domingo, 11 de septiembre de 2011

118. Tópicos

Escribo este artículo desde la firme voluntad de desterrar de nuestras letras a esa bestia negra que asola al lenguaje periodístico español llamada “tópico”. Ante tan noble empresa,  prometo poner toda la carne en el asador, aunque mucho me temo que no sea suficiente y tenga que apelar a la ayuda de las meigas, que haberlas haylas, unas meigas ilustradas, se entiende.  Algunos estamos ya cansados de escuchar por activa y por pasiva y hasta la saciedad las mismas tediosas frases que saltan a la palestra informativa ya sin pudor alguno, como si la capacidad lingüística del redactor de turno se hubiera tomado unas largas vacaciones y sestease sobre la arena de alguna playita, al calorcito del solecito, entre olor a pescaíto frito, con su cervecita, bajo la sombrillita de florecitas y todos los –itos que se quieran.
El nocivo ejemplo se ha extendido por toda la geografía española y está haciendo mella entre la mayoría de  ciudadanos y ciudadanas (esto sí que es violencia de género) que asumen como algo normal semejantes ripios y los incorporan a su lenguaje cotidiano. De todos y todas es conocido el importante papel que juega el lenguaje periodístico en la conformación de nuestros hábitos idiomáticos y, por ello, la responsabilidad que acarrea su uso, uso que está hoy en las antípodas del buen gusto, buen gusto adulterado en el paladar de la palabra por los desagradables tropezones del tópico, tópico que empaña la enorme riqueza de nuestro vocabulario, vocabulario instalado en el fácil cliché. El tópico ha impactado contra nuestro idioma y el siniestro se ha cobrado varias palabras muertas y otras tantas malheridas. Y aunque críticos y filólogos no cejan en su empeño de lavarle la cara a esta situación, el asunto es el culebrón del verano sólo que durante todo el año.
Junto al lenguaje, se está convirtiendo también en tópica la puesta en escena de los telediarios. Hoy se estila el buen rollito de los presentadores. El telespectador aguarda pacientísimo a que éstos acaben de contarse su vida el uno al otro o a que terminen con la retahíla de chascarrillos que sólo a ellos hacen gracia, para enterarse de una vez de las noticias y, cuando al fin parece que han decidido centrarse en su labor informativa, tenemos que soportar heridos en el amor propio que nos tuteen, como si estuviéramos con ellos en el ambiente tabernario en el que han convertido los estudios televisivos. Oiga, que yo a usted no le conozco de nada, así que no me tutee, por favor. Que no, que no soy su amigo, sólo quiero que me explique de una vez las noticias. Y entonces sí, nos hablan de nuestra Roja, que debe de ser la Pasionaria, por lo menos, del clásico, que debe de referirse a Garcilaso, digo yo, de nuestro Rafa Nadal, de nuestro Fernando Alonso, con el determinante bien clarito delante, como si los hubiéramos parido a todos, y cuando algún atleta gana una medalla, se nos dice que la “hemos ganado”, menudo mérito, desde el sofá de nuestra casa. Oiga, que yo no he ganado nada y mañana tengo que seguir madrugando para trabajar, si es que no estoy en el paro. ¿Qué narices he ganado yo? Y si es una expresión para aglutinar a través del deporte la conciencia nacional, craso error, eso es políticamente incorrecto, que en este país multicultural, multilingüe, multisexual y multigilis cada cual tiene su idiosincrasia y no se está teniendo en cuenta el “fet diferencial”, por favor qué falta de respeto.
Este no será, desde luego, el artículo del siglo, aunque ya encontraremos algo que lo sea, porque hoy todo puede aspirar a ser el acontecimiento del siglo, pero quizás mueva alguna conciencia. Aunque, bien mirado, hacer un artículo sobre el uso de los tópicos, es en sí un tópico más. Pero bueno, se non è vero è ben trovato.

TÓPICOS DE ESTE ARTÍCULO
  • La bestia negra. Hay que lavar esa bestia, que de tanto usarla tiene mugre.
  • Poner toda la carne en el asador. Debe de estar ya chamuscada la carne.
  • Meigas, haberlas haylas. Ripio para escépticos; al final te lo tienes que creer.
  • Por activa y por pasiva. Los redactores repiten mucho este tópico. Este tópico es repetido muchas veces por los redactores.
  • Saltar a la palestra. Son tópicos ataviados de gladiadores.
  • Diminutivos en -ita. Es curioso, cuanto más diminutivos se colocan, más formidable parece el plan.
  • Geografía española. Yo pensaba que la geografía sólo se estudiaba; ahora también se puede transitar.
  • Ciudadanos y ciudadanas. Paridad made in Bibiana.
  • Violencia de género. Las palabras tienen género, las personas sexo.
  • Jugar un papel. ¿Cómo se juega a eso?
  • Uso...uso, etc. Anadiplosis en toda regla. Si es que tenemos unos periodistas poetas.
  • Empañar. El tópico, que nos ciega.
  • En las antípodas. Jolín, qué lejos.
  • El siniestro se ha cobrado... Si es que con la izquierda, ya se sabe.
  • Lavar la cara. Debe de estar impoluta ya.
  • El culebrón del verano. Tan familiar que ya no le tememos. Hay quien lo saca a la calle como mascota.
  • La Roja. Se lo hemos mangado a los chilenos.
  • El clásico. Un clásico de los tópicos.
  • Nuestro Rafa Nadal. Debe de estar agobiado el chaval, dejémosle algo de independencia.
  • Políticamente incorrecto. Menudo descubrimiento que nuestros políticos hagan lo incorrecto.
  • Multitodo. Tópico polivalente.
  • Idiosincrasia. Yo no sabía que tenía eso, doctor. ¿Es grave? Lo utilizan mucho los idio...sincrásicos.
  • Fet diferencial. Que se resume básicamente en "no sóc espanyol".
  • El (lo que sea) del siglo. Joder, y eso que lo acabamos de empezar como aquel que dice.
  • Mover conciencias. Tópico para cocteleros pacifistas.
  • Se non è vero è ben trovato. Tópico para demostrar que sabes idiomas. El tópico no tiene fronteras.

