lunes, 9 de noviembre de 2020

507. 'Emma' o el placer de lo superficial



 

Acudimos a ver Emma el mismo día que había muerto Sean Connery y hallamos la sala de cine vacía, como si el fallecimiento del actor escocés hubiera obligado al luto general y constituyera una suerte de anatema el hecho de que el cine siguiera funcionando con el cuerpo de Guillermo de Baskerville todavía caliente. Así debieron de entenderlo los espectadores, porque, como digo, estuvimos solos en la sala, que es, por otra parte, uno de los mayores placeres que se pueden experimentar. Claro que, esta quizás sea la visión romántica de los hechos y estemos soslayando la pandemia, el toque de queda y, sobre todo, que Emma no debe de ser justamente la película que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo, la adaptación cinematográfica del libro que Jane Austen publicara en 1815 resultó ser un placer catártico en estos tiempos recios.

Ana Taylor-Joy –que está deleitando a los seguidores de la excelente Gambito de dama– encarna a la perfección a la caprichosa, altiva y superficial Emma de la novela. Toda la película es un delicioso despliegue de la frivolidad pueril de las clases pudientes en la época georgiana británica. La vida regalada de Emma, llena de lujo, caprichos y seguridades, no da lugar a ningún tipo de hondura filosófica ni a preocupaciones existenciales ni a pensamientos político-sociales, todos ellos eclipsados por el brillo de las joyas, la albura de las telas exquisitas y la luz de los jardines versallescos. No en vano, Jane Austen quiso también retratar la banalidad de un estamento social inmovilista que nada aportaba a los problemas del país y que habitaba una especie de limbo ajeno a la realidad y a los cambios acuciantes que empezaba a experimentar la sociedad británica. Y, a grandes ociosidades, grandes bagatelas con que llenar la intrascendencia de sus vidas, como la vocación casamentera de Emma, que ejerce de alcahueta para colocar a sus amistades con quien ella considera mejor partido. Menos a ella, claro, porque el amor es otra complicación que Emma no está dispuesta a incorporar a su vida, arriesgando su cómoda vacuidad.

¿Por qué entonces una película que no presenta apenas conflictos relevantes funciona tan bien? ¿Dónde reside su interés en medio de toda aquella liviana y huera trivialidad? En primer lugar, quizás haya que buscar la respuesta en el inveterado mimo y respeto con que el cine británico trata a sus clásicos. Pero si aún quisiéramos ir más lejos, habría que concluir que la superficialidad (tan menospreciada también por la crítica literaria en tiempos de Austen) es un recurso que ha servido como lenitivo en cualquier época, en especial en épocas convulsas, para mitigar sus desazones. Dejarse mecer por el frufrú de las gasas, por las risas de porcelana, por los tirabuzones barrocos, por los columpios y jardines, por los aromas florales, por los juegos e intrigas; sumergirse en la muelle tibieza de los colchones de plumas y de las veladas de piano y de los bailes aristocráticos. Anestesia pura y dura contra la realidad fea, mezquina y brutal. Desorientar a la muerte y su fatal acechanza en los laberintos de parterres olorosos. A salvos en la ignorancia. Eternos en el instante perezoso del no-saber mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.


lunes, 2 de noviembre de 2020

506. 'Un amor'



Hace poco le oí declarar a Sara Mesa en una entrevista que su pretensión al escribir un libro es siempre la claridad, que no está en su ánimo ser trascendente sino limitarse a que el lector viva una experiencia y que, en ese sentido, ella y los lectores se hallan en el mismo nivel. De ese corolario se infiere que la autora madrileña desea evitar cualquier barrera que impida al lector «distraerse» del objetivo principal. Quizás por eso, la prosa de Sara Mesa es transparente, sin una sola concesión a la floritura o a la evocación lírica. Una prosa, pues, que se limita a certificar el relato, una escritura burocrática que tramita el argumento y que, más que mediante los recursos del lenguaje, sitúa al lector ante la «experiencia» que la escritora desea desatar en él usando solo buenos mimbres argumentales pergeñados estratégicamente para su propósito.

