sábado, 11 de mayo de 2013

205. Anónimos


 
Marcas de cantero del muro del Castillo de Monterrey, Orense.
 
Manuel Martín es mi amigo de toda la vida y tiene nombre y apellidos. Manolo trabaja en una de esas empresas informáticas donde cada día, cual autómata bien programado, debe desempeñar las mismas tareas anodinas al servicio del dios tirano de la productividad. La imaginación, la creatividad, la impronta personal, son sólo viejas aspiraciones a las que hace tiempo renunció cuando sometió la inicial ilusión del debutante a los protocolos, las cadenas de programación y las eternas y monótonas subidas de proyectos. Sin embargo, cuando compramos un producto con la tarjeta de crédito y nos devuelven el papelito con el justificante de compra, Manolo está presente. Los números de nuestra tarjeta que aparecen en el papel “encriptados” para proteger la confidencialidad de nuestros datos, son cosa suya. Entonces Manolo se permite el lujo de dejar su prueba de su paso por el mundo, al igual que los canteros de las viejas catedrales. Y decide que las figuras que ocultan los números de nuestras tarjetas serán este mes aspas, asteriscos o puntos, según su estado de ánimo. O si deja visibles los cuatro primeros números o los cuatro últimos.

Si mi amigo Manolo, desbordante de ideas,  sufre con resignación este anonimato lacerante ¿qué debió de sentir entonces el autor del Lazarillo de Tormes cuando vio estampada su obra sin su nombre? Se considera a don Juan Manuel, el autor de El conde Lucanor (1335), el primer escritor con conciencia propia de su labor creativa. Prueba de ello es el enorme celo con que mandó guardar sus obras en el monasterio de San Pablo de Peñafiel, en Valladolid, para evitar la labor distorsionadora de los copistas. Antes de él, los escritores concebían su quehacer como una contribución más al saber y, mucho se extrañarían si supieran que su nombre iría unido por siempre al de sus obras. Pero la legítima vanidad del que crea se impuso pronto a ese altruismo intelectual que caracterizó a la literatura del medievo. Y sólo el peligro inquisitorial pudo sacrificar el orgullo del creador. Algunos, sin embargo, no pudieron resistirse a burlar la inquina del olvido y pusieron su fe en las mentes avezadas que pudieran en el futuro destapar su identidad y ganar con ello la eternidad.  Tal es el caso de Fernando de Rojas, que ocultó su nombre tras los versos acrósticos del prólogo a La Celestina (siempre la censura tuvo tanto de intransigencia como de cortedad intelectual). El autor del Quijote apócrifo, editado en Tarragona, debió de sentirse, en cambio, muy mermado ante la gigantesca figura de Cervantes y ocultó su nombre tras ese misterioso y también falso Alonso Fernández de Avellaneda, del que, a estas alturas, poco sabemos todavía. Existen, en cambio, maravillosos anonimatos, como los que conforman nuestros cantares de gesta y el increíble milagro del Romancero. Aquel “autor-legión” que acuñara Menéndez Pidal es la expresión más hermosa del anonimato porque nos incluye a todos en el patrimonio común de los versos transmitidos y conservados de generación en generación.  A otros, en cambio, perseguidores de la lisonja y el aplauso público, bien les hubiera valido dejar sus obras anónimas, o mejor aún, no haberlas publicado nunca, más que por ellos, por los sufridos lectores que los soportaron.

Hoy he ido a la librería a comprar una versión revisada del Lazarillo de Tormes, a quien los editores todavía no se atreven a colocarle el nombre de Diego Hurtado de Mendoza, como defiende la investigadora Mercedes Agulló. Al pagar con mi tarjeta de crédito, la dependienta me ofrece el resguardo de la compra. Los números “encriptados” de mi tarjeta se esconden hoy tras un asterisco. Yo sonrío. Mi amigo Manolo ha tenido hoy un buen día.

6 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Cada equis tiempo, alguien da con la autoría del "Lazarillo". Con la del "Lazarillo", y con la del "Cantar de mio Cid". Machado decía que a las palabras de amor les sienta bien su poquito de exageración. Y yo creo que, a su vez, a estas obras les sienta bien su anónima condición.

Tisbe dijo...

Coincido con Javier. El anonimato de estas obras es un bello misterio que debe quedar sin resolver. No me imagino explicándolas en clase y señalando que fueron escritas por tal o cual autor.
Por otra parte, estoy segura de que hoy Manolo sonríe con la certeza de quien se siente querido y valorado por su mejor amigo.

Manuel Martín dijo...

Un articulo precioso y que me ha emocionado, muchas gracias de todo corazón amigo, hermano y confidente. Gracias.

David Jiménez. dijo...

Coincido con Manolo, al cual conozco y es una persona excepcional. Muy bonito el artículo.

Mari Carmen Pidal dijo...

Manolo, recorta el artículo y cuélgalo en la oficina, jajaja

Píramo dijo...

Javier, Tisbe: Yo también coincido con vosotros. Aunque no sé si lo haría el autor anónimo.

Manuel, celebro que te haya gustado. Te mereces eso y más.

David, gracias.

Mari, Manolo seguro que tiene colgada la foto de alguna tía buena. No se lo estropeemos.