domingo, 31 de julio de 2011

111. El primer libro de Lorca

A principios de abril de 1918, los prestigiosos talleres granadinos de la Tipografía y Litografía Paulino Ventura Traveset, imprimen un libro titulado Impresiones y paisajes de un semidesconocido estudiante universitario llamado Federico García Lorca.  El autor ya había visto escrito su nombre en letras de molde a través de distintos artículos suyos publicados en revistas y periódicos, el primero de todos aquel que tituló Fantasía simbólica dedicado a Zorrilla en el centenario de su nacimiento y publicado en el Boletín del Centro Artístico y Literario de Granada en febrero de 1917. Se conserva también un manuscrito suyo de 1916 que tituló Mi pueblo y que se considera el primer texto literario escrito por el futuro poeta; en él describe, con un estilo marcadamente escolar, su niñez en Fuente Vaqueros. Sin embargo, Impresiones y paisajes es su primer libro.
La obra recopila las impresiones surgidas de los viajes de estudio que Lorca emprendiera entre 1916 y 1917 de la mano de su maestro Martín Domínguez Berrueta, a la sazón catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Granada. Berrueta, inspirado en el ideario pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza, otorgaba a estos viajes una importancia capital para la formación intelectual de sus alumnos. Merced a ellos, Lorca tomó íntimo contacto con el patrimonio artístico e histórico de España y conoció a figuras como Machado, en Baeza, o Unamuno, en Salamanca, que debieron de influir en su vocación, aún dormida, de escritor.
Aunque el libro está en deuda con las tendencias literarias imperantes en la época (el impresionismo de Azorín en las descripciones;  el modernismo de Rubén Darío y el decadentismo de Juan Ramón Jiménez en la languidez estetizante; el regeneracionismo de Machado en la posición crítica ante los paisajes y sus gentes), lo cierto es que hay momentos en los que Lorca se despoja del inevitable peso de sus modelos y deja entrever estilos e ideas propiamente suyas.
Así, los reproches a los cartujos de Miraflores, en Burgos, en cuya clausura ve un acto de cobardía y egoísmo y un intento vano de purgar sus pecados porque “sepultan aquí sus cuerpos pero no sus almas” y "el silencio y la soledad son los grandes afrodisíacos"; les reclama, asimismo, abandonar su retiro y acudir al mundo, donde serán más útiles:

"Si estos hombres desdichados por los golpes de la vida soñaran con la doctrina del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de frialdad [...] debían no huir del mundo, como hacen, sino entrar en él remediando las desgracias de los demás, consolando ellos para ser consolados" 

Los aullidos de los perros que oye desde su celda del monasterio de Silos, son descritos tétricamente y se anticipa así a la importancia que estos animales tendrán en su poesía como símbolo de muerte y de desolación:

"Hay algo ultrafuneral que nos llena de pavor en el aullido del perro [...]. Sí, es la muerte, la muerte, la que pasa por los ambientes con su enorme guadaña ensangrentada que los perros ven a la luz de la luna... Es la muerte inevitable que flota en los ambientes en busca de sus víctimas, es la muerte el pensamiento que nos inquieta al conjuro diabólico del aullido... "

Del mismo modo, otro de los símbolos más lorquianos aparece ya en esta primera obra. La luna:

"La luna sale majestuosa entre montes. ¡Salud, compañera del viajero enamorado y sensual. Salud, vieja amiga y consoladora de los tristes. Auxilio de los poetas. Refugio de pasionales. Rosa perversa y casta. Arca de sensualidad y de misticismo. Artista infinita del tono menor. Salud, sereno faro de amor y llanto! ¡Ah los campos! Cómo renacen a otro mundo con la luna"

En la visita a un hospicio gallego, Lorca nos trae también su compromiso social; refiriéndose a la desvencijada puerta del hospicio, el poeta escribe:

“Quizás algún día, teniendo lástima de los niños hambrientos y de las graves injusticias sociales, se derrumbe con fuerza sobre alguna comisión de beneficencia municipal donde abundan tanto los bandidos de levita y aplastándolos haga una hermosa tortilla de las que tanta falta hacen en España”

Abundan en el libro sus ideas sobre el arte, en el que prima la emoción por encima de la factura. Ante una escultura del San Bruno de Pereira, Lorca afirma:

"Estamos en España soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus expresiones un momento de emoción"

Esta crítica, por cierto, habría de suponer la ruptura con su maestro Berrueta. 
Existen en el libro multitud de metáforas musicales (él era todavía más músico que escritor y, de hecho, dedica la obra a la memoria de su maestro de música Antonio Segura Mesa); hay un capítulo en el que Lorca explica que al tomar el órgano de la iglesia de Santo Domingo de Silos y tocar el allegretto de la séptima sinfonía de Beethoven, irrumpe un fraile que le ruega emocionado que siga tocando la pieza. Es quizás, el personaje más personal del libro y una muestra que Lorca saca conscientemente a la palestra para reafirmar su actitud vitalista, tan en contra de la clausura, representada en ese fraile nostálgico de la música del siglo, encerrado ahora en el triste canto gregoriano. Por cierto, se sabe que este fraile era Ramiro de Pinedo, gran amigo del pintor Darío de Regoyos y de Miguel de Unamuno, de quien le muestra a Federico varias de las famosas pajaritas de papel que éste le había regalado en sus numerosas visitas a Santo Domingo. 
Hay también en el libro escenas de vivo pintoresquismo que rompen la monotonía de las descripciones, como la "Tarde dominguera en un pueblo grande" que por su bucólica y, a la vez, costumbrista estampa,  constituye uno de los momentos más felices de la obra.
En ocasiones, aparece una tierna exaltación de lo femenino, eleúsica a veces, como el capítulo que dedica a la esposa del Cid o, sobre todo,  aquel hermoso pasaje donde afirma que las “tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer”:

"Las tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer, cuyas manos que son azucenas rosadas, se perdieran entre las blancuras de las randas, manos dignas de alzar la hostia y de bendecir, lirios de verdadero encanto sacerdotal, y cuyas bocas pudieran posarse en el cáliz como suaves granates de pureza apasionada, únicos labios iniciados por su belleza o por su significación simbólica, para recibir las armonías místicas e inefables de la sangre del cordero celestial. Es feo que estos hombrotes burdos hundan sus labios en las prístinas claridades del gran misterio y sacrificio"

En definitiva, un libro para acercarse al primer Lorca, ahora que, desgraciadamente, rememoramos el último, el Lorca del último viaje hasta Víznar.

domingo, 24 de julio de 2011

110. Hogares del arte

Es habitual, desde hace ya mucho tiempo, el aprovechamiento de los espacios que revisten algún tipo de valor artístico o histórico para desarrollar en ellos espectáculos de toda clase. Y así, por citar un ejemplo cercano, dos elementos tan dispares como una antigua cantera romana y un auditorio de música clásica convergen en un mismo ámbito para crear juntos aquellas veladas verdes del Mèdol que de tanto éxito gozaron durante los años 30. A los esforzados picapedreros de aquella Tarraco imperial, no podía nunca pasárseles por las mientes que el agujero de sufrimiento en el que enterraban su sudor, y acaso su dignidad, podría albergar, con el paso de los siglos, el placer para los sentidos; que el monótono sonido del golpeo de los picos hiriendo la roca,  tañido fúnebre del esclavo, se sustituiría por los acordes armónicos de una sinfonía; que donde había harapos ajados por el filo agudo de la pobreza y por el látigo del tirano, se enseñorearía en un futuro inconcebible la etiqueta y la libertad que sólo la cultura, ese asilo sagrado e inexpugnable, puede otorgar a quienes deciden traspasar el atrio de su templo y acogerse a su amparo.
Casos como el del Mèdol se pueden encontrar en todas partes. Parece que los actos que se realizan en el marco de estos monumentos venerables, adquirieran bajo su tutela secular, una solemnidad mayor que la que de natural ofrecían, y los contagiaran de ese misticismo que exhalan las cosas que triunfan del tiempo, de cuyo arcano son depositarias.
Pero la más bella de las simbiosis entre ese espacio mítico y el acto que en él se lleve a cabo es aquel que perpetúa la función original del monumento, siempre y cuando, claro está, esa función primitiva reúna las virtudes que entendemos ennoblecen el espíritu. Y así, no querremos  más esclavos en el Mèdol ni ajusticiados en los edificios que otrora pertenecieran a la Inquisición. Y sí ver a Lope de Vega redivivo en el mismo corral de comedias donde representase, como en tantos otros, sus obras en el siglo XVII o a Plauto en cualquiera de los teatros romanos donde llegó a despertar la catártica carcajada de plebeyos y patricios.
En España se hace realidad este milagro en Almagro y Mérida. La ciudad castellana alberga en su Plaza Mayor el único corral de comedias conservado del mundo y cada verano organiza su Festival de Teatro Clásico. Durante el día merece la pena contratar un guía para conocer los innumerables secretos de esta pequeña población llena de historia o escaparse a Villanueva de los Infantes y visitar los diferentes enclaves asociados a los últimos días de vida de Francisco de Quevedo, incluida la catedral, donde reposan sus restos en un cofre con la enseña de la Orden de Santiago. Ya por la noche, toca la velada teatral, que habremos reservado con meses de antelación y más si el viajero desea presenciarla en el maravilloso corral. Si no ha podido ser, no hay que frustrarse. Existen en la ciudad otros espacios habilitados para las representaciones. Yo asistí a una en el Convento de las Bernardas y, en su reducido espacio, casi en la intimidad, los actores de Alma Viva, lograron que viviese una de las experiencias más inolvidables de mi vida: en aquel recinto sin decorado ni escenario, a pie de público, el teatro se dio puro como se ofrece la fe ante la piedra desnuda de una iglesia del primer románico, sin ostentosos retablos ni recargadas capillas. Después hay que cenar  en la Plaza Mayor y allí mezclarse con los actores que colonizan la ciudad.
Y qué decir de Mérida y su imponente teatro romano. El alma se viste de túnica y estola y así ataviada siente el alivio esperanzado de que el tiempo es sólo una falacia. Hasta que los aplausos le despiertan a uno del sueño imposible de la eternidad.


