lunes, 27 de marzo de 2023

602. Profe, ¿y esto para qué sirve?

 


Probablemente, en algún momento de su carrera profesional, todo docente haya recibido por parte de sus alumnos la inevitable pregunta de marras. Especialmente aquellos profesores que imparten asignaturas correspondientes a la rama humanística. No es nada nuevo que un estudiante, llevado de su impaciencia e ímpetu juveniles y, ajeno su espíritu, vivaz y efervescente, a las mieles del recogimiento intelectual, se cuestione la contribución que aporten a su vida práctica el latín o un poema de Góngora. Lo que ya no es tan habitual es que sea el propio sistema educativo el que secunde ese sesgo de inmadurez, que en los alumnos siempre hemos aceptado como algo connatural, pero que resulta alarmante en quienes deben velar por el conocimiento y el rigor en los planes de estudio. Basta con echar un vistazo a algunos postulados de la nueva ley educativa o a sus propuestas evaluadoras para concluir que lo único que les interesa a nuestros legisladores es que los muchachos se desenvuelvan con éxito y pragmatismo durante el desempeño de su vida adulta y laboral. O lo que es lo mismo, aunque esto no se diga explícitamente, que se acoplen al pérfido engranaje del sistema productivo. Hace unos días, en el telediario, un profesor se jactaba de la utilidad de sus cursos sobre formación financiera y uno de los adolescentes entrevistados celebraba que por fin alguien les enseñara cosas de la vida real. Es decir, ganar dinero. Para este alumno, claro, el latín y Góngora no eran cosas de la vida real, sino pertenecientes a alguna suerte de dimensión paralela, onírica e intangible. El descrédito del conocimiento y de la curiosidad per se es el mismo que está detrás del aprendizaje por ámbitos o de la paulatina pérdida de profesores especialistas en su materia. Hace solo unos días, conocíamos la noticia de que a partir del próximo curso, los periodistas podrán impartir clases de Lengua y Literatura en Secundaria. A mí, que soy licenciado en Filología Hispánica, nunca se me ocurriría dar lecciones a nadie sobre Periodismo, pero cualquiera –también los maestros de Primaria y profesores de las llamadas asignaturas afines– podrán dar mejor que yo la Historia de la Literatura Medieval, por ejemplo. Pero el debate es baladí. Porque tampoco es importante si se da o no Literatura Medieval. El Arcipreste de Hita no factura.

La tiranía de la inmediatez y del rédito instantáneo, el imperio de la felicidad cómoda y a toda costa, el desprestigio del sacrificio, han arrumbado el conocimiento a la buhardilla de los trastos viejos. Pero hoy existen más casos de trastornos por depresión que nunca. Nuccio Ordine lo explica maravillosamente en su ensayo La utilidad de lo inútil: «si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad».

¿Saben? A mí, que soy puro lego en formación financiera, también me escuece no saber por qué Christine Lagarde se empeña en subir los tipos de interés para bajar la inflación ni en qué beneficia eso al ciudadano a quien, además de hacerle pagar los alimentos a precio de oro, le suben también la hipoteca. Pero nunca me voy a tirar desde un rascacielos de Wall Street, como hacían en el 29. Con mis libros seré un hipotecado feliz. Y en cualquier caso, si hay que suicidarse, joder, un poco de clase. Háganlo en las aguas del río Ouse o en el de la playa de la Perla, por caminos de algas y de coral, dormidos y vestidos de mar.

lunes, 20 de marzo de 2023

601. Peritos en tempestades

 


Aunque muy conocido en el mundo filológico por el grupo de Sintaxis que desde el año 2015 administra en Facebook (y que cuenta ya con casi veinte mil seguidores), conviene recordar que Alfonso Ruiz de Aguirre es un escritor de larga y fructífera carrera literaria jalonada por numerosos reconocimientos. Su último libro, Recoge tempestades (La Discreta), incluye trece relatos que, como se señala muy acertadamente en la solapilla, coquetean con el realismo sucio americano, el tremendismo español o la literatura fantástica de Borges.

