Cuando ando hastiado de todo
y hasta de mí mismo, me da por refugiarme en las literaturas exóticas, como acostumbraban
los románticos del XIX. Claro que, ellos lo hacían escribiendo y situando sus
obras en lugares remotos e inusitados, y yo, en cambio, como parece que no paso
de ser un pobre juntaletras, lo hago como simple lector. Da igual: tanto los
escritores románticos como yo mismo buscamos idéntico objetivo: huir del feo,
frustrante e insatisfactorio entorno que nos rodea. Y supongo que es mejor
alternativa que suicidarse, que no deja de ser otra forma de huida. Cuando ando
así –iba diciendo– suelo escoger obras de la literatura japonesa. Hay en las
buenas novelas japonesas un cambio de registro, de tono, de espíritu y de
referentes que me sirven de opiáceo para ver el mundo bajo los efectos de su
narcótico. Me pasó, por ejemplo, con la preciosa Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, cuya muelle delicadeza
obraba como morfina para el alma moribunda. Ni siquiera recuerdo ya su
argumento, solamente aquel mecerme en su languidez y melancolía refocilantes.
Esta vez me he acercado a otro Premio Nobel, Kazuo Ishiguro, con la esperanza
de experimentar aquel anestesiante de Kawabata pero, iluso de mí, he errado el
tiro, pues Ishiguro, aunque nacido en Nagasaki, pasó toda su vida en Inglaterra,
y al leer Los restos del día, en
lugar de encontrarme con las luces mortecinas de los farolillos japoneses y con
el frufrú de las sedas de las geishas,
me he topado con una prosa de lo
más británica, canónicamente británica, más
británica que un británico de la grandísima Gran Bretaña. Eso sí, con una prosa
límpida como pocas, no sé si mérito de Ishiguro o de la espléndida traducción
de Ángel Luis Hernández Francés. Y, sin embargo, también Ishiguro ha obrado el
sortilegio. Porque Los restos del día
es la crónica de un desubicado. Stevens, el mayordomo protagonista, que es la
viva imagen de aquel Carson de Dawnton
Abbey, interpretado maravillosamente por Jim Carter, es un sirviente de la
rancia casa de Darlington Hall que atesora los valores de la vieja escuela:
dignidad, lealtad, sacrificio, discreción, etiqueta, protocolo, moral. Cuando
lord Darlington muere y la casa es comprada por el rico norteamericano
Farraday, este le sugiere a Stvens permitirse unas vacaciones que llevarán al
mayordomo por diferentes lugares de Inglaterra hasta acabar en Little Compton,
al oeste del país, donde vive miss Kenton, antigua empleada de Darlington y con
la que el protagonista mantiene, aún, una ambigua relación. El viaje le servirá
a Stevens para comprobar cómo han cambiado las costumbres de su país y para
concluir, en la rememoración de la semblanza de lord Darlington, que aquella
lealtad en la que tanto creía, solo valió para servir a alguien que comulgó
activamente con el nazismo. Stevens es el representante de un tiempo
periclitado, cuya estampa es un anacronismo como lo era don Quijote al defender
la caballería cuando esta ya hacía tiempo que andaba obsoleta. Pero si a don
Quijote aquella contumacia le servía para defender unos valores imperecederos y
necesarios, Stevens se da cuenta de que la antigualla que lo conforma no tuvo
demasiado sentido ni siquiera cuando aún seguía en vigor. Stevens es un
producto desfasado, digno en su derrumbe, pero absolutamente perdido, sin
presente ni futuro en una sociedad que avanza por otros derroteros. Un pecio a
la deriva en un océano de incomprensión, una reliquia andante, una pieza que no
encaja, una ruina que mantiene una ridícula solemnidad por la que el mundo
siente la mayor de las indiferencias. Como tampoco puede agarrarse al pasado
–errado tras el balance final– Stevens habita el no-tiempo en el no-lugar. Y,
claro, andando como ando yo estos días, no he podido más que posar mi mano en
el hombro de Stevens y quedarnos, ambos, callados, solos, contemplando el
ocaso, en cómplice y silenciosa camaradería.
lunes, 19 de octubre de 2020
504. Nosotros, los desubicados
lunes, 5 de octubre de 2020
503. La vieja Facultad de Letras
Siempre he creído que la
Literatura sobrevive mejor entre escombros. Hay mucha más poesía en las calles
decadentes de la Lisboa de Pessoa que en los columpios y jardines versallescos
del Rococó. Y hasta a estos últimos les viene bien su poquito de otoño, su
pizca de hojas muertas y quebradizas, su aliño de musgo y de verdín en los
estanques. Tampoco me imagino a la Literatura junto a escritorios impolutos,
flexos de diseño, pelo engominado, vasos con agua de Vichy o cigarros
electrónicos. Quizás haya algo de influencia malditista en esa estampa bohemia
que uno ha construido de la experiencia literaria y no dejará de haber quien la
aproveche para pergeñarse su peformance
de escritor atormentado. Pero si el alma es una escombrera y la Literatura es
un espeleólogo que se adentra por aquellas simas llenas de despojos, la
escritura se sentirá más emparentada con el lenguaje del antro nocturno, del
desorden de papeles, del vértigo alucinado y hacia adentro del vino, de la
legaña y la ojera y el pelo revuelto.
