lunes, 24 de agosto de 2020

497. Literatura a ojos llenos



Recordarán ustedes que hace unas semanas andaba yo ensombrecido por el páramo de las novedades editoriales. Acabé, como siempre, refugiándome en los clásicos para pasar la cuarentena necesaria que me reconciliase con la literatura. Pues ya estamos de vuelta. Y para no enfermar de nuevo, esta vez he sido cuidadoso con la búsqueda, me he apartado de los cantos de sirena de las recomendaciones aborregadas y me he lanzado yo mismo a la sima de Acantilado donde es difícil no hallar algún tesoro. Y vaya si lo hallé: Manuel Astur ha escrito esa maravilla titulada San, el libro de los milagros y el milagro ha obrado su prodigio en los ojos del lector.

Su protagonista, Marcelino, que padece alguna suerte de deficiencia, es visitado por su hermano para obligarle a firmar un documento por el que traspasa la propiedad heredada de sus padres a un tercero, quedándose, pues, sin nada. En la urgencia violenta del hermano hay un intento desesperado por pagar algún tipo de deuda. A Marcelino, que no sabe lo que ha firmado, se lo revela su hermano antes de marcharse. Marcelino reacciona entonces golpeando a su hermano sin medir sus fuerzas y lo mata. El eje argumental a partir de ese momento es la fuga de Marcelino y la consiguiente persecución policial. Pero pronto nos damos cuenta de que el argumento que vertebra el relato es solamente un pretexto para escribir una bellísima oda a la vida de aldea y al tiempo periclitado del “viejo mundo” que da sus últimos estertores en las remembranzas del propio Marcelino, confundidas con las del narrador. El lirismo de las estampas descriptivas es de una maravillosa delicadeza; alguna vez me recordó a las imágenes de Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado, aquí sublimadas en la probeta de una prosa poética engarzada con el mito, lo arcano y lo telúrico, con un primitivismo a veces brutal y a veces acogedor. En ese sentido, la deficiencia de Marcelino, próxima al infantilismo, ejerce su regresión edénica sobre el relato: cuanto más ignorante e inocente se nos muestra a Marcelino, tanto más el cosmos de la aldea se vuelve primigenio y atemporal, fusionándose ambos, personaje y entorno, en un mismo protagonista casi totémico: la prensa y los jóvenes que se instalan en el pueblo para defender la inocencia de Marcelino se antojan, en ese sentido, una feligresía.

En buena parte de la obra, la armazón argumental del libro, ya de por sí tenue, desaparece hasta hacernos olvidarla, y la novela se detiene en las evocaciones de historias de la aldea en las que no falta lo sobrenatural, lo mitológico y la anécdota circunstancial y costumbrista. Las historias que se suceden parecen querer remitirse al fenómeno del filandón, impresión metaliteraria que confirman expresiones como “tenemos la voz y tenemos el tiempo”, repetido como una letanía durante numerosos pasajes del libro, o el juego de matrioshkas lingüísticas que se van adhiriendo cada cierto tiempo como una metáfora de la creciente madeja narrativa.

En cualquier caso, como se ha apuntado más arriba, lo más llamativo del libro de Astur es su estilo poético, atento, sobre todo, al “cómo” antes que al “qué”; ese extrañamiento del lenguaje del que toda obra literaria que se precie debiera incorporar a sus páginas y que, en el caso de Manuel Astur, es ambrosía inspiradora y literatura a ojos llenos. 

lunes, 10 de agosto de 2020

496. Mientras crece la hierba

Alejandro Hermosilla, el prologuista del último poemario de Natxo Vidal, me ha puesto en un agradable brete. Leí el prólogo al final, como hago siempre, tras la lectura de los poemas, para evitar verme condicionado por la lectura de terceros. Y cuando ya enhebraba yo en mi cabeza esta reseña y tenía claras las claves de su lectura, leo en el prólogo de Hermosilla, casi con palabras idénticas a las que yo había tejido, una interpretación calcada (aunque siempre mejor) a la que pensaba colocar en mi columna del periódico. ¡Dilema irresoluble! Pues si digo lo mismo que Hermosilla, hay quien pensará que practico el expolio intelectual; y si no lo digo por rubor, obvio las esencias del poemario, útiles para el lector curioso. Huelga decir que deben ustedes leer el magnífico prólogo del escritor cartagenero, del que trataré –renuncia dolorosa– de separarme un tanto. Gajes del oficio.

