lunes, 18 de noviembre de 2024

669. La involución de Eliza Doolittle

 


La nueva propuesta del dramaturgo y director Ernesto Caballero es una interesante reflexión sobre la relación que existe entre el dominio de la lengua y su encaje en la sociedad. Sustentada en mimbres cómicos, La gramática nos presenta la “tragedia” de una limpiadora de la RAE que, tras ser golpeada en la cabeza por varios manuales de gramática mientras “limpiaba, fijaba y daba esplendor”, desarrolla un insólito don: se convierte en una experta en todas las disciplinas lingüísticas. Abrumada por el impacto que su nueva capacidad está generando en su vida –ha perdido su trabajo, sus amistades le han dado de lado y su propia familia no la reconoce ya–, pues una ira correctora se ha enseñoreado de su ser –los anacolutos y los errores ortográficos, fonéticos o de concordancia la enervan profundamente–, decide someterse a un proceso de desprogramación lingüística guiada por un neurocientífico que la devolverá a su estado original. Durante el tratamiento, será sometida a pruebas que la harán enfrentarse a esos errores que son inadmisibles para ella a la vez que revivirá momentos de su vida en los que ella misma cometía dichas incorrecciones. Resulta especialmente interesante el proceso mediante el cual el doctor borra de su memoria el caudal de lecturas de autores clásicos.

 La protagonista sufre una lucha interior entre la incapacidad para controlar su afán perfeccionador (dirá de ella misma que es una máquina correctora antropomórfica) y su anhelo de volver a su antiguo ser, aquel que desconocía la normativa y que era más feliz porque no tenía la capacidad ni el vocabulario para poder analizar y verbalizar sus pensamientos y preocupaciones, lo que abre otra veta temática: la ignorancia como felicidad, tal y como la planteó en su día el poeta Thomas Gray. Desde su transformación, tiene que soportar que la llamen pedante, elitista y otras etiquetas que refuerzan su expulsión del ámbito social. En la alternancia entre estos episodios de defensa a ultranza del uso impoluto de la lengua y otros en los que comete errores sin filtro, se halla la vis cómica de la obra, pero también la veta crítica que brilla en la excelente interpretación de María Adánez, quien señala sin tapujos a los culpables de la degradación que sufre nuestra lengua.

El argumento de La gramática es el reverso del Pigmalión de Bernard Shaw, pues el neurocientífico, interpretado por José Troncoso, busca la involución de la protagonista, devolverla casi a un estado primitivo del uso de la lengua para encajar de nuevo en una sociedad que, lejos de valorar la corrección idiomática, la considera una anomalía en las relaciones interpersonales. Para formar parte del entramado social, es la mediocridad lingüística la llave de acceso.

Con una puesta en escena sencilla, sin apenas ornamentos, salvo unas bombillas que cuelgan del techo y de una tarima con el objeto simbólico de jugar con el apagón de la luz de la Ilustración, La gramática constituye un grito ahogado ante la delicada situación de desamparo que sufre nuestra lengua por parte de los hablantes, pero también por parte de las instituciones y de los medios de comunicación y, por extensión, es una crítica al desprestigio del conocimiento, a la pusilanimidad mental ante cualquier reto intelectual y a la cultura de la mediocridad (valga el oxímoron), que empobrece nuestra sociedad de analfabetos funcionales.

lunes, 11 de noviembre de 2024

668. La conjura de los ausentes

 


Aunque de memoria, parafraseo ahora una de las sentencias recurrentes del nuevo libro de Paco Cerdà: la guerra no es el final. Para muchos, ese final es el principio de otra guerra. Así que, recogiendo esa máxima, empiezo el libro de Paco por su coda. Veintisiete páginas donde el escritor valenciano resume su impresionante trabajo de documentación, algunas de cuyas fuentes, de gran extensión, quizás se traduzcan luego en una pequeña frase de la que el lector apenas sospechará la descomunal inversión de horas y esfuerzo que la ha propiciado. Y, sin embargo (o por eso mismo) el libro nunca encalla en la profusión historicista y fluye amparado por el magisterio estilístico de su autor, auténtica orfebrería lingüística al servicio de la literatura.