Tal vez por todo eso, a los
estudiantes de Filología que asistimos a la vieja Facultad de Letras, la
Literatura nos hizo melancólicos y nostálgicos al aprehenderla entre aquellas
paredes vetustas y destartaladas, desde cuyas ventanas se oía zurear a las
palomas de ciudad, siempre sucias y como exiliadas, con aquel arrullo suyo que
tenía algo de desesperación; aquellas ventanas cuya madera se hinchaba con la
lluvia y no encajaban luego en sus marcos, como si el hisopo sagrado de la
lluvia las bautizase con el evangelio de la rebelión y se negasen a los moldes
impuestos. Pero quizás las ventanas no aprendieran aquella catequesis de la
lluvia sino de las lecciones de Literatura que se impartían dentro del aula.
Aulas de tuertos fluorescentes que derramaban su luz intermitente y lechosa con
los estertores de un tiempo periclitado. Lecciones que eran conciliábulos de
letraheridos donde la voz del maestro (no debieran nunca existir profesores de
Literatura) resonaba con eco mortecino y sus palabras se fundían con las volutas
del humo del tabaco que fumaba en los tiempos en que nadie se escandalizaba por
cosas como esas. Olor a rancio en los pasillos, que se mezclaba con el del café
que, huraño, preparaba Antonio en el bar de la facultad y con el de los
productos químicos con que ensayaban en sus laboratorios los estudiantes de
ciencias, pues allí convivíamos todos, como los sabios del Renacimiento,
descubriendo lo mismo a Cervantes, que los secretos de la pirólisis. Secretos,
también, los tesoros de la biblioteca, donde los pasos resonaban amortiguados
en las moquetas y formaban, junto al bisbiseo de los estudiantes y el murmullo
de las páginas, un refugio monacal –pero deliciosamente pecaminoso– del saber.
Cuando en 2008, la facultad
cerró sus puertas para trasladarse al moderno campus, el edificio quedó
presidiendo la plaza con su señorío arquitectónico ajado por el tiempo y el
menosprecio de la modernidad, que hará de él algún hotel o un prosaico bloque
de viviendas. El nuevo campus tiene pasarelas, proyectores de última generación
y una luz blanca, limpia y aséptica que no da lugar a los matices. Todo muy
pedagógico. Recuerdo al maestro Ramón Oteo, ya en la nueva universidad,
conversando en una mesa de la cafetería, cuyo dueño te atiende inadmisiblemente
feliz y amable, recuerdo al maestro, digo, su figura vulnerable y fuera de
lugar, extraña, como una anomalía, en aquel edificio funcional y friendly. Él mismo, un poema solitario,
como la facultad abandonada, diciendo su verso en la intemperie.
lunes, 28 de septiembre de 2020
502. Clarissa celebra su fiesta
No soy un lector entusiasta
de Virginia Woolf. En su día recuerdo que me agradó la lectura de Flush, que me pareció un librito
delicado, tierno y deliciosamente británico. En cambio, La señora Dalloway, que pasa por ser una de sus obras maestras, me
dejó bastante frío y, en ocasiones, irritado, con aquel excesivo despliegue
alegórico de sentimientos y aquellas transiciones bruscas en la narración, que
pasaba de unos personajes a otros sin previo aviso y convertían la leve trama
en un laberinto sin itinerario claro.
Ahora las vicisitudes de
Clarissa Dalloway llegan a las tablas en la versión remozada de Carme Portaceli
y con Blanca Portillo como actriz principal. Portaceli ha introducido algunos
cambios respecto a la novela, como el de convertir a la agria señorita Kilman,
institutriz de la hija de Clarissa, Elizabeth, en la amante de esta. Su actitud
crítica hacia la señora Dalloway no responde, como en la novela, al rencor de
conciencia de clase ni a un prurito de superioridad moral, sino a un feminismo que
condena la actitud conformista, sumisa y acomodada de Clarissa. También se ha
sustituido al enfermo mental Septimus, en la novela traumatizado por su
participación en la Gran Guerra, por la de Angélica, una escritora frustrada,
angustiada por su gran vacío existencial y cuyo suicidio será el trasunto del
suicidio del futuro de Clarissa pero también el de su afirmación vitalista.
