lunes, 20 de enero de 2025

675. La mujer que ama las palabras

 


«Inmortalizar a alguien es siempre un infinito acto de amor», dice Marta Sanz en uno de los capítulos de su nuevo libro. Y efectivamente, quizás Los íntimos sea, ante todo, un precioso homenaje a quienes han nutrido de afectos, complicidades y camaradería la memoria literaria de nuestra autora. También hay cabida para algún ajuste de cuentas, aunque esgrimido con moderada acritud, pues nobleza obliga. Editores, agentes literarios, compañeros de profesión, críticos, dinamizadores culturales, libreros y, en definitiva, toda esa constelación que motea el universo de la literatura desfilan por unas páginas aderezadas de un sabroso anecdotario que revela las tripas del mundillo. Al concluir el libro, creí necesaria la incorporación de un índice onomástico que facilitara la localización de las decenas de nombres que en él aparecen, pero luego pensé que los índices onomásticos parecen estáticos nichos de cementerio y que no le haría justicia a los allí mencionados. Porque los nombres de estas memorias «del pan y las rosas» hablan y ríen y lloran y gastan bromas y aconsejan y ayudan y viajan y aman y viven y no merecen una lista onomástica.

Junto a ese luminoso registro de experiencias compartidas, Marta Sanz reflexiona también, en un valiente y ejemplar ejercicio de honestidad, sobre la relación con su propia escritura. Es la Marta más combativa y, a la vez, las más vulnerable y desencantada. Aquella que defiende su derecho a las metáforas, a la alusión culturalista y al estilo elaborado sin que eso deba entrar en conflicto con cierto clasismo procedente de los paladines de la conciencia de clase, que podrían llamarla «”traidora” por escribir palabras que no todo el mundo entiende» mientras «la población semialfabetizada […] cada vez cuenta con menos herramientas, por cierto, para hacer la revolución». Una escritora que se revuelve contra la sobriedad, porque «menos es menos», y que observa, angustiada, cómo poco a poco va desapareciendo «esa comunidad lectora con la que aún nos podemos entender»: «este libro se escribe para los lectores que aún leen como yo he leído». El libro es, pues, un alegato que llama a la resistencia, a la manera en que Fernando Royuela preserva la literatura de cualquier relación mercantilista. Pero junto a ese ideal, Marta Sanz reivindica también su derecho a poder ganarse la vida con su oficio sin renunciar a la coherencia personal, aunque sea consciente de que ese riesgo puede llevarla a la autodestrucción o a la renuncia de sus «aspiraciones aristocráticas» literarias. La vicisitud comercial, sin embargo, se incrusta a veces en el lenguaje. La autora cuenta, por ejemplo, cómo en La lección de anatomía escamoteó la parte artística de su libro por temor a que la acusaran de elitista. Luego se resarció en Black, black, black, escribiendo una novela negra que trataba, entre otras cosas, de dignificar el género, superando los leit motiv de su adocenamiento.

He aquí otro aspecto a reseñar de Los íntimos: el análisis de la intrahistoria de muchas de las obras de Marta Sanz, que permitirá a los lectores leales de la autora ampliar el prisma de aquellas lecturas.

Los íntimos, además, nos ofrece el retrato de una escritora humana, lejos de las torres de marfil, angustiada por los rechazos editoriales, por el miedo a las reseñas negativas o condescendientes, sensible a la culpabilidad autobiográfica inoculada por el gurú de turno, exultante ante cualquier buena noticia sobre sus libros, como si fuera todavía una escritora novel, resignada a recorrerse media España para agotar sus ediciones de escritora desterrada del bestsellerismo por las mesnadas de lectores cobardes. Y, sin embargo, hasta los autores comerciales consagrados «andan buscando otro tipo de legitimación». Esa de la que Marta sí goza desde hace ya muchos años y que timbra el blasón de la literatura que nunca muere. Como no mueren el pan y las rosas.

domingo, 12 de enero de 2025

674. Literatura que hiere y sana



 

El nuevo trabajo que nos regala Irene Reyes-Noguerol está compuesto por doce relatos. Doce es el número atómico del magnesio; doce es el número de nervios craneales; doce, los signos del zodíaco y doce, las notas musicales. Doce, son los apóstoles; doce, los frutos del Árbol de la Vida; y doce, los doce trabajos de Hércules. Y he aquí que, merced a la providencial cábala numérica, casi hemos resumido el hermoso libro de nuestra escritora sevillana.