Sin embargo, en el caso de su última novela, Un amor, editada por Anagrama, no tengo claro si el carácter aséptico de su prosa responde a esa lealtad con el credo literario de marras o si se trata más bien de una maniobra que desea anestesiar al lector para sacudirlo luego con el trallazo inesperado de una situación insólita cuya anomalía se intensifica justamente porque le antecede el trote indolente del ritmo y estética narrativos. Porque, efectivamente, hasta la página 67, en la novela de Sara Mesa no sucede nada, ni en lo literario ni en lo argumental. Nat, la protagonista, recala en un pueblo rural huyendo de su vida anterior, siguiendo la estela de otras novelas recientes como Los asquerosos, de Santiago Lorenzo o Tierra de mujeres, de María Sánchez, y toda esa primera parte describe la difícil adaptación a su nueva vida: sus diferencias con el casero que le ha alquilado la casa, descrito con cierto maniqueísmo, la vida social que poco a poco va construyendo y otras menudencias. Hasta que llega esa página 67 y el lector, mecido por la inercia de lo inane, desorbita de repente los ojos sobre el libro y queda atrapado en un dilema moral que deberá juzgar por sí mismo. Porque a partir de ese punto de inflexión tampoco la autora acomete una profundización psicológica de alto calado ni su lenguaje se tiñe de hondura, influido por la nueva situación. La autora no juzga, ni analiza, ni se posiciona: simplemente describe y deja que sea el lector quien trate de comprender el comportamiento de la protagonista, sus motivaciones, sus contradicciones. El lector es el psicólogo o el psiquiatra, el moralista, el sociólogo, el antropólogo, y toda su lectura hasta el final de la novela tratará de otorgarle a los actos de Nat una lógica empática que no siempre podrá conseguir, de ahí también su interés.

Por lo demás, destaca de la novela la sensación de asfixia que crea la autora respecto a la atmósfera rural, con sus hablillas, su vigilancia moral, su primitivismo, su cerrazón y su hostilidad, en un ejercicio de desmitificación que rompe de alguna manera con la tendencia reciente a recuperar el tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea que se aprecian en algunas novelas actuales, como las citadas más arriba. El mismo título, Un amor, descoloca al lector al ponerlo frente a un debate conceptual sobre la propia experiencia amorosa y sus infinitos matices. El objetivo en ambos casos es siempre romper la uniformidad de nuestras convicciones y replantearnos realidades indiscutidas para abrir la espita de su interpretación diversa.

lunes, 26 de octubre de 2020

505. Escritores a la sombra

 

Fray Luis de León terminaba su Oda a la vida retirada con aquellos versos que colocaban al poeta “a la sombra tendido / de hiedra y lauro eterno coronado”. No es esa la sombra a la que yo me refiero en el título del presente artículo. Entre otras cosas porque los escritores a la sombra a los que yo hago referencia no están coronados de hiedra y lauro, que en Fray Luis simbolizarían la corona de los buenos poetas, reconocidos desde Ovidio con el vegetal galardón. Por algo Plinio, en su Historia natural, decía que el laurel –árbol de Apolo– crecía más frondoso en el Parnaso. No. Mis escritores a la sombra son aquellos otros con quienes Apolo no fue especialmente generoso y para los que la subida al Parnaso estuvo siempre llena de caminos pedregosos y zarzales.