domingo, 4 de septiembre de 2011

117. Ventriloquia literaria

Al término de su novela Amor se escribe sin hache, Jardiel Poncela añade un apéndice titulado “Opiniones que habría merecido el presente libro a algunos personajes ilustres”. En él, Jardiel Poncela imita el estilo literario de algunos importantes escritores de la época parodiando las opiniones que éstos habrían vertido en relación a su libro. En todas estas parodias, incluso en las que el parodiado no sale precisamente indemne, se adivina la cariñosa voluntad con la que Jardiel rinde homenaje a sus colegas de profesión. Son muy divertidas las que dedica a Azorín o a Víctor Pradera, entre otros.
Yo no albergo la esperanza de que ninguno de los grandes escritores de hoy lea mis artículos, y casi lo celebro porque así evito el rubor y el acomplejamiento que ello me produciría. Pero si leyeran el de hoy y supieran que pienso remedar aquel apéndice de Jardiel Poncela con ellos, quizás opinarían más o menos así:
Muñoz Molina: “Acunado por el movimiento monótono de este tren eterno que pasa sin detenerse por todas las estaciones pero ninguna es la de Mágina porque Mágina es quizás ya una entelequia forjada por la infancia y la infancia ya no existe y de la nada no puede venir nada, me evoco a mí mismo en esta duermevela que produce el traqueteo del vagón, me evoco con el color ocre de la memoria, aunque sólo han pasado unas pocas horas, sentado solitario esperando en la madrugada el tren en la estación de Tarragona, hojeando el periódico local donde aparece mi nombre, mi identidad en letras de molde, papel caduco, y al deletrearlo se me antoja que no soy yo aquel de quien están hablando, que es otro”.
Juan Marsé: “Ha escrito su artículo con ese afán pijoapartesco del charnego que quiere redimirse mediante la cultura, para medrar en el espacio utópico claramuntiano que todavía no le ha sido concedido. Lo ha mandado a la sede del periódico, sito en la calle Domènec Guansé, número 2, cruce con la Rambla del President Companys. Al día siguiente, Juan lee la columna, dibuja una mueca irónica en su rostro, la boca en una semisonrisa torcida de viejo lobo de mar y, con un gesto firme pero liviano a la vez, tira el periódico a la papelera y se aleja a lo Humphrey Bogart mientras el viento juega caprichosamente con las hojas del diario.
Pérez Reverte: “Resulta que ahora los columnistas de tres al cuarto de los periodicuchos de provincias tratan lamentablemente de reparar su alarmante falta de imaginación imitando a escritores ya consagrados. Es el caso de uno de Tarragona a quien cuatro gilipollas lameculos que querrán medrar a su costa viendo su nombre en alguno de sus mediocres artículos, le han debido engañar diciéndole que tiene dotes para la escritura, hasta el punto de envanecerse tanto que se atreve ya con los que llevamos en esto más de 20 años. Pues, no chaval, a mí no me la cuelas. Así que vete poniendo el flotador que para surcar estos mares, piratilla de mierda, se necesita una patente de corso”.
Antonio Skármeta: “A mí la iniciativa me ha parecido choriflai, aunque debo decir que hasta a mí, chileno como soy, me ha costado cacharlo. Pero que siga la chacota y el carrete literario porque este smog no contamina. La cosa fue así: cuando leí la parte tocante a mi persona di grandes saltos de alegría. Y pensé, ¡caray! Alguien se acuerda de mí. Lo digo más que nada porque en las librerías españolas no se me ve. De vez en cuando mi carterito pero nada más. Así que gracias de corazón a este cura penitente de las letras y barbero trasquilador de farsantes”. Y yo: “gracias a usted, don Antonio”. Y mutis por el foro. Telón.