Así termina (Ediciones Frutos del Tiempo) es un libro destinado, más que a leerse, a asistir a él. Es casi una performance literaria aparentemente improvisada en la que el público-lector sella con el poeta un acuerdo tácito para dejarse sorprender en cada uno de los cuadros poéticos que van sucediéndose en el escenario, mientras se toma una copa de vino. Hasta se nos invita a participar en la elección de la mejor versión de alguno de los poemas en una interacción casi teatral donde se rompe la cuarta pared. Quizás por eso mismo, Vidal advierte que conviene leer su libro de forma cronológica, pues hay poemas que se anticipan a otros posteriores, alusiones a versos que ya han aparecido y guiños metaliterarios que solo se entienden o se entienden mejor si se ha seguido toda la función desde el principio. En el libro cabe de todo, desde los propios poemas, pasando por reflexiones o testimonios en prosa, lecturas de artículos periodísticos, entradas de Wikipedia o de blogs, música (con especial devoción por Thelenious Monk), pintura, malabarismos léxicos o juegos intertextuales con Cortázar. Su libérrima puesta en escena, casi jazzística, llega a su culmen en la sección de versiones, donde el poeta, al modo de los viejos cantantes de blues ejerce su amplificatio de poemas ajenos, en los que el matiz alcanza –él mismo– carta de naturaleza poemática. Escrito durante los meses de confinamiento, el libro es también un abrazo de amistad a todos aquellos que lo acompañaron en el encierro e hicieron más soportable la espera, principalmente artistas y escritores. En cuanto a los poemas en sí mismos, merecen especial atención las evocaciones connotativas de algunos vocablos que quedan así reformulados: las naranjas o la nieve de la infancia, tan distintas de las naranjas o la nieve de la posguerra, hasta desembocar en el escepticismo respecto a la función de las palabras. O la hierba, que se enseñorea de las aceras gracias al confinamiento y cuya naturaleza bucólica queda en entredicho al asociarla al precipicio o a la angustia de una Christina Olson arrastrándose en la hierba en el cuadro de Wyeth. O cómo la gravedad y el invento del bolígrafo pueden dar lugar a un hermoso poema de amor. La luz invadiendo la estancia contrasta con el canto vulgar de los gorriones, trasunto del ansia frustrada de trascendencia. Por eso, los hechiceros ancestrales de otro poema, con tintes surrealistas, versos narcotizados para atisbar la promesa del absoluto. Y, al final, como siempre, la literatura: la página del libro que marcamos, doblando su esquina, para saber por dónde vamos transmutada en nosotros mismos: «ya sabes que eres tú, / una puntita solamente, / el que queda marcado. / Para saber por dónde vas. / Para saber quién eres.».


lunes, 3 de agosto de 2020

495. La que todo lo da


El elegante sigilo con que Ramón García Mateos trabaja sus libros, tan alejado del bombo y platillo con el que el desesperado narcisismo de otros anuncia obras que ni siquiera se han terminado, nos regala estas sorpresas. Un día cualquiera, inopinadamente, uno amanece con la alegría de saber que el poeta salmantino ha dado su obra a la imprenta y el lector leal, emocionado, apura el libro que está leyendo y que ya le estorba entre las manos, para lanzarse a la lectura de lo que sabe feliz promesa de horas fecundas. El hijo de la tamalera, que así reza el sugestivo título de la nueva criatura, puede adquirirse en Amazon en formato digital o en papel. Aunque no es la primera vez que García Mateos cultiva la prosa (recordemos, por ejemplo, su magnífico Baza de copas, Premio Tiflos de Cuento, o su más reciente Verdades y fingimientos), sí es, si no me engaño, su primera incursión en la novela. El hijo de la tamalera narra las vicisitudes del veterano torero mexicano Rodolfo Rodríguez, «el Pana», que tres días antes de consumar uno de sus grandes sueños, presentarse ante el público de la plaza de Las Ventas de Madrid, relata su vida a un periodista que cubre la crónica del acontecimiento. La narración del torero, preñada de anécdotas, como sus encuentros con Truman Capote o Carlos Fuentes, entre otros personajes, se intercala con las reflexiones del periodista, algunas personales y otras de carácter metaliterario, trasunto estas últimas de las ideas y preocupaciones del propio autor. La entrevista nunca verá la luz, pero el periodista, magnetizado por la figura del torero, pergeña años después la novela que nosotros leemos ahora. Las evocaciones del diestro, cuyo halo trágico tanto recuerda a los personajes valleinclanescos del esperpento, se combinan en primera y tercera persona, pues Rodolfo Rodríguez y «el Pana» se desdoblan para hablar el uno del otro, como si fueran –acaso lo son– personas distintas. Es justamente el tema del desdoblamiento uno de los asuntos recurrentes de la novela: Rodolfo Rodríguez crea a «el Pana» pero éste se erige tanto más verdadero que el propio Rodolfo, lo que labra la piedra angular del credo literario: todo personaje de ficción es real en tanto que existe en la literatura. Por eso «el Pana» de García Mateos, muerto en Las Ventas el 15 de mayo de 2008, es tan real como el que murió el 2 de junio de 2016 en el Hospital Civil de Guadalajara (México). Y por eso, el Puñales, viejo conocido de la literatura de García Mateos, vuelve a aparecer por estas páginas. Pero el tema del desdoblamiento va más allá, y es también una ontología de la dualidad que somos, quintaesenciada en la propia labor de la escritura. A esa combinación de primera y tercera personas, se une, casi sin transición, la tercera del narrador externo, creando una amalgama que, lejos de estorbar, preocupación que el propio periodista declara en sus reflexiones literarias de los capítulos anejos (estos sí, independientes hasta en la cursiva con que son escritos), contribuye a intensificar la ensoñación del recuerdo, y la mezcolanza de las palabras, enteladas por el alcohol, convierten la polifonía en un monólogo de la evocación misma. La caracterización del personaje es inolvidable, con su épica castiza que, como toda épica, tiene sus epítetos, como «la que todo lo da y todo lo quita» referido a la Plaza Monumental de México. Un juguete roto que alcanza tintes heroicos en su derrota y que va más allá de la historia de un torero. El estilo, como no podía ser de otra manera, satisface los paladares exigentes y en él se aprecia al poeta: «la luz del mediodía nos asaeteaba con agujas de enjalmar que se hincaban en las sienes con acidez alimonada». Especial mención merecen los capítulos metaliterarios del periodista, todo un aserto donde se dan cita credos literarios y vicisitudes de la escritura con otros desasosiegos. El hijo de la tamalera es, también, la redención literaria de «el Pana». Porque si la Monumental todo lo da y todo lo quita, la literatura, casi siempre, es un coso que todo lo da.