Proviene toda esta reflexión inicial de la lectura que hace unas semanas hice de Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, coincidiendo con la gira que la compañía Noviembre, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, está realizando por las tablas españolas. El montaje, por cierto, dirigido por el gran Eduardo Vasco e interpretado magistralmente por un elenco de actores de primera categoría, con un memorable Arturo Querejeta en el papel de Cabellera, es un verdadero acierto. Pues bien, al leer la obra de Rojas Zorrilla, avezado como está uno en las piezas dramáticas áureas, enseguida se aprecia la medianía del texto. No se me entienda mal. Si yo tuviera la cuarta parte del ingenio del dramaturgo toledano, me daría con un canto en los dientes y estaría encantado de haberme conocido. Pero cuando uno ha leído a Lope, a Tirso, a Calderón y, si me apuran, a Guillén de Castro, el texto de Rojas Zorrilla sale, por comparación, menguado. Que Rojas Zorrilla es un excelente dramaturgo nadie lo duda y prueba de ello es el reconocimiento que recibió en vida y su influencia y perduración, también imitado luego por la dramaturgia extranjera. Pero no me negarán que, en los manuales de Historia de la Literatura, su nombre parece resignado a permanecer, seguramente de forma injusta, en un discreto catálogo de autores menores. La sombra gigantesca de aquella tríada de autores que elevaron nuestro teatro a cimas aún no superadas, ha sido demasiado alargada. Ninguna culpa de eso tiene Rojas Zorrilla. Y al igual que él, a otros muchos escritores de talento les tocó coincidir en el tiempo con los césares literarios de una época concreta. Por eso todo el mundo reconoce a Cervantes, pero no todos nos acordamos de Alonso de Castillo Solórzano o de Luis de Molina. Nadie se olvida de Góngora o Quevedo, pero cuesta más traer a las mientes a Juan de Moncayo. Si esto sucedió en la edad de oro de nuestras letras, algo parecido ocurrió en la llamada Edad de Plata. La lista de los poetas de la Generación del 27 es portentosa y para colarse en ella no parece suficiente escribir tan bien como Moreno Villa o Fernando Villalón (no hablemos ya de las mujeres, hoy tardíamente reivindicadas bajo el marbete de Las Sinsombrero).

Actualmente, aunque existen varios escritores –pocos– que podrían también ensombrecer a los demás, el problema parece estribar, más que en el talento de esos pocos, en la difícil visibilización del resto de autores en un mundo –el editorial– sobrecargado de títulos, unos 90.000 anuales. Aquella máxima de que los buenos libros, si lo son, se venderán solos, queda en entredicho ante este aluvión inasumible de obras y su feroz competencia. Un libro bueno se venderá, sí, pero necesitará detrás una editorial potente y una maquinaria de marketing al alcance solamente de las grandes empresas. Porque para juzgar que un libro es bueno, primero deberá tener la oportunidad de ser leído. Y que ese libro bueno llegue a las manos de los lectores entre el maremagno de novedades es un hecho que, sin el respaldo publicitario, parece regirse más por la casualidad y el golpe de suerte que por otra cosa.

Mientras tanto, esos libros invisibles seguirán a la sombra, y en lugar de estar coronados de hiedra y lauro, poco a poco los irá consumiendo el musgo.

lunes, 19 de octubre de 2020

504. Nosotros, los desubicados


 