Presentes (Alfaguara) narra el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial, en uno de los capítulos más sorprendentes de nuestra historia reciente caracterizado por la espectacularidad de su despliegue, verdadero ejercicio de barroquismo épico-litúrgico para mayor gloria del fascismo español. Cerdà mimetiza su prosa con la solemnidad del traslado, lo que otorga a las páginas una especial cadencia rítmica, elegíaca, fúnebre, tan a propósito para el compás procesional de las escenas, y una vampirización de toda la retórica franquista, con su vocabulario grandilocuente y pomposo que, más que prestarse a la parodia, parece aspirar a recrear literariamente aquella atmósfera ceremoniosa. La preocupación estilística es tal, que el propio autor reconoció durante su presentación en Alicante que llegó a contar las sílabas de cada palabra para ese encaje rítmico.

Asimismo, me ha parecido inteligente la falta de ensañamiento fácil para con Primo de Rivera. En su noble afán de evitar todo maniqueísmo, Cerdà retrata la figura de José Antonio con las contradicciones que el personaje, como antes su padre, había mostrado en vida: su voluntad regeneracionista; la sensación que siempre le acompañó de que no se había entendido su programa; la instrumentalización hipócrita de la que el franquismo sacó partido;  pero, a la vez, el incurrimiento en la defensa de las pistolas si estas fueran necesarias. Hay un intento de entender al hombre y no tanto al político fracasado, con sus claroscuros y matices, lo que no obsta para que, obviamente, se infiera un posicionamiento claro respecto a su rechazo.

Junto a los capítulos dedicados al luctuoso traslado, Cerdà intercala otros episodios que recogen las vicisitudes tanto de personajes conocidos como de personas anónimas que vivieron la contienda o la inmediata posguerra. Esta atención a los invisibles de la Historia rescata del olvido a aquellos que forman parte de la crónica pequeña, aquella «intrahistoria» con que Unamuno acuñó las vivencias de la masa ignota más allá de los grandes nombres y que, en realidad, conforma la verdadera esencia de los pueblos. Casos ominosos, tristes o paradójicos, como aquel en el que se relata la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún, mientras ésta vivía el trance del exilio.

Llama también la atención el precioso ejercicio de intertextualidad del que hace gala Cerdà. Imbricados en la lírica de la prosa, se oyen ecos de los versos de Lorca, de Miguel Hernández, de Machado o de Estellés que parecen tocar a rebato frente a las campanas lúgubres de los fastos franquistas y que parecen querer alertarnos de nuestra actualidad.

Presentes consolida a Paco Cerdà como el esteta comprometido, cuyo estilo exquisito embelesa por su belleza pero que, a la vez, golpea con su aldabonazo poético a la puerta del corazón herido de la memoria.

lunes, 4 de noviembre de 2024

667. Padre no hay más que dos

 


La compañía teatral Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher, cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que, como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán en febrero del año próximo.

El principal problema del que adolece La madre es justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de público y crítica con El padre, es decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual de eficaz en La madre. En primer lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez, sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta, como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional, Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso, sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa–  con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en algunos casos, parecen exagerados sus abismos.

Con todo, la actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.

En definitiva, La madre produce el rédito de una buena noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa. Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

666. Árida, distrito de Comala



 

Existen libros que solamente pueden escribirse en una suerte de estado de gracia. La última novela de Antonio Tocornal es uno de ellos. No es que quiera rescatar ahora el viejo mito romántico de la escritura en trance al dictado de las musas, no: en la prosa del autor gaditano hay, ante todo, mucho talento, mucho trabajo y un admirable ejercicio de orfebrería lingüística. Pero es verdad que, para escribir un libro como este, el escritor debe vivir en un especial estado de disposición espiritual.

Árida, publicada por Ediciones Traspiés y galardonada con el I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala, engrosa la excelsa nómina de títulos premiados con los que Tocornal viene deleitándonos desde 2018. Alejado de los circuitos comerciales, Tocornal se ha granjeado una legión de lectores incondicionales que lo han convertido en figura de culto, sobre todo desde la aparición en 2020 de Bajamares, cuya forma y fondo entroncan con la novela que hoy nos ocupa.