Porque Alcaravea es un libro sustentado en los principios de la resistencia, palabras de hueso fuerte y tuétano; palabras que se reparten, erizándolas, las fibras sensibles de nuestra piel y de nuestra conciencia; que están marcadas por el capricho insidioso del sino; palabras que nacen aupadas por la poesía para la buena nueva de una literatura atenta –¡por fin!– a la forma. Palabras arraigadas en la tierra de la existencia misma, esa que cultivan, con el trabajo de vivir, los héroes cotidianos que no aparecen en los libros de mitología.

De los doce relatos, cinco toman como protagonistas a personalidades históricas: Van Gogh escribe desde la celda de su sanatorio en Saint-Paul-de-Mausole a su hermano Theo, y en sus cartas bucea por los abismos de la locura pero también por la gracia que aquella le concede en su paroxismo; Marie Geneviève van Goethem, la pequeña bailarina que inspirase la célebre escultura de Degas, denuncia con la bella sordina de un lirismo cruel, los abusos de sus pedófilos; la madre de Antonio Machado le pregunta a su hijo –ay– cuándo llegarán a Sevilla de camino a su exilio de Colliure; Lope de Vega, ya casi anciano, rompe su voto de castidad para cuidar de su último gran amor, Marta de Nevares, ciega, loca y catatónica; Abenámar y Almutamid narran sus amores ilícitos en aquel otro tiempo en el que era posible que los reyes se enamorasen y escribieran poemas.

En el resto de los relatos asumen el protagonismo personas anónimas, algunas de ellas emparentadas con la propia autora: el profesor expulsado que deja su huella indeleble en la alumna, que tomó conciencia de ser y de estar en el mundo cuando fue nombrada por el lenguaje que él le enseñó a amar; la madre esquizofrénica, víctima de sí misma y de quién sabe qué otros taludes, que descuida a su hija; la madre coraje que lucha contra la drogadicción de su hijo; los hermanos mellizos y su vínculo indisoluble más allá de la muerte; o el vacío identitario del hermano bastardo; la orfandad infligida por el nuevo matrimonio del padre y el ingreso en la inclusa. Y, al fin, tras toda esa herida, la alcaravea del último relato, que sana, resarce y acuna, al calor de la nana tradicional.

Además de la verdad desgarradora de las estampas de vida que Irene Reyes-Noguerol construye en sus páginas, Alcaravea destaca por la intensidad de su prosa, envolvente, vehemente en sus crecendos, repleta de trallazos líricos que noquean al lector por su dolorosa belleza, nunca impostada, y que convierte cada pasaje en una celebración de la literatura donde forma y fondo comulgan como pocas veces se ve en la literatura de nuestros días. De ese modo, esta alcaravea de propiedades salutíferas, cauteriza también la herida de la literatura adocenada y nos restituye, como lectores, para la esperanza de nuestras letras (Irene tiene unos insultantes y dolorosísimos 27 años). Semilla, pues, de comino y clavo y acaravea. ¡Ea!

lunes, 30 de diciembre de 2024

673. Nora sin portazo

 


