pasajes contribuye también a esa sonrisa cómplice que ayuda a dibujar la especial atmósfera confidencial que se crea con el lector. Coherente por la firmeza de sus convicciones, el libro es una atalaya desde la que el autor, con la seguridad que dan los años, otea el mundo pasándolo por el tamiz de sus propias ideas, sin el yugo de querer agradar a todos. Porque Antoni es quien es por su honestidad limpia. Por eso, se encontró una sala repleta en la presentación del libro y esta vez no fue necesario esperar a pie de máquinas a que la agencia enviara los aplausos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

89. La maestra Josefina

Al conocer la muerte de Josefina Aldecoa, la primera de sus obras que me ha venido a la cabeza ha sido Historia de una maestra. Al principio me he reprochado a mí mismo esta simplificación de la producción narrativa de la escritora leonesa. Primero, porque seguramente no es el mejor de sus libros (en ocasiones cae en el sentimentalismo fácil de las evocaciones idealizadas). En segundo lugar, porque no deseaba caer en el tópico de citar su obra más conocida (a veces, de forma inmerecida, la única de la autora que se puede encontrar en los anaqueles de las librerías). Pero la memoria es siempre selectiva por algún motivo. Y es que la vida de Josefina Aldecoa es la historia de una maestra. Su vocación pedagógica, heredada del krausismo y de la venerable Institución Libre de Enseñanza, es un ejemplo de dedicación entusiasta a la docencia en un momento en que el profesorado no disponía de los recursos que hoy se le facilitan y cuya utilidad se antoja totalmente sobredimensionada si partimos de las experiencias pedagógicas que en ese libro se recogen. La figura del maestro, que sólo disponía de su palabra y entrega, se erige majestuosa ante los nuevos gurús de las pizarras y libros digitales.

Eclipsada por los escritores con los que compartió generación, entre ellos su propio marido, Ignacio Aldecoa, del que tomó incluso el apellido, a Josefina Rodríguez creo que le hubiera gustado que se la recordara principalmente por su verdadera pasión. Y si nadie puede discutir su calidad como la escritora Josefina, estoy seguro de que a ella no le importaría que en su epitafio rezara el noble marbete de “la maestra Josefina”.

[En la foto, Josefina Aldecoa en una representación de las misiones pedagógicas. Fuente: El País]

domingo, 13 de marzo de 2011

88. El teatro de verdad

Hay veces en las que un teatro cualquiera puede convertirse en un corral de comedias. Y si reparamos en nuestra indumentaria, es posible que, sin saber cómo ni cómo no, nos veamos ataviados con herreruelo, greguescos, calzas, y borceguíes, acompañando a nuestra dama, que en esto de ir a la moda cortesana no le va a la zaga, y que luce con gracia la saboyana y los chapines. No hace falta esperar al Carnaval. Para que surta el sortilegio sólo es necesario acudir al teatro y que sobre sus tablas actúen los componentes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). Así que acomódense, pidan al alojero ese brebaje de agua, miel y canela, y aguanten con estoicismo los empujones del sufrido “apretador” que comprime al público en el patio para que todos quepamos. Aunque, a tenor de nuestros trajes, a buen seguro evitaremos tales incomodidades y gozaremos de la función detrás de las celosías de los aposentos superiores. ¡Y a disfrutar!

25 años de teatro sin inventos
Cuando en 1986, Adolfo Marsillach fundaba la CNTC con el estreno de El médico de su honra, de Calderón de la Barca, sin saberlo estaba construyendo el bastión desde el que defender nuestro teatro áureo de las acometidas vanguardistas de algunos directores que, bajo el pretexto de modernizar las obras y adaptarlas a los nuevos tiempos, nos castigan con sus excentricidades. Los directores que desean dar una vuelta de tuerca más a una obra clásica, aspiran a erigirse en baluartes de una modernidad mal entendida. El esnobismo vanguardista es una patraña. Así, de las vanguardias literarias que florecieron a principios del siglo XX, sólo han sobrevivido con dignidad en los manuales de Historia de la Literatura, aquellas que supieron conjugar modernidad y tradición y que respetaron el espíritu de lo clásico, reformulándolo con gusto. El resto no ha dejado más huella que la de efímeras anécdotas. Algunos estamos hartos ya de que un calcetín colgado en la puerta de un armario vacío represente la soledad del ser humano (léase ARCO y otras mandangas).