miércoles, 31 de agosto de 2011

116. La elegancia del erizo

Una de mis lecturas estivales ha sido La elegancia del erizo, novela que me ha sorprendido gratamente, puesto que a medida que he avanzado en su lectura, la historia me ha cautivado. La fuerza de la obra reside en tres de los personajes: Reneé, una señora poco agraciada que trabaja como portera de un prestigioso inmueble del número 7 de la calle Grenelle de París; Paloma, una inteligentísima niña y el señor Ozu, un empresario asiático que consigue que dos almas tan dispares y a la vez tan iguales hallen el consuelo que necesitan la una de la otra. 
Se trata de una novela fuertemente culturalista, pues son muchas y muy variadas las referencias a todos los ámbitos del saber que en ella aparecen, hecho que no es de extrañar puesto que las dos protagonistas encuentran en el Arte su particular refugio, su escondite en el que se sienten protegidas del materialista e hipócrita mundo en el que han de vivir o, mejor dicho, sobrevivir. Así le sucede a la portera, quien posee unas inquietudes intelectuales vastísimas que enriquecen su espíritu en una sociedad carente de anhelos de belleza. Nadie se imagina que una mujer tan aparentemente vulgar como Reneé pueda disfrutar de una vida interior tan rica y tan profundamente nutrida de Saber con mayúsculas. Éste es su gran secreto y por ello posee la elegancia de un erizo: "(...) por fuera está cubierta de púas, una verdadera fortaleza, pero intuyo que, por dentro, tiene el mismo refinamiento sencillo de los erizos, que son animalillos falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes". Esta vida secreta la disfruta aislada de los demás, de quienes no son capaces de descubrir la verdadera esencia del ser humano, sino que juzgan a las personas únicamente por su condición social. Ningún morador de la calle Grenelle imagina que esa portera huraña es un alma solitaria tremendamente sensible que encuentra alivio existencial en la belleza del Arte.
Paralelamente a Reneé conocemos a Paloma, una joven de doce años que, hastiada del falso mundo que rodea la acomodada vida de su familia, ha decidido suicidarse. No obstante, mientras llega el día señalado se dedica a escribir dos diarios, uno en el que recoge ideas profundas y otro - titulado "Diario del movimiento del mundo"- con el que intenta hallar "algo lo bastante estético como para darle valor a mi vida", una vida  incomprendida por los demás. Las reflexiones que realiza en ambas bitácoras son dignas de admiración y consiguen, cuanto menos, que el lector reflexione sobre temas muy diversos que no carecen en ocasiones de una afilada y crítica veta. Bellísimos son los pensamientos que versan sobre la literatura y la gramática: "(...) cuando se estudia gramática, se accede a otra dimensión de la belleza de la lengua. Hacer gramática es observar las entrañas de la lengua, ver cómo está hecha por dentro, verla desnuda (...)".
La silenciosa y solitaria vida de ambas mujeres se ve alterada por la llegada al edificio de un nuevo inquilino, el señor Ozu, un hombre que es capaz de ver más allá de las apariencias, que tiene el don de valorar a las personas por cómo son y no por lo que aparentan ser. Gracias a él Paloma y Reneé entablan una bella amistad que supera las barreras de la edad; una relación basada en la comprensión, el respeto y en la posibilidad de compartir inquietudes artísticas, literarias e intelectuales que les acercan y hermanan. Ambas comienzan a vislumbrar que la vida tiene sentido y que la búsqueda de la belleza entre tanta fealdad mundana merece la pena ser compartida. Asimismo, el señor Ozu revive en Reneé sentimientos que creía no haber tenido nunca, por lo que se revela ante ella como un hálito de esperanza ante tanta desilusión existencial. A través de largas conversaciones, de la magia de la palabra compartida, se teje un vínculo muy especial entre estos tres personajes. 
La elegancia del erizo se presenta, pues, como una oda a la amistad verdadera, al amor puro y al Arte en general, tres valores que están siendo desvirtuados en la sociedad tan superficial en la que vivimos. Muriel Barbery ha sabido dar vida a tres almas puras, que no han caído en la corrupción de las falsas apariencias y que, a través de sus avatares, ayudan al lector a reflexionar sobre la importancia que tiene el Arte en general y la Literatura en particular en la vida del ser humano, pues ¿quién no se ha sentido alguna vez un erizo?, ¿quién no ha hallado consuelo en la literatura ante una cotidianeidad monótona?, ¿quién no ha salido fortalecido al tropezar con personas con las que compartir sus  inquietudes intelectuales?
Mas, sobre todo, esta novela es un canto a la vida ya que los personajes acaban encontrando el sentido de la suya, aunque ésta no sea siempre benevolente con ellos. Preciosa es la reflexión sobre este tema: "(...) quizá sea eso la vida: mucha desesperación pero también algunos momentos de belleza donde el tiempo ya no es igual".
Tomemos ejemplo de esta novela y sigamos buscando la belleza en un mundo que en ocasiones se nos presenta poco agraciado y hagásmolo de la mano de la buena literatura como ésta.

domingo, 28 de agosto de 2011

115. Las bicicletas son para el verano

Justamente hoy, habría cumplido 90 años Fernando Fernán-Gómez. Siempre el verano estuvo vinculado de alguna manera especial a su vida. En verano celebraba nuestro autor su cumpleaños y al verano le debe su más jubilosa experiencia amorosa junto a Emma Cohen. O quizás aquel “mi mejor verano” se lo deba simplemente a Emma. Qué más da: sucedió en verano. Pero también hubo veranos en los que Fernando Fernández (el nombre artístico llegaría después tomando el modelo de su madre Carola Fernán-Gómez) hubo veranos, digo, en los que vio cómo se truncaban los cumpleaños de muchos o cómo el odio alistaba para su ejército el corazón de los hombres. Son los años de la guerra civil y la posguerra españolas.
El testimonio de aquella etapa negra de su historia, de nuestra historia, es el que recoge una de sus obras más aplaudidas: Las bicicletas son para el verano, Premio Lope de Vega en 1977, aunque estrenada en 1982. El título de esta obra de teatro se debe a un pasaje de la misma en el que Luis le pide a su padre una bicicleta; éste le responde que se la comprará más adelante, a lo que Luis replica que más adelante no le servirá de nada porque “las bicicletas son para el verano”. El padre de Luis nunca podrá comprarle la bicicleta porque ese mismo año estalla la guerra y se acaban todos los veranos de la infancia.
El tema de la guerra civil ha sido y es uno de los motivos más frecuentados por nuestros escritores. Hoy todo el mundo se apunta a este nuevo reflorecimiento del tema cainita. Ya en su día denuncié el oportunismo con el que algunos se han subido a este carro; es legítima y hasta necesaria una literatura de la guerra civil que nos ayude a recordar, a no volver a equivocarnos y a restaurar la dignidad de sus muertos. Quien tenga esos valores en mente a la hora de emprender una obra así actuará siempre con nobleza; pero quien lo haga desde una posición meramente lucrativa es un inmoral. De estos hay algún ejemplo lamentable de sentimentalismo barato que explota el dolor ajeno para medrar.
La obra de Fernán-Gómez está al margen de todas estas consideraciones. Primero, por su cronología. Publicada a los dos años de morir Franco, la obra debió de simbolizar para muchos de los que asistieron al estreno del 82 el nuevo verano de la democracia tras el largo invierno de la dictadura, aunque probablemente no fuera esa la intención de su autor. Segundo, por su sincero valor testimonial. Con su veta marcadamente autobiográfica (es recomendable una lectura paralela de las memorias del autor, El tiempo amarillo. Memorias (1921-1987)) se evita la descripción de los hechos desde el lenguaje de la crónica; tampoco está presente cualquier tipo de resentimiento que habría propiciado la caída en el maniqueísmo. Es simple y llanamente la experiencia cotidiana de una familia durante aquellos terribles años: el miedo, la incertidumbre informativa, los rumores, los cambios en las formas más elementales de la vida diaria, todo sujeto a las peculiaridades propias de los personajes, que están siempre en primer plano. La guerra es el telón de fondo (los ruidos de las bombas y metralletas en la lejanía) pero se vive desde esa intrahistoria que acuñara Unamuno, no la de los grandes nombres, no la de las batallas, sino la de la piel de un ser humano sometido a las atrocidades de cualquier guerra; por eso mismo, aunque las referencias a la realidad específicamente española de aquellos años son frecuentes, la obra aspira a la universalidad.
La lectura de la obra nos ayudará también a valorar nuestra cotidianeidad, a la que en ocasiones tachamos de rutinaria sin saber que la rutina es, a veces, el indicio más fehaciente de la felicidad. Hoy es muy frecuente y, ciertamente muy rutinario, por ejemplo, ver a los niños montando sus bicicletas en verano.