Los enlaces corresponden a otros artículos publicados aquí sobre el Mèdol y Mérida. 
Arriba, el Corral de Comedias de Almagro; abajo el Teatro Romano de Mérida.

domingo, 17 de julio de 2011

109. Primeras lecturas


Existe una ley no escrita que promulga la práctica del insomnio durante las noches de verano. Y el espíritu, ese gran trasnochador de silencios que son certezas y de penumbras que son luz diáfana, se complace en la obediencia del edicto estival. Prolongamos así la íntima concupiscencia de nuestra relación con los libros o con la escritura o, por qué no, con la parrilla televisiva de la madrugada, a cuya sombra se amparan los programas imposibles del día, como pobres desharrapados que mendigasen un rincón a la vergonzante tropelía del famoseo y del encefalograma cero.
Como “Nostromo”, el espacio literario de TVE2, que descubrí hace poco. La otra noche hablaban de las primeras lecturas y varios escritores consagrados recordaban aquellas obras que habían constituido el acicate para el encuentro con la gran literatura. Jorge Volpi asignaba ese alumbramiento a Edgar Allan Poe; Antonio Gamoneda a La Celestina; Javier Cercas a Unamuno; Ana Mª Matute a Faulkner…
Pero antes de todo eso, en el albor de la capacidad lectora, está el balbuceo de las primeras letras, el encuentro oracular que inocula la primera dosis. Cuando me preguntan por mis primeras lecturas, yo no recuerdo a los grandes clásicos, sino a un manual del parvulario o de 1º de EGB, titulado Tris Tras. Yo ya sabía leer y mis padres, tan previsores, compraron el libro durante el verano, antes de la llegada de septiembre, de modo que lo leí antes de empezar el curso escolar en mis ya prematuras noches de insomnio estival. Recuerdo que el libro misceláneo contenía enormes ilustraciones y una frasecita en el margen inferior que resumía el dibujo. Una de esas estampas, que es la que daba título al libro, era la de una viejecita que cruzaba la calle, “tris, tras, tris, tras” y era atropellada por un coche. Pero no pasaba nada: la viejecita se levantaba, sacudía el polvo de su falda y continuaba su camino, como si nada, “tris, tras, tris, tras”. Cualquier psicopedagogo de los que se estilan hoy, pondría la voz en el cielo. Pero aquí estoy, traumatizadísimo por mi primera experiencia lectora, y con una obsesión atroz por atropellar ancianitas que cruzan los pasos de cebra. Otras páginas simplemente describían escenas cotidianas como el camión de la basura, recogiendo los contenedores o algún poemita. Con el tiempo, extravié aquel manual. Cambiaría muchos de los libros de mis estantes por aquel Tris tras de mi bautismo lector, incluso algunos premios Nadal. Pero me temo que es irrecuperable ya. Luego llegaron los peregrinajes de la mano de mi madre a la librería de mi barrio para elegir algún libro de la colección de “El Barco de Vapor” o de “El Duende Verde”, de entre los que me ofrecían aquellos anaqueles giratorios, planetas de letras que orbitaban alrededor de mis ojos luminosos de ingenuidad.
Cuando evoco aquel verano de mi primer encuentro con la magia de las palabras, pienso que hay que saber gestionar el ocio durante las vacaciones y que la lectura es una de las actividades innegociables. Ayudar a leer a nuestros hijos, además de ser un regalo impagable para ellos, establece un vínculo de complicidad, un momento de paz compartido al calor de las palabras, un remanso donde encontrarnos con ellos y darle una tregua a las obligaciones cotidianas, aquellas con las que tanto tiempo precioso se pierde, igual que se pierde en las horas muertas del tedio. Sin olvidar también que la lectura es un ejercicio privado (por eso las lecturas alternativas de carácter oral son tan ineficaces en las aulas) y que el encuentro con el libro es personal e intransferible, aunque para ello el niño tenga que robarle horas al sueño en las noches sin reloj de ese verano único de su infancia. Y de la nuestra.

A mi padre, por abrirme el cofre de los libros y por enseñarme a amar la palabra hermosa y bien dicha.