La primera sección del libro, titulada «Apalaches», recoge cuatro relatos ambientados en Norteamérica, cuyos personajes, inmigrantes españoles en su mayoría, desnortados e invisibles, tratan de afirmarse desesperadamente en un territorio hostil donde son ninguneados y en el que corren el riesgo de difuminar los límites de su propia identidad. «Yo necesitaba que alguien me mirara para sentir que seguía siendo, a pesar de todo, una persona», dice la protagonista del primer relato, una mujer que enloquece tras perder a su bebé. Y el niño del tercer relato, huérfano de madre y cuyo padre se emborracha todas las noches, se agarra a las piernas de éste cuando su progenitor se derrumba en el sofá y allí se queda dormido concentrándose en soñar lo mismo que el padre, unos sueños en los que éste no bebe y no lo deja solo en casa. Los relatos de esta primera parte le sirven al autor, además, para denunciar la mentira del «sueño americano» y la situación de la comunidad hispana en EEUU, donde no se sabe distinguir a un español de un mexicano y donde la xenofobia está a la orden del día, como ocurre en el cuento que cierra la sección, en el que un hombre que acude a un club de streptease por primera vez, acaba metido en una trifulca por su condición de español. También se critica una forma de nacionalismo distorsionado: «a los americanos les encanta volver a escribir su historia para imaginarse que todo sucedió como a ellos les gustaría». Meritorias son también las escenas costumbristas de Nueva Orleans, que contrastan con la desolación tras el paso del Katrina del segundo relato.

La segunda parte, titulada «Carabanchel y otros arrabales» insiste en el desamparo de sus personajes. En el relato «Un día inolvidable», un niño del castizo barrio madrileño se niega a obedecer a su padrastro, que quiere trasladar a toda la familia a Morgantown (o a Morgantonio, como la llama el protagonista). El uso del registro infantil, enternecedor por su ingenuidad y muy divertido, le sirve al autor para trazar una parodia del estilo de vida americano y el desarraigo que supone la emigración para un niño. En el relato titulado «Lluvia», un hombre que quiere invertir su escaso dinero en la autopublicación de su novela se da de bruces con la realidad: «Yo hubiera preferido editar mi libro, pero tengo que reconocer que las ventanas aíslan muy bien del ruido y del frío». Es un relato sobre los sueños frustrados y la tiranía de la cotidianidad. Por eso concluye su protagonista: «En la vida, si uno sueña, lo mejor es que sea con algo parecido a lo de los demás […]. Si uno no pacta con sus sueños, sus sueños se lo comen crudo». En «Hazme gemir», una mujer con aires de tragedia lorquiana y obsesionada con tener un nuevo hijo intenta quedarse embarazada de otro hombre al no conseguirlo con su marido. El relato parece parodiar un concepto equivocado sobre la maternidad y bucea en el asunto de las dobles vidas y los secretos ocultos dentro del seno familiar. Completa la sección un cruda estampa que aborda un atentado de ETA.

El libro se cierra con la sección «En otro tiempo, en otro lugar» que incluye dos relatos belicistas, ambientados uno durante la Guerra Civil española y el otro en la guerra de Marruecos, y un precioso relato sobre un embalsamador egipcio en tiempos de los faraones, que es una reflexión sobre el opiáceo de la fe religiosa. Mención aparte merecen los dos microrrelatos que flirtean con el surrealismo y lo paranormal.

Los relatos, imbricados entre sí a través del recurso galdosiano de reutilizar personajes, y con el uso de la autorreferencialidad, como aquella que juega con el título del libro, otorgan una unidad al conjunto, completada por el recuerdo de estos personajes desvalidos que Ruiz Aguirre redime al cobijarlos en el siempre seguro hospicio de la literatura.

lunes, 6 de marzo de 2023

600. Escritores que no leen

 


Hace un tiempo, un alumno me confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo donde el galán confía a un su amigo los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a escribir.

Existe entre la fauna literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector. Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta, encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el virtuosismo de quienes les han precedido.

Escribir es siempre una derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.

lunes, 27 de febrero de 2023

599. Siempre la aurora.



Fernando Villamía ha ganado la 56ª edición de los Premios Literarios Kutxa Ciudad de San Sebastián con su último libro de relatos, Dioses de quince años, publicado por Algaida. A la trayectoria de este vitoriano de trato afabilísimo y natural humilde, cualidad esta última tan poco frecuente en el mundillo literario, la jalonan, sin embargo, numerosos reconocimientos que él se guarda mucho de sacar a la palestra, como son los premios Felipe Trigo y Ciudad de Badajoz o su condición de finalista en el Premio Setenil, el galardón más prestigioso del género cuentístico en España.