Cimentada en la palabra
Uno de los puntos que la CNTC incluye en el decálogo de su página web (en realidad son 9 puntos) es el de estar “cimentada en la palabra y en la belleza del español”. Y ese es el fundamento mayor. Los proyectos artísticos de la Compañía no requieren de más artificio que aquel genial construido por los grandes dramaturgos del siglo XVII a través del lenguaje. La palabra se enseñorea con tal protagonismo, que se permite prescindir de la imagen, ese asidero al que se agarran los que buscan ocultar la torpeza de su arte, aprovechando con desleal oportunismo el auge de las nuevas tecnologías. En muchas de las obras de la CNTC no hay apenas decorados ni gran aparato escenográfico, como no lo había en los corrales de comedias de los Siglos de Oro. La razón es que no hace falta. Porque la palabra, que evoca, que embellece, que comunica (¡cómo olvidamos en estos tiempos que la palabra debe comunicar!), la palabra, que es dueña y señora única del arte literario, suple cualquier atrezo. Y para que la palabra quede sublimada se necesita, además, alguien que la sienta y la viva con vocación. Esas virtudes la ostentan sin discusión alguna los actores de la CNTC, cuyo mérito nunca será lo suficientemente ponderado. Sin el caché mediático de los actores televisivos, son, sin embargo, la esencia de la profesión: dicción impecable, interpretación portentosa, prodigiosa memoria, amor y pasión, entrega.

No sé qué veredicto darían los llamados mosqueteros del siglo XVII, aquellos que ocupaban de pie el patio de los corrales de comedias y de cuya opinión bullanguera dependía el éxito de la función. Pero no hay debate entre los mosqueteros del siglo XXI: en el vocerío y la bulla de éstos últimos imperan los bravos y el fervoroso, emocionado aplauso. Enhorabuena.

domingo, 27 de febrero de 2011

87. Tan cerca del aire

Tan cerca del aire cuenta la historia de Jonás, el cartero de un pequeño pueblo que tras la muerte de su padre descubre los secretos de su vida familiar gracias  a las charlas que mantiene con doña Paula, una amable señora que cada vez que recibe el correo invita al joven a escuchar un nuevo recitado de la misteriosa historia de amor que vivieron sus progenitores. Aparecen, por tanto, dos narradores en la novela con la peculiaridad de que doña Paula no se limita a relatar al chico los acontecimientos de los que fue testigo sino una parte de su propia existencia, pues ella vivió intensamente la relación entre su padre -del que estaba enamorada- y su madre Gabriela, una extraña mujer muda cuyo origen era desconocido y que pronto despertó la curiosidad de los aldeanos: "Me parecía que había algo en ella que no era enteramente humano, algo que compartía con la lluvia, las olas y el viento, que el calor de su cuerpo joven y de sus labios era el calor de los animales en sus oscuras guaridas".
Parece que Gustavo Martín Garzo bebe de la fuente del llamado Realismo mágico hispanoamericano, pues presenta al lector una entrañable y dolorosa historia de amor entre el padre de Jonás y Gabriela, una garza que consigue ser mujer las noches de luna llena tras desprenderse de su vestido de plumas. Su enamorado no logra concebir la vida sin ella, por ello decide arrebatarle su verdadera identidad y la condena a vivir como humana con él. La mujer-garza intentará adaptarse al mundo de los humanos puesto que ama a su esposo pero será una dolorosa experiencia ya que siempre seguirá latente su corazón de ave. En esa adaptación, tendrá un papel muy importante doña Paula -ejemplo de amor desinteresado y limpio- que aprende a querer a la persona que le ha arrebatado al hombre al que ama. Se convertirá, por tanto, en una espectadora de la felicidad y de las penurias de aquella pareja, sufriendo su amor en silencio. El último eslabón que la puede seguir manteniendo unida al amor de su vida es Jonás, por ello decide que el chico debe conocer la verdad, su origen, puesto que sólo así podrá aprender a entenderse y encauzar su vida: "Se había pasado la vida esperando un amor que nunca había llegado, con el sentimiento de estar excluida del mundo centelleante y alegre de la felicidad. Y aquel chico era su último vínculo con ese mundo".
Se crea, por tanto, una atmósfera mágica en torno al hogar de doña Paula y sus relatos, en los que se entremezclan el mundo humano y animal, en una perfecta y dolorosa armonía que facilitan a Jonás el entendimiento de su propia identidad. Por fin tendrá sentido su extraña necesidad de estar en contacto con la naturaleza, por fin comprenderá su admiración por las garzas y su embelesamiento al contemplar su vuelo majestuoso. Su parte animal acabará imponiéndose sobre su propia voluntad y verá  en el vuelo de las aves  una válvula de escape para huir del mundo de los humanos, "lleno de dolor, de proyectos incumplidos, donde todos mentían". Sin embargo, de nuevo el amor de los hombres se cruzará en su vuelo y, cual una Gabriela renovada, tendrá que elegir entre el mundo de la libertad -de la naturaleza en estado puro- y el mundo hosco y engañoso de los seres humanos. 
En definitiva, Martín Garzo - que con este libro ha recibido el IX Premio de Novela Ciudad de Torrevieja- nos regala un cuento en el que el amor es el hilo invisible que teje las vicisitudes vitales de los personajes. Todos actúan movidos por esa fuerza suprema - el padre de Jonás que arrebata su identidad de ave a Graciela, Paula que prefiere vivir como espectadora la historia de la que le hubiera gustado ser protagonista y el propio Jonás, que acaba encontrando una mujer que entiende y respeta su otra mitad- un poder cósmico que consigue romper las barreras entre dos mundos que parecen estar condenados a la separación y que, sin embargo, "nos lleva a lugares extraños donde todo es posible".