domingo, 10 de julio de 2011

108. Guajira guantanamera

El verano invita a mecer los oídos en la dulce hamaca de los ritmos cubanos y, entre ellos,  uno de los más literarios es la Guantanamera.
El origen de la tonada es difuso y, como ocurre con todas las melodías de raíz popular, no es atribuible a ningún compositor concreto. Lo que sí parece cierto es que existía bastante antes del siglo XX. Para hacernos una idea de su antigüedad basta la afirmación de Alejo Carpentier, que además de novelista fue también musicólogo, quien encuentra paralelismos entre la música de la Guantanamera y el antiguo romance de Gerineldo en su versión extremeña.
Más fácil es reconstruir la historia de la letra. En 1932 nació en la Habana la emisora de radio CMQ. Entre sus programas más exitosos estaba “El Suceso del Día”, donde el presentador, José Fernández (Joseíto), glosaba las noticias trágicas de la jornada mediante la tonadilla de marras. Un día, la mujer de la que estaba enamorado, una campesina de Guantánamo, tuvo un acceso de celos al ver a Joseíto con otra, y lo despachó con cajas destempladas. Ese día, Joseíto inventó el celebérrimo estribillo de “Guajira guantanamera” y lo utilizó como tal en el noticiero cantado, no sólo entonces, sino en adelante.  Hay que advertir que el término “guajira” se utiliza en Cuba para designar a la mujer campesina, igual que un hombre campesino es un “guajiro” y que “guantanamera” es el gentilicio femenino de Guantánamo, la provincia situada en el lado oriental de la isla de Cuba.  Por lo tanto, la Guantanamera no es, en su origen, una canción, sino una tonada muy antigua, que Joseíto utilizó como molde para su noticiero cantado, promocionándola y asentando únicamente el definitivo estribillo merced a la anécdota que acabamos de referir.
Pero una canción no es sólo su estribillo. Y es aquí donde entra la figura de Julián Orbón. Este compositor hispanocubano, nacido en Asturias, ajustó en 1958 los primeros versos del poema “Yo soy un hombre sincero”, de José Martí, uno de los 46 que forman el libro Versos sencillos, a la susodicha melodía, manteniendo el estribillo, ya muy extendido en aquellos años, de Joseíto. Luego, un alumno de Orbón, Héctor Angulo, llevó la versión de su maestro a Estados Unidos y, junto a Pete Seeger, la difundió internacionalmente, lo que produjo un pleito entre Orbón y Seeger por los derechos de autor. La idea de Orbón de acomodar los versos de Martí a la famosa tonada no era nueva. Ya a finales de la década de los 50, El Indio Naborí, un importante cultivador de la música guajira, había hecho lo propio con otros versos del mismo libro del poeta cubano; en aquella ocasión fueron los del poema “La niña de Guatemala”.
Por las nervaduras de las hojas de ese gran árbol exótico que es la Guantanamera, corre savia literaria. La canción comparte las cualidades de los romances en esa vida en variantes que la tradición popular ha ido ramificando en diferentes versiones. Y, ¿acaso el noticiero cantado de Joseíto no recuerda a los cantares informativos de los antiguos juglares? Finalmente, la Guantanamera perpetúa el recuerdo del poeta José Martí y de sus Versos sencillos, que cumplen ya 120 años. Cuando Martí escribió aquello de “y antes de morirme quiero / echar mis versos del alma”, no sabía aún que estos versos iban a convertirse en su mejor epitafio. El mejor porque son ya inmortales cada vez que escuchamos cantar la Guantanamera; y el mejor porque nació de su Cuba amada, aquella que en el exilio “nos une en extranjero suelo,/ auras de Cuba nuestro amor desea: / Cuba es tu corazón, Cuba es mi cielo, / Cuba en tu libro mi palabra sea.”

[Arriba, José Martí; abajo, "Joseíto" y Julián Orbón. Para una mayor comprensión de los orígenes y difusión de la Guantanamera, aconsejo visitar la siguiente página de Mª Argelia Vizcaíno, donde se contrastan con rigor diversas fuentes de información al respecto. Para escuchar la canción en la voz de Joseíto se puede pinchar aquí, pero no se escucharán los versos de Martí correspondientes a "Yo soy un hombre sincero"; recuérdese que esta adaptación es posterior, de la mano de Orbón; sí se escucharán en cambio otros versos de los Versos sencillos de Martí, aunque sabemos que se impondrá la versión de Orbón.]

domingo, 3 de julio de 2011

107. Leer en verano

























Con la llegada del verano, las publicaciones que se dedican a la divulgación cultural se afanan por confeccionar listas de títulos literarios que les sirvan a sus lectores para llenar el largo asueto de las jornadas de estío. Y es que de “estío” a “hastío” hay sólo dos letras de diferencia y una es muda.
Este planteamiento adolece en su misma raíz de dos ideas preconcebidas que conviene matizar. La primera es aquella que da por sentado el hecho de que todo el mundo dispone en verano de unas extensas vacaciones. Es el mito luminoso del verano infantil, cuyos días se eternizaban, y septiembre y la vuelta al colegio eran sólo un remotísima certeza apenas divisada en el horizonte. Pero lo cierto es que ya somos adultos y el verano, como todas las estaciones, se pasa ya en un suspiro. Además, muchos siguen trabajando en esta época y los que no lo hacen están deseando hacerlo para evitar pintar paredes, ordenar trasteros (porque “cariño, ahora que tenemos tiempo hay que ponerse”), cuidar a los niños y demás imperativos domésticos. Así que tiempo para leer, tampoco.
La segunda idea, que es la que nos interesa aquí, es que la elaboración de una lista de títulos para el verano parece sostenerse en la creencia de que existe una literatura estival que, por definición, se opone a la literatura que se lee el resto del año. Pero ¿es esto así? ¿Los libros que leemos en verano son sustancialmente diferentes a los que leemos, por ejemplo, en invierno? ¿Existe un mercado literario que, basándose en alguna peregrina estadística sobre los hábitos de lectura estivales, saque a la palestra unos títulos determinados, como el heladero saca sus helados sabiendo que los venderá mejor en verano? Yo creo que no. Y esta falacia genera una serie de tópicos que encuentran fácilmente su réplica. Por ejemplo, aquel que dice que en verano hay que realizar lecturas más ligeras porque el calor embota la mente y hace menos digeribles los libros extensos o de especial dificultad. Por eso se recomiendan los libros de relatos, por ejemplo. Pero, si de tanto tiempo se dispone en verano como se dice, ¿qué mejor momento para leer aquel libro largo o difícil que el apremio del reloj y de las obligaciones del resto del año me impidieron abordar con el debido sosiego? Quizás los estragos del calor no sean más que el parapeto de los perezosos. Del mismo modo, existe una obsesión por la búsqueda de las novedades editoriales “refrescantes” que ayuden a pasar más entretenido el verano. Pero nadie habla de las relecturas calmosas que siempre rescatan de aquel primer camino por el libro, alguna bella flor oculta en los márgenes de la vereda, que nuestro paso ligero había hecho imperceptible.
El lector de verdad lee denodadamente siempre que puede, robándole horas al sueño cuando tiene que madrugar, haga calor o caigan chuzos de punta, y sus preferencias literarias son sólidas y no se modifican en función de la estaciones. Y si realmente está de vacaciones, aprovechará con avidez cada momento que pueda para enfrascarse en la lectura, porque, las personas somos lo que somos, sobre todo, en nuestro tiempo de ocio, más allá de las imposturas artificiales de los roles que nos impone nuestra vida en sociedad. Gregorio Salvador, uno de esos lectores acérrimos lo expresaba de este modo: ”La propia vida, en su dimensión más profunda, más verdadera, la solemos hacer en el ocio, cuando salimos de la rutina del trabajo, de la servidumbre de las obligaciones, y tan sólo la lectura como vacación nos impide caer en nuevas rutinas y nos abre a otros mundos personales, a la excelsitud de otros pensamientos y a la exacta realidad de otras vidas posibles, aunque imaginadas, que nos permiten, comparativamente, ponderar la nuestra, reconocerla y no pocas veces encauzarla”.