Tal vez lo menos importante de Árida sea la trama argumental. Se trata, más bien, de una novela de atmósfera. Efectivamente, el destino de sus personajes es desvelado desde la misma contraportada: todos ellos están muertos y se dirigen a Árida, un territorio a medio camino entre la vida y la muerte, custodiado por su única habitante, La Guardesa, encargada de recibir al luctuoso peregrino. Todos ellos, hasta un total de cinco, cargan con algún tipo de mochila experiencial, que es quizás el único atisbo argumental de la novela. Durante el camino, como diría Lorca, los peregrinos van acostumbrándose a su muerte, hasta tomar conciencia de ella, en una transición plácida y serena. Ninguno de ellos tiene nombre, y el autor nos los da a conocer a través de la antonomasia. Así, además, de La Guardesa, están El Caminante del Reloj de Arena, El Arriero, El Soldado, La Niña del Calero y La Fugitiva, como si fueran figuras de una especie de tarot literario y sus pensamientos, la cartomancia de un futuro ya decidido. La ausencia de nombres, por otro lado, constituye un sugestivo trasunto de la pérdida de la individualidad (mero accidente) ante la universalidad de la muerte.

Árida se incorpora de este modo a todo ese repertorio clásico de territorios míticos, como Macondo, Santa María o Yoknapatawpha, aunque la verdadera deuda del libro se haya contraído con la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Esta ascendencia literaria no es ocultada por el autor, que reconoce su influencia en las citas iniciales de la novela.

Los primeros lectores de Árida han intentado ofrecer algunas interpretaciones sobre este espacio onírico. Concebida primero como una aldea próspera, acaba por convertirse en un secarral sin vida donde hasta los pájaros desaparecen. Ello ha dado lugar a exégesis simbólicas que van desde la alerta sobre el cambio climático, pasando por la denuncia al fenómeno del caciquismo, hasta llegar al asunto de la despoblación rural. Todas esas lecturas, aunque legítimas, no estuvieron nunca en la intención de Tocornal, como se encargó él mismo de recordarnos durante su presentación en Alicante.

El estilo envolvente de la prosa, sus figuras recurrentes, el ritmo, cercano a la letanía gracias al frecuente uso del polisíndeton, y ciertas notas de surrealismo otorgan una solemnidad procesional, muy a propósito para el tono fúnebre del libro. La precisión léxica, el lirismo cruel, la crudeza naturalista y la profunda humanidad con que Tocornal aborda la vulnerabilidad de sus personajes, completan este espejo barroco, tras cuyo azogue nos sentimos interpelados, pues todos, desde el momento de nacer, emprendimos nuestro inevitable viaje a Árida.

lunes, 14 de octubre de 2024

665. Quien ama siempre recela

 



Hace unos meses, los amantes de la Literatura recibimos la feliz noticia del descubrimiento de una obra inédita de Lope de Vega gracias a la admirable investigación de Álvaro Cuéllar y Germán Vega, quienes trabajaron sobre un manuscrito anónimo de finales del siglo XVII, que se conservaba en la Biblioteca Nacional, haciendo uso de la inteligencia artificial. La francesa Laura ya luce en las estanterías de librerías y bibliotecas gracias a la editorial Gredos, con una impecable edición de ambos estudiosos en la que explican y justifican los argumentos filológicos que legitiman al gran Lope como padre de esta comedia.  El nacimiento en papel urge la necesidad del bautismo, de la presentación en sociedad de esta apasionante obra. Marta Poveda ha sido la encargada de amadrinarla y de infundir vida a estos personajes. La actriz, conocidísima por sus múltiples interpretaciones en espectáculos de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y ahora directora, sortea con solvencia el vértigo de llevar a escena por primera vez esta comedia palatina de acción inventada que acaba siendo un drama de honor.