Cuando ando hastiado de todo y hasta de mí mismo, me da por refugiarme en las literaturas exóticas, como acostumbraban los románticos del XIX. Claro que, ellos lo hacían escribiendo y situando sus obras en lugares remotos e inusitados, y yo, en cambio, como parece que no paso de ser un pobre juntaletras, lo hago como simple lector. Da igual: tanto los escritores románticos como yo mismo buscamos idéntico objetivo: huir del feo, frustrante e insatisfactorio entorno que nos rodea. Y supongo que es mejor alternativa que suicidarse, que no deja de ser otra forma de huida. Cuando ando así –iba diciendo– suelo escoger obras de la literatura japonesa. Hay en las buenas novelas japonesas un cambio de registro, de tono, de espíritu y de referentes que me sirven de opiáceo para ver el mundo bajo los efectos de su narcótico. Me pasó, por ejemplo, con la preciosa Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata, cuya muelle delicadeza obraba como morfina para el alma moribunda. Ni siquiera recuerdo ya su argumento, solamente aquel mecerme en su languidez y melancolía refocilantes. Esta vez me he acercado a otro Premio Nobel, Kazuo Ishiguro, con la esperanza de experimentar aquel anestesiante de Kawabata pero, iluso de mí, he errado el tiro, pues Ishiguro, aunque nacido en Nagasaki, pasó toda su vida en Inglaterra, y al leer Los restos del día, en lugar de encontrarme con las luces mortecinas de los farolillos japoneses y con el frufrú de las sedas de las geishas, me he topado con una prosa de lo
más británica, canónicamente británica, más británica que un británico de la grandísima Gran Bretaña. Eso sí, con una prosa límpida como pocas, no sé si mérito de Ishiguro o de la espléndida traducción de Ángel Luis Hernández Francés. Y, sin embargo, también Ishiguro ha obrado el sortilegio. Porque Los restos del día es la crónica de un desubicado. Stevens, el mayordomo protagonista, que es la viva imagen de aquel Carson de Dawnton Abbey, interpretado maravillosamente por Jim Carter, es un sirviente de la rancia casa de Darlington Hall que atesora los valores de la vieja escuela: dignidad, lealtad, sacrificio, discreción, etiqueta, protocolo, moral. Cuando lord Darlington muere y la casa es comprada por el rico norteamericano Farraday, este le sugiere a Stvens permitirse unas vacaciones que llevarán al mayordomo por diferentes lugares de Inglaterra hasta acabar en Little Compton, al oeste del país, donde vive miss Kenton, antigua empleada de Darlington y con la que el protagonista mantiene, aún, una ambigua relación. El viaje le servirá a Stevens para comprobar cómo han cambiado las costumbres de su país y para concluir, en la rememoración de la semblanza de lord Darlington, que aquella lealtad en la que tanto creía, solo valió para servir a alguien que comulgó activamente con el nazismo. Stevens es el representante de un tiempo periclitado, cuya estampa es un anacronismo como lo era don Quijote al defender la caballería cuando esta ya hacía tiempo que andaba obsoleta. Pero si a don Quijote aquella contumacia le servía para defender unos valores imperecederos y necesarios, Stevens se da cuenta de que la antigualla que lo conforma no tuvo demasiado sentido ni siquiera cuando aún seguía en vigor. Stevens es un producto desfasado, digno en su derrumbe, pero absolutamente perdido, sin presente ni futuro en una sociedad que avanza por otros derroteros. Un pecio a la deriva en un océano de incomprensión, una reliquia andante, una pieza que no encaja, una ruina que mantiene una ridícula solemnidad por la que el mundo siente la mayor de las indiferencias. Como tampoco puede agarrarse al pasado –errado tras el balance final– Stevens habita el no-tiempo en el no-lugar. Y, claro, andando como ando yo estos días, no he podido más que posar mi mano en el hombro de Stevens y quedarnos, ambos, callados, solos, contemplando el ocaso, en cómplice y silenciosa camaradería.

lunes, 5 de octubre de 2020

503. La vieja Facultad de Letras

 


Siempre he creído que la Literatura sobrevive mejor entre escombros. Hay mucha más poesía en las calles decadentes de la Lisboa de Pessoa que en los columpios y jardines versallescos del Rococó. Y hasta a estos últimos les viene bien su poquito de otoño, su pizca de hojas muertas y quebradizas, su aliño de musgo y de verdín en los estanques. Tampoco me imagino a la Literatura junto a escritorios impolutos, flexos de diseño, pelo engominado, vasos con agua de Vichy o cigarros electrónicos. Quizás haya algo de influencia malditista en esa estampa bohemia que uno ha construido de la experiencia literaria y no dejará de haber quien la aproveche para pergeñarse su peformance de escritor atormentado. Pero si el alma es una escombrera y la Literatura es un espeleólogo que se adentra por aquellas simas llenas de despojos, la escritura se sentirá más emparentada con el lenguaje del antro nocturno, del desorden de papeles, del vértigo alucinado y hacia adentro del vino, de la legaña y la ojera y el pelo revuelto.