La función había terminado y unos aplausos tibios, protocolarios, acompañaban al saludo de los actores. Varios adolescentes, que ocupaban la fila 2 del anfiteatro, se giraron y, haciendo gala de la espontaneidad propia de su edad, preguntaron, sobresaliendo su voz sobre el palmoteo desganado: “¿profe, y el portazo?” Y yo, que soy la “profe”; yo, que había ofrecido a mis alumnos de Literatura Universal la posibilidad de asistir al Teatro Principal para ver la representación de Casa de muñecas, obra que forma parte de nuestro temario; yo, que había leído la obra en clase con ellos; yo, que había disfrutado viendo cómo se repartían los personajes en cada sesión de lectura y cómo iba creciendo el interés en ellos por las peripecias de Nora; yo, que me sentía realizada en cada clase al ver las inteligentes aportaciones y las interpretaciones que iban haciendo a colación de las escenas que leíamos; yo, que compré almendras garrapiñadas para que las comieran en clase, conscientes de que estaban homenajeando a todas las Noras que viven prisioneras, sin poder realizarse plenamente como personas; yo, que les dije que el 21 de diciembre se cumplían 145 años desde que el drama de Ibsen se estrenó e insistí en lo mágico que era que ellos estuvieran viendo esa misma obra ese día;  yo, que aquella tarde acudí al teatro con nervios de felicidad en el estómago al pensar en esos jóvenes que dedicaban la tarde de un sábado de sus vacaciones navideñas a ir al teatro; yo me sentí profundamente frustrada porque esta adaptación de Eduardo Galán en la que Nora es una mujer del siglo XXI dejaba mucho que desear y empequeñecía sin lugar a dudas la original  Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen. Después, en el vestíbulo, mientras escuchaba sus impresiones, en mi cabeza se agolpaban imágenes de mí misma hablándoles en el instituto de lo maravilloso que es el teatro, de la experiencia total que supone leer la obra y verla representada en un teatro “de verdad” y… me sentí una impostora. Me hubiese gustado que su bautismo teatral hubiera sido con un espectáculo que les hubiera removido, que les hubiese dejado una huella indeleble en sus recuerdos y no una adaptación con un texto imperfecto y forzado en ocasiones, pues no todas las vivencias de una mujer del siglo XIX pueden ir en paralelo con las de una mujer del XXI, y con un elenco de actores al que le falta fuerza, con una interpretación floja. ¿Dónde estaba la rabia encolerizada de Helmer cuando descubre el fraude que ha cometido su esposa? ¿Y las palabras de Nora en las que justifica el título de la obra? ¿Y la dulzura y el miedo de Nora durante la mayoría de los actos? María León no tiene ninguno de estos registros, interpreta prácticamente igual todas las escenas (en las antípodas de Silvia Marsó, que en 2010 dio vida a Nora en un montaje que respetaba el original). ¿Y la conversación final del matrimonio en la que Nora se reivindica a sí misma y toma una determinación escandalosa para los espectadores decimonónicos? Encajar un clásico en los mimbres de nuestra época es una tardea arriesgada que no siempre llega a buen puerto. Hubiera sido preferible que el director, Lautaro Perotti, hubiese trabajado con un texto de nueva creación que tratase sobre la reivindicación femenina y no degradar a Ibsen a una amalgama de ideas rápidas, sin el desarrollo necesario, y con actores que empequeñecen todavía más el nuevo texto, sin credibilidad a ojos del espectador. La sinopsis con la que se promociona este espectáculo reza: “El portazo de Nora 150 años más tarde”, mas el portazo brilla por su ausencia. ¿Estamos ante una utilización del nombre de Ibsen para captar al público? Porque su esencia no está presente ni siquiera en ese final, símbolo del nacimiento de la independencia de la mujer. ¿Entonces, para qué emplear el nombre de Ibsen en vano? Autores, atrévanse a escribir sus propias obras si la adaptación no está a la altura del original, pues los clásicos ya tienen autoría conocida y no siempre necesitan ser revestidos de modernidad. Lo que precisan es amor por ellos, adaptaciones fieles a su esencia y a la época en la que fueron concebidos, pues para llegar al público -incluso el más joven- solo hace falta verdad, respeto, admiración y autenticidad en la interpretación. Las obras clásicas nos interpelan, con independencia de las coordenadas espacio-temporales en las que nacieron, por ello precisamente gozan del marbete “clásicas”. No hay nada más moderno que un clásico. Portazo al “todo vale” y larga vida al buen teatro.

Para mis alumnos Paulina, Anri, Lara, Martín, Elisa, Paula, Erika, Rubén, Sofía, Natalie y Julia, que me colman de felicidad en cada clase de Literatura.  

lunes, 23 de diciembre de 2024

672. Una Regenta sin sapo

 


Helena Pimenta, reconocida directora por, entre otros méritos, haber dirigido la CNTC de 2011 a 2019, ha asumido el reto de llevar  a las tablas el clásico inmortal de Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta, de la mano de la versión de Eduardo Galán. Transformar una novela de la envergadura de La Regenta a un texto teatral no debe de ser tarea fácil, pues la labor de selección y de condensación de escenas exige un minucioso estudio del original que permita plasmar en el escenario el complejo mundo que Clarín retrató en sus páginas. Y he aquí el primer punto débil de esta adaptación. La trama avanza demasiado deprisa, es mucha la información que las figuras de los narradores van contando a los espectadores de modo que, casi sin evolución, el público se halla ante la lucha de egos entre don Fermín de Pas y el donjuán don Álvaro Mesía que tiene a Ana Ozores como objetivo. Es evidente que la duración temporal de una obra de teatro dista mucho de la extensión de las novelas de corte realista y quizás, por ello, sea inevitable este ejercicio de condensación argumental extrema.