Dioses de quince años recoge doce relatos que, entre otras virtudes, respetan el corte clásico del género, con su introducción, su nudo y su desenlace, lo que no deja de ser, en los tiempos que corren, una posición casi revolucionaria. Efectivamente, un poco cansados ya del cuento-estampa o de aquel otro que se aboca a la mera sugestión, y añorantes de una narratividad en desprestigio, se agradecen estos relatos redondos donde el lector puede pisar en algún momento en tierra firme.

Uno de los aspectos más llamativos de los cuentos de Villamía es el estilo, que a mí me resultó emparentada, además de manera muy reconocible, con la prosa de Luis Landero. Hay en el fraseo del autor, en el léxico utilizado, en la construcción sintáctica y en la voluntad estética resuelta en hallazgos líricos muy hermosos, una forma de hacer literatura que yo echaba en falta y que ya solo hallo en escritores de la generación de Villamía.

Otro aspecto que se debe destacar de los cuentos de Dioses de quince años es la maestría de su autor para los inicios. La capacidad de Villamía para, con apenas unas pocas frases, atraer la atención del lector hacia la historia que recién empieza, es una excelente demostración de aquello que los retóricos clásicos llamaban captatio aunque sin necesidad de la benevolentiae, pues esta última brota con naturalidad en el lector y le dispone favorablemente a la lectura. Interesantes son también las referencias culturales que aparecen en todos los cuentos. Su pertinencia, lejos de la impostura pedantesca, es absoluta y se ensamblan con las historias como complementos perfectos que ilustran, con sus ejemplos, las tribulaciones de los protagonistas. Finalmente, el coqueteo con la literatura fantástica, casi en la frontera con lo paranormal verosímil, completan el atractivo de estos cuentos.

Los personajes de Dioses de quince años se duelen en su vulnerabilidad pero es en ese mismo territorio de lo frágil donde reside su grandeza. Un corazón que revienta de amor por el viento; una adolescente con sobrepeso que acepta en bellísimo martirio la humillación de sus compañeros; la redención del arte en la senilidad; el perro que se reconoce en la misteriosa mujer loba; las cartas que envía un niño a su padre fallecido («Querido papá: ahora que te has ido a vivir a la muerte…»); los hilos que unen o que se cortan vengativamente; la obsesión de un fotógrafo por obtener la foto de Dios; el martillo que acaba con el maltrato; una lección de metaliteratura; la complicidad en el silencio; muertos que regresan para un idilio; el misterio del sexo y la necesidad de la niñez. Y, en todos ellos, Aurora, el mismo nombre para personajes distintos, quizás porque en todos ellos triunfa el alborear de la vida después de la larga noche del sufrimiento.


lunes, 20 de febrero de 2023

598. Talleres de escritura

 