domingo, 26 de junio de 2011

106. Roseta Mauri y el Cid

Estos días he conocido, a través del concurso de traslados, mi nuevo destino como profesor. Y es que, aunque uno ya sacó sus oposiciones hace  tiempo, todavía ejercemos el nomadismo juglaresco de la enseñanza y así, somos peregrinos de las aulas y vamos ataviados con nuestro gorro cascabelero de tres picos, si tenemos que hacer caso a toda la caterva de vividores iluminados que teorizan (nunca practican) sobre cómo hay que motivar a los alumnos, porque resulta que ya la sola curiosidad por el conocimiento ha dejado de ser motivadora por sí misma. Pues eso, que recojo mi laúd y me marcho al Instituto Roseta Mauri de Reus. Y, como casi todo en mi vida tiene algo que ver con la literatura, hete aquí que el nombre de mi nuevo centro no iba a ser la excepción.
Roseta Mauri (1849?-1923), nacida probablemente en Mallorca pero hija sentimental de Reus, fue una de las figuras más importantes que ha dado la danza de todos los tiempos. Fue primera bailarina de todos los grandes coliseos que dieron marco a este arte, desde la Escala de Milán hasta la Ópera de París. Su habilidad para la danza admiró a toda Europa por la gracia volátil, casi etérea, de sus movimientos, sin imposturas, puros en su naturalidad. Cansada del inventario canónico que imponía la danza”oficial”, Roseta Mauri retó a la ortodoxia con sus personales aportaciones y merced a ese sello consiguió éxitos clamorosos como La Korrigane.
En 1885 se estrenó en París la ópera El Cid, basada en la obra de teatro homónima de Corneille quien, a su vez, había tomado el argumento de Las mocedades del Cid, escrita a principios del siglo XVII por nuestro Guillén de Castro. El argumento es bien conocido: el altivo conde de Gormaz, padre de Jimena, ofende a don Diego, quien debido a la debilidad de su vejez, no puede restaurar mediante el duelo, la honra perdida. Lo hará en su lugar su hijo Rodrigo, el futuro Cid, que está prometido con Jimena. Cuando Rodrigo mata al conde de Gormaz, Jimena se debate entre el honor, que le impele a vengar la muerte de su padre, y el amor que siente por Rodrigo. La obra de Guillén de Castro es una verdadera joya de nuestro teatro áureo. En ella se hilvanan perfectamente, sin restos de soldaduras, los romances del ciclo cidiano, que el público de los corrales conocía sobradamente y con los que se identificaba, creando así una bonita complicidad. La versión de Corneille no está a la altura de la de Castro, quizás limitada por la regla de unidad de tiempo, que encorseta y fuerza determinados pasajes, además de perder en el camino la frescura del romancero. Y, por supuesto, aún es peor el texto del libreto operístico, compuesto por D’Ennery, Gallet y Blau y musicado por Jules Massenet. Sin embargo, la aparición de Roseta Mauri en la escena segunda del segundo acto salvó la obra. Vestida con su corpiño de terciopelo, aderezado con adornos de plata,  su falda de punta blanca con flores rojas y su sombrero cordobés coronado por una flor de granado, interpretó sobre un escenario que imitaba la Plaza Mayor de Burgos, los bailes castellano, andaluz, aragonés, catalán, madrileño y navarro, además de una alborada, introduciendo así el baile regional en el cerrado mundo de la danza clásica, acierto que tan bien se avenía con la naturaleza romancística de la obra original. La bailarina tuvo que repetir los bailes ante un público fascinado por su actuación, que combinaba la pulcritud de la danza clásica con la fuerza arrolladora del folclore español.  Cuando me detengo ante mi nuevo instituto con el nombre de la Mauri sobre la puerta, y veo los pobres barracones en los que tengo que trabajar, pienso en los humildes escenarios en los que la bailarina tuvo que actuar hasta llegar a la Ópera de París, y su modelo sosiega mi ánimo. Cruzo la puerta del escenario. Empieza la función.