Dicho aspecto va unido a la falta de profundidad psicológica de los personajes. La obra de Clarín permite al lector bucear por los intersticios más ocultos de la mente de los protagonistas y entender así el conflicto que los aflige: la insatisfacción vital de Ana, el deseo de control de don Fermín hacia su “hija espiritual” predilecta, etc. Si bien se vislumbran retazos de estas tribulaciones internas en la versión teatral, estos no son suficientes para despertar del todo la catarsis en el espectador, sobre todo para quienes no hayan leído la novela. Se hace difícil empatizar con unos personajes que sufren un conflicto representado de manera somera y sin la introspección adecuada.

Con todo, la adaptación es un espectáculo correcto en el que se percibe el respeto al original. Se respira el ambiente decimonónico también en el vestuario de los actores, lo que contrasta con el uso de proyecciones audiovisuales que podrían ser prescindibles. Una pared blanca que simula una casa, con puertas y ventanas que se abren y se cierran y unas cuantas sillas y mesas constituyen todo el decorado. La puesta en escena nos regala algunos hallazgos interesantes como cuando Ana va repartiendo rosas a un lado y a otro del escenario como símbolo de la oscilación de su tendencia entre don Álvaro y don Fermín. Sin embargo, se ha omitido el “beso de sapo” con el que concluye la novela, un momento icónico, que ha pasado a los anales de la memoria literaria y que muchos espectadores esperaban.

En general, el trabajo interpretativo de los actores es adecuado. Destaca la actriz Pepa Pedroche en su papel de madre de don Fermín, quien encarna con solvencia la preocupación por el futuro de su hijo, por las habladurías que circulan por Vetusta en torno a la relación entre el canónigo de la catedral y Ana. Asimismo, Joaquín Notario da vida a un don Víctor Quintanar despreocupado, incapaz de satisfacer las necesidades de su esposa, de un modo bastante fiel al original. Álex Gadea interpreta a un don Fermín correcto, pero no brillante, pues la sombra de Carmelo Gómez es alargada. Ana Ruiz destaca por la dulzura de su voz, mas adolece de verosimilitud en algunas ocasiones, como en la escena final en la que Ana Ozores vive presa de la culpabilidad por la muerte de don Víctor y por el rechazo y el desprecio al que es sometida cuando toda Vetusta le da la espalda. Es una mujer destrozada que en la representación teatral no lo parece.

Por todo ello, se puede afirmar que esta nueva Regenta es un espectáculo aceptable, un buen acercamiento a la obra para quienes no la hayan leído, pero resulta insatisfactoria para quienes busquen a los auténticos Ana y don Fermín. Quizás no todas las novelas sean adaptables al teatro, tal vez para conocer el universo de Vetusta haya que releer a Clarín, perderse por sus páginas, dejarse mecer por sus descripciones, sumergirse en los monólogos interiores que nos permiten conocer la mente de sus personajes como si fuera la nuestra. Volver a La Regenta en el género en el que nació: la novela. Leerla. No hay mejor homenaje.

lunes, 16 de diciembre de 2024

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Angus White, uno de los personajes más inolvidables de Minimosca (Candaya), debe seguir las coordenadas que figuran en un papel en el interior de su bolsillo para cerrar el círculo de unas de las innumerables historias que convergen en esta suerte de supranovela con la que Gustavo Faverón Patriau lleva al límite las posibilidades del género con descomunal magisterio. En realidad, toda la novela es una gigantesca coordenada literaria donde el lector –su caminante– debe estar atento a las voces narrativas, a los géneros discursivos y al perspectivismo de reminiscencias cubistas con las que el autor peruano va armando su universo. Pero Faverón deja sus migas de pan y las últimas doscientas páginas del libro resultan apasionantes cuando se van ensamblando los frentes abiertos, algunos de ellos con sorpresas absolutamente sobrecogedoras. La estructura es, pues, un personaje más de la novela que trasciende el juego literario para representar la extrañeza y desorientación de sus protagonistas ante un mundo hostil donde la violencia se ha enseñoreado de su cotidianidad. Es aquel «laberinto de errores» del que hablaba Pleberio en su famoso planto en La Celestina. Del mismo modo, la asunción natural de los personajes ante hechos insólitos o paranormales que van motejando la narración redundan en esa visión extrañada de la vida que entronca, siempre a su manera, con el surrealismo y el realismo mágico. Así, las moscas con rostros de músicos barrocos; el personaje al que se le aparece el urinario de Duchamp cuando desea orinar; o los combates de boxeo que gana Arturo Valladares recitándoles al oído a sus contrincantes versos de Vallejo.