La obra gira en torno a los deseos irrefrenables del Delfín de Francia de conseguir a la protagonista, la francesa Laura, quien está casada con el conde Arnaldo. Para lograr saciar su lujuriosa sed, el Delfín obliga a Arnaldo a viajar a Londres con el pretexto de concertar el matrimonio del príncipe francés con la infanta de Inglaterra, afianzando así la paz que ambos países acaban de sellar. A partir de este momento, Laura se erige en símbolo del amor fiel e inquebrantable a su esposo, pero los equívocos se suceden: falsas cartas, viajes de incógnito para confirmar oscuras sospechas, celos, máscaras, deseos de venganza, acciones incontroladas por la acción irrefrenable del deseo, posibles envenenamientos… Todos los elementos típicamente lopescos contribuyen a una acción vertiginosa, con giros inesperados y con un final esperadamente feliz, si bien cuestionable para los ojos de los espectadores del siglo XXI.

Poveda ha declarado en múltiples ocasiones su debilidad por Lope de Vega, por la vida y la intensidad que emanan de sus obras, por la humanidad que desprenden sus personajes con alma, por la manera de tratar temas tan universales como el amor, los celos, la justicia o la venganza. Esta multiplicidad de aristas y la belleza de los versos de Lope relucen en boca del elenco de actores que nos regalan un trabajo perfecto. No es baladí su vinculación con la Fundación Siglo de Oro. El verso, en sus labios, cobra alada forma sonora, escucharlos y deleitarse con el ritmo y la cadencia es inevitable.

La puesta en escena es sencilla, sin recargamientos. Poveda ha querido potenciar la importancia de la palabra, de la acción sin artificios para incidir en la exploración del amor y de todo el abanico de sentimientos que surgen en torno a él, subrayando así la fragilidad de los personajes y su evolución hacia comportamientos ennoblecedores o actitudes miserables. El espacio escénico simula el Corral de Comedias de Almagro, cuna del teatro del Siglo de Oro. El vestuario es de una sencillez elegante, con tonos pastel que contribuyen a la percepción armónica de la pieza. Nada chirría. Todo resuena a respeto por el original, a veneración a los versos de Lope; lo cual no impide concesiones más actuales como la recurrente melodía de Blue Moon que cantan los actores unas veces, que entonan instrumentos de cuerda como el violín en otras ocasiones; así como los movimientos de danza al inicio de la obra y en algunos momentos de transición.

La francesa Laura recalará en nuestro Teatro Principal el próximo 19 de octubre. No se pierdan la ocasión de celebrar el nacimiento inesperado de esta obra. Seguramente, cuando finalice el espectáculo, no tendrán reparo en decir que sí, que esta francesa ¡es de Lope!

lunes, 7 de octubre de 2024

664. Bascuñana desmiente a Kavafis

 


Ramón Bascuñana ha obtenido el X Premio de Poesía Juana Castro por su último libro de poemas, La trama de los días (Renacimiento), título inspirado en unos versos de Ángel González. El poemario es, ante todo, un ejercicio de evocaciones literarias, a modo de estampas, cuyos destinatarios son algunos de los poetas o figuras históricas con los que la sensibilidad y estética de Bascuñana emparentan por uno u otro motivo. Así, el retrato de Zenobia Camprubí en vísperas de su muerte, le sirve al poeta para reflexionar sobre el sustento del pasado y la memoria, temas caros al escritor alicantino. En su «Díptico de San Petersburgo», se recrea el intento de asesinato de Andrei Biely por parte de su amante y el amor ambiguo de aquel hacia Liubov Dimitrovna, lo que permite esbozar los designios contradictorios del amor. Un artículo de Luis Antonio de Villena sobre Pablo García Baena inspira a Bascuñana para abordar el tema de la verdad literaria frente a la impostura; y las meditaciones de Cioran desde una buhardilla parisina entroncan bien con el desencanto existencialista que caracteriza la trayectoria literaria de nuestro poeta. Otras remembranzas, como la de Antonio Machado a orillas del Duero, la del poeta ante la tumba de Keats o la de Kavafis en los antros nocturnos del fracaso completan el sugestivo panteón sentimental. No falta tampoco la elegía, tomando el soneto como sujeción métrica de las emociones en el planto dedicado a Julio Aumente.