domingo, 21 de agosto de 2011

114. Los días del arcoíris

Cuando se lee a Antonio Skármeta, uno experimenta la ingenua esperanza de poder reconciliarse con el género humano. Los personajes creados por el escritor chileno en sus novelas están concebidos desde una insobornable filantropía merced a la cual nos son presentados como almas limpias, transparentes, generosas y entrañablemente cándidas. Son, en definitiva, buenas personas. Esta marcada bonhomía no se asienta, sin embargo, sobre una concepción maniquea de los caracteres que pudiera originar, por contraste, la separación entre los buenos y los malos. El desarrollo de sus personalidades fluye de manera tan natural que las aceptamos sin escepticismo y nadie nota en su construcción soldaduras que pongan de manifiesto el trabajo literario del novelista. Tampoco son, pese a su nobleza, personajes que aspiren a ser ejemplo de nada. Su profunda humanidad los hace imperfectos, seres reales de carne y hueso; no son héroes épicos pero sus limitaciones y la conciencia de las mismas los dignifican en ese heroísmo cotidiano del vivir.
Así son los personajes de Los días del arcoíris, el último libro de Skármeta. Ambientada en Santiago de Chile, la novela está inspirada en los hechos reales sucedidos durante 1988 en aquel país, cuando Pinochet, en un intento por legitimar la dictadura ante el mundo, llama a los chilenos a participar del plebiscito cuyo resultado debía decidir la continuidad del dictador en el poder o el cambio de gobierno. El bando de Pinochet encarga la promoción de su candidatura a Adrián Bettini, prestigioso publicista defenestrado por el régimen; pero éste se niega y opta por dirigir la campaña del “No”, es decir, la de la oposición. Bettini dispone de 15 minutos en la televisión para convencer a un pueblo, el chileno, instalado en la abulia y la desidia; desmontar 15 años de dictadura en 15 minutos.  La historia de Bettini alterna con la voz narrativa de Nico, que ve cómo los esbirros del régimen secuestran a su padre, el profesor de filosofía, delante de toda la clase, y que se suma a esa lista inolvidable de personajes entrañables de los libros de Skármeta como aquel Mario de El cartero de Neruda o el Ángel Santiago de El baile de la Victoria. 
La novela penetra de manera mordaz en los abusos de la dictadura, engrosando la larga tradición que sobre esta temática ha ido generando la literatura latinoamericana. Especialmente skarmetiano es el recurso de utilizar la metaliteratura, en este caso como arma de combate para atacar al régimen. Así, desfilan por el libro Pavlovsky, Plauto, Shakespeare, Neruda, el Arcipreste de Hita o la cantante Violeta Parra, entre otros, que forman un maravilloso ejército de palabras contra el ejército de las armas; también aparecen ejemplos filosóficos como el del mito de la caverna de Platón muy bien traídos para ilustrar la situación del país andino durante aquellos años. Skármeta ha querido indagar en el espíritu chileno y, prueba de ello, son los numerosos chilenismos utilizados durante las intervenciones de los personajes, que harán las delicias de los amantes de la lexicología. La sencillez narrativa de Skármeta comulga con la caracterización de los personajes y es uno de sus encantos. El libro adolece, tal vez, de cierto decaimiento en la tensión narrativa durante el último cuarto de la novela, donde se dan solución a algunos frentes argumentales que permanecían abiertos y que se cierran con cierta precipitación y sin el esperado efectismo imaginativo al que nos tiene acostumbrados el autor.
Han pasado 23 años desde aquel crucial plebiscito que inspirara a Skármeta para su novela. Hoy, cuando se estilan otros plebiscitos de juguete que ofenden a la grandeza de aquel, yo me refugio en la sencillez auténtica de Skármeta y voto “sí” a la soberanía del imperio de la buena literatura.

