lunes, 10 de marzo de 2025

682. Limpiar el polvo después de Simone de Beauvoir

 


Hasta hace bien poco, la novela de Francisca Aguirre, Que planche Rosa Luxemburgo, era una de esas pequeñas joyas inencontrables ni siquiera disponible en las librerías de viejo. Gracias a la editorial Carpenoctem, el libro ha vuelto a ser reeditado, 30 años después de que obtuviera el Premio Fermina Galiana de novela corta, con la incorporación ahora de un lúcido y combativo –casi indignado– prólogo de la escritora Clara Morales.

Este pequeño gran trabajo de Francisca Aguirre es la demostración palmaria de que se pueden adoptar firmes posiciones feministas sin acudir al tono panfletario o al eslogan facilón. Efectivamente, en esta novela autobiográfica, la autora plantea, desde una sencillez elocuentísima y desde un fino sentido del humor, toda la desazón de una mujer que ha asumido como inevitable el rol que la sociedad lleva imponiéndole desde tiempo inmemorial. Y todas esas reflexiones las lleva a cabo mientras realiza las monótonas tareas del hogar, descritas con desacomplejado pintoresquismo. Todas las diatribas feministas, enarboladas en quiméricos tratados teóricos, bajan aquí al polvo mismo de los muebles que hay que limpiar, a las arrugas de las camisas que hay que planchar o a la tortilla de patatas que hay que cocinar. ¿Dónde ha quedado la revolución para las mujeres que planchan? ¿Qué guarda la Historia para ellas, aplastadas por eso que se ha dado en llamar «la jerarquía de los problemas»? El mundo entre muselinas de Memorias de África en nada se parece a la jungla de la vida real. La frasecita que reza que, después de leer a Simone de Beauvoir, ya no se puede limpiar el polvo está muy bien para soltarla desde la tribuna, pero el polvo se acumula, precisamente, sobre los libros feministas de los anaqueles de casa. De Horacio, su marido, heterónimo del poeta Félix Grande, que nunca plancha sus camisas y, por supuesto, tampoco las de ella, se habla con la resignación de la esposa abnegada que tolera sus infidelidades y que se ahoga en la crisis de la mujer madura que no puede competir ya contra las muchachas jóvenes. El vacío vital del ama de casa, acrecentado paradójicamente cuando las tareas del hogar están ya resueltas, la lleva al anhelo de otra vida, pero también a la contradicción de continuar con la que tiene. Pero las rejas del balcón se imponen con su simbolismo presidiario. La vida llamada «propia» la lacera con ese adjetivo que no siente suyo; ni siquiera la excedencia que se ha pedido para poder escribir la exonera (quizás incluso menos, ahora que no trabaja) de sus «obligaciones» domésticas. Y en mitad de todas esa grisura, y de la banalidad del televisor o de la casposa moda musical, «la lámpara de Aladino», a cuya luz, nuestra escritora lee (el libro está trufado de decenas de referencias literarias muy bien traídas) o escucha música clásica. Otras veces, se refugia en el pasado, como su añoranza de Argentina o aquella tarde de libertad, de joven, cuando escuchaba la melodía de una radiogramola callejera que invitaba a estrenar el mundo. Aunque el pasado también trae el recuerdo de su padre asesinado por el franquismo o la infancia parisina, antes de marcharse a Le Havre, que refutaba crudamente el título de la famosa novela de Hemingway. La evocación del padre muerto aparece en numerosos capítulos: especialmente memorable es el titulado «Todo es mentira», donde la compulsión de la autora por comprar flores y cuidarlas es el trasunto de su obsesión por mantener inmarcesible lo que está condenado a morir. Otros temas jalonan el libro, como la precariedad laboral, el lastre honroso del cuidado de los ancianos familiares enfermos o los conatos de rebeldía contra el destino inevitable. Aunque la sensibilidad de hoy recriminaría a Aguirre su aparente conformismo, cabría preguntarse si, a pesar de todos los avances en materia de igualdad, el libro no nos sigue interpelando.

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