El otro gran tema del libro es el del viaje. Pero lejos de limitarse a una crónica de los lugares visitados, Bascuñana pretende usarlo como metáfora de otros asuntos de mayor calado. Así, el dedo que recorre las calles de un mapa durante los preparativos de un viaje le hace pensar al poeta que también nosotros somos la incierta topografía del sueño de un dios desconocido. El tópico del homo viator se desprende de su formulación clásica para limitarse al mero ejercicio del viaje, válido per se, en una suerte de rechazo al sueño falaz de la trascendencia o de la anagnórisis cristiana, porque «un no vuelve nunca a donde nunca estuvo»: Bascuñana desmiente a Kavafis, nunca hubo una Ítaca a la que regresar. Una ciudad fría es trasunto de la muerte; un viaje a la ciudad donde se celebran unas jornadas poéticas se convierte en un lugar seguro; Trieste es otra Trieste sin la persona amada; en Venecia, los gondoleros han devenido en Caronte; la célebre melancolía lisboeta es, quizás, un constructo meramente literario; y el viaje interior –las carreteras secundarias del alma–, pese al deseo del poeta de querer abandonar la estéril ruta de la poesía, acaban siendo el itinerario inevitable y comanche de quien busca alguna manera de salvarse: es el sino del eremita ante su escritorio; Berlín le descubre el busto de Nefertiti, que solo había visto en los manuales del colegio, y su reencuentro le transporta a la infancia. Otras veces, el viaje se considera una huida vana hacia delante, porque la muerte siempre está al acecho. El símbolo del puente, trasunto de la vida mediada, permite al poeta hacer balance del fracaso; y el poema «Vagabundo» se erige como una especie de reverso del autorretrato machadiano donde la propia vindicación es la de, apostándolo todo, ganar solo alguna vez.

Con un estilo envolvente, La trama de los días hila su hilván de seda raída y con sus jirones viste al poeta vulnerable, casi desnudo, para salvarlo de la intemperie que es siempre la vida.

lunes, 30 de septiembre de 2024

663. Otoño sin sonata

 


Ha llegado el otoño y ha sido como si nada. En esta ciudad donde las estaciones se suceden sin grandes conmociones meteorológicas, el otoño es solo una coda del verano. Hace ya mucho tiempo que fuimos desterrados de su regazo de hojas secas y cielos plomizos. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con fagocitarnos a todos en su luz cegadora.

Así las cosas, he tenido que buscar el otoño en la literatura, y Valle-Inclán ha vuelto a abrirme las puertas del Palacio de Brandeso para revivir el amor postrero del marqués de Bradomín y la pobre Concha. La Sonata de otoño es, tal vez, la más sugestiva de las cuatro que escribiera Valle. No es solo ya la recreación melancólica de la otoñada gallega y su atmósfera languideciente. Es que, además, se funden en este libro de prosa preciosista aquellos elementos tan perturbadores que tanto gustaron de gastar los autores decadentistas. La mezcla de erotismo y enfermedad, de misticismo y herejía, de moralidad y adulterio, de amor honesto y donjuanismo frívolo y arrogante, de superstición y atavismo, de lujo aristocrático trasnochado, todo ello, junto, ofrece un cuadro casi estático (y extático) en cuyas sinuosidades el lector se mueve, mecido por la belleza de unas evocaciones que tienen algo de fantasía onírica o bruma de irrealidad.

El argumento es bien conocido: Xavier, el marqués de Bradomín se entera de la grave enfermedad de su prima Concha, otrora amante, y se acerca al Palacio de Brandeso para pasar con ella sus últimos días. Concha reúne todos los rasgos de la heroína romántica: su belleza quintaesenciada por la enfermedad; su amor apasionado pero contradictorio; y una religiosidad en pugna con el deseo.

Otros personajes memorables desfilan por sus páginas, como Florisel, el solícito paje de doce años que amaestra hurones y enseña a los mirlos a cantar la riveirana; o el orgulloso furor del tío don Juan Manuel, así como el carácter bondadoso y telúrico de las criadas.