domingo, 14 de agosto de 2011

113. Ucronía lorquiana

En el cementerio de San José, en Granada, se ha congregado una multitud de personas para honrar la memoria de los fusilados de la Guerra Civil. Las tapias del propio camposanto fueron el mudo testigo de los fusilamientos. Los muertos fueron enterrados allí mismo, en una fosa común. Se leen manifiestos, hay vivas y mueran, discursos graves pronunciados con ese atropellamiento disculpable que confieren la reivindicación de la dignidad y la emoción.  La muchedumbre escucha cabizbaja, los ojos fijos en la tierra y, de vez en cuando, levanta la mirada y la dirige a alguien que, al hilo de las palabras del orador, ha interrumpido inopinadamente el discurso. Lo ha hecho entre dientes, apenas un murmullo gutural, primitivo en su queja, humo lastimero de alguna quemazón del alma.
El  periodista que ha sido encomendado para cubrir la noticia, se mantiene a cierta distancia del acto. A su izquierda se abre un camino de tumbas; una de ellas le llama la atención por su lápida blanquísima. Se dirige hacia allí. Las chinas del sendero crepitan bajo sus pies y apagan la voz del orador. Cuando se sitúa ante el sepulcro, lee el epitafio: “Federico García Lorca (1898-1998)”. Sobre la lápida hay una rosa marchita y un papel arrugado sujeto con celo a la superficie. En él, unos versos borrosos que probablemente el paso del tiempo y la lluvia han hecho ilegibles. El periodista sonríe melancólicamente al recordar la última entrevista que Lorca concedió antes de morir, precisamente a él. Todavía lo evoca sentado ante su piano de la Huerta de San Vicente, vestido de blanco pulquérrimo con aquel traje que no se acomodaba ya a su ancianidad, y su franca sonrisa hospitalaria al verlo entrar por la puerta y acudir con su eterna cojera a estrecharle la mano. Aunque le incomoda hablar de la guerra, Lorca desvela algunos detalles interesantes. Le cuenta su viaje a Granada desde Madrid, durante los primeros días del conflicto, desoyendo todos los consejos de sus amistades y cómo, cuando las cosas se pusieron feas, acudió a su amigo falangista Luis Rosales,  quien le ocultó en la planta superior de su casa de la calle de Angulo; cómo un día los Rosales reciben la visita de Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA, que viene a detener al poeta. Afortunadamente, Luis Rosales se halla en casa en ese momento y apela a su rango para impedir la detención. Ruiz Alonso se marcha airado. Lorca contempla desde la ventana cómo se disgrega en la calle el operativo militar comandado por Ruiz Alonso. Entre los visillos de las cortinas de su refugio, Lorca asegura haber visto detenidos a Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, dos banderilleros muy conocidos en Granada. Esa misma noche, continúa Federico, Luis Rosales le aconseja pasar a zona republicana porque no puede asegurarle la protección en adelante: ha arriesgado su vida y no tendrán tanta suerte la próxima vez. Lorca vuelve de incógnito a su casa de la Huerta de San Vicente, donde su padre tiene escondido a su amigo Alfredo Rodríguez Orgaz, quien tiene intención de pasarse a zona “roja” merced a la ayuda de unos campesinos amigos de la familia. Federico decide acompañarlo y, al amparo de la luna, llegan sanos y salvos a Santa Fe.
Luego vendrán el exilio y el posterior retorno y enclaustramiento en su casa de Granada...
Se oyen unos aplausos finales. Los manifestantes empiezan a dispersarse como sombras hacia la salida del cementerio. Ha comenzado a llover. El periodista interrumpe sus recuerdos. Vaya, no ha cubierto la información para el periódico. Corre presuroso en busca de alguien a quien entrevistar. El sepulcro de Lorca queda otra vez solo. La lluvia acaba por borrar totalmente los versos del papel.

Ucronía: Reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder

  • En el cementerio de San José de Granada fueron fusiladas cerca de 4000 personas.
  • Efectivamente, Federico podría haber salvado la vida si no hubiera decidido abandonar Madrid para marcharse a Granada. Le pudo un ingenuo exceso de confianza.
  • Luis Rosales ocultó a Federico en su casa cuando éste conocía ya que lo estaban buscando. Pero cuando Ruiz Alonso viene a detenerlo, no están ninguno de los hombres de la casa y la detención se lleva a cabo sin dificultad. Meses antes, Ruiz Alonso había salvado la vida tras un accidente de tráfico en el que su coche chocó con un camión.
  • Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, los banderilleros, fueron fusilados junto a Lorca en el barranco de Víznar el 19 de agosto de 1936. El próximo jueves se cumplirán 75 años.
  • Alfredo Rodríguez Orgaz se oculta en casa de los Lorca antes de que éste haga lo propio en la de Rosales. Federico se niega a acompañarlo a zona republicana porque todavía cree que el conflicto no va a durar. De haberlo hecho, habría salvado la vida.
  • No existe ninguna tumba de Federico García Lorca. Pero el barranco de Víznar donde se le supone sepultado en una de las diversas fosas comunes que hay allí, recibe innumerables visitas cada año. No hay rosas marchitas ni versos borrosos en ninguna lápida:  el barranco es un jardín de flores y un enorme libro de visitas donde dejan sus versos los peregrinos. Los tenaces exhumadores quieren una lápida con rosas marchitas y versos borrosos en un cementerio.
  • Véase también mi "Ucronía hernandiana"