No se puede juzgar lo que se desconoce. Y yo no conozco lo que se cuece en esos talleres de escritura que, de un tiempo a esta parte, proliferan por doquier. Pero como el hombre imperfecto que soy, tengo mis prejuicios (infundados o no) sobre las supuestas bondades de su pedagogía. Albergo, eso sí, mucho interés en participar alguna vez como alumno en alguno de ellos porque mi natural optimista en materia cultural (optimista o ingenuo) siempre me impele a pensar que en algo podré enriquecerme. Algunos de los cursos de los que tengo noticia me merecen el mayor de los respetos, sobre todo por la presencia en ellos de escritores a los que admiro. Pero, aun así, me cuesta verles la utilidad. Lo que es seguro es que yo nunca impartiré un taller de escritura. Primero, porque no ostento la relevancia literaria suficiente como para que alguna institución o persona se interese por mis servicios; pero, sobre todo, porque no tendría ni la más remota idea de qué decirles a todos esos escritores o aspirantes a escritores que han depositado sus esperanzas en la palabra oracular del experto. El talento se tiene o no se tiene, pero, desde luego, no se aprende. Sí, uno puede familiarizarse con algunas técnicas. Puede, por ejemplo, resolver problemas habituales como decidir cuál es la mejor voz narrativa; el uso del espacio y del tiempo; trucos más o menos conocidos sobre los inicios y los remates de los capítulos; consejos para evitar las rimas internas, las cacofonías o los lugares comunes; cuestiones de estilo; las posibilidades del género que se cultive; los juegos estructurales y decenas de cosas más. Pero el talento, la chispa de la genialidad y, sin ir tan lejos, las capacidades individuales e intransferibles (por lo inexplicables) del buen escritor no se pueden colocar negro sobre blanco en un corpus teórico. Por no hablar del riesgo de la estandarización a la que se ha referido recientemente y con enorme tino, el escritor Carlos Zanón; esa uniformidad que hace indistinguibles a los miembros de una generación de escritores educados en la idea de gustar a toda costa a miles de lectores y que adoptan sin atisbo de personalidad las tretas de la mercadotecnia. Y en todo caso, dominar toda la teoría de la creación literaria no te hace mejor escritor, igual que a un cantante no lo hace superior sólo el dominio de la voz o de la respiración. Bonnie Tyler no es una gran cantante por su técnica vocal, sino porque es, en esencia, Bonnie Tyler. Los triunfitos educados en la Academia, sin embargo, cantan todos igual. Es lo mismo que le ocurre a esos pintores que dominan su arte hasta la perfección, pero cuyos lienzos no nos transmiten nada más allá de reconocerles el purismo irreprochable de su ejecución. El genio creador –y permítanme la ascendencia romántica del término– es un misterio insondable y está bien que permanezca así. Y pueden ustedes colocar pósits de diferentes colores en un gigantesco panel de corcho o esturrear por el suelo de su cubículo de escritor láminas con los retratos robot de los personajes de su novela en ciernes, preñados de diagramas y esquemas y flechas, que si no irrumpe el pellizco genial de la idea ante su propio asombro, va usted a escribir una cosa muy normalita. La mejor escuela de escritura es la lectura. Ay, rima interna. La mejor escuela de escritura es leer. Y leer mucho. Hoy todo el mundo quiere escribir bien por la vía rápida y sin haber leído un puto libro. Pues, lo siento, pero no hay atajos para escribir algo grande Empaparse del magisterio de autores excelsos, aquellos que han conseguido permanecer en el tiempo porque sus propuestas no estaban diseñadas por la estrategia sino por la autenticidad. Las escuelas de escritura están en las bibliotecas. Sus maestros, alineados en los anaqueles. Y son gratis.

lunes, 13 de febrero de 2023

597. Cuevas de las maravillas

 


Ya el título, tomado de Paul Theraux, es una declaración de intenciones. Rosa Cuadrado nos invita a un viaje por diferentes ciudades europeas para hacer un muy especial estudio cartográfico, nos coge de la mano para trazar junto hermosos mapas literarios que tienen marcados como puntos de interés esos refugios que son las librerías.

Quienes, como yo, sean lectores empedernidos y viajeros infatigables sabrán que el algoritmo «viajar + libros» incluye inevitablemente la variable «librerías». Cómo no visitar, además de los monumentos turísticos de rigor, esas «cuevas de las maravillas», para dar cobijo a las desnortadas almas que a veces somos. Cruzar el umbral de una librería siempre tiene efectos balsámicos.

En cualquier otra parte (Ediciones Menguantes)  no incurre en el error de ser un mero catálogo de librerías ni la aséptica descripción de una guía de viajes al uso. Su autora ha sabido crear un texto sugestivo, con una voz narrativa, perfecta cicerone , que nos descubre historias fascinantes sobre librerías, libreros, autores, hechos históricos, sucesos políticos…

