domingo, 2 de marzo de 2025

681. Piatkun sin escapulario

 


Debemos a Robert Juan-Cantavella la creación de un nuevo tipo de personaje literario: el actor de novelas. Así como existen actores de cine, contratados por directores o productoras para los rodajes, Franco Piatkun es empleado por los escritores de novelas para sus «novelajes», pues todo nuevo oficio requiere de sus neologismos. Piatkun entronca así con esa larga tradición de personajes emancipados, como aquel Augusto Pérez que creara Miguel de Unamuno en Niebla, o los seis personajes en busca de autor que Pirandello imaginara para la obra del mismo título. Es cierto que la naturaleza de estos antecedentes literarios es algo distinta, pues nacieron de la fantasía de sus autores mientras que Piatkun es un ser de carne y hueso que trabaja para ellos, pero todos coinciden en su anhelo de existir y de forjar su propio destino más allá del amarre que los limita. Claro que, esta profesión de Piatkun, como todo lo que concierne a su persona, debemos ponerlo en cuarentena, pues quien nos lo cuenta es el mismo Piatkun desde un sanatorio mental en Vulturó. Escenario, por cierto, que tanto me recordó al Berghof, de La montaña mágica, no solo por su altura (Vulturó se halla en la comarca del Alt Urgell, en Lérida), sino por el desquiciamiento de sus protagonistas durante el tercio final de la novela. Todo lo que sabemos de Piatkun se reduce a lo que él escribe en diez cartas dirigidas a cineastas y escritores muertos: Werner Herzog, Segundo de Chomón, Laurence Stern, Allan Poe, Melville, Pushkin, Stevenson y Gógol. Gracias a estas cartas sabemos que Piatkun es natural de Toledo; que su madre, con la que mantiene una relación edípica y que marcará su futura relación con las mujeres, se dedica a la enseñanza de la música con cuencos tibetanos; que su padre regenta una cuchillería turística; que su tío-abuelo fue el famoso ciclista Martín Bahamontes; su afición por las chapas y por la música disco de los años 70, 80 y 90 y, sobre todo, su adscripción a la Banda de los Monaguillos, dirigidos por el cura Lucio, el sacerdote de la catedral de Toledo que reivindica un ejercicio purista de la liturgia y que tal vez influya decisivamente en Piatkun cuando, al explicarle la milagrería de los detentes, obre en él ese peligroso sentimiento de invulnerabilidad en el refugio de la ficción que acabará volviéndolo loco y que es piedra angular de esta novela. Esta banda, donde Piatkun halla a sus primeros amigos, tendrá un protagonismo determinante en la entrada de nuestro personaje en el sanatorio cuando, años más tarde, en Barcelona, decidan salvar al mundo del Apocalipsis. En las cartas, Piatkun está obsesionado por demostrarle a esos escritores para los que ha trabajado que todos han sido plagiados alguna vez, en lo que yo he interpretado como un canto al milagro de la intertextualidad, más allá del interés estructural de esa obsesión: Piatkun quiere asegurarse de que su propio plagio tendrá éxito, pues desea copiar a El conde de Montecristo para su proyecto de fuga del sanatorio. En las cartas, Piatkun adultera algunas obras de la literatura universal o amplifica los argumentos con las aventuras de los personajes secundarios que él interpreta (frustración ésta, la de su eterna condición de segundón, que se une a la lista de experiencias traumáticas que va acumulando). Otras veces incurre en anacronismos o se arroga la responsabilidad del canon literario de occidente gracias a los consejos que él mismo ha dado a los escritores de turno. La novela es, además, un homenaje a Gógol, el autor con el que más veces ha trabajado Piatkun, y puede leerse también como un catálogo de bellísimas estampas exegéticas de las decenas de novelas que desfilan por sus páginas, invitándonos asimismo al descubrimiento o a la relectura de los clásicos. La novela es también un juego casi metafísico de la identidad (el Piatkun que trabaja como actor de novelas es, a su vez, un personaje de la vida real inserto en la propia novela de Juan-Cantavella). Con una prosa burbujeante, fresca y humorística que, sin embargo, no renuncia a su corte clásico, Detente bala aborda los límites entre la locura y la ficción a través de un inolvidable letraherido que, pese a su censurable corrupción moral, no deja ser un pobre diablo desvalido cuyo escapulario no ha podido detener la bala definitiva.