Aunque las apariciones de Clarissa, tanto en la novela como en la obra de teatro,
no monopolizan páginas y escenas, Clarissa está siempre en el foco de todas las
intervenciones de los demás personajes, ya sea explícita o implícitamente, como
una estrella alrededor de la cual gravitan todos los planetas. De las
evocaciones de estos y de los recuerdos y confesiones de la propia Clarissa,
descubrimos a una mujer que ha sido incapaz de realizarse como persona, pues ha
renunciado a todos los sueños de la juventud a cambio de una vida acomodada al
lado de Richard, un parlamentario que le ofrece una vida regalada pero
monótona. Atrás queda aquel beso con Sally, indicio quizás de una sexualidad
luego reprimida o su relación con Peter, un aventurero a cuya vida azarosa pero
vibrante, Clarissa renunció en pos de la estabilidad. El tiempo –Clarissa tiene
ya 50 años– hará balance de todas esas deserciones vitales y la señora Dalloway
reflexionará sobre si su vida ha merecido realmente la pena. El asunto ha sido
recientemente abordado por la excelente serie de televisión Little fires everywhere, con una inmensa
Reese Witherspoon que parece, a su manera una Dalloway rediviva.
La adaptación teatral de
Portaceli es correcta (el texto tampoco da para muchas florituras más y menos
sobre unas tablas) pero lo que más me gustó fue la escena en que Blanca
Portillo rompe la cuarta pared y se mezcla con el público. Es el momento de la
novela en que Dalloway, que lleva todo el día preparando una fiesta, da la
bienvenida al fin a sus invitados. Del mismo modo, la Dalloway-Portillo nos da
también la bienvenida a su fiesta. Y en la emoción de sus palabras, emoción
sincera y a flor de piel, todo el público sabe que esa fiesta es la fiesta del
teatro que vuelve tras la pandemia. El guiño es clarísimo y tremendamente
conmovedor. Y así como Clarissa da al fin su fiesta, con el cuidado escrupuloso
para que todo salga bien, así nosotros asistimos como los viejos amigos que
somos, a ella y el patio de butacas es, otra vez, una celebración de la vida.
lunes, 21 de septiembre de 2020
501. Mi ordenador me mira mal
Llevo seis meses sin
escribir. Sí, es verdad que durante todo ese tiempo he mantenido mi compromiso
semanal con los lectores del Diari de
Tarragona y que he colaborado con alguna revista literaria. Pero ustedes me
entienden: escribir es otra cosa. Achaco mi travesía por el desierto al siempre
extenuante y farragoso proceso de documentación, previo a la inmersión
definitiva en el mar de la escritura. Y en cierta medida es así, aunque a veces
se me antoja que estoy alargando todo ese procedimiento preliminar para excusar
mi encuentro definitivo con la primera página en blanco. Como el estudiante que
acaba la universidad y se pone a hacer másteres por doquier para no pensar que
tiene ya una edad y que debería buscarse de una vez por todas un trabajo.
Vamos, que ando aterrorizado. Que esta novela me impone y que en el
correspondiente pugilato literario me defiendo apocado y timorato. Yo creo que
perdí la fuerza cuando cambié de ordenador. Sustituí mi viejo portátil,
compañero de tantas campañas literarias en las lides de la palabra, por un
nuevo ordenador de sobremesa. Ahora tengo una pantalla de no sé cuántas
pulgadas que me impide la visión de la ventana de mi despacho desde donde antes
de la llegada del nuevo armatoste perdía la vista en el parque que hay frente a
mi casa para buscar la inspiración entre la fronda de las arboledas. También
tengo un teclado inalámbrico último modelo a cuyas teclas no se acaban de
acostumbrar las yemas de mis dedos. Como si hiciera el amor con una mujer que
no conozco y a ambos nos costase acompasar el ritmo al del otro. Mi nuevo
ordenador de sobremesa me mira altanero desde la atalaya de su prestigio
tecnológico. A él le hubiera gustado ser el compañero de un escritor de
prestigio, no de un juntaletras cualquiera. No le culpo. Yo he apartado el
monitor hacia la derecha de mi escritorio para que no me impida ver el parque
que hay frente a mi casa y, ahora, cuando escribo, debo ladear ligeramente la
cabeza hacia la pantalla, con una mirada esquinada que se parece bastante al
desdén o al rencor. Ella, la pantalla, hace lo mismo conmigo con un mohín
ofendido.
No se deben cambiar jamás las rutinas de los
escritores. Isabel Allende empieza siempre sus novelas un 8 de enero y sus
sesiones de escritura duran lo que dura el pabilo de una vela; García Márquez escribía
descalzo y acompañado de una flor amarilla; Balzac vestido con hábito monacal;
Dumas, con sotana roja y sandalias; Víctor Hugo, desnudo; Capote, tumbado; Fitzgerald,
ebrio; Coleridge, drogado; Poe escribía en tiras de papel que luego unía
formando rollos interminables; Dickens debía estar perfectamente peinado; Cela
escribió Oficio de tinieblas 5 en su
mítico escritorio rodeado de un biombo que lo aislaba del exterior; Stendhal
hallaba inspiración leyendo antes el código penal napoleónico. Sin esas manías,
quizás no habrían escrito sus grandes obras maestras.