Con todo, el tema principal de la novela es la violencia, especialmente la violencia de los padres hacia sus hijos, aunque Faverón traza también una panorámica del mundo contemporáneo donde se destacan, solo como telón de fondo, algunos de los conflictos con que ha tenido que lidiar la humanidad durante la última centuria. Sus personajes principales, provistos de una fragilidad conmovedora, son seres frágiles y desnortados y, en la búsqueda de sí mismos para la redención de su angustia o de su dolor heredado adoptan a veces duplicidades identitarias, otro de los grandes instrumentos recurrentes del libro. En esa misma línea operan los abundantes apócrifos, de influencia borgiana, que juegan con las vidas de celebridades como Duchamp, Stephen King o el Che Guevara. Entre estos apócrifos destaca antonomásicamente Matilde Urbach, personaje creado por Borges a quien Juan Bonilla dio en su día carta de naturaleza, lo que demuestra que todo lo que reside en literatura, sea ficción o no, existe porque existe en la literatura. Son también importantes los personajes secundarios, muchos de ellos ciegos, que parecen asumir alguna suerte de función oracular.

Minimosca es, también, un compendio gozoso de arte, literatura y metaliteratura. Especial relevancia tienen la presencia de la poesía de Vallejo o el cine de Andonov, no como meras referencias culturalistas sino como elementos nucleares en la construcción de la trama.

Finalmente, el humor ejerce su contrapeso entre las vidas desgraciadas de los personajes y crean necesarios anticlímax mediante el uso de juegos de palabras, divertidas situaciones absurdas o críticas aceradas e irónicas.

Es imposible compendiar el valor de Minimosca en la escueta columna de un periódico. Su inagotabilidad daría para un estudio profundo que –estoy seguro– verterá sobre el mundo académico todo un entusiasta reguero ensayístico. Baste ahora decir que Faverón es ya un clásico de la literatura en español y que la portentosa Minimosca constituye una experiencia lectora difícil de olvidar.

domingo, 24 de noviembre de 2024

670. Como vale Valle



Si buscan ustedes en Youtube el vídeo titulado «El orador», de Ramón Gómez de la Serna, hallarán la escena preliminar con la que se inicia la adaptación para las tablas de Don Ramón María del Valle-Inclán, basada en la biografía muy sui generis que escribió el autor de las greguerías sobre la vida y obra del inmortal gallego. El montaje, dirigido por Xavier Albertí y protagonizado por Pedro Casablanc, es un precioso homenaje no solo al creador del esperpento sino también al propio Gómez de la Serna que es, a la postre, el personaje encarnado por un inmenso Casablanc, quien probablemente haya interpretado el papel más importante y perfecto de su carrera actoral.

Uno de los logros del espectáculo es la cuidadosa criba que se ha operado sobre el texto original de Gómez de la Serna. Decía Valle-Inclán que existían tres formas de escribir: de rodillas, como Homero, que se limitó a adorar a sus héroes; de pie, como Shakespeare, que puso a los hombres y sus tribulaciones frente a él; y en el aire, como Cervantes, que idealizaba a sus personajes dejándolos colgados de lo aéreo. Siguiendo esta teoría, la biografía de Gómez de la Serna está escrita de rodillas, pues el tono apologético con que el escritor madrileño realiza la semblanza de Valle alcanza cotas de hiperbólica lauda, rayana, tal vez, con lo indigesto. Lo que no es reprobable en alguien que admiró tanto al autor de Luces de bohemia, pero que puede llegar a abrumar la paciencia del lector. Xavier Albertí filtra los pasajes de esa biografía, rescatando aquellos que por su carácter humorístico o por la verdad de sus reflexiones artísticas, filosóficas o metafísicas, resultan apropiados para los 75 minutos del espectáculo.