lunes, 27 de julio de 2020

494. La redención del impuro



Cuenta Sergio del Molino en su último libro que cuando su hijo se relaciona con otros compañeros del colegio, las diferencias raciales no condicionan la percepción de aquel en sus interacciones. El niño negro es antes niño que negro; es más, el color de la piel ni siquiera es un factor tasable, simplemente no existe. Desde la inocencia infantil, el niño es, pues, niño. Y nada más. Del mismo modo, el libro de Sergio del Molino es antes libro que otra cosa. Retrocedamos a una visión adánica de los géneros literarios y ya tenemos solucionado el engorroso asunto de las taxonomías, sin necesidad de baldosas de von Luschan que determinen la «raza» de La piel (editorial Alfaguara). Así, solo resta dejarse llevar por las palabras del autor para gozar de una deliciosa miscelánea, entretenida, a ratos divertida, siempre edificante, sazonada de un sustancioso anecdotario y, sobre todo, honesta.
Entre toda esa mezcolanza, un hilo conductor que vertebra la obra: el testimonio personal de la relación del autor con su enfermedad, la psoriasis. Asume entonces del Molino la condición metafórica del «monstruo» y emparenta su monstruosidad con otros personajes de la Historia que han sufrido también la enfermedad. Así, desfilan por el libro Stalin, Pablo Escobar, los escritores Updike y Nabokov o la cantante Cindy Lauper, Y aparecen, a colación, el negro de Banyoles, los antropólogos von Luschan y Westerman o los judíos de Qumrán en Jerusalén entre otras muchas alusiones que enriquecen el relato. Las semblanzas no son, sin embargo, meros catálogos descriptivos, sino que sus historias se entremezclan con las vivencias del autor y con reflexiones de gran calado en un ensamblaje natural en el que las soldaduras no se aprecian porque no las hay: la vida se amalgama en un todo unitario que trasciende la mera casuística personal para situarse en la esfera de los grandes temas universales, entre ellos, fundamentalmente, el de la fragilidad. Por si acaso la estructura miscelánea pudiera preocupar a su autor (preocupación baldía porque en ningún momento estorba), del Molino pergeña una ligazón muy sutil que se sustenta en la metáfora del cuento sobre monstruos que el escritor cuenta al hijo adulto desde el tiempo del hijo niño, en una suerte de fusión temporal que rompe los vórtices de la cronología.
Detrás de La piel hay un escritor con oficio, un lector curioso y voraz, un excelente contador de historias, una mente lúcida e instruida, capaz de desdoblarse con la objetividad necesaria para analizar sus tribulaciones sin caer en el patetismo, pero sin renunciar tampoco al propio testimonio que individualiza el dolor, lo hace humano y lo preña de sensibilidad. Sustituyamos aquel tópico del libro escrito a «a corazón abierto» por el del autor que lo que nos abre es su piel castigada, porque la piel es aquí una ontología, por más que esté en la superficie. Por eso mismo, porque la piel explica ella misma la vida, del Molino reivindica sus cicatrices, su jubilosa imperfección, su rebelde impureza, y abomina del cosmético o de la ortodoxia de los judíos de Qumrán, que jamás le dejarían ingresar en su secta de pieles satinadas. Porque él es un impuro, y a mucha honra, y la asunción de su impureza entregada al ara de la literatura es también su redención.