Tal vez por todo eso, a los estudiantes de Filología que asistimos a la vieja Facultad de Letras, la Literatura nos hizo melancólicos y nostálgicos al aprehenderla entre aquellas paredes vetustas y destartaladas, desde cuyas ventanas se oía zurear a las palomas de ciudad, siempre sucias y como exiliadas, con aquel arrullo suyo que tenía algo de desesperación; aquellas ventanas cuya madera se hinchaba con la lluvia y no encajaban luego en sus marcos, como si el hisopo sagrado de la lluvia las bautizase con el evangelio de la rebelión y se negasen a los moldes impuestos. Pero quizás las ventanas no aprendieran aquella catequesis de la lluvia sino de las lecciones de Literatura que se impartían dentro del aula. Aulas de tuertos fluorescentes que derramaban su luz intermitente y lechosa con los estertores de un tiempo periclitado. Lecciones que eran conciliábulos de letraheridos donde la voz del maestro (no debieran nunca existir profesores de Literatura) resonaba con eco mortecino y sus palabras se fundían con las volutas del humo del tabaco que fumaba en los tiempos en que nadie se escandalizaba por cosas como esas. Olor a rancio en los pasillos, que se mezclaba con el del café que, huraño, preparaba Antonio en el bar de la facultad y con el de los productos químicos con que ensayaban en sus laboratorios los estudiantes de ciencias, pues allí convivíamos todos, como los sabios del Renacimiento, descubriendo lo mismo a Cervantes, que los secretos de la pirólisis. Secretos, también, los tesoros de la biblioteca, donde los pasos resonaban amortiguados en las moquetas y formaban, junto al bisbiseo de los estudiantes y el murmullo de las páginas, un refugio monacal –pero deliciosamente pecaminoso– del saber.

Cuando en 2008, la facultad cerró sus puertas para trasladarse al moderno campus, el edificio quedó presidiendo la plaza con su señorío arquitectónico ajado por el tiempo y el menosprecio de la modernidad, que hará de él algún hotel o un prosaico bloque de viviendas. El nuevo campus tiene pasarelas, proyectores de última generación y una luz blanca, limpia y aséptica que no da lugar a los matices. Todo muy pedagógico. Recuerdo al maestro Ramón Oteo, ya en la nueva universidad, conversando en una mesa de la cafetería, cuyo dueño te atiende inadmisiblemente feliz y amable, recuerdo al maestro, digo, su figura vulnerable y fuera de lugar, extraña, como una anomalía, en aquel edificio funcional y friendly. Él mismo, un poema solitario, como la facultad abandonada, diciendo su verso en la intemperie.

lunes, 28 de septiembre de 2020

502. Clarissa celebra su fiesta


No soy un lector entusiasta de Virginia Woolf. En su día recuerdo que me agradó la lectura de Flush, que me pareció un librito delicado, tierno y deliciosamente británico. En cambio, La señora Dalloway, que pasa por ser una de sus obras maestras, me dejó bastante frío y, en ocasiones, irritado, con aquel excesivo despliegue alegórico de sentimientos y aquellas transiciones bruscas en la narración, que pasaba de unos personajes a otros sin previo aviso y convertían la leve trama en un laberinto sin itinerario claro.