A mí solamente me han
cambiado el ordenador y ya ven el cataclismo. Entretanto, hago acopio de
sesudas notas para mi próxima novela, muchas de las cuales –lo sé– no voy a
utilizar, y escribo mi columna del periódico y algunos correos electrónicos en
mi nuevo ordenador para darnos tiempo a acostumbrarnos el uno al otro. Es un
cortejo lento y silencioso. Sé que en su fuero interno mi ordenador se ríe de
mí o se apiada o me menosprecia. Pues mira, chaval, tú y yo nos vamos a tener
que entender. Escribo «Capítulo 1». Luego hay una pausa dramática y un suspiro
profundo. La tensión se adensa en el ambiente. El cursor se mueve intermitente
en la pantalla como los dedos del pistolero que tantea la cartuchera. Pero yo
desenfundo antes.
lunes, 14 de septiembre de 2020
500. Hispanoamérica: el bastión de la Literatura.
Dicen las
autoridades eclesiásticas que Hispanoamérica se ha convertido en el último
bastión del catolicismo, ese que resiste al ateísmo galopante instaurado desde
hace decenios en el mundo y especialmente en Europa. Si esto es así para la
religión, otro tanto se podría decir para la Literatura en español –entiéndase
la Literatura con mayúsculas– que, para quien esto escribe, está también
revestida de la sacralidad con que una feligresía mínima pero pertinaz unge las
obras de aquellos santos varones allende el Atlántico.
Es una sensación
que vengo alimentando desde hace ya varios años. Si la Literatura (no la
espuria, sino esa que han ido acuñando durante siglos los grandes maestros), si
esa Literatura –decíamos– está destinada a salvarse de la extinción, las
almenas que la defenderán se habrán levantado en Hispanoamérica. Quizás esta
sensación provenga del continuo fraude al que me vienen sometiendo muchos de
los escritores españoles actuales que aquí son vestidos con la casulla de los
grandes próceres y adorados por el paganismo de los ignorantes. Tal vez no he
sabido elegir a los autores que leo o las vicisitudes de la Literatura, siempre
inescrutables y azarosas, me han llevado por derroteros equivocados pero lo
cierto es que sufro de un desencanto rayano en el hastío que me incita a
prestar menos atención a la literatura patria (del chovinismo ya hace mucho que
me curé) y a buscar el santo grial en otro sitio. Y entonces leo a los
mexicanos David Toscana y Eduardo Ruiz Sosa o a las ecuatorianas Mónica Ojeda y
Gabriela Ponce, con su literatura de víscera doliente y palpitante, y me digo:
caramba, esto es otra cosa. El otro día leía en las redes sociales una
publicación del escritor Álex Chico, cuyo criterio es para mí dogma de fe,
donde decía que acababa de leer Vivir abajo, la novela del peruano
Gustavo Faverón, y se deshacía en elogios llegando incluso a afirmar que era
uno de los mejores libros que había leído en su vida y calificándola de «obra
maestra». De obra maestra califiqué yo la semana pasada La ciudad que el diablo se llevó del ya citado Toscana y yo nunca
hago halagos gratuitos ni tengo vocación de redactor lameculos de esas
solapillas y fajas hiperbólicas que tanto se estilan entre la hipocresía
mercantilista y la transacción amiguista quid
pro quo. Llama la atención, por cierto, que todos los autores citados los
edite Candaya, cuyo esfuerzo por trazar puentes con Hispanoamérica y traernos
lo mejor del continente se antoja impagable para la reciente y posterior
historia de las letras. También hay, claro, otras editoriales que apuestan por
horadar aquellos filones literarios: la literatura que explora el terror y la
locura de las argentinas Samanta Schwlebin y Mariana Enríquez o de la chilena
Nona Fernández; las crónicas de Leila Guerrero; la maestría narrativa de las
mexicanas Guadalupe Nettel y Ángeles Mastretta; el lirismo de la suculenta
prosa de los colombianos Héctor Abad y Evelio Rosero, entre otros muchos que no
caben aquí. Pero, sobre todo, está la corazonada de que en un continente
gigantesco como el americano, las joyas escondidas deben de ser tantas y tan
preciosas que el explorador dará con ellas a poco que tenga interés en
buscarlas y se olvide de patrioterismos y prejuicios acogiéndose a la única
nación posible que no es otra que el hermoso
idioma que nos une. Idioma, por cierto, que en Hispanoamérica queda
quintaesenciado en el alambique de su semántica fértil, exuberante y aguerrida,
depositaria de lo mejor de nuestro español peninsular, que se enriquece con los
ubérrimos matices de su visión del mundo desde el Nuevo Mundo. Y así es como
Hispanoamérica devendrá en fortaleza. En catedral y sagrario.