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lunes, 20 de julio de 2020

493. Leer un poema (III): "Silencio", de Octavio Paz




En el principio fue el verbo. Luego fue la verborrea. Así reza, más o menos, una de las «senectas» del viejo, el personaje creado por Gonzalo Hidalgo Bayal en esa novela sobre el silencio titulada Nemo. De la verborrea se nos ha dado buena cuenta durante todos estos meses de pandemia. Incontinencia verbal de cientos de imbéciles que ahora se arrogan la potestad de opinar sin más criterio que el de la suficiencia de su egolatría sin límites. Y así, todos ellos se erigen de repente en epidemiólogos consumados, gestores políticos infalibles, economistas reputados, togados leguleyos, policías de balcón y héroes de pantuflas y batín. ¿Por qué no os calláis la boca de una puta vez, sabios de los cojones?
Estoy con Rosalía de Castro (ahora ya hay que escribir el apellido de la poeta gallega desde que saltó a la palestra la Rosalía cantante, aunque para mí la escritora compostelana será siempre Rosalía, sin más, como una antonomasia), estoy con Rosalía –digo– en eso de que «cando unha peste arrebata / homes tras homes, non hai mais / que enterrar de presa os mortos, / baixa-la frente, e esperar / que pasen as correntes apestadas... /¡Que pasen ... que outras virán!». ¿Qué palabras caben cuando hay un peso de treinta mil muertos aplastando todos los diccionarios? «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)», decía Dámaso Alonso en «Insomnio». Y le salió un poema de nueve versos. Muchos son. Enterrar deprisa a los muertos. Bajar la frente. Esperar.  Y callarse. No hay más. Por eso recibí con algo de alivio, que era más bien una reclamación, la elección del poema que José Sacristán leyó la pasada semana durante el funeral de Estado. El poema de Octavio Paz se titulaba significativamente (reivindicativamente), «Silencio».
Aunque el poema del escritor mexicano se compuso en otro contexto, no puedo dejar de tejer con los mimbres del presente la interpretación de sus versos. No puedo dejar de ver en esa nota musical que, tras haber dado su sonido al mundo, queda vibrando en el aire, agonizando antes de su inminente extinción, hasta que otra música la enmudece, a esas vidas frágiles que se apagaron en la soledad de un hospital mientras la música imparable del mundo proseguía su réquiem implacable. Así, esas vidas silenciadas, dan al universo otra nota: la del silencio mismo, que puede ser más atronador que todos los sonidos del orbe. Y ese silencio, que es «aguda torre, espada», porque desde su atalaya se otea la verdad que somos, y punza y hiere, sube desde el fondo de la nada para realizar su trágico trueque: al abismo de donde procede el silencio se van los recuerdos, las esperanzas y las miserias de nuestra vida. Y no hay grito que alcance a salvarlos. Desembocamos al silencio que somos en el lugar donde el silencio mismo enmudece. La paradoja es aterradora: el enmudecimiento del silencio que, por su propia naturaleza es ya mudo, intensifica el nihilismo absoluto del producto final.
Con malicia, se ha comparado la escenografía del funeral de Estado, con aquella particular disposición circular de la concurrencia en torno al pebetero ceremonial, con alguna suerte de ritual pagano. La muerte tiene siempre algo de arcano y de regresión ancestral. Entre los presentes, se aprecia a dos personas que dan la espalda a la ceremonia. Dicen que se trataba de dos intérpretes que atendían mediante lenguaje de signos a un matrimonio sordo. ¿Cómo se dice en lenguaje de signos un poema sobre el silencio? ¿Cómo entiende una persona sorda, que convive naturalmente con el silencio, la forma en que el silencio se convierte ahora en tragedia y necesidad? Y, sin embargo, nadie más cerca que ellos de la esencia ontológica de lo que somos: del silencio venimos y al silencio vamos. Y lo demás es verborrea. O literatura.