Ahora las vicisitudes de Clarissa Dalloway llegan a las tablas en la versión remozada de Carme Portaceli y con Blanca Portillo como actriz principal. Portaceli ha introducido algunos cambios respecto a la novela, como el de convertir a la agria señorita Kilman, institutriz de la hija de Clarissa, Elizabeth, en la amante de esta. Su actitud crítica hacia la señora Dalloway no responde, como en la novela, al rencor de conciencia de clase ni a un prurito de superioridad moral, sino a un feminismo que condena la actitud conformista, sumisa y acomodada de Clarissa. También se ha sustituido al enfermo mental Septimus, en la novela traumatizado por su participación en la Gran Guerra, por la de Angélica, una escritora frustrada, angustiada por su gran vacío existencial y cuyo suicidio será el trasunto del suicidio del futuro de Clarissa pero también el de su afirmación vitalista. Aunque las apariciones de Clarissa, tanto en la novela como en la obra de teatro, no monopolizan páginas y escenas, Clarissa está siempre en el foco de todas las intervenciones de los demás personajes, ya sea explícita o implícitamente, como una estrella alrededor de la cual gravitan todos los planetas. De las evocaciones de estos y de los recuerdos y confesiones de la propia Clarissa, descubrimos a una mujer que ha sido incapaz de realizarse como persona, pues ha renunciado a todos los sueños de la juventud a cambio de una vida acomodada al lado de Richard, un parlamentario que le ofrece una vida regalada pero monótona. Atrás queda aquel beso con Sally, indicio quizás de una sexualidad luego reprimida o su relación con Peter, un aventurero a cuya vida azarosa pero vibrante, Clarissa renunció en pos de la estabilidad. El tiempo –Clarissa tiene ya 50 años– hará balance de todas esas deserciones vitales y la señora Dalloway reflexionará sobre si su vida ha merecido realmente la pena. El asunto ha sido recientemente abordado por la excelente serie de televisión Little fires everywhere, con una inmensa Reese Witherspoon que parece, a su manera una Dalloway rediviva.

La adaptación teatral de Portaceli es correcta (el texto tampoco da para muchas florituras más y menos sobre unas tablas) pero lo que más me gustó fue la escena en que Blanca Portillo rompe la cuarta pared y se mezcla con el público. Es el momento de la novela en que Dalloway, que lleva todo el día preparando una fiesta, da la bienvenida al fin a sus invitados. Del mismo modo, la Dalloway-Portillo nos da también la bienvenida a su fiesta. Y en la emoción de sus palabras, emoción sincera y a flor de piel, todo el público sabe que esa fiesta es la fiesta del teatro que vuelve tras la pandemia. El guiño es clarísimo y tremendamente conmovedor. Y así como Clarissa da al fin su fiesta, con el cuidado escrupuloso para que todo salga bien, así nosotros asistimos como los viejos amigos que somos, a ella y el patio de butacas es, otra vez, una celebración de la vida.

lunes, 21 de septiembre de 2020

501. Mi ordenador me mira mal


Llevo seis meses sin escribir. Sí, es verdad que durante todo ese tiempo he mantenido mi compromiso semanal con los lectores del Diari de Tarragona y que he colaborado con alguna revista literaria. Pero ustedes me entienden: escribir es otra cosa. Achaco mi travesía por el desierto al siempre extenuante y farragoso proceso de documentación, previo a la inmersión definitiva en el mar de la escritura. Y en cierta medida es así, aunque a veces se me antoja que estoy alargando todo ese procedimiento preliminar para excusar mi encuentro definitivo con la primera página en blanco. Como el estudiante que acaba la universidad y se pone a hacer másteres por doquier para no pensar que tiene ya una edad y que debería buscarse de una vez por todas un trabajo. Vamos, que ando aterrorizado. Que esta novela me impone y que en el correspondiente pugilato literario me defiendo apocado y timorato. Yo creo que perdí la fuerza cuando cambié de ordenador. Sustituí mi viejo portátil, compañero de tantas campañas literarias en las lides de la palabra, por un nuevo ordenador de sobremesa. Ahora tengo una pantalla de no sé cuántas pulgadas que me impide la visión de la ventana de mi despacho desde donde antes de la llegada del nuevo armatoste perdía la vista en el parque que hay frente a mi casa para buscar la inspiración entre la fronda de las arboledas. También tengo un teclado inalámbrico último modelo a cuyas teclas no se acaban de acostumbrar las yemas de mis dedos. Como si hiciera el amor con una mujer que no conozco y a ambos nos costase acompasar el ritmo al del otro. Mi nuevo ordenador de sobremesa me mira altanero desde la atalaya de su prestigio tecnológico. A él le hubiera gustado ser el compañero de un escritor de prestigio, no de un juntaletras cualquiera. No le culpo. Yo he apartado el monitor hacia la derecha de mi escritorio para que no me impida ver el parque que hay frente a mi casa y, ahora, cuando escribo, debo ladear ligeramente la cabeza hacia la pantalla, con una mirada esquinada que se parece bastante al desdén o al rencor. Ella, la pantalla, hace lo mismo conmigo con un mohín ofendido.