La escena final, con el marqués de Bradomín sosteniendo el cadáver de Concha, que ha muerto en el lecho de su amante, trasportándolo ya casi con la amanecida por los pasillos del palacio evitando hacer ruido para no desvelar el escándalo de sus amores, es absolutamente sobrecogedora. En un momento determinado, el cabello de Concha se enreda con una de las puertas y el marqués debe tirar del cadáver, atirantando la frente de la muerta y propiciando con ello que sus párpados se entreabran. Pocos minutos antes, el marqués había yacido con su otra prima, Isabel, cuando entró en su cuarto para avisarle de la muerte de Concha. Aquella, que interpretó la irrupción en su cuarto como un galanteo más del marqués, se entregó a éste y fue así como Xavier, callado su secreto, quedó ungido de Eros para soslayar por unas horas más a Tánatos, antes de que las hijas de Concha descubrieran el cadáver de la madre. Todo un canto a la fragilidad del mundo en su acabamiento, antes del invierno final.

Entretanto, en Alicante, se derrama esta luz engañosa que quizás pretenda negar el devenir indefectible del tiempo y su herida, y vivimos, ilusos, un otoño sin sonata.

 

lunes, 23 de septiembre de 2024

662. Literatura en yarak

 


En el mundo de la cetrería se entiende por yarak el estado físico y mental de un ave de presa a la que se mantiene lo suficientemente hambrienta para que desarrolle sus instintos predadores. Pareciera que Álvaro Cortina hubiera vivido en ese estado de inanición durante meses a tenor del furor expresivo con que aborda su última novela, Garravento, publicada por la zaragozana Jekyll & Jill. Efectivamente, Cortina desata una verbosidad desaforada, especialmente durante los primeros capítulos de la novela, habitando la desmesura retórica más allá de lo conveniente. Llama la atención que alguien con la clara vocación estilística de Cortina incurra, sin embargo, en algunas máculas estéticas como las rimas internas, las cacofonías, los casos de leísmo, las discordancias gramaticales, las perífrasis improcedentes o las repeticiones innecesarias. Es como si el autor no hubiera sabido sujetar la brida de su prosa desbocada o, más oportunamente, la pihuela de su halcón literario, y se hubiera sentido él mismo desbordado por eso que en la faja de la novela llama Vila-Matas «una fuerza primigenia desencadenada».

El planteamiento argumental, no obstante, resulta atractivo. La publicación de una monografía donde su autor, Manfredo, defiende la relación entre la filosofía kantiana y la ufología provoca la reacción iracunda de sus tres amigos intelectuales, que le replican en sendos artículos especializados, no exentos de cruel ironía, y cuya lectura acaba postrando a Manfredo en una atonía física y mental de la que ya no podrá recuperarse. Su mujer, Florinda Delmas, que se dedica a la mecánica y a la cetrería, vengará el agravio preparando a su arpía para atacar a los ofensores. No es de extrañar que las escenas que describen los ataques del águila hayan hecho las delicias de Álex de la Iglesia, autor también de su laudataio en la faja, pues no escatiman violencia y vísceras. De gran plasticidad y mérito sugestivo es la estampa de la propia Florinda, ataviada con su máscara africana para no ser descubierta, sujetando a Garravento, que así se llama el ave, en el brazo. Los asaltos, que el narrador anticipa ya en las primeras páginas, no acabarán, sin embargo, como Florinda había previsto. La novela se completa con dos codas, en las que se incluyen unas sesudas reflexiones sobre la defensa de los artículos de Manfredo, y la accidentada huida de Florinda en compañía de un peregrino grupo de aficionados a la ufología, cuya admiración por el trabajo de Manfredo parece redundar aún más en la humillación de este.