lunes, 13 de julio de 2020

492. La fontana de hojalata


Leí la noticia como si en cada palabra me estuvieran administrando una dosis de cianuro: en el examen de Selectividad de la Comunidad Valenciana correspondiente a la prueba de Historia, se proponía el análisis de un fragmento de La fontana de oro, la novela de Benito Pérez Galdós que, según rezaba en el remate del texto donde se citaba el título de la obra, pertenece a los ¡Episodios Nacionales! Y en la carrera por el mayor dislate y vergüenza, Madrid no le va a la zaga: en su Selectividad, un enunciado del examen de Historia incluye un error cronológico al situar los años del reinado de Isabel II durante la regencia de María Cristina. En El País, donde se denuncia el error, hace unos días se colocaba la fotografía de Ramón Gómez de la Serna, confundiéndolo con Ramón de la Serna y Espina. ¿Y a qué extrañarnos? Emerge ahora como un tsunami de realidad aquella frase de María Elvira Roca Barea, cuando dijo que «analfabetos [los] ha habido siempre pero [que] nunca habían salido de la universidad». ¿A qué extrañarnos, digo, si desde hace décadas nuestro sistema educativo ha devenido en el estercolero del buenismo pedagógico con toda su aniquilación de la exigencia académica?

Hablemos claro de una vez y saquémosle las vergüenzas a las Consejerías de Educación: el sistema exige el aprobado general desde hace muchos años, aunque no lo diga a las claras. La pandemia, en esto, ha sido una aliada de los mandamases educativos. En las juntas de evaluación, ya casi ningún profesor coloca la nota que en conciencia cree que el alumno merece porque los profesores están cagados de miedo. Reciben presiones de la inspección educativa, de algunas juntas directivas, de la ralea de psicopedagogos de nuevo cuño, de los tutores que se erigen en heroicos protectores de sus tutorandos, de los alumnos y sus chantajes emocionales y, claro, de los padres que, al ver el campo abonado para sus reclamaciones, llegan hasta donde tengan que llegar para reparar el injusto dictamen del profesor que ha suspendido a su hijo porque llegó un momento en que se cansó de contar las faltas de ortografía del prócer que tienen como vástago. ¿Para qué lidiar con todo eso? Se les coloca el 5 y listos. Y fuera problemas. Y a cobrar a final de mes. Nunca he visto a un inspector educativo aparecer por un instituto para interesarse por ese profesor que ha colocado dieces a diestro y siniestro, pero sí para reprender al docente que ha suspendido al 60% de su clase. Y, créanme, es mucho más anómalo el primer caso que el segundo. Pero al inspector le interesan los números, tapar el fracaso escolar y recibir la palmadita en la espalda. Hay profesores que aprueban a alumnos con un 2 en la calificación final cuando el alumno suspende únicamente su asignatura. Si el docente es coherente y mantiene el 2, se enfrentará a un calvario que muchas veces acabará con su salud mental y no pocas veces con una baja laboral. Pero lo peor es que esa soledad del docente es ficticia. En realidad, el alumno al que ha suspendido tiene más materias sin superar. El problema es que sus colegas de profesión, por miedo a quedarse solos en una junta de evaluación, se han anticipado al posible problema colocándole el 5. Es imposible entender que un alumno con un suspenso en Lengua porque es incapaz de interpretar un texto o de expresarse con claridad, sea capaz de aprobar asignaturas afines como la Filosofía o la Historia. Y así, el profesor de Lengua queda vendido por sus propios compañeros timoratos. Y así nos va, con los millenials convertidos en iconoclastas que hacen pintadas en las estatuas de Cervantes porque ni siquiera saben quién es. O con profesores de universidad, quizás herederos como alumnos de la degradación del sistema, que dicen que La fontana de oro pertenece a los Episodios Nacionales. La fontana de oro de la que otras generaciones bebíamos para saciar nuestra sed de conocimiento es ahora una fontana de hojalata de la que apenas mana agua. Permítanme la metáfora galdosiana. Si es que alguien sabe ya qué es una metáfora.


lunes, 6 de julio de 2020

491. 'Rewind'

La última novela de Juan Tallón, editada por Anagrama, cuenta la tragedia de cinco jóvenes estudiantes pertenecientes a diferentes nacionalidades que comparten piso en Lyon, y que ven truncadas sus vidas al explotar la vivienda donde cohabitan. Tan solo uno de ellos sobrevivirá al terrible siniestro.

