Debemos a Robert
Juan-Cantavella la creación de un nuevo tipo de personaje literario: el actor
de novelas. Así como existen actores de cine, contratados por directores o
productoras para los rodajes, Franco Piatkun es empleado por los escritores de
novelas para sus «novelajes», pues todo nuevo oficio requiere de sus
neologismos. Piatkun entronca así con esa larga tradición de personajes
emancipados, como aquel Augusto Pérez que creara Miguel de Unamuno en Niebla, o los seis personajes en busca
de autor que Pirandello imaginara para la obra del mismo título. Es cierto que
la naturaleza de estos antecedentes literarios es algo distinta, pues nacieron
de la fantasía de sus autores mientras que Piatkun es un ser de carne y hueso
que trabaja para ellos, pero todos coinciden en su anhelo de existir y de
forjar su propio destino más allá del amarre que los limita. Claro que, esta
profesión de Piatkun, como todo lo que concierne a su persona, debemos ponerlo
en cuarentena, pues quien nos lo cuenta es el mismo Piatkun desde un sanatorio
mental en Vulturó. Escenario, por cierto, que tanto me recordó al Berghof, de La montaña mágica, no solo por su altura
(Vulturó se halla en la comarca del Alt Urgell, en Lérida), sino por el desquiciamiento
de sus protagonistas durante el tercio final de la novela. Todo lo que sabemos
de Piatkun se reduce a lo que él escribe en diez cartas dirigidas a cineastas y
escritores muertos: Werner Herzog, Segundo de Chomón, Laurence Stern, Allan
Poe, Melville, Pushkin, Stevenson y Gógol. Gracias a estas cartas sabemos que
Piatkun es natural de Toledo; que su madre, con la que mantiene una relación
edípica y que marcará su futura relación con las mujeres, se dedica a la
enseñanza de la música con cuencos tibetanos; que su padre regenta una
cuchillería turística; que su tío-abuelo fue el famoso ciclista Martín
Bahamontes; su afición por las chapas y por la música disco de los años 70, 80
y 90 y, sobre todo, su adscripción a la Banda de los Monaguillos, dirigidos por
el cura Lucio, el sacerdote de la catedral de Toledo que reivindica un
ejercicio purista de la liturgia y que tal vez influya decisivamente en Piatkun
cuando, al explicarle la milagrería de los detentes, obre en él ese peligroso
sentimiento de invulnerabilidad en el refugio de la ficción que acabará
volviéndolo loco y que es piedra angular de esta novela. Esta banda, donde
Piatkun halla a sus primeros amigos, tendrá un protagonismo determinante en la
entrada de nuestro personaje en el sanatorio cuando, años más tarde, en
Barcelona, decidan salvar al mundo del Apocalipsis. En las cartas, Piatkun está
obsesionado por demostrarle a esos escritores para los que ha trabajado que
todos han sido plagiados alguna vez, en lo que yo he interpretado como un canto
al milagro de la intertextualidad, más allá del interés estructural de esa
obsesión: Piatkun quiere asegurarse de que su propio plagio tendrá éxito, pues
desea copiar a El conde de Montecristo
para su proyecto de fuga del sanatorio. En las cartas, Piatkun adultera algunas
obras de la literatura universal o amplifica los argumentos con las aventuras
de los personajes secundarios que él interpreta (frustración ésta, la de su
eterna condición de segundón, que se une a la lista de experiencias traumáticas
que va acumulando). Otras veces incurre en anacronismos o se arroga la
responsabilidad del canon literario de occidente gracias a los consejos que él
mismo ha dado a los escritores de turno. La novela es, además, un homenaje a
Gógol, el autor con el que más veces ha trabajado Piatkun, y puede leerse
también como un catálogo de bellísimas estampas exegéticas de las decenas de
novelas que desfilan por sus páginas, invitándonos asimismo al descubrimiento o
a la relectura de los clásicos. La novela es también un juego casi metafísico
de la identidad (el Piatkun que trabaja como actor de novelas es, a su vez, un
personaje de la vida real inserto en la propia novela de Juan-Cantavella). Con
una prosa burbujeante, fresca y humorística que, sin embargo, no renuncia a su
corte clásico, Detente bala aborda
los límites entre la locura y la ficción a través de un inolvidable letraherido
que, pese a su censurable corrupción moral, no deja ser un pobre diablo
desvalido cuyo escapulario no ha podido detener la bala definitiva.
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