domingo, 7 de agosto de 2011

112. La canción del verano

Todo el mundo conoce el concepto de “canción del verano”: melodías ligeras y optimistas, estribillos pegadizos y letras sin demasiadas pretensiones. A la canción del verano se lo perdonamos casi todo: la banalidad de sus temas, su ingenua simplicidad, la machaconería de su estructura… Simplemente es la canción del verano y no buscamos en ella filosofía alguna, más allá del tarareo autómata, el simpático baile o la evocación amable de la vida despreocupada y ociosa que se disfruta con el ritmo deliciosamente lento y legañoso de las vacaciones.
El problema de algunos artistas es que creen que se pueden permitir el lujo de componer canciones del verano durante todo el año quizás sin ser conscientes de que fuera del género y de la estación en cuestión, termina ya la inmunidad. Es difícil comprender cómo un cantante que dedica meses a la creación de su disco, privilegio del que no todo el mundo goza para la consecución de sus objetivos profesionales, pueda presentar sus trabajos con el poco esmero con que algunos lo hacen. No me refiero ya a las melodías, que eso va a gusto del consumidor, sino a la factura de las letras. La canción es un arte emparentado con la poesía y, de hecho, la poesía, en su origen, fue canto antes que nada. Por eso, del mismo modo que a la poesía se le reclama un ritmo y una cadencia especiales engastados en el molde de la palabra, a la canción, que ya de por sí tiene congénitos el ritmo y la cadencia, debe exigírsele el cuidado de la palabra.
La lista de canciones que adolecen de esta escasa atención al cuidado de las letras podría ser larguísima. Para abreviar y, de paso, para evitar las iras de los seguidores incondicionales de algunos cantantes, señalaré sólo unos pocos ejemplos de los errores más comunes y me atendré a las canciones que he oído durante el día en que escribo este artículo.
Uno de estos errores es el de rimar como sea. El cantante necesita una palabra que rime con la última palabra del verso anterior y entonces escoge una cualquiera, aunque no venga a cuento, o una pobre palabra comodín que rompe el pretendido contenido lírico de la canción. Otra opción es cambiarle el acento a una palabra, como hace Alejandro Sanz en su canción “Mi Peter Punk”: “si no me entiendes, no te entiendo y al revés / que hay cosas que dependen del interpreté”. Alejandro decide que la palabra “intérprete” debe dejar de ser esdrújula, la convierte en una aguda pero ¡ah!, la rima le cuadra. ¿En meses de trabajo esta es la única solución que se la ha ocurrido?
Luego están las letras que no tienen sentido por más que uno se rebane los sesos en intentar encontrárselo. Ana Torroja canta en su “Habitación helada”: “Es que se te olvidó, /corazón, / tu vida no es mejor / sino yo / como un encendedor / que alumbra tu calor”. ¿Quién es mejor, ella que la vida del otro? ¿Se puede ser mejor comparándose con un mechero? ¿Se puede alumbrar el calor? No entiendo nada.
También están los que se las quieren dar de ingeniosos y se limitan a concatenar una serie de sintagmas que, mediante juegos de palabras, aspiran a la sorpresa pero cuya ligazón en el conjunto de la canción es nula. Melendi, después de unos cuantos porros, escribió esto: “Y esa Juana sin Arco / y ese Bill sin Gates / aquella foto de aquel narco que viste de beis / y esa cabaña en el lago / sé lo que hicisteis el último verano”. ¿Alguien me aclara de qué va esta canción?
Cuando uno se para a analizar la desidia con la que se trabajan las letras de las canciones hoy en día, echa la vista atrás y encuentra en las hermosas historias de la copla y del bolero el respeto hacia las palabras, que es también el respeto hacia el que las escucha. Y no es que dichos géneros ostenten el monopolio de esa virtud pero hay en ellos la mano cariñosa del artesano, que hace su labor con paciencia, incluso en verano.

domingo, 31 de julio de 2011

111. El primer libro de Lorca

A principios de abril de 1918, los prestigiosos talleres granadinos de la Tipografía y Litografía Paulino Ventura Traveset, imprimen un libro titulado Impresiones y paisajes de un semidesconocido estudiante universitario llamado Federico García Lorca.  El autor ya había visto escrito su nombre en letras de molde a través de distintos artículos suyos publicados en revistas y periódicos, el primero de todos aquel que tituló Fantasía simbólica dedicado a Zorrilla en el centenario de su nacimiento y publicado en el Boletín del Centro Artístico y Literario de Granada en febrero de 1917. Se conserva también un manuscrito suyo de 1916 que tituló Mi pueblo y que se considera el primer texto literario escrito por el futuro poeta; en él describe, con un estilo marcadamente escolar, su niñez en Fuente Vaqueros. Sin embargo, Impresiones y paisajes es su primer libro.
La obra recopila las impresiones surgidas de los viajes de estudio que Lorca emprendiera entre 1916 y 1917 de la mano de su maestro Martín Domínguez Berrueta, a la sazón catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Granada. Berrueta, inspirado en el ideario pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza, otorgaba a estos viajes una importancia capital para la formación intelectual de sus alumnos. Merced a ellos, Lorca tomó íntimo contacto con el patrimonio artístico e histórico de España y conoció a figuras como Machado, en Baeza, o Unamuno, en Salamanca, que debieron de influir en su vocación, aún dormida, de escritor.
Aunque el libro está en deuda con las tendencias literarias imperantes en la época (el impresionismo de Azorín en las descripciones;  el modernismo de Rubén Darío y el decadentismo de Juan Ramón Jiménez en la languidez estetizante; el regeneracionismo de Machado en la posición crítica ante los paisajes y sus gentes), lo cierto es que hay momentos en los que Lorca se despoja del inevitable peso de sus modelos y deja entrever estilos e ideas propiamente suyas.
Así, los reproches a los cartujos de Miraflores, en Burgos, en cuya clausura ve un acto de cobardía y egoísmo y un intento vano de purgar sus pecados porque “sepultan aquí sus cuerpos pero no sus almas” y "el silencio y la soledad son los grandes afrodisíacos"; les reclama, asimismo, abandonar su retiro y acudir al mundo, donde serán más útiles:

"Si estos hombres desdichados por los golpes de la vida soñaran con la doctrina del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de frialdad [...] debían no huir del mundo, como hacen, sino entrar en él remediando las desgracias de los demás, consolando ellos para ser consolados" 

Los aullidos de los perros que oye desde su celda del monasterio de Silos, son descritos tétricamente y se anticipa así a la importancia que estos animales tendrán en su poesía como símbolo de muerte y de desolación:

"Hay algo ultrafuneral que nos llena de pavor en el aullido del perro [...]. Sí, es la muerte, la muerte, la que pasa por los ambientes con su enorme guadaña ensangrentada que los perros ven a la luz de la luna... Es la muerte inevitable que flota en los ambientes en busca de sus víctimas, es la muerte el pensamiento que nos inquieta al conjuro diabólico del aullido... "

Del mismo modo, otro de los símbolos más lorquianos aparece ya en esta primera obra. La luna:

"La luna sale majestuosa entre montes. ¡Salud, compañera del viajero enamorado y sensual. Salud, vieja amiga y consoladora de los tristes. Auxilio de los poetas. Refugio de pasionales. Rosa perversa y casta. Arca de sensualidad y de misticismo. Artista infinita del tono menor. Salud, sereno faro de amor y llanto! ¡Ah los campos! Cómo renacen a otro mundo con la luna"

En la visita a un hospicio gallego, Lorca nos trae también su compromiso social; refiriéndose a la desvencijada puerta del hospicio, el poeta escribe:

“Quizás algún día, teniendo lástima de los niños hambrientos y de las graves injusticias sociales, se derrumbe con fuerza sobre alguna comisión de beneficencia municipal donde abundan tanto los bandidos de levita y aplastándolos haga una hermosa tortilla de las que tanta falta hacen en España”

Abundan en el libro sus ideas sobre el arte, en el que prima la emoción por encima de la factura. Ante una escultura del San Bruno de Pereira, Lorca afirma:

"Estamos en España soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus expresiones un momento de emoción"

Esta crítica, por cierto, habría de suponer la ruptura con su maestro Berrueta. 
Existen en el libro multitud de metáforas musicales (él era todavía más músico que escritor y, de hecho, dedica la obra a la memoria de su maestro de música Antonio Segura Mesa); hay un capítulo en el que Lorca explica que al tomar el órgano de la iglesia de Santo Domingo de Silos y tocar el allegretto de la séptima sinfonía de Beethoven, irrumpe un fraile que le ruega emocionado que siga tocando la pieza. Es quizás, el personaje más personal del libro y una muestra que Lorca saca conscientemente a la palestra para reafirmar su actitud vitalista, tan en contra de la clausura, representada en ese fraile nostálgico de la música del siglo, encerrado ahora en el triste canto gregoriano. Por cierto, se sabe que este fraile era Ramiro de Pinedo, gran amigo del pintor Darío de Regoyos y de Miguel de Unamuno, de quien le muestra a Federico varias de las famosas pajaritas de papel que éste le había regalado en sus numerosas visitas a Santo Domingo. 
Hay también en el libro escenas de vivo pintoresquismo que rompen la monotonía de las descripciones, como la "Tarde dominguera en un pueblo grande" que por su bucólica y, a la vez, costumbrista estampa,  constituye uno de los momentos más felices de la obra.
En ocasiones, aparece una tierna exaltación de lo femenino, eleúsica a veces, como el capítulo que dedica a la esposa del Cid o, sobre todo,  aquel hermoso pasaje donde afirma que las “tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer”:

"Las tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer, cuyas manos que son azucenas rosadas, se perdieran entre las blancuras de las randas, manos dignas de alzar la hostia y de bendecir, lirios de verdadero encanto sacerdotal, y cuyas bocas pudieran posarse en el cáliz como suaves granates de pureza apasionada, únicos labios iniciados por su belleza o por su significación simbólica, para recibir las armonías místicas e inefables de la sangre del cordero celestial. Es feo que estos hombrotes burdos hundan sus labios en las prístinas claridades del gran misterio y sacrificio"

En definitiva, un libro para acercarse al primer Lorca, ahora que, desgraciadamente, rememoramos el último, el Lorca del último viaje hasta Víznar.

domingo, 24 de julio de 2011

110. Hogares del arte

Es habitual, desde hace ya mucho tiempo, el aprovechamiento de los espacios que revisten algún tipo de valor artístico o histórico para desarrollar en ellos espectáculos de toda clase. Y así, por citar un ejemplo cercano, dos elementos tan dispares como una antigua cantera romana y un auditorio de música clásica convergen en un mismo ámbito para crear juntos aquellas veladas verdes del Mèdol que de tanto éxito gozaron durante los años 30. A los esforzados picapedreros de aquella Tarraco imperial, no podía nunca pasárseles por las mientes que el agujero de sufrimiento en el que enterraban su sudor, y acaso su dignidad, podría albergar, con el paso de los siglos, el placer para los sentidos; que el monótono sonido del golpeo de los picos hiriendo la roca,  tañido fúnebre del esclavo, se sustituiría por los acordes armónicos de una sinfonía; que donde había harapos ajados por el filo agudo de la pobreza y por el látigo del tirano, se enseñorearía en un futuro inconcebible la etiqueta y la libertad que sólo la cultura, ese asilo sagrado e inexpugnable, puede otorgar a quienes deciden traspasar el atrio de su templo y acogerse a su amparo.
Casos como el del Mèdol se pueden encontrar en todas partes. Parece que los actos que se realizan en el marco de estos monumentos venerables, adquirieran bajo su tutela secular, una solemnidad mayor que la que de natural ofrecían, y los contagiaran de ese misticismo que exhalan las cosas que triunfan del tiempo, de cuyo arcano son depositarias.
Pero la más bella de las simbiosis entre ese espacio mítico y el acto que en él se lleve a cabo es aquel que perpetúa la función original del monumento, siempre y cuando, claro está, esa función primitiva reúna las virtudes que entendemos ennoblecen el espíritu. Y así, no querremos  más esclavos en el Mèdol ni ajusticiados en los edificios que otrora pertenecieran a la Inquisición. Y sí ver a Lope de Vega redivivo en el mismo corral de comedias donde representase, como en tantos otros, sus obras en el siglo XVII o a Plauto en cualquiera de los teatros romanos donde llegó a despertar la catártica carcajada de plebeyos y patricios.
En España se hace realidad este milagro en Almagro y Mérida. La ciudad castellana alberga en su Plaza Mayor el único corral de comedias conservado del mundo y cada verano organiza su Festival de Teatro Clásico. Durante el día merece la pena contratar un guía para conocer los innumerables secretos de esta pequeña población llena de historia o escaparse a Villanueva de los Infantes y visitar los diferentes enclaves asociados a los últimos días de vida de Francisco de Quevedo, incluida la catedral, donde reposan sus restos en un cofre con la enseña de la Orden de Santiago. Ya por la noche, toca la velada teatral, que habremos reservado con meses de antelación y más si el viajero desea presenciarla en el maravilloso corral. Si no ha podido ser, no hay que frustrarse. Existen en la ciudad otros espacios habilitados para las representaciones. Yo asistí a una en el Convento de las Bernardas y, en su reducido espacio, casi en la intimidad, los actores de Alma Viva, lograron que viviese una de las experiencias más inolvidables de mi vida: en aquel recinto sin decorado ni escenario, a pie de público, el teatro se dio puro como se ofrece la fe ante la piedra desnuda de una iglesia del primer románico, sin ostentosos retablos ni recargadas capillas. Después hay que cenar  en la Plaza Mayor y allí mezclarse con los actores que colonizan la ciudad.
Y qué decir de Mérida y su imponente teatro romano. El alma se viste de túnica y estola y así ataviada siente el alivio esperanzado de que el tiempo es sólo una falacia. Hasta que los aplausos le despiertan a uno del sueño imposible de la eternidad.