El libro de Tallón adolece, a mi entender, de algunos defectos que no han sido, sin embargo, obstáculo para que la crítica y los lectores hayan recibido con unánime aplauso la tercera novela en castellano del escritor gallego. Así pues, será cosa mía. Compren el libro, disfrútenlo y lapídenme luego. Yo ya hace tiempo que asumo que tengo un problema. En la novela de Tallón aprecio algún desajuste de carácter estilístico por allí, alguna construcción sintáctica confusa por allá y algún que otro olvido acullá, quizás debido a una falta de revisión o a una redacción precipitada. Pero bueno, hasta Cervantes se olvidó del rucio. La novela examina los traumas personales que la pérdida de los jóvenes estudiantes ejerce sobre allegados y familiares. En ese sentido, hay un excelente tratamiento del perspectivismo, respetando el siempre complicado uso de los registros y de las personalidades que individualizan con buen oficio a los personajes. Este perspectivismo se enriquece cuando algunas de las historias se cruzan entre sí ofreciéndonos interesantes matices sobre un mismo acontecimiento. Junto a estas evocaciones, la novela introduce de manera tangencial una casi anecdótica investigación policial que involucra a tres vecinos del inmueble derruido, una familia marroquí, perfectamente integrada en la sociedad francesa, más franceses –se dice– que los propios franceses, y que ocultaban en el piso un arsenal de explosivos para un futuro ataque terrorista. Tallón, con buen criterio, no carga demasiado las tintas sobre este particular y evita así el sensacionalismo fácil y ya algo manido, aunque no deja de mostrar su perplejidad ante las impensables dobleces de las personas con quienes compartimos nuestra cotidianidad. Sin embargo, esa inteligente elusión no se dosifica de igual forma cuando se trata de expresar el drama familiar de los que quedan tras la desgracia, sobre todo en algún caso en el que el autor se excede en el tremendismo de una fatalidad rayana en el patetismo efectista, aunque verosímil.

Lo que más me interesa de la obra de Tallón es el ingreso en esos espacios fronterizos antes de la catástrofe. El rebobinado que da título a la novela y que permite a los personajes, mediante el mando a distancia de la evocación, situarse en el tiempo en el que aún todo era posible, permanecer en ese no-tiempo del todavía-no, y consumir con fruición cada fotograma de la película antes de que el segundero alcance el cataclismo. El rebobinado del recuerdo que permite resucitar a los muertos, insuflarles de nuevo vida y acción y sentimientos y promesas y proyectos. En la contumacia del rebobinado está la falacia de cambiar el destino. Pero también es interesante, claro, la zona cero del después, la supervivencia tras la ruina, el sentimiento de culpa, las crisis atisbadas y amortiguadas por la inercia de la rutina y que ahora irrumpen con toda su verdad, zarandeadas por la brutal embestida de la pérdida.

Pese a todo lo dicho, pues, la novela de Tallón se lee del tirón, sujeto el lector por la brida de un ritmo narrativo bien manejado, que demuestra el buen oficio del narrador. A la novela le sobran algunas obviedades que a veces convierte la lectura en una crónica testimonial demasiado conocida y tópica y que va en detrimento del artefacto propiamente literario.


lunes, 22 de junio de 2020

490. Madariaga, el perfecto equidistante



El 30 de octubre de 1956, Albert Camus pronunció un discurso de homenaje a Salvador de Madariaga en el marco de los actos organizados por el gobierno de la República española en el exilio para celebrar los 70 años del insigne escritor. El evento, que se llevó a cabo en el parisino Hôtel d’Orsay y que recibió el apoyo de importantes intelectuales del momento, había estado precedido, dos días antes, por una gala celebrada en la Salle Pleyel que abrió el Orfeón Vasco «Guernica» y que contó también con la lectura de poemas de María Casares, la actuación de José Torres y su ballet y con el estreno de la obra de teatro del propio Madariaga, El 12 de octubre de Cervantes, a cargo de la compañía Mosaicos Españoles. La editorial Trifolium rescata ahora aquel discurso de Camus en la espléndida traducción de Armando Requeixo (no podía ser de otra forma siendo Requeixo el traductor) y añade, a modo de anexos, algún ejemplo de correspondencia entre Madariaga y Camus (la carta de Camus presidida por el membrete de la editorial Gallimard) y otros documentos epistolares relacionados con la adhesión al homenaje por parte de Malraux y Maurois. El apéndice incluye otras curiosidades, como las reproducciones de los carteles de las invitaciones a ambos eventos o el menú del banquete en el Hôtel d’Orsay (un paté en costra de hojaldre con gelatina de vino de oporto; brochetas de pollo asado; salteado de entrantes; ensalada de temporada; tabla de quesos; y de postre, delicias de helado en obleas y café).
En su discurso, Camus se queja del estado de la intelectualidad europea que, cegada por el odio a la otra mitad, transigió –cuando no sirvió vilmente– o bien a los fascismos o bien a las dictaduras comunistas. Madariaga, en cambio, es percibido por Camus como el perfecto equidistante (el epíteto es mío), pues alaba en él la capacidad de no posicionarse en ninguna de las facciones ideológicas que dominan, polarizadas, el espectro político europeo, sino de situarse en una centralidad que le permite discernir sin las pasiones de partido con inteligencia y honestidad. Así, «la libertad no es nada sin la autoridad y [ésta] sin la libertad no es más que el sueño del tirano»; los privilegios económicos son inaceptables pero toda sociedad requiere de un jerarca, pues «la nivelación es lo contrario de la verdadera justicia»; el poder solo puede ser legitimado por el pueblo, pero el sufragio popular ha sido el fermento para la anarquía o la tiranía; el internacionalismo ha sido la plaga de Europa pero aquella no puede obviar las naciones, «pues para superarlas es preciso que antes existan». No es de extrañar, pues, que Madariaga recibiese leña por todas partes y que, tanto la izquierda como la derecha, lo considerasen un traidor o un tibio por no significarse de manera inequívoca en sus respectivos programas ideológicos. Si Madariaga viviese hoy recibiría continuamente esa apostilla del equidistante que en nuestro país ha acabado por convertirse en un estigma, porque en España o se es azul o se es rojo como se es del Madrid o del Barça, para siempre, y el análisis sosegado de las virtudes y defectos de una ideología o la disidencia como bandera clavada en el territorio soberano de la personalidad, son herejía y blandura de espíritu. Madariaga representa en España ese concepto de centralidad que aquí es absolutamente imposible porque este es un país de talibanes doctrinarios. Es fácil entender, pues, la afinidad que alguien como Camus podía tener con Madariaga. En El extranjero, Camus había denunciado a la sociedad que olvida al individuo. Es fácil sentirse un extranjero en un mundo en el que hay que encajar siempre en la tiranía del rebaño. Mejor exiliarse.