domingo, 19 de junio de 2011

105. Ana María Matute no es catalana



Es 23 de marzo de 1930, Barcelona. Ana María Matute tiene 5 años y todavía es catalana. Una gran muchedumbre se agolpa junto al Apeadero de Gracia y a la salida de la propia estación, en la calle de Claris. La expectación es enorme. Cuando por fin aparece el expreso procedente de Madrid, los aplausos y vítores dirigidos a los recién llegados apagan con su clamor el chirrido del tren al detenerse. De la portezuela del vagón salen Menéndez Pidal, el doctor Marañón, Pérez de Ayala, Bergamín… Mezclados entre el gentío les recibe también el otro grupo que llegó en el primer expreso la noche anterior: Giménez Caballero, Sánchez Albornoz, Pedro Salinas, Américo Castro, Araquistain, Benjamín Jarnés, Fernando de los Ríos, Ortega y Gasset… Todos forman parte del homenaje que la ciudad de Barcelona rinde a los intelectuales castellanos en agradecimiento al apoyo que éstos otorgaron a la lengua y cultura catalanas durante la dictadura de Primo de Rivera. Varios coches les trasladan a los hoteles donde se hospedarán, el Ritz y el Colón, excepto Marañón, que condescendiendo con la multitud, acepta ir a pie, acompañado por un gran número de personas. A las 12.30h llegan al Ayuntamiento, entre el entusiasmo de las masas, reunidas en la Plaza de San Jaime, que a duras penas pueden ser contenidas por la guardia urbana; allí les recibe el alcalde conde de Güell y casi todos los concejales; les hacen pasar al Salón de Ciento y en tan solemne marco, el alcalde da su discurso: “La intelectualidad no ha revestido nunca en ninguna raza forma más elevada que la de la comprensión, la transigencia y la admiración al saber ajeno. […]Yo os digo a los representantes de la intelectualidad de toda España que Cataluña os queda agradecida, y os digo a vosotros los catalanes que me oís, que no olvidéis que la intransigencia, las imposiciones, y el imperialismo miniaturizado no son sino plantas de la decadencia española: que la verdadera España es la que hoy representan estos amigos de Cataluña que nos visitan, y por eso yo, que por mi sentir y por mi nombre soy tan catalán como el que más lo sea, que tanto quiero a España, os pido que admiréis y améis a España”.
A las 17h son invitados al concierto que el Orfeó Català ha preparado en su honor bajo la dirección de su cofundador, el maestro Millet, bisabuelo del indigno bisnieto. Cuando los intelectuales toman sus palcos, el público les recibe con una atronadora ovación.
Por la noche se celebra un banquete en el Ritz, presidido por Menéndez Pidal, que tiene sentado a su izquierda a Pompeu Fabra. Más discursos entre los brindis. El catedrático catalán, Serra Hunter, menciona la Exposición del Libro Catalán de Madrid y alaba La Gaceta Literaria, de Giménez Caballero, que da acogida a las obras escritas en catalán.
Al día siguiente, se produce una excursión a Sitges; recibe a los intelectuales el alcalde Planas y visitan el “Cau Ferrat”, donde Santiago Rusiñol les hace de cicerone. Después, el banquete en el Hotel Terramar, vuelta a Barcelona, visita a la Diputación con especial atención a la Biblioteca de Estudios Catalanes y regreso a Madrid.
27 de abril de 2011. Ana María Matute tiene 85 años y recibe el Premio Cervantes. Barcelonesa, dicen. De manera vergonzante, ninguna autoridad catalana acude al acto. Ella no se acuerda de aquel luminoso y fraternal año 30; era sólo una niña. Hoy, los gurús del catalanismo más excluyente deciden cuál es la forma “canónica” de ser y sentirse catalán, como si uno no tuviera la libertad de ser y sentirse catalán como le diera la real gana. Por ejemplo, sentirse catalán escribiendo y comunicándose en castellano. Pero no, Ana María Matute no es catalana. Aunque da lo mismo. Porque es del mundo. Y esa universalidad no la hallarán nunca quienes cifran su identidad en ese centrífugo“imperialismo miniaturizado”.


[En la foto de arriba, la muchedumbre esperando el tren de los intelectuales castellanos en el Apeadero de la Estación de Gracia; en la foto de abajo, la misma escena de acogida en las calles barcelonesas. Ambas fotos datan del 23 de marzo de 1930]


[Estoy en deuda con el escritor Antonio Tello, de quien he tomado el título de mi artículo. En compensación, remito al lector mediante este enlace a su bitácora (Cuaderno de notas de A.T.), donde se hallará tratado el mismo asunto, aunque centrado más específicamente en la espantada de las autoridades catalanas]