Rosa Cuadrado tiene la capacidad de crear atmósferas envolventes que permiten al lector ver y sentir aquello que está leyendo. Así, paseamos por París con Hemingway, quien nos presenta la icónica Shakespeare and Co., y a su librera Sylvia Beach, madrina del Ulises de Joyce; conocemos la historia de los beaterios belgas, esos centros que acabaron ejerciendo una importante labor social, educativa y sanitaria en época medieval (¿y acaso no son eso también las librerías, lugares de encuentro, de aprendizaje y de sanación a través de la palabra y de la belleza que se esconde en ellos?); nos refugiamos del frío en hermosas librerías-cafeterías en Holanda, en Viena o en Londres y leemos, a través de los ojos de la autora, poemas que ella también leyó en esos lugares, en un bisbiseo a dos voces acompasado por el olor a café, a té humeante, a chocolate caliente y a lignina. Siguiendo los pasos de Pessoa recorremos Lisboa, una ciudad en la que el mar y la saudade invitan a la lectura sosegada en librerías tan icónicas como Bertrand. Nos adentramos en episodios de la historia como la operación Market Garden en la librería de Arnhem; deambulamos por librerías de viejo, por puestos callejeros con libros de segunda mano,  como el del Tío Turgut en  Ankara, que parecen implorar a los posibles compradores una segunda vida en otras manos amorosas; descubrimos que una librería también puede dar cobijo a un árbol, el famoso «eje del mundo» de la librería Dost, símbolo de la conexión entre cielo  y tierra (¿y no son las librerías también lugares de conexión con otras vidas, con  otros mundos, con otros yoes?).

Página a página recorremos la ruta del Ulises en Dublín y peregrinamos por librerías con impresionantes escaleras de caracol, por las más antiguas de las ciudades, por librerías especializadas en todo tipo de literaturas, por las más arriesgadas que han creado su propio sello editorial, convirtiéndose así en adalides de primer orden en la defensa de la cultura, por librerías que son en sí mismas obras de arte, como la Taschen de Milán… Este paseo también nos permite conocer la historia del icónico Grupo de Bloomsbury o a personajes como Aspasia de Mileto, en el último capítulo dedicado a Grecia, un homenaje a la cuna de la cultura europea que no podía faltar.

En cualquier otra parte se puede definir como un libro interdisciplinar por el que desfilan en perfecta simbiosis nombres de escritores, músicos, pintores, escultores… y en el que todo lo descrito forma parte de la experiencia personal de su autora, quien consigue un equilibrio entre la parte informativa y su propia intrahistoria personal. El libro fusiona las cualidades de ambos registros para convertirse, al igual que las librerías que nos descubre, en un «puente de la palabra» que nos hermana a quienes sentimos la necesidad, en ocasiones, de estar en cualquier otra parte, pero con la sempiterna compañía de los libros, «esas pequeñas promesas de felicidad».

lunes, 6 de febrero de 2023

596. La voz de Paco

 


Ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, yo debería estar en un tanatorio de Barcelona. Pero, a veces, la voluntad de querer estar en otro sitio no basta, al igual que tampoco es suficiente la voluntad de seguir viviendo. Eso lo sabía muy bien el corazón de Paco Robles.

Su voz. Oigo continuamente su voz. Desde que el lunes conocí la noticia, es la voz de Paco el recuerdo que más vivamente se me impone, como aquellos ojos desasidos de la rima de Bécquer. Como si Paco fuera ahora solamente su voz. Quizás en esta sugestión tengan algo que ver las jornadas maratonianas al teléfono, cuando Paco y yo corregíamos las pruebas de imprenta de aquella novela mía (aquella novela suya) por la que apostó. Tan cerca entonces, la voz de Paco desde el auricular. Tan cerca. Él proponía cambios, yo concedía, buscábamos juntos alguna alternativa para aquella cláusula subordinada con las que tanto peco. Y, eureka, allí aparecía la fórmula mejor. Luego, un silencio, y el teclado lejano del ordenador. Es Paco, que maqueta. Al cabo, vuelve su voz al teléfono con otro cambio. No hablaba mucho Paco. En las presentaciones de libros, oficiaba el acto protocolario con timidez. Y, después, al terminar la presentación, echaba un pitillo silencioso en la puerta de la librería. No le gustaba el protagonismo. Hablaba cuando había que hablar. Pero entonces: una receta mágica para aquel pasaje que corregíamos; una palabra de aliento en mitad del ruido de afuera (voz-hogar; voz-padre, Paco); un chascarrillo inopinado; una anécdota jugosa y divertida. En las cenas donde se celebraba la puesta de largo de un libro del catálogo en cualquiera de las ciudades de la ruta, Paco miraba callado a los comensales con satisfacción paternal, algo así como en aquel poema de Gil de Biedma, «Amistad a lo largo» («y yo aunque esté callado doy las gracias, /porque hay paz en los cuerpos y en nosotros»). Y el final de la fiesta lo sellaba luego con un abrazo cálido.