lunes, 15 de junio de 2020

489. No es uno de los nuestros




No conozco a la señora que ha publicado el repulsivo tuit que aparece en la imagen. Así pues, si quisiera trazar un perfil sobre su personalidad, tendría que hacerlo desde los prejuicios, con los que tan poco comulgo. Sin embargo, confío en que la tuitera en cuestión sepa disculpármelos, pues parece haberse doctorado en ellos. Aunque, a decir verdad, no creo que la tal Núria lea siquiera este artículo: para ella es inconcebible que un catalán escriba en castellano y más aún que un medio de comunicación catalán como este se preste a tamaña herejía. No leerá en castellano. Me atrevería a decir, incluso, que eso de leer no está entre sus costumbres. Tracemos, pues, el perfil de la señora. Será fácil. No nos harán falta aquellos complicados tratados frenológicos decimonónicos, aunque ella quizás los reivindicara, por aquello de que la raza catalana debe de tener algunas peculiaridades físicas que la distinguen del resto de etnias. De eso sabe algo la alcaldesa de Vic. Igualito que los tratados sobre la raza aria. Y es que todos los totalitarismos se parecen. La frenología y el nacionalismo: esas cosas del siglo XIX. Venga, pues, ese perfil psicológico. El espectro diagnóstico podría ir desde la enfermedad mental, pasando por un pírrico resultado en el índice de coeficiente intelectual, hasta su nada descartable deseo de depuraciones de catalanes subversivos al más puro estilo nazi. Pero no exageremos. Quizás sea solamente una mala persona. O una víctima, como tantas, del lavado de cerebro que el nacionalismo catalán y su narcisismo vienen ejerciendo sobre las moldeables seseras de la gent de pau desde hace años. La revolució dels somriures. Ya.
Ha sido morirse Pau Donés y a la señora del tuit le ha faltado tiempo para decir que el cantante no es de los suyos, porque siendo catalán, decidió labrarse su carrera en castellano. Podría haber encomiado su ejemplar lucha contra el cáncer; haber repasado su trayectoria musical; podría haber citado, a modo de homenaje, algunas de las letras de sus canciones; y si todo esto era mucho pedir, podría haberse limitado a lamentar, con sincera humanidad, su muerte. O podría haberse callado. Pero ni en una situación tan triste como la muerte de alguien, la tuitera pudo resistirse a dejar claro que Pau Donés no es de los suyos. Porque Pau Donés, como todos los catalanes que resistimos en la disidencia, no somos catalanes de verdad. Que se lo digan a la pobre Ana María Matute cuando fue a recoger el Cervantes y ninguna autoridad catalana se presentó al acto. Pero, claro, ella tampoco era catalana, pese a haber nacido en Barcelona. Hay quien me dice que hay que tratar de soslayar este tipo de ejemplos de intransigencia como el de la tuitera; que ellos mismos se descalifican con sus dislates. Y eso es verdad, si no fuera porque ese tipo de mentalidad tiene su origen en las autoridades políticas y son estas las que mueven los hilos para que la cultura en castellano reciba todos los agravios que impiden el respaldo institucional. Pregúntese, por ejemplo, cuántos actos literarios en castellano se producen en Cataluña con el patrocinio de los organismos públicos. El castellano como lengua de cultura en Cataluña es casi un exotismo. En las carteleras de los teatros de Tarragona, cuando alguna de las escasísimas funciones que se representan en castellano son anunciadas en el tablón, se coloca un asterisco (estoy tentado de hacer la analogía judía, pero me retengo) acompañado de un texto en cursiva avisando de tamaña anomalía. Solo les falta poner: «¡Cuidado, que es en castellano, tú verás lo que haces, catalán de bien!». 
No, Núria, no somos de los tuyos. Por suerte. Por decencia. Por dignidad.