A Casablanc le acompaña al piano Mario Molina, cuyas piezas conducen musicalmente los parlamentos del actor. A veces resulta enojoso el solapamiento de piano y voz, sobre todo en aquellos pasajes donde hubiéramos preferido la palabra desnuda; en otras, en cambio, ambos se ensamblan perfectamente para los momentos más jocosos de la obra, como aquel en que Casablanc interpreta La Tarántula, de la zarzuela La tempranica, que sirve, junto al profuso anecdotario de la vida de Valle, para recrear el ambiente de las primeras décadas del siglo XX.

Los textos de Gómez de la Serna recogen muchos sucesos de la vida de Valle que la mitomanía y el propio Valle se encargaron de hacer pasar por ciertas, aunque no todas lo fueron. En el montaje se amalgaman las reales, las ficticias y las no probadas, como su obsesión contra Echegaray; la pérdida de la mano en la trifulca con Manuel Bueno; su viaje a México propiciado simplemente por la “X” del topónimo; los actos pendencieros en el marco de la bohemia; su resistencia bravucona contra la autoridad; la reivindicación de su rancio abolengo; o la anécdota de su entierro, cuando un joven se abalanzó sobre el féretro para arrancarle la cruz, lo que le valdría su fusilamiento recién empezada la guerra civil. Pero también hay cabida para sus reflexiones literarias: «La suprema belleza de las palabras sólo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su ideología».

Usado casi como lema de blasón, Valle dejó dichas aquellas famosas palabras que rezan así: «el que más vale no vale tanto como vale Valle». El montaje de Xavier Albertí y la portentosa actuación de Casablanc desmienten el lema. Al menos, en lo suyo, valen tanto, como vale Valle.


lunes, 18 de noviembre de 2024

669. La involución de Eliza Doolittle

 


La nueva propuesta del dramaturgo y director Ernesto Caballero es una interesante reflexión sobre la relación que existe entre el dominio de la lengua y su encaje en la sociedad. Sustentada en mimbres cómicos, La gramática nos presenta la “tragedia” de una limpiadora de la RAE que, tras ser golpeada en la cabeza por varios manuales de gramática mientras “limpiaba, fijaba y daba esplendor”, desarrolla un insólito don: se convierte en una experta en todas las disciplinas lingüísticas. Abrumada por el impacto que su nueva capacidad está generando en su vida –ha perdido su trabajo, sus amistades le han dado de lado y su propia familia no la reconoce ya–, pues una ira correctora se ha enseñoreado de su ser –los anacolutos y los errores ortográficos, fonéticos o de concordancia la enervan profundamente–, decide someterse a un proceso de desprogramación lingüística guiada por un neurocientífico que la devolverá a su estado original. Durante el tratamiento, será sometida a pruebas que la harán enfrentarse a esos errores que son inadmisibles para ella a la vez que revivirá momentos de su vida en los que ella misma cometía dichas incorrecciones. Resulta especialmente interesante el proceso mediante el cual el doctor borra de su memoria el caudal de lecturas de autores clásicos.

 La protagonista sufre una lucha interior entre la incapacidad para controlar su afán perfeccionador (dirá de ella misma que es una máquina correctora antropomórfica) y su anhelo de volver a su antiguo ser, aquel que desconocía la normativa y que era más feliz porque no tenía la capacidad ni el vocabulario para poder analizar y verbalizar sus pensamientos y preocupaciones, lo que abre otra veta temática: la ignorancia como felicidad, tal y como la planteó en su día el poeta Thomas Gray. Desde su transformación, tiene que soportar que la llamen pedante, elitista y otras etiquetas que refuerzan su expulsión del ámbito social. En la alternancia entre estos episodios de defensa a ultranza del uso impoluto de la lengua y otros en los que comete errores sin filtro, se halla la vis cómica de la obra, pero también la veta crítica que brilla en la excelente interpretación de María Adánez, quien señala sin tapujos a los culpables de la degradación que sufre nuestra lengua.