En esas míticas rutas, metía en su coche al autor que la editorial promocionaba y se lo llevaba por media España. Paco conducía y Olga, mientras tanto, trabajaba infatigable y vehemente al teléfono con la prensa de la ciudad que los recibiría. Dos profesores de institutos metidos a mecenas de algunas de las nuevas voces más sobresalientes de la literatura reciente. Y Paco conducía.

Con la pérdida de Paco Robles, se va una de las figuras decisivas de la edición en nuestro país. La Historia, que es sabia, reubicará su figura al lugar destinado a los grandes hombres de nuestra crónica literaria. Será con el tiempo, como ocurre siempre con los mitos. Entretanto, su voz seguirá presente en todos y cada uno de los libros del catálogo de Candaya, porque en los libros que escribimos, nuestra voz está mezclada con la suya. Y otro tanto pasará con los libros futuros que escribiremos. ¿Qué diría Paco de esta subordinada? ¿Y de esta rima interna? Y Paco nos asistirá y escribiremos juntos la novela y oiremos a Paco maquetar.

Yo debería, ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, estar en un tanatorio de Barcelona. Pero estoy en mi piso de Alicante, velando a Paco de la única forma que sé, ante un escritorio que se ha quedado, como su dueño, más huérfano de referentes. En este panegírico o lo que quiera que sea esto, escrito torpe y atropelladamente desde la ofuscación del dolor, hay un abrazo grande a Olga y a Miqui. Y también a toda la tribu Candaya, especialmente a sus escritores, a los que hoy no les asisten las palabras, porque no las hay. No temáis, las encontraremos. Dejad que macere el desconsuelo, y ya más lúcidos, oiréis, franca y serena, la voz de Paco.

lunes, 30 de enero de 2023

595. 'Elektra.25'

 


Aguardaba con altas expectativas el regreso a las tablas de Elektra, a cargo de la siempre sorprendente compañía Atalaya. Casi tan veterana como la propia compañía es esta adaptación del clásico griego, que ya asombrara al público de hace unas décadas por su vanguardista puesta en escena, y que ahora vuelve con la misma vocación innovadora de antaño pero con las revisiones que su dilatada experiencia sugiere a la nueva dirección de la obra. El resultado es –como no podía ser de otro modo– memorable, aunque con cierto margen de mejora.

Afirmar, como reza la ficha técnica, que Elektra.25 está basada en los textos de Sófocles y Eurípides es una mera formalidad que solo pretende recordar los referentes clásicos, pues el texto de la pieza recuerda poco al de los dos dramaturgos griegos. Los originales sirven, si acaso, para trazar una débil armazón argumental que pronto se supedita a la potente coreografía. Y he aquí el punto más llamativo del montaje: su bellísima, sugestiva y poderosa escenografía, que alcanza altísimas cotas de plasticidad. Los juegos de luces, agua y fuego; las espléndidas danzas arcanas; la atmósfera étnica; y, sobre todo, la utilización de las ya míticas bañeras que, en palabras del crítico Javier Paisano «supusieron uno de los mejores logros escenográficos de la historia del teatro andaluz», conforman un banquete para los sentidos del que resulta difícil sustraerse una vez que se abandona el patio de butacas. Las bañeras, tan simbólicas por acaecer allí, según la tradición clásica, el asesinato de Agamenón, lo mismo sirven para recrear las cóncavas naves que vuelven de la guerra de Troya, como para constituirse en nichos o placentas donde se mezclan vida y muerte, o sirven de instrumentos de percusión en algunos clímax de la obra. Mención aparte merece la coreografía. Los bailes de los componentes del coro y los de Electra misma parecen conectar con una suerte de raíz telúrica que convierte a los personajes, más que en seres de carne y hueso, en alegorías del odio, de la ira, del sufrimiento o de la venganza. Muy significativo es el papel del coro, muchas veces desplazado en las versiones modernas quizás por su morosidad, pero que aquí cobra un protagonismo esencial, como lo era ciertamente en la tragedia griega, y cuyos parlamentos de solemnidad oracular, bien ensamblados, acrecientan aún más el ambiente casi esotérico del conjunto.