lunes, 1 de junio de 2020

488. Epígonos

Ruinas de la Exedra de los Epígonos, en Delfos.

Desde hace años llevo sintiendo que hay algo dentro de mí que no comulga con el mundo en el que vivo. Y aunque es verdad que hace tiempo anidó en mi corazón el pájaro negro de la misantropía, no creo que se trate, en rigor, de ninguna patología social. Es más bien la sensación de pertenecer a un tiempo que no parece ser el mío, de saberme hipócritamente cortejado por estos días que me habitan y que se alojan impertinentes en mi casa como los pretendientes en el palacio de Penélope. Una equivocación cósmica que dio en hacerme nacer cuando no correspondía que yo naciese. Un error de cálculo que algún demiurgo despistado obrase sobre los vórtices del tiempo. Me ocurre en muchos ámbitos de la vida pero, como el que mejor me explica es el de la literatura, su oráculo infalible parece querer confirmar mis barruntos cada vez que leo alguna novedad editorial. Hay un anhelo en mí por encajar. Apuesto por aquellas obras de las que todo el mundo habla –también las pocas personas autorizadas en quien confío– y experimento una ansiedad enojosa cuando paseo la mirada por las primeras páginas, temeroso de no hallar la piedra filosofal de mi época. Y, efectivamente, conforme avanzo en la lectura, otra vez siento ese descorazonador síntoma de la próxima excomunión. Porque, acabado el libro, proferiré mil anatemas contra las supuestas bondades de la obra y el sumo pontífice del mundo moderno, al escucharme, me gritará con desprecio y entre esputos, que yo no puedo formar parte de la comunidad y me expulsará del templo y me confinará en mi cueva de hereje. Otras veces callaré y me guardaré para mí la desazón.
Hay en mis gustos literarios un sabor a tiempo periclitado, una concepción de la literatura abocada a la desaparición, una forma de entender la palabra y su arte y su belleza que sobrevive en estertores entre unos pocos escritores y lectores que se obstinan todavía en defender una forma muy concreta de entender el hecho literario. Una resistencia epigonal.  
La palabra «epígono» tiene su origen en los embarazos con superfetación, es decir, aquellos en los que una mujer puede concebir estando ya embarazada. Al inesperado nacido en estos casos se le llamaba «epígono». Luego pasó a designarse con ese nombre a los sucesores, y más tarde a los hijos de los soldados de Alejandro Magno casados con asiáticas. En la mitología griega también se llamó «epígonos» a los descendientes de Los siete contra Tebas que quisieron vengar la muerte de los héroes diez años después en una segunda guerra tebana. Epígonos fueron también todos aquellos escritores que continuaron la labor de los grandes maestros cuando estos y su influencia ya estaban siendo olvidados y superados por las nuevas corrientes literarias. Sobre los escritores epígonos siempre se ha ejercido un doble desprecio. Son autores desfasados de las modas y, además, recae sobre ellos el estigma de ser considerados escritores de segunda categoría, manidos y mediocres, siempre a la sombra de los grandes autores que dieron forma y esplendor al periodo literario que representaron. Yo no he nacido de una superfetación, ni soy descendiente de aquellos soldados de Alejandro Magno que cruzaron sus genes griegos con los de las mujeres persas. Pero sí tengo algo de epígono tebano que desease vengar la muerte a las murallas de la ciudad egipcia, gobernada esta vez por otros Eteocles de menos alcurnia, de los escritores que ya no pueden estar en el canon de la modernidad como tampoco sus seguidores. También tendré, digo yo, algo de manido y mediocre, pero eso lo llevo a mucha honra porque mi mediocridad legitima aún más la grandeza inalcanzable de mis maestros. Y quizás sea desterrado de la nueva Tebas y hasta se me niegue la sepultura. Pero siempre habrá una Antígona que sepa entenderme.