lunes, 7 de septiembre de 2020
499. Cuando Varsovia es una elegía
Quienes siguen
habitualmente mis reseñas literarias sabrán que no frecuento en mis
valoraciones el calificativo de «obra maestra» para casi ninguna de las
novedades editoriales que llegan a mis manos. Suelo reservarme tamaño epíteto
para los clásicos; y no responde ello al prurito del purista exigente y snob que no ve ya mérito en nada de lo
que se escriba hoy, sino a la constatación de una verdad que honestamente
debemos asumir: es muy difícil alcanzar con un libro la categoría de «obra
maestra». Pues bien, David Toscana ha escrito con La ciudad que el diablo se llevó (Candaya), una obra maestra, una
novela destinada a perdurar en los anales literarios porque condensa en su
ejecución los dos rasgos que considero esenciales para su inmortalidad: el
respeto por la tradición literaria y la reformulación de esa misma tradición
mediante una voz particularísima que no remeda sino que crea de nuevo cuño.
Porque en esta novela, efectivamente, se compendia todo lo mejor de la
tradición literaria europea de la primera mitad del siglo XX: el decadentismo
modernista en su mórbida relación con la muerte, aunque con matices
irreverentes y desnaturalizados; el esperpento valleinclanesco en el
comportamiento y diálogos de los personajes, entre el cinismo y el desamparo,
títeres de sí mismos y del demiurgo de la desgracia, que maneja –irónica y
displicente– los hilos de su existencia. (Cambiemos Madrid por Varsovia y ya
tenemos redivivo por las páginas de Toscana el viaje onírico y noctámbulo de
Max Estrella en Luces de bohemia).
Pero también, trazas del teatro del absurdo en la irracionalidad de las
acciones y conversaciones de los personajes, que reflejan el sinsentido de una
sociedad en ruinas, la sobreviviente a las atrocidades de la II Guerra Mundial,
abocada al nihilismo, único espacio ontológico en el que poder reconocerse tras
haber desparecido el hombre como tal, aniquilado en su propio envilecimiento.
Y todo ello con
unos protagonistas inolvidables, cuyo desvalimiento y orfandad –indigentes como
son de un tiempo periclitado donde los hombres aún ejercían como tales– tanto
me han recordado a los personajes inocentes, bonachones y tiernamente cómicos
(aunque con sonrisa de acíbar) de Antonio Skármeta.
Feliks, Kazimierz,
Eugeniusz y Ludwick, que así se llaman los antihéroes de esta novela, se libran
milagrosamente de ser ejecutados por un pelotón nazi en las postrimerías de la II
Guerra Mundial, antes de la liberación soviética. Su existencia, sin embargo, a
partir de ese momento, será el errático deambular del superviviente desnortado que
ha sido despojado de su condición de ser humano. Son, como la ciudad misma,
cascotes de un derrumbe general que intentan en sus reuniones alucinadas de
borrachera y camaradería, retornar con la imaginación y performances desesperadas a la cotidianidad de antes de la guerra,
rasgar la capa mugrienta del presente para hallar, como en los muros de
Varsovia, aquella cartelera de teatro oculta tras los sucesivos pasquines
propagandísticos de nazis y bolcheviques. Una imaginación que es recreativa en
el doble sentido del término: el esparcimiento lúdico que los salva de la
terrible realidad, pero también la re-creación, la vocación de refundar el
mundo desde los vestigios de un pasado feliz que se antoja remoto.
La atmósfera que
crea Toscana es absolutamente inmersiva: uno siente el viento colarse por las
oquedades de los edificios derruidos, inhala el polvo en suspensión de la
destrucción, escucha crujir los cascotes bajo los pies, y todo es grisura y
luna helada de posguerra. Y entre todo ese ambiente, de repente, el bellísimo
trallazo poético, esporádico pero luminoso, como otra niña de rojo en La lista de Schindler. Y así, el
novelista que ha perdido su novela durante la guerra y que busca
desesperadamente entre las tumbas del cementerio por si hallase su epitafio,
quizás la haya encontrado al fin.