miércoles, 8 de junio de 2011

104. La violación de Lucrecia

El pasado 28 de mayo Píramo y yo cerramos nuestra particular temporada teatral en el Principal de Alicante. La obra elegida fue La violación de Lucrecia, un poema de juventud del genial dramaturgo y poeta inglés William Shakespeare. Al principio teníamos dudas acerca de la puesta en escena de un poema narrativo interpretado por una única actriz. Ahora bien, la calidad incuestionable de Núria Espert nos animó a comprar las entradas. Desde el minuto uno de la representación tuvimos la certeza de que no habíamos errado.
Como es sabido, La violación de Lucrecia relata el terrible momento en que Tarquino viola a Lucrecia, esposa del general romano Colatino, tras ser hospedado en su casa y colmado de buenas atenciones. El cruel violador no logra reprimir sus instintos más bajos y sucumbe a sus malos pensamientos. Lucrecia, loca de dolor y de vergüenza por lo sucedido, escribe una misiva urgente a su querido esposo y, a su llegada, le relata lo sucedido para acabar arrebatándose la vida con un puñal, tras la petición de venganza y limpieza de su honor a un Colatino que no da crédito al cruento relato que ha escuchado. A través de este terrible episodio, Shakespeare plasma literariamente el final de la monarquía romana y la llegada de la República. 
La representación comienza con la interpretación de Núria Espert de sí misma, cuando se la ve ensayar, bisbiseando los versos, el texto de la obra. Minutos después, la actriz se transforma en narradora que da cuenta de las oscuras tentaciones que corroen la mente de Tarquino y de los acontecimientos terribles que irán teniendo lugar en escena. Pero, además, Espert da voz y vida al propio Tarquino, a Lucrecia, a Colatino y a un noble romano. Todo ello con una perfecta armonía y con una delicadeza asombrosa que presentan al espectador el hecho de que una sola actriz encarne hasta cinco papeles como un proceso natural, como si Núria Espert tuviera la capacidad innata de desdoblarse en otros personajes, pasando de uno a otro con una naturalidad absoluta. Para ello no precisa de grandes vestuarios, pues ella se vale de la modulación de su propia voz y de un bello juego con diferentes telas que funcionan como indumentarias de los personajes que encarna. Lo mismo sucede con el decorado. En escena aparecen simplemente una mesita, un sillón y una cama con dosel que representa la alcoba de Lucrecia, ese lugar mancillado por un loco pecador que deshonra a la esposa fiel. Esta escasa decoración se completa con la voz de la actriz, con sus palabras, con sus pausas, con sus entonaciones, con sus gritos, con sus sollozos... pues no hay mejor decorado que una interpretación sublime. La sencillez escenográfica predomina para ensalzar la palabra, pues en ella radica el verdadero germen dramático.
Baste citar como ejemplo el magistral monólogo que pronuncia Lucrecia tras ser ultrajada en el que le pide al tiempo que se detenga y le dé "tiempo" a Tarquino para saber lo que es el dolor, la deshonra y el desprecio de sus amigos; o cuando contempla un lienzo que reproduce la guerra de Troya y se identifica con algunos de sus personajes. Son éstos dos de los momentos que erizan la piel del público pues Núria Espert crea un ambiente sobrecogedor que envuelve al respetable en una tensa atmósfera que llega a cortar la respiración.Y es que con un gusto exquisito y una sensibilidad desbordante, la actriz presenta  uno de los espectáculos que, a buen seguro, pasará a los anales de la historia del teatro. Prueba de ello son los aplausos infinitos de un público puesto en pie y absolutamente entregado que recibió al finalizar la obra, tras 80 intensos minutos sin descanso, en los que demostró la perfecta simbiosis a la que ha llegado con el poema shakesperiano. He aquí la muestra definitiva de que un buen texto unido a una magnífica intérprete es sinónimo de perfección. Una perfección que se traduce en otro gran éxito de esta sublime actriz, que vuelve a demostrar que es una auténtica "mujer de teatro". No hay mejor ni más bella definición para Núria Espert que ésta.

domingo, 5 de junio de 2011

103. "Epigrafías", de Manuel Rivera

Manuel Rivera toma asiento en el Aula de Poesía de Cambrils y observa circunspecto y tímido al auditorio allí congregado. En la mesa, sus cuatro libros de poemas, sobre los que posa las manos como si se encomendase a ellos antes de someterse a este brete de tener que darse desde la íntima víscera de sus versos. Luego, al leerlos, esas mismas manos tiemblan sujetas a las páginas. En ese procedimiento tan suyo de trazar sinapsis entre su propia vida y la vida (real o ficticia) de otros,  Manuel Rivera pudiera estar pensando, mientras lee, que su amada Poesía es a veces ese Carl Denham que obliga a la exhibición, tan grata a los que intentan medrar como mercenarios del poema, pero tan lejos del natural discreto de quien siente la poesía como una vocación. Por eso, en las solapas de su último libro, Epigrafías (Silva Editorial), ni siquiera hay una foto del autor ni un breve currículum. Trasunto de esa actitud vocacional son los poemas “Escalada” o “Ipanema”
De Epigrafías ya hemos adelantado alguno de sus rasgos más definitorios. Hay en el libro una presencia muy marcada de la veta culturalista, aunque no a la manera, algo críptica, del primer Luis Alberto de Cuenca porque, como dice en “Elección”, las palabras pueden ser “puertas a la calle o entrada al laberinto” y Rivera, sin adulterar el necesario arcano del poema, ofrece diáfanos sus versos. Las referencias culturales son, a veces, meras estampas, válidas per se; otras buscan extraer alguna reflexión de muy diversa índole pero, en cualquier caso, siempre parecen invitar al lector a completar su lectura tras el último verso. Y así, desfilan por el libro escritores como Montaigne, Gil de Biedma, Joyce, Svevo, Oscar Wilde o Antonio Machado; músicos como Pete Seeger, Xesco Boix o Jobim y Vinicius de Moraes; pintores como Miró, Giotto o Abbott; el lingüista Humboldt; religiosos como Junípero Sierra o Escrivá de Balaguer; el director de cine Pasolini; y personajes históricos mitificados tan dispares como Edmund Hillary y Tenzing Norgay,  Hildegart Rodríguez, Lucía Palladi o Martín Vázquez de Arce.
Como hemos dicho, estas alusiones culturales son un fin en sí mismas pero también un medio para la vertebración de diversos temas. Así, se percibe en el libro una nostalgia del pasado, unida al recelo que suscita el presente y el futuro, como ocurre, entre otros, en la magnífica gradación del poema “Paraíso”: “bajorrelieves de Nínive/ galerías del Británico,/petróleo de Irak”. Otras veces, esta añoranza del pasado se presenta mediante contrastes con la modernidad, como esa vía del tren que pasa junto a la masía de Miró en “Espejismo”.
Abundan en el libro reflexiones metapoéticas, que colocan la escritura como un ejercicio donde se cifra la supervivencia “porque las palabras saben de nosotros/más que nosotros mismos”. La poesía “es un alambre” por la que discurre el poeta y sólo “las palabras le sustentan” para no caer al abismo de “abajo, el descampado”. También se recupera la vieja frustración becqueriana del poeta que no alcanza en el poema la plenitud de su visión primigenia: “¿para qué esta obra,/cuando fue tan bello soñarla?”, dice Giotto en “El sueño del Arte”.
Entre la heterogénea miscelánea temática, imposible de resumir aquí, destacan también algunos poemas sociales que protestan contra los abusos de los dictadores o se apiadan de los indigentes; los existenciales, como aquel precioso donde el legendario auriga de Tarraco, Eutyches, se lamenta de haber conocido la gloria sobre una biga pero no sobre una cuadriga; o los poemas amorosos, que a veces se tiñen de erotismo como en “Goliardesca”.
Cuando Rivera acaba su lectura, sus libros sobados han quedado humedecidos por el sudor de sus manos nerviosas. Y quizás no haya mejor metáfora que esa mezcla de tinta y sal.

