lunes, 13 de noviembre de 2023

628. En las entrañas del maltratador

 


Vaya por delante que Antonio Soler es para mí uno de los escritores más sobresalientes de los que ejercen la literatura en nuestro país. Quedé absolutamente anonadado con la potencia estilística de Sacramento y toda la crítica es unánime al considerar Sur una obra maestra. Por eso, hay que recibir con gozosa expectación cada nueva publicación del autor malagueño. Sin embargo, con Yo que fui un perro, el lector leal de Soler deberá asumir algunas dolorosas renuncias. La primera de ellas es olvidarse de que es un libro escrito por Antonio Soler. Porque esta novela no la escribe él sino el personaje ideado por el autor, un muchacho estudiante de Medicina con serios problemas de sociopatía, que vierte sobre su diario toda la bilis negra que lo envenena. Quien nos habla, pues, es Carlos, y lo hace con su registro parco, repetitivo y poco estimulante desde el punto de vista del lenguaje literario, salvo por algún que otro hallazgo lírico que la desazón del joven inspira. El mérito de Soler está justamente en su capacidad para hacer verosímiles las vicisitudes de Carlos al usar el registro propio de un diario espontáneo escrito por un desquiciado. Esa habilidad camaleónica es también una virtud de los grandes. Pero el lector, acumuladas decenas de páginas con el mismo desalentador tono, acaba fatigado. Las continuas repeticiones podrán plasmar muy bien el carácter obsesivo del personaje, pero el material será muy útil para el psicoanalista, no para el lector de una novela.

Yo que fui un perro narra, en forma de diario, la vida de Carlos, quien mantiene una relación sentimental con su vecina de enfrente, Yolanda. Las páginas de su dietario describen una personalidad oscura, misántropa, controladora, atormentada por los celos, patológicamente voluble. Toda su aspereza creciente configura el perfil del futuro maltratador. Para mí, el gran mérito de la novela es la sensación perturbadora que puede producir en el lector ese asomo de empatía que podemos establecer con el personaje. Desde el primer momento, sabemos que algo no funciona bien en su mente, pero también entendemos su vacío existencial, su depresión, su descreimiento del mundo, su orfandad (la real y la metafísica), su baja autoestima, sus inseguridades, su conmovedora vulnerabilidad. Dan ganas de ponerse a hablar con él, de zarandearlo, abrazarlo y de encauzar su vida. Porque allá, en lo más profundo, atisbamos una brizna de nobleza que muchas veces pugna por imponerse. Sus estudios de Medicina, incorporan a la novela otra interesante perspectiva: la víscera, descrita a veces con crudeza durante sus prácticas forenses, como constatación del nihilismo espiritual del personaje.

No podemos juzgar objetivamente a los otros personajes porque todos están tamizados desde la óptica de Carlos, pero sí llama la atención la actitud de Yolanda, a quien Carlos, según sus propias páginas, trata horriblemente la mayoría del tiempo, y que, sin embargo, acepta los vaivenes emocionales de su relación con relativa laxitud. Yolanda, que parece una chica desinhibida sexualmente parece solo disfrutar de esa vertiente de su relación con Carlos, que en ocasiones, parce utilizado (el perro de la cubierta). Y, aunque la acción se desarrolla en los 90, cualquier chica en sus cabales habría abandonado a Carlos a la primera palabra intempestiva. ¿Alerta, tal vez, la novela de la ceguera de muchas mujeres que no saben ver desde dentro la toxicidad de su relación, o es Carlos, también, una víctima de la propia Yolanda?

La novela, de soslayo, trata también temas como el de la homosexualidad y los prejuicios que aún arrastra el colectivo en esa década (aunque Carlos nunca la desprecia) o el problema de la drogadicción.

Yo que fui un perro abonará el debate en muchos clubes de lectura pero no estoy seguro de que sea una novela memorable. Habrá que esperar a la próxima, cuando Soler escriba como Soler.

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