Además de las historias personales de los personajes, que crean un interesante friso de caracteres, mochilas emocionales y concepciones de la vida, lo que más me ha interesado de la novela es ese contraste entre la huera y frívola sofisticación del mundo ilustrado y del intelecto, representada por los amigos de Manfredo y su prurito elitista, frente a la arrolladora fuerza de lo instintivo, de lo salvaje y primitivo, encarnada en la saña irracional de Garravento y en el temperamento práctico de Florinda puesto al servicio, también, de sus impulsos animales, y espoleados por el poco ilustrado sentimiento de la venganza. Un alegato sobre lo poco que puede el constructo moral e intelectual sobre el que pretendemos hacernos fuertes como seres humano y sociedad, contra la pujanza de la Naturaleza embravecida y de los impulsos más oscuros.

lunes, 16 de septiembre de 2024

661. Los inicios del Padre Brown



 

Se cumplen en este 2024 los 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Como la efeméride es natalicia, repararemos también en los inicios de uno de los personajes más emblemáticos del escritor, filósofo y periodista británico: su entrañable Padre Brown. 

La primera vez que el famoso detective aparece en la obra de Chesterton es en su libro de relatos The Innocence of Father Brown, editado en 1911 por Miss D. E. Collins, y traducido en España, creo que acertadamente dada su posible ambigüedad semántica, como El candor del Padre Brown. En efecto, los doce relatos que conforman el libro los protagoniza este párroco rechoncho y aparentemente insignificante, «casi ridículo de puro candoroso», al decir de la contraportada de la edición de Anaya que hemos manejado, y que, sin embargo, es capaz de calar con precisión de escalpelo, las debilidades y contradicciones de la naturaleza humana.

 Inspirado en su amigo, el Padre John O’Connor, nuestro personaje se estrena en el relato «La cruz azul», ayudando casi accidentalmente al ilustre inspector de la policía parisina, Valentin, obsesionado por capturar a uno de los ladrones más escurridizos del continente, de nombre Flambeau, hecho que no llega a producirse. A partir de este momento, el lector cree ya configurado el típico binomio detectivesco, a la manera de Holmes y Watson. Nada más lejos de la realidad, pues en «El jardín secreto», es el propio Padre Brown quien desenmascara al asesino del relato en cuestión que, sorprendentemente no es otro que el propio Valentin. Más tarde, veremos a un redimido Flambeau acompañando al Padre Brown en sus vicisitudes. Quizás de forma algo maniquea, Chesterton, convertido al catolicismo y férreo defensor de las bondades de su fe, elimina a Valentin de la ecuación, pues este, desde un cientifismo radical, abomina de la religión por considerarla oscurantista.

De los relatos de Chesterton, sorprenden los vericuetos impredecibles de los razonamientos del Padre Brown para desvelar los misteriosos crímenes, que apelan a un impecable sentido de la lógica pero también a la intuición que nace de quien conoce bien las miserias y demonios del alma. En algunos relatos, como «El martillo de Dios», uno de mis favoritos, la trama casi es lo de menos al lado de la lección humana, tan edificante, que allí se dilucida. Otros relatos incluyen atmósferas románticas y casi místicas como en «La honradez de Israel Gow», ambientada en la telúrica Escocia.

El rasgo más característico del Padre Brown es su función redentora o encauzadora de los delincuentes a los que descubre. En varias ocasiones, los deja marchar después de mantener con ellos una charla confidencial cuyo contenido es vetado incluso al propio lector. Es así como enderezó la vida de Flambeau.

Por lo demás, destaca el estilo del narrador, tras el que se esconde, sin complejos, el propio Chesterton. Su mirada afilada, irónica, sutilísima, con un humor fino e inteligente, siempre del lado del débil, y muy crítica con las clases pudientes, destila la realidad moral y social de su época para conformar un corpus ético muy definido donde sobresalen triunfantes virtudes como la bondad o la indulgencia del error que no permiten al autor juzgar o condenar a las personas. Una lección que conviene no olvidar en este tiempo nuestro de inquisidores prestos siempre a la lapidación.




lunes, 9 de septiembre de 2024

660. Escribir entre las ruinas

 



Uno de los grandes riesgos de la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso, de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe detrás de esas páginas. Creo que Teoría general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente marginal.

Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular, el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época, mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables, y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.