lunes, 31 de agosto de 2020
498. El primer Poirot
Me gusta bucear por
el origen de las cosas. Ese momento primigenio –a veces un detalle
aparentemente irrelevante– que configurará el devenir de un amor, de una
desgracia, de un mito. Por eso estos días, coincidiendo con los 100 años desde
la primera aparición de Hércules Poirot en una novela de Agatha Christie, me he
lanzado a la lectura de El misterioso
caso de Styles, publicado en 1920, el primer libro de la saga del famoso
detective belga. Y dejemos claro lo de su nacionalidad para ahorrarle el
trabajo a Poirot de tener que desmentir, como hizo en muchas de sus novelas, el
origen francés que se le atribuía. En El
misterioso caso de Styles, Poirot es requerido por el capitán Hastings para
la resolución del asesinato por envenenamiento de la señora Inglethorp. Poirot,
claro, es en ese momento un completo desconocido en la sociedad inglesa, pero
Hastings, amigo de la familia Inglethorp, conoce su brillante trayectoria en la
policía belga. Poirot se halla precisamente en Styles (Essex) alojado junto a
otros compatriotas belgas en una casa común como refugiado de guerra, pues su
país ha sido ocupado por Alemania. Estamos en la I Guerra Mundial, a la que se
alude tangencialmente en varias ocasiones (incluso uno de los personajes es
detenido por espionaje). Styles es el lugar donde Poirot será enterrado cuando
la autora lo haga morir, de un problema cardíaco, en su última novela, Telón, en 1975. El New York Times se hará eco de su muerte en el único obituario que
el periódico ha dedicado jamás a un personaje de ficción.
La caracterización
de Poirot ya preconfigura al personaje que lo haría popular. Hastings lo
describe como de corta estatura, rostro ovalado, bigote estilizado, ojos verdes
que brillan como esmeraldas cuando se le ilumina una idea y pulcramente
vestido. Aparece también su obsesión por el orden, sus expresiones en francés,
su exasperación ante sus propios errores y su porte altivo y orgulloso que le
hace pronunciar su propio nombre de manera narcisista («Yo, Hércules Poirot…»)
y que tanto irritaría hasta a la propia Agatha Christie. También su extremada
educación y su defensa romántica del amor, que sorprende entre todo el rigor
metódico de su quehacer detectivesco, al que por otro lado siempre incorpora,
más allá de las pistas objetivas, análisis psicológicos que resultan en muchas
ocasiones más determinantes que las pistas mismas.
También aparecen en
la novela otros personajes que serán asiduos en otras entregas, como el ya
citado Hastings –el particular Watson de Poirot– o el inspector Japp. En lo
estrictamente literario, El misterioso
caso de Styles es un formidable puzle con cientos de piezas desperdigadas
cuyo impresionante ensamblaje al final de la novela revela la portentosa
imaginación de su autora, si bien es cierto que lo intrincado del rompecabezas
obliga a la escritora a hacer encajes de bolillos con determinados detalles
argumentales que, siendo verdaderamente posibles, rayan con la inverosimilitud.
Como ocurre con
Drácula o Holmes, saturado el imaginario colectivo por la presencia de Poirot
en películas y series de televisión (sin ir más lejos, pronto se estrenará una
nueva versión de Muerte en el Nilo,
dirigida por Kenneth Branagh) conviene acudir a los libros para descubrir
facetas del detective olvidadas por el cine o, peor aún, manipuladas, que
sorprenderán a más de uno y enriquecerán, cuando no enderezarán, algunas ideas
preconcebidas. De lo contrario, también nosotros, como la señora Inglethorp,
corremos el peligro de morir de envenenamiento
lunes, 24 de agosto de 2020
497. Literatura a ojos llenos
Recordarán ustedes
que hace unas semanas andaba yo ensombrecido por el páramo de las novedades
editoriales. Acabé, como siempre, refugiándome en los clásicos para pasar la
cuarentena necesaria que me reconciliase con la literatura. Pues ya estamos de
vuelta. Y para no enfermar de nuevo, esta vez he sido cuidadoso con la búsqueda,
me he apartado de los cantos de sirena de las recomendaciones aborregadas y me
he lanzado yo mismo a la sima de Acantilado donde es difícil no hallar algún
tesoro. Y vaya si lo hallé: Manuel Astur ha escrito esa maravilla titulada San, el libro de los milagros y el
milagro ha obrado su prodigio en los ojos del lector.
Su protagonista,
Marcelino, que padece alguna suerte de deficiencia, es visitado por su hermano
para obligarle a firmar un documento por el que traspasa la propiedad heredada
de sus padres a un tercero, quedándose, pues, sin nada. En la urgencia violenta
del hermano hay un intento desesperado por pagar algún tipo de deuda. A Marcelino,
que no sabe lo que ha firmado, se lo revela su hermano antes de marcharse.