 No se deben cambiar jamás las rutinas de los escritores. Isabel Allende empieza siempre sus novelas un 8 de enero y sus sesiones de escritura duran lo que dura el pabilo de una vela; García Márquez escribía descalzo y acompañado de una flor amarilla; Balzac vestido con hábito monacal; Dumas, con sotana roja y sandalias; Víctor Hugo, desnudo; Capote, tumbado; Fitzgerald, ebrio; Coleridge, drogado; Poe escribía en tiras de papel que luego unía formando rollos interminables; Dickens debía estar perfectamente peinado; Cela escribió Oficio de tinieblas 5 en su mítico escritorio rodeado de un biombo que lo aislaba del exterior; Stendhal hallaba inspiración leyendo antes el código penal napoleónico. Sin esas manías, quizás no habrían escrito sus grandes obras maestras.

A mí solamente me han cambiado el ordenador y ya ven el cataclismo. Entretanto, hago acopio de sesudas notas para mi próxima novela, muchas de las cuales –lo sé– no voy a utilizar, y escribo mi columna del periódico y algunos correos electrónicos en mi nuevo ordenador para darnos tiempo a acostumbrarnos el uno al otro. Es un cortejo lento y silencioso. Sé que en su fuero interno mi ordenador se ríe de mí o se apiada o me menosprecia. Pues mira, chaval, tú y yo nos vamos a tener que entender. Escribo «Capítulo 1». Luego hay una pausa dramática y un suspiro profundo. La tensión se adensa en el ambiente. El cursor se mueve intermitente en la pantalla como los dedos del pistolero que tantea la cartuchera. Pero yo desenfundo antes.


lunes, 14 de septiembre de 2020

500. Hispanoamérica: el bastión de la Literatura.

 

Dicen las autoridades eclesiásticas que Hispanoamérica se ha convertido en el último bastión del catolicismo, ese que resiste al ateísmo galopante instaurado desde hace decenios en el mundo y especialmente en Europa. Si esto es así para la religión, otro tanto se podría decir para la Literatura en español –entiéndase la Literatura con mayúsculas– que, para quien esto escribe, está también revestida de la sacralidad con que una feligresía mínima pero pertinaz unge las obras de aquellos santos varones allende el Atlántico.