En el debe del montaje hallo ciertos problemas con el timbre de voz de las actrices. Efectivamente, concentrados los esfuerzos en la parte plástica de la obra, no parece haberse cuidado ese aspecto. Los parlamentos del coro, al tener que alcanzar la solemnidad que requieren, obligan a las actrices a impostar la voz hasta imitar cierto timbre viril, que le va muy mal al aparato ceremonial. En ocasiones, creía estar escuchando a una actriz de zarzuela actuando en una tragedia griega. También encuentro cierto déficit interpretativo en el personaje de Clitemnestra que, un tanto apocada, adolece de falta de presencia y de magnetismo en el escenario. Y me parece un desacierto imperdonable el final de la obra, con esa escena de una Electra triunfante. Si algo nos transmite el ciclo temático de la Orestíada, es que nadie gana en una historia de filicidios, marticidios y parricidios, y la veta temática del remordimiento y la culpa, representada en las Erinias, se antoja insuficiente. Quizás en el deseo de darle al montaje un cierre completo, se ignora la coda de Eurípides con los designios de Cástor y Pólux. Es razonable esa poda, pero el triunfo de Electra nunca es –no puede serlo,– feliz.

lunes, 23 de enero de 2023

594. Las borrascas de Emily

 


Cada vez estoy más convencido de que solamente desde la herida puede escribirse algo grande en literatura. Y esa parece ser también la tesis que defiende Emily, la última película de Frances O’Connor, el falso biopic sobre la figura de Emily Brontë. No de otro modo puede entenderse la libérrima fabulación biográfica con que la directora británica pretende explorar desde la ficción los motivos que llevaron a la hermana mediana de las Brontë a escribir una novela tan oscura como Cumbres borrascosas.

Nace el filme con el viejo prejuicio de vincular la vida de los escritores con las obras que aquellos produjeron. Ya conocemos los desmanes que las teorías biografistas han obrado en la lectura e interpretación de algunos textos literarios. Sin embargo, a Frances O’Connor no cabe situarla entre las ingenuidades de ese movimiento, pues desde el primer instante la directora no oculta su propósito de fantasear con la vida de Emily Brontë, descartando por lo tanto asideros biográficos, tan tentadores como forzados, que explicasen algunos pasajes de su famosa novela.

Es verdad que la película incluye, en aras de la verosimilitud, algunos pormenores ciertos relacionados con los pocos datos que conocemos sobre la vida de la escritora y que dejan su huella en Cumbres borrascosas, tales como el carácter retraído de Emily, el vacío de la orfandad o la adicción al opio y al alcohol de su hermano Branwell, al que estaba tan unida, así como los profundos desamores de éste y los abismos a los que lo abocaron. Pero la traición de Branwell –de la que no daré más detalles para no destripar la película– ni los amores de Emily con Weightman son reales. Quizás, O’Connor, que sabe como nosotros la idolatría que sentía Emily por su hermano y los cuidados que le dispensó hasta su muerte, hallara en esta licencia de la traición un buen pretexto para el descreimiento sobre el ser humano que se atisba en Cumbres borrascosas. Tampoco es cierta la quema de los poemas de Emily que halló casualmente su hermana Charlotte. Afortunadamente, esos poemas fueron publicados junto a otros del resto de las hermanas, y han sido muy celebrados por la crítica británica.

Por lo demás, no podía faltar el consabido choque entre la moral victoriana, representada en el padre de familia, que ejerce de predicador, y la personalidad desprejuiciada y abierta de la protagonista, interpretada por una bellísima, agreste y magnética Emma Mackey, cuya alma libre y expansiva se opone a las convenciones sociales de la época y a sus corsés. «Libertad de pensamiento», lleva escrito en el antebrazo Emily en la película.

Mención aparte merecen la preciosa fotografía de la cinta y el mimo con el que el cine británico –qué envidia– trata siempre a las figuras de su tradición literaria.