El argumento de La gramática es el reverso del Pigmalión de Bernard Shaw, pues el neurocientífico, interpretado por José Troncoso, busca la involución de la protagonista, devolverla casi a un estado primitivo del uso de la lengua para encajar de nuevo en una sociedad que, lejos de valorar la corrección idiomática, la considera una anomalía en las relaciones interpersonales. Para formar parte del entramado social, es la mediocridad lingüística la llave de acceso.

Con una puesta en escena sencilla, sin apenas ornamentos, salvo unas bombillas que cuelgan del techo y de una tarima con el objeto simbólico de jugar con el apagón de la luz de la Ilustración, La gramática constituye un grito ahogado ante la delicada situación de desamparo que sufre nuestra lengua por parte de los hablantes, pero también por parte de las instituciones y de los medios de comunicación y, por extensión, es una crítica al desprestigio del conocimiento, a la pusilanimidad mental ante cualquier reto intelectual y a la cultura de la mediocridad (valga el oxímoron), que empobrece nuestra sociedad de analfabetos funcionales.

lunes, 11 de noviembre de 2024

668. La conjura de los ausentes

 


Aunque de memoria, parafraseo ahora una de las sentencias recurrentes del nuevo libro de Paco Cerdà: la guerra no es el final. Para muchos, ese final es el principio de otra guerra. Así que, recogiendo esa máxima, empiezo el libro de Paco por su coda. Veintisiete páginas donde el escritor valenciano resume su impresionante trabajo de documentación, algunas de cuyas fuentes, de gran extensión, quizás se traduzcan luego en una pequeña frase de la que el lector apenas sospechará la descomunal inversión de horas y esfuerzo que la ha propiciado. Y, sin embargo (o por eso mismo) el libro nunca encalla en la profusión historicista y fluye amparado por el magisterio estilístico de su autor, auténtica orfebrería lingüística al servicio de la literatura.

Presentes (Alfaguara) narra el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial, en uno de los capítulos más sorprendentes de nuestra historia reciente caracterizado por la espectacularidad de su despliegue, verdadero ejercicio de barroquismo épico-litúrgico para mayor gloria del fascismo español. Cerdà mimetiza su prosa con la solemnidad del traslado, lo que otorga a las páginas una especial cadencia rítmica, elegíaca, fúnebre, tan a propósito para el compás procesional de las escenas, y una vampirización de toda la retórica franquista, con su vocabulario grandilocuente y pomposo que, más que prestarse a la parodia, parece aspirar a recrear literariamente aquella atmósfera ceremoniosa. La preocupación estilística es tal, que el propio autor reconoció durante su presentación en Alicante que llegó a contar las sílabas de cada palabra para ese encaje rítmico.

Asimismo, me ha parecido inteligente la falta de ensañamiento fácil para con Primo de Rivera. En su noble afán de evitar todo maniqueísmo, Cerdà retrata la figura de José Antonio con las contradicciones que el personaje, como antes su padre, había mostrado en vida: su voluntad regeneracionista; la sensación que siempre le acompañó de que no se había entendido su programa; la instrumentalización hipócrita de la que el franquismo sacó partido;  pero, a la vez, el incurrimiento en la defensa de las pistolas si estas fueran necesarias. Hay un intento de entender al hombre y no tanto al político fracasado, con sus claroscuros y matices, lo que no obsta para que, obviamente, se infiera un posicionamiento claro respecto a su rechazo.

Junto a los capítulos dedicados al luctuoso traslado, Cerdà intercala otros episodios que recogen las vicisitudes tanto de personajes conocidos como de personas anónimas que vivieron la contienda o la inmediata posguerra. Esta atención a los invisibles de la Historia rescata del olvido a aquellos que forman parte de la crónica pequeña, aquella «intrahistoria» con que Unamuno acuñó las vivencias de la masa ignota más allá de los grandes nombres y que, en realidad, conforma la verdadera esencia de los pueblos. Casos ominosos, tristes o paradójicos, como aquel en el que se relata la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún, mientras ésta vivía el trance del exilio.

Llama también la atención el precioso ejercicio de intertextualidad del que hace gala Cerdà. Imbricados en la lírica de la prosa, se oyen ecos de los versos de Lorca, de Miguel Hernández, de Machado o de Estellés que parecen tocar a rebato frente a las campanas lúgubres de los fastos franquistas y que parecen querer alertarnos de nuestra actualidad.