Los enlaces corresponden a otros artículos publicados aquí sobre el Mèdol y Mérida. 
Arriba, el Corral de Comedias de Almagro; abajo el Teatro Romano de Mérida.

domingo, 17 de julio de 2011

109. Primeras lecturas


Existe una ley no escrita que promulga la práctica del insomnio durante las noches de verano. Y el espíritu, ese gran trasnochador de silencios que son certezas y de penumbras que son luz diáfana, se complace en la obediencia del edicto estival. Prolongamos así la íntima concupiscencia de nuestra relación con los libros o con la escritura o, por qué no, con la parrilla televisiva de la madrugada, a cuya sombra se amparan los programas imposibles del día, como pobres desharrapados que mendigasen un rincón a la vergonzante tropelía del famoseo y del encefalograma cero.
Como “Nostromo”, el espacio literario de TVE2, que descubrí hace poco. La otra noche hablaban de las primeras lecturas y varios escritores consagrados recordaban aquellas obras que habían constituido el acicate para el encuentro con la gran literatura. Jorge Volpi asignaba ese alumbramiento a Edgar Allan Poe; Antonio Gamoneda a La Celestina; Javier Cercas a Unamuno; Ana Mª Matute a Faulkner…
Pero antes de todo eso, en el albor de la capacidad lectora, está el balbuceo de las primeras letras, el encuentro oracular que inocula la primera dosis. Cuando me preguntan por mis primeras lecturas, yo no recuerdo a los grandes clásicos, sino a un manual del parvulario o de 1º de EGB, titulado Tris Tras. Yo ya sabía leer y mis padres, tan previsores, compraron el libro durante el verano, antes de la llegada de septiembre, de modo que lo leí antes de empezar el curso escolar en mis ya prematuras noches de insomnio estival. Recuerdo que el libro misceláneo contenía enormes ilustraciones y una frasecita en el margen inferior que resumía el dibujo. Una de esas estampas, que es la que daba título al libro, era la de una viejecita que cruzaba la calle, “tris, tras, tris, tras” y era atropellada por un coche. Pero no pasaba nada: la viejecita se levantaba, sacudía el polvo de su falda y continuaba su camino, como si nada, “tris, tras, tris, tras”. Cualquier psicopedagogo de los que se estilan hoy, pondría la voz en el cielo. Pero aquí estoy, traumatizadísimo por mi primera experiencia lectora, y con una obsesión atroz por atropellar ancianitas que cruzan los pasos de cebra. Otras páginas simplemente describían escenas cotidianas como el camión de la basura, recogiendo los contenedores o algún poemita. Con el tiempo, extravié aquel manual. Cambiaría muchos de los libros de mis estantes por aquel Tris tras de mi bautismo lector, incluso algunos premios Nadal. Pero me temo que es irrecuperable ya. Luego llegaron los peregrinajes de la mano de mi madre a la librería de mi barrio para elegir algún libro de la colección de “El Barco de Vapor” o de “El Duende Verde”, de entre los que me ofrecían aquellos anaqueles giratorios, planetas de letras que orbitaban alrededor de mis ojos luminosos de ingenuidad.
Cuando evoco aquel verano de mi primer encuentro con la magia de las palabras, pienso que hay que saber gestionar el ocio durante las vacaciones y que la lectura es una de las actividades innegociables. Ayudar a leer a nuestros hijos, además de ser un regalo impagable para ellos, establece un vínculo de complicidad, un momento de paz compartido al calor de las palabras, un remanso donde encontrarnos con ellos y darle una tregua a las obligaciones cotidianas, aquellas con las que tanto tiempo precioso se pierde, igual que se pierde en las horas muertas del tedio. Sin olvidar también que la lectura es un ejercicio privado (por eso las lecturas alternativas de carácter oral son tan ineficaces en las aulas) y que el encuentro con el libro es personal e intransferible, aunque para ello el niño tenga que robarle horas al sueño en las noches sin reloj de ese verano único de su infancia. Y de la nuestra.

A mi padre, por abrirme el cofre de los libros y por enseñarme a amar la palabra hermosa y bien dicha.