No sabemos qué tanto le debe Cumbres borrascosas a la imaginación de su autora y qué tanto a sus vicisitudes vitales. Quizás la verdad objetiva no importe tanto como la verdad literaria, que solo está en deuda con el talento. Pero es cierto que hay heridas que solo pueden suturarse con la escritura. Emily Brontë murió prematuramente a los treinta años. Solo dejó esta única novela. Acaso le bastase para su expiación.

lunes, 16 de enero de 2023

593. Engañar a los alumnos





Los que nos dedicamos a la enseñanza de forma vocacional ejercemos de profesores durante todo el tiempo. También en vacaciones. Los últimos días del año los pasé en Soria, y no hubo día en que mi mente no anduviera maquinando las posibles actividades didácticas que ofrecía cada rincón de la ciudad. Qué bonito sería –decía para mis adentros– conseguir el Pasaporte de las Ciudades Machadianas que expide la oficina de turismo y recorrer con los estudiantes las huellas de don Antonio: la casa de huéspedes donde se alojó cuando visitó en verano la ciudad antes de incorporarse a su puesto de profesor; la pensión donde conoció a Leonor; la iglesia de Nuestra Señora de la Mayor donde se casó con ella; el aula del instituto donde enseñaba Francés; la campana del reloj de la Audiencia… Y qué hermoso sería –continuaba efervescente mi cabeza– recitar sus poemas a la ribera del río, «por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria», grabar en los álamos nuestros nombres de enamorados de la Literatura, subir hasta la Laguna Negra… O recitar los versos de Gerardo Diego inspirados en Soria, en Calatañazor, en San Baudelio; leer, tendidos en el césped del claustro de San Juan de Duero, una leyenda de Bécquer con el monte de las Ánimas a nuestras espaldas; visitar la Casa de los Poetas del antiguo casino; pasear por la Numancia en ruinas; estudiar el románico ante la preciosa fachada de la iglesia de Santo Domingo… Total, que en un santiamén tenía yo ya proyectado un viaje de estudios de lo más atractivo. Hasta que llegamos al cementerio de El Espino donde descansa la malograda Leonor y donde, casi a cuyas puertas, se halla también el famoso olmo seco del poema de Machado. Solo que ese olmo no es el olmo que vio don Antonio, que moriría, como todos los demás olmos, por la grafiosis. El olmo que contemplamos en la actualidad es un sucedáneo de aquel otro, al que el ayuntamiento ha colocado, junto al tronco, el poema de marras. Y allí, ante aquel olmo que no es nuestro olmo literario, llegaron mis dudas. ¿Qué les diría yo a mis alumnos si estuvieran ahora mismo aquí conmigo? Después de haber leído el poema en clase; después de narrar toda la trágica historia que lo inspiró; después de haber depositado, tal vez, unas flores sobre la lápida de nuestra Leonor, ¿les diré que ese olmo que tienen ante sí, no es el mismo olmo del poema con el que siempre se me quiebra la voz? ¿Les diré que es un árbol apócrifo? ¿Tengo derecho, como aquel San Manuel Bueno Mártir, a contarles la verdad a estos jóvenes feligreses de la Literatura? ¿De romper el hechizo? Pues miren, no. Los huesos del Cid están bajo la lápida de la catedral de Burgos y no esparcidos por media Europa; el tintero que exponen en Villanueva de los Infantes es el de Quevedo y no una réplica; el piano de Chopin de la celda de la Cartuja de Valldemossa es el piano de Chopin y no uno falso; Lorca está enterrado en el barranco de Víznar; Cervantes y Shakespeare murieron ambos, como en un sortilegio, el 23 de abril; a la muerte de Bécquer, se produjo un eclipse de sol; en el Toboso está la casa de Dulcinea y en la acrópolis de Micenas se descubrió la máscara de Agamenón. Cuando James McPherson se inventó, dándolo por cierto, el mito de Ossian, el crédulo de Goethe llegó a decir en boca de su Werther que Ossian había sustituido a Homero en su corazón. ¡Qué felices Goethe y Werther en su ingenuidad! Así que, ahora mismo, en mi imaginación, estoy junto a mis alumnos frente a este olmo centenario y hendido por el rayo, y les miento y les digo que este es el olmo de Machado, y se me antoja que se hará un silencio, unos pocos segundos tal vez, durante los cuales la literatura se habrá hecho cierta en ese olmo de la rama verdecida.