Hasta hace bien
poco, la novela de Francisca Aguirre, Que
planche Rosa Luxemburgo, era una de esas pequeñas joyas inencontrables ni
siquiera disponible en las librerías de viejo. Gracias a la editorial Carpenoctem,
el libro ha vuelto a ser reeditado, 30 años después de que obtuviera el Premio
Fermina Galiana de novela corta, con la incorporación ahora de un lúcido y
combativo –casi indignado– prólogo de la escritora Clara Morales.
Este pequeño gran
trabajo de Francisca Aguirre es la demostración palmaria de que se pueden
adoptar firmes posiciones feministas sin acudir al tono panfletario o al
eslogan facilón. Efectivamente, en esta novela autobiográfica, la autora
plantea, desde una sencillez elocuentísima y desde un fino sentido del humor,
toda la desazón de una mujer que ha asumido como inevitable el rol que la
sociedad lleva imponiéndole desde tiempo inmemorial. Y todas esas reflexiones
las lleva a cabo mientras realiza las monótonas tareas del hogar, descritas con
desacomplejado pintoresquismo. Todas las diatribas feministas, enarboladas en
quiméricos tratados teóricos, bajan aquí al polvo mismo de los muebles que hay
que limpiar, a las arrugas de las camisas que hay que planchar o a la tortilla
de patatas que hay que cocinar. ¿Dónde ha quedado la revolución para las
mujeres que planchan? ¿Qué guarda la Historia para ellas, aplastadas por eso
que se ha dado en llamar «la jerarquía de los problemas»? El mundo entre
muselinas de Memorias de África en
nada se parece a la jungla de la vida real. La frasecita que reza que, después
de leer a Simone de Beauvoir, ya no se puede limpiar el polvo está muy bien
para soltarla desde la tribuna, pero el polvo se acumula, precisamente, sobre
los libros feministas de los anaqueles de casa. De Horacio, su marido,
heterónimo del poeta Félix Grande, que nunca plancha sus camisas y, por
supuesto, tampoco las de ella, se habla con la resignación de la esposa
abnegada que tolera sus infidelidades y que se ahoga en la crisis de la mujer
madura que no puede competir ya contra las muchachas jóvenes. El vacío vital
del ama de casa, acrecentado paradójicamente cuando las tareas del hogar están
ya resueltas, la lleva al anhelo de otra vida, pero también a la contradicción
de continuar con la que tiene. Pero las rejas del balcón se imponen con su
simbolismo presidiario. La vida llamada «propia» la lacera con ese adjetivo que
no siente suyo; ni siquiera la excedencia que se ha pedido para poder escribir
la exonera (quizás incluso menos, ahora que no trabaja) de sus «obligaciones»
domésticas. Y en mitad de todas esa grisura, y de la banalidad del televisor o
de la casposa moda musical, «la lámpara de Aladino», a cuya luz, nuestra
escritora lee (el libro está trufado de decenas de referencias literarias muy
bien traídas) o escucha música clásica. Otras veces, se refugia en el pasado,
como su añoranza de Argentina o aquella tarde de libertad, de joven, cuando
escuchaba la melodía de una radiogramola callejera que invitaba a estrenar el
mundo. Aunque el pasado también trae el recuerdo de su padre asesinado por el
franquismo o la infancia parisina, antes de marcharse a Le Havre, que refutaba
crudamente el título de la famosa novela de Hemingway. La evocación del padre
muerto aparece en numerosos capítulos: especialmente memorable es el titulado
«Todo es mentira», donde la compulsión de la autora por comprar flores y
cuidarlas es el trasunto de su obsesión por mantener inmarcesible lo que está
condenado a morir. Otros temas jalonan el libro, como la precariedad laboral,
el lastre honroso del cuidado de los ancianos familiares enfermos o los conatos
de rebeldía contra el destino inevitable. Aunque la sensibilidad de hoy
recriminaría a Aguirre su aparente conformismo, cabría preguntarse si, a pesar de
todos los avances en materia de igualdad, el libro no nos sigue interpelando.
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