domingo, 29 de mayo de 2011

102. Ramón García Mateos

Aquel “niño asombrado en Salamanca” es hoy un hombre robusto de barba florida, uno de esos hombres al que elegirían las viejas a la vera del fuego para el héroe de sus consejas. Noble reciedumbre como la del venerable muro ciclópeo que esconde tras la dura piedra el temblor cromático de olvidados frescos. Aquel niño al que “se [le] volvieron tristeza las canicas”, juega hoy al juego serio de ser poeta. Su voz profunda bien pudiera servir para la arenga espartana; sin embargo, brota para derramarse abonando la cadencia de un verso de tierra y, en su queja, hay también un algo épico, porque “no es más noble el soneto que la copla” y hasta ésta puede llegar a ser el hexámetro del alma cuando grita la epopeya de las vidas. La voz de Ramón, que es la voz heredada de todos los muertos que tuvieron voz, que la tienen todavía cuando alientan su escritura y le acostumbran a “contemplar las cosas con las mismas palabras con que otros las miraron”. Los muertos que “ofuscados reniegan del olvido” y de los que hereda “la palabra para conjurar la derrota que profana la delgadez del tiempo”. Y así, la voz de Ramón es epifanía triunfante de la voz de Machado, cuando el alma queda embebida en un paisaje crepuscular mientras suena la eterna “música del agua”; o es la voz de Gil de Biedma cuando las palabras prolongan las horas “compartiendo un cigarro y algún vaso de vino”; o la de Bécquer, si el poeta va persiguiendo “el eco de un poema” y “la estela de [unos] ojos”; o la de Juan Ramón Jiménez, “raíz y luna”; o la ebria de poesía de Claudio Rodríguez; o la combativa de Blas de Otero y José Alfonso; y la de tantos otros. Muertos ilustres pero también los muertos “sin remedio y sin fosa” porque sólo nos queda su memoria y no hay que olvidar su melodía.
Prendido de la memoria como del amor, que acaso es lo mismo: “amarrado a tu aroma, / peregrino de un beso, / prisionero en tu boca”, entregado a la plenitud del deseo, religión sacrílega de la piel mientras cae irreverente el agua y enloda “la luz cenital de las verdades”.
 El pasado jueves nos convocaste, Ramón; “venid todos”, nos dijo el olifante de tus versos y allí acudimos “los soñadores [y] los enfermos de luna” para ser esa tarde de ti, cubiertos de tinta, versos tuyos también nosotros, modelado nuestro corazón con el cincel de tu generosidad, fuimos a recuperar contigo tu reino sin fronteras, a levantar tu patria desolada, legión incondicional de ruidosos bereberes, grafiteros de tu evangelio “en las paredes de los hospitales y en el atrio de las iglesias […] en las ventanas de los ministerios y en el vestíbulo de los palacios”. Para ser tierra y sementera y “roturar barbechos con palabras”, las tuyas; para ayudarte en el misticismo comunitario de los corazones encogidos a buscarte en la esencia a que aspiras, ese “latido auroral del primer hombre”, que te explique. Sentimos tu Rumor de agua redonda rodar sus cangilones al son de una guitarra goliarda y, cerrando los ojos, alcanzamos la cima “donde suenan las campanas con el alba y crece el bosque hasta el vértice del cielo […] donde se cruzan las hablas y en una torre en ruinas reverberan, para buscar los sonidos que envolvían las antiguas palabras, la savia de los árboles y el amargo sabor de la memoria”. Y allí, en ese lugar, “en la frontera misma de todos los recuerdos/, donde habit[a] el temblor de la inocencia/ […], donde la vida reverbera/ en arpegio de luces que ciega los oídos/, […] [en el] territorio del alma sin herida y sin nombre”, allí te reconocimos.  Porque nosotros sí sabemos de dónde vienes; porque sabemos por qué escribes; porque sabemos quién eres, Ramón García Mateos.