Marcelino reacciona entonces golpeando a su hermano sin medir sus fuerzas y lo
mata. El eje argumental a partir de ese momento es la fuga de Marcelino y la
consiguiente persecución policial. Pero pronto nos damos cuenta de que el
argumento que vertebra el relato es solamente un pretexto para escribir una
bellísima oda a la vida de aldea y al tiempo periclitado del “viejo mundo” que
da sus últimos estertores en las remembranzas del propio Marcelino, confundidas
con las del narrador. El lirismo de las estampas descriptivas es de una
maravillosa delicadeza; alguna vez me recordó a las imágenes de Wenceslao
Fernández Flórez en El bosque animado,
aquí sublimadas en la probeta de una prosa poética engarzada con el mito, lo
arcano y lo telúrico, con un primitivismo a veces brutal y a veces acogedor. En
ese sentido, la deficiencia de Marcelino, próxima al infantilismo, ejerce su
regresión edénica sobre el relato: cuanto más ignorante e inocente se nos
muestra a Marcelino, tanto más el cosmos de la aldea se vuelve primigenio y
atemporal, fusionándose ambos, personaje y entorno, en un mismo protagonista
casi totémico: la prensa y los jóvenes que se instalan en el pueblo para
defender la inocencia de Marcelino se antojan, en ese sentido, una feligresía.
En buena parte de
la obra, la armazón argumental del libro, ya de por sí tenue, desaparece hasta
hacernos olvidarla, y la novela se detiene en las evocaciones de historias de
la aldea en las que no falta lo sobrenatural, lo mitológico y la anécdota
circunstancial y costumbrista. Las historias que se suceden parecen querer
remitirse al fenómeno del filandón, impresión metaliteraria que confirman
expresiones como “tenemos la voz y tenemos el tiempo”, repetido como una
letanía durante numerosos pasajes del libro, o el juego de matrioshkas lingüísticas que se van adhiriendo cada cierto tiempo
como una metáfora de la creciente madeja narrativa.
En cualquier caso,
como se ha apuntado más arriba, lo más llamativo del libro de Astur es su
estilo poético, atento, sobre todo, al “cómo” antes que al “qué”; ese
extrañamiento del lenguaje del que toda obra literaria que se precie debiera incorporar
a sus páginas y que, en el caso de Manuel Astur, es ambrosía inspiradora y literatura
a ojos llenos.
lunes, 10 de agosto de 2020
496. Mientras crece la hierba
Alejandro Hermosilla, el
prologuista del último poemario de Natxo Vidal, me ha puesto en un agradable
brete. Leí el prólogo al final, como hago siempre, tras la lectura de los
poemas, para evitar verme condicionado por la lectura de terceros. Y cuando ya
enhebraba yo en mi cabeza esta reseña y tenía claras las claves de su lectura,
leo en el prólogo de Hermosilla, casi con palabras idénticas a las que yo había
tejido, una interpretación calcada (aunque siempre mejor) a la que pensaba
colocar en mi columna del periódico. ¡Dilema irresoluble! Pues si digo lo mismo
que Hermosilla, hay quien pensará que practico el expolio intelectual; y si no
lo digo por rubor, obvio las esencias del poemario, útiles para el lector
curioso. Huelga decir que deben ustedes leer el magnífico prólogo del escritor
cartagenero, del que trataré –renuncia dolorosa– de separarme un tanto. Gajes
del oficio.
Así
termina
(Ediciones Frutos del Tiempo) es un libro destinado, más que a leerse, a
asistir a él. Es casi una performance
literaria aparentemente improvisada en la que el público-lector sella con el
poeta un acuerdo tácito para dejarse sorprender en cada uno de los cuadros
poéticos que van sucediéndose en el escenario, mientras se toma una copa de
vino. Hasta se nos invita a participar en la elección de la mejor versión de
alguno de los poemas en una interacción casi teatral donde se rompe la cuarta
pared. Quizás por eso mismo, Vidal advierte que conviene leer su libro de forma
cronológica, pues hay poemas que se anticipan a otros posteriores, alusiones a
versos que ya han aparecido y guiños metaliterarios que solo se entienden o se
entienden mejor si se ha seguido toda la función desde el principio. En el
libro cabe de todo, desde los propios poemas, pasando por reflexiones o
testimonios en prosa, lecturas de artículos periodísticos, entradas de
Wikipedia o de blogs, música (con especial devoción por Thelenious Monk),
pintura, malabarismos léxicos o juegos intertextuales con Cortázar. Su
libérrima puesta en escena, casi jazzística, llega a su culmen en la sección de
versiones, donde el poeta, al modo de los viejos cantantes de blues ejerce su amplificatio de poemas ajenos, en los que el matiz alcanza –él
mismo– carta de naturaleza poemática. Escrito durante los meses de
confinamiento, el libro es también un abrazo de amistad a todos aquellos que lo
acompañaron en el encierro e hicieron más soportable la espera, principalmente
artistas y escritores. En cuanto a los poemas en sí mismos, merecen especial
atención las evocaciones connotativas de algunos vocablos que quedan así
reformulados: las naranjas o la nieve de la infancia, tan distintas de las
naranjas o la nieve de la posguerra, hasta desembocar en el escepticismo
respecto a la función de las palabras. O la hierba, que se enseñorea de las
aceras gracias al confinamiento y cuya naturaleza bucólica queda en entredicho
al asociarla al precipicio o a la angustia de una Christina Olson arrastrándose
en la hierba en el cuadro de Wyeth. O cómo la gravedad y el invento del
bolígrafo pueden dar lugar a un hermoso poema de amor. La luz invadiendo la
estancia contrasta con el canto vulgar de los gorriones, trasunto del ansia
frustrada de trascendencia. Por eso, los hechiceros ancestrales de otro poema,
con tintes surrealistas, versos narcotizados para atisbar la promesa del
absoluto. Y, al final, como siempre, la literatura: la página del libro que
marcamos, doblando su esquina, para saber por dónde vamos transmutada en
nosotros mismos: «ya sabes que eres tú, / una puntita solamente, / el que queda
marcado. / Para saber por dónde vas. / Para saber quién eres.».