Presentes consolida a Paco Cerdà como el esteta comprometido, cuyo estilo exquisito embelesa por su belleza pero que, a la vez, golpea con su aldabonazo poético a la puerta del corazón herido de la memoria.

lunes, 4 de noviembre de 2024

667. Padre no hay más que dos

 


La compañía teatral Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher, cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que, como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán en febrero del año próximo.

El principal problema del que adolece La madre es justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de público y crítica con El padre, es decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual de eficaz en La madre. En primer lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez, sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta, como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional, Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso, sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa–  con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en algunos casos, parecen exagerados sus abismos.

Con todo, la actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.

En definitiva, La madre produce el rédito de una buena noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa. Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

666. Árida, distrito de Comala



 

Existen libros que solamente pueden escribirse en una suerte de estado de gracia. La última novela de Antonio Tocornal es uno de ellos. No es que quiera rescatar ahora el viejo mito romántico de la escritura en trance al dictado de las musas, no: en la prosa del autor gaditano hay, ante todo, mucho talento, mucho trabajo y un admirable ejercicio de orfebrería lingüística. Pero es verdad que, para escribir un libro como este, el escritor debe vivir en un especial estado de disposición espiritual.

Árida, publicada por Ediciones Traspiés y galardonada con el I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala, engrosa la excelsa nómina de títulos premiados con los que Tocornal viene deleitándonos desde 2018. Alejado de los circuitos comerciales, Tocornal se ha granjeado una legión de lectores incondicionales que lo han convertido en figura de culto, sobre todo desde la aparición en 2020 de Bajamares, cuya forma y fondo entroncan con la novela que hoy nos ocupa.

Tal vez lo menos importante de Árida sea la trama argumental. Se trata, más bien, de una novela de atmósfera. Efectivamente, el destino de sus personajes es desvelado desde la misma contraportada: todos ellos están muertos y se dirigen a Árida, un territorio a medio camino entre la vida y la muerte, custodiado por su única habitante, La Guardesa, encargada de recibir al luctuoso peregrino. Todos ellos, hasta un total de cinco, cargan con algún tipo de mochila experiencial, que es quizás el único atisbo argumental de la novela. Durante el camino, como diría Lorca, los peregrinos van acostumbrándose a su muerte, hasta tomar conciencia de ella, en una transición plácida y serena. Ninguno de ellos tiene nombre, y el autor nos los da a conocer a través de la antonomasia. Así, además, de La Guardesa, están El Caminante del Reloj de Arena, El Arriero, El Soldado, La Niña del Calero y La Fugitiva, como si fueran figuras de una especie de tarot literario y sus pensamientos, la cartomancia de un futuro ya decidido. La ausencia de nombres, por otro lado, constituye un sugestivo trasunto de la pérdida de la individualidad (mero accidente) ante la universalidad de la muerte.

Árida se incorpora de este modo a todo ese repertorio clásico de territorios míticos, como Macondo, Santa María o Yoknapatawpha, aunque la verdadera deuda del libro se haya contraído con la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Esta ascendencia literaria no es ocultada por el autor, que reconoce su influencia en las citas iniciales de la novela.

Los primeros lectores de Árida han intentado ofrecer algunas interpretaciones sobre este espacio onírico. Concebida primero como una aldea próspera, acaba por convertirse en un secarral sin vida donde hasta los pájaros desaparecen. Ello ha dado lugar a exégesis simbólicas que van desde la alerta sobre el cambio climático, pasando por la denuncia al fenómeno del caciquismo, hasta llegar al asunto de la despoblación rural. Todas esas lecturas, aunque legítimas, no estuvieron nunca en la intención de Tocornal, como se encargó él mismo de recordarnos durante su presentación en Alicante.

El estilo envolvente de la prosa, sus figuras recurrentes, el ritmo, cercano a la letanía gracias al frecuente uso del polisíndeton, y ciertas notas de surrealismo otorgan una solemnidad procesional, muy a propósito para el tono fúnebre del libro. La precisión léxica, el lirismo cruel, la crudeza naturalista y la profunda humanidad con que Tocornal aborda la vulnerabilidad de sus personajes, completan este espejo barroco, tras cuyo azogue nos sentimos interpelados, pues todos, desde el momento de nacer, emprendimos nuestro inevitable viaje a Árida.