lunes, 3 de agosto de 2020
495. La que todo lo da
El elegante sigilo con que Ramón García Mateos trabaja sus libros, tan alejado del bombo y platillo con el que el desesperado narcisismo de otros anuncia obras que ni siquiera se han terminado, nos regala estas sorpresas. Un día cualquiera, inopinadamente, uno amanece con la alegría de saber que el poeta salmantino ha dado su obra a la imprenta y el lector leal, emocionado, apura el libro que está leyendo y que ya le estorba entre las manos, para lanzarse a la lectura de lo que sabe feliz promesa de horas fecundas. El hijo de la tamalera, que así reza el sugestivo título de la nueva criatura, puede adquirirse en Amazon en formato digital o en papel. Aunque no es la primera vez que García Mateos cultiva la prosa (recordemos, por ejemplo, su magnífico Baza de copas, Premio Tiflos de Cuento, o su más reciente Verdades y fingimientos), sí es, si no me engaño, su primera incursión en la novela. El hijo de la tamalera narra las vicisitudes del veterano torero mexicano Rodolfo Rodríguez, «el Pana», que tres días antes de consumar uno de sus grandes sueños, presentarse ante el público de la plaza de Las Ventas de Madrid, relata su vida a un periodista que cubre la crónica del acontecimiento. La narración del torero, preñada de anécdotas, como sus encuentros con Truman Capote o Carlos Fuentes, entre otros personajes, se intercala con las reflexiones del periodista, algunas personales y otras de carácter metaliterario, trasunto estas últimas de las ideas y preocupaciones del propio autor. La entrevista nunca verá la luz, pero el periodista, magnetizado por la figura del torero, pergeña años después la novela que nosotros leemos ahora. Las evocaciones del diestro, cuyo halo trágico tanto recuerda a los personajes valleinclanescos del esperpento, se combinan en primera y tercera persona, pues Rodolfo Rodríguez y «el Pana» se desdoblan para hablar el uno del otro, como si fueran –acaso lo son– personas distintas. Es justamente el tema del desdoblamiento uno de los asuntos recurrentes de la novela: Rodolfo Rodríguez crea a «el Pana» pero éste se erige tanto más verdadero que el propio Rodolfo, lo que labra la piedra angular del credo literario: todo personaje de ficción es real en tanto que existe en la literatura. Por eso «el Pana» de García Mateos, muerto en Las Ventas el 15 de mayo de 2008, es tan real como el que murió el 2 de junio de 2016 en el Hospital Civil de Guadalajara (México). Y por eso, el Puñales, viejo conocido de la literatura de García Mateos, vuelve a aparecer por estas páginas. Pero el tema del desdoblamiento va más allá, y es también una ontología de la dualidad que somos, quintaesenciada en la propia labor de la escritura. A esa combinación de primera y tercera personas, se une, casi sin transición, la tercera del narrador externo, creando una amalgama que, lejos de estorbar, preocupación que el propio periodista declara en sus reflexiones literarias de los capítulos anejos (estos sí, independientes hasta en la cursiva con que son escritos), contribuye a intensificar la ensoñación del recuerdo, y la mezcolanza de las palabras, enteladas por el alcohol, convierten la polifonía en un monólogo de la evocación misma. La caracterización del personaje es inolvidable, con su épica castiza que, como toda épica, tiene sus epítetos, como «la que todo lo da y todo lo quita» referido a la Plaza Monumental de México. Un juguete roto que alcanza tintes heroicos en su derrota y que va más allá de la historia de un torero. El estilo, como no podía ser de otra manera, satisface los paladares exigentes y en él se aprecia al poeta: «la luz del mediodía nos asaeteaba con agujas de enjalmar que se hincaban en las sienes con acidez alimonada». Especial mención merecen los capítulos metaliterarios del periodista, todo un aserto donde se dan cita credos literarios y vicisitudes de la escritura con otros desasosiegos. El hijo de la tamalera es, también, la redención literaria de «el Pana». Porque si la Monumental todo lo da y todo lo quita, la literatura, casi siempre, es un coso que todo lo da.