Es una sensación que vengo alimentando desde hace ya varios años. Si la Literatura (no la espuria, sino esa que han ido acuñando durante siglos los grandes maestros), si esa Literatura –decíamos– está destinada a salvarse de la extinción, las almenas que la defenderán se habrán levantado en Hispanoamérica. Quizás esta sensación provenga del continuo fraude al que me vienen sometiendo muchos de los escritores españoles actuales que aquí son vestidos con la casulla de los grandes próceres y adorados por el paganismo de los ignorantes. Tal vez no he sabido elegir a los autores que leo o las vicisitudes de la Literatura, siempre inescrutables y azarosas, me han llevado por derroteros equivocados pero lo cierto es que sufro de un desencanto rayano en el hastío que me incita a prestar menos atención a la literatura patria (del chovinismo ya hace mucho que me curé) y a buscar el santo grial en otro sitio. Y entonces leo a los mexicanos David Toscana y Eduardo Ruiz Sosa o a las ecuatorianas Mónica Ojeda y Gabriela Ponce, con su literatura de víscera doliente y palpitante, y me digo: caramba, esto es otra cosa. El otro día leía en las redes sociales una publicación del escritor Álex Chico, cuyo criterio es para mí dogma de fe, donde decía que acababa de leer  Vivir abajo, la novela del peruano Gustavo Faverón, y se deshacía en elogios llegando incluso a afirmar que era uno de los mejores libros que había leído en su vida y calificándola de «obra maestra». De obra maestra califiqué yo la semana pasada La ciudad que el diablo se llevó del ya citado Toscana y yo nunca hago halagos gratuitos ni tengo vocación de redactor lameculos de esas solapillas y fajas hiperbólicas que tanto se estilan entre la hipocresía mercantilista y la transacción amiguista quid pro quo. Llama la atención, por cierto, que todos los autores citados los edite Candaya, cuyo esfuerzo por trazar puentes con Hispanoamérica y traernos lo mejor del continente se antoja impagable para la reciente y posterior historia de las letras. También hay, claro, otras editoriales que apuestan por horadar aquellos filones literarios: la literatura que explora el terror y la locura de las argentinas Samanta Schwlebin y Mariana Enríquez o de la chilena Nona Fernández; las crónicas de Leila Guerrero; la maestría narrativa de las mexicanas Guadalupe Nettel y Ángeles Mastretta; el lirismo de la suculenta prosa de los colombianos Héctor Abad y Evelio Rosero, entre otros muchos que no caben aquí. Pero, sobre todo, está la corazonada de que en un continente gigantesco como el americano, las joyas escondidas deben de ser tantas y tan preciosas que el explorador dará con ellas a poco que tenga interés en buscarlas y se olvide de patrioterismos y prejuicios acogiéndose a la única nación posible que no es otra que  el hermoso idioma que nos une. Idioma, por cierto, que en Hispanoamérica queda quintaesenciado en el alambique de su semántica fértil, exuberante y aguerrida, depositaria de lo mejor de nuestro español peninsular, que se enriquece con los ubérrimos matices de su visión del mundo desde el Nuevo Mundo. Y así es como Hispanoamérica devendrá en fortaleza. En catedral y sagrario.

 A Maribel Calle, brillante evangelista de la buena nueva de la literatura hispanoamericana. Y en reparación de mi herejía bolañera.

lunes, 7 de septiembre de 2020

499. Cuando Varsovia es una elegía


Quienes siguen habitualmente mis reseñas literarias sabrán que no frecuento en mis valoraciones el calificativo de «obra maestra» para casi ninguna de las novedades editoriales que llegan a mis manos. Suelo reservarme tamaño epíteto para los clásicos; y no responde ello al prurito del purista exigente y snob que no ve ya mérito en nada de lo que se escriba hoy, sino a la constatación de una verdad que honestamente debemos asumir: es muy difícil alcanzar con un libro la categoría de «obra maestra». Pues bien, David Toscana ha escrito con La ciudad que el diablo se llevó (Candaya), una obra maestra, una novela destinada a perdurar en los anales literarios porque condensa en su ejecución los dos rasgos que considero esenciales para su inmortalidad: el respeto por la tradición literaria y la reformulación de esa misma tradición mediante una voz particularísima que no remeda sino que crea de nuevo cuño. Porque en esta novela, efectivamente, se compendia todo lo mejor de la tradición literaria europea de la primera mitad del siglo XX: el decadentismo modernista en su mórbida relación con la muerte, aunque con matices irreverentes y desnaturalizados; el esperpento valleinclanesco en el comportamiento y diálogos de los personajes, entre el cinismo y el desamparo, títeres de sí mismos y del demiurgo de la desgracia, que maneja –irónica y displicente– los hilos de su existencia. (Cambiemos Madrid por Varsovia y ya tenemos redivivo por las páginas de Toscana el viaje onírico y noctámbulo de Max Estrella en Luces de bohemia). Pero también, trazas del teatro del absurdo en la irracionalidad de las acciones y conversaciones de los personajes, que reflejan el sinsentido de una sociedad en ruinas, la sobreviviente a las atrocidades de la II Guerra Mundial, abocada al nihilismo, único espacio ontológico en el que poder reconocerse tras haber desparecido el hombre como tal, aniquilado en su propio envilecimiento.

Y todo ello con unos protagonistas inolvidables, cuyo desvalimiento y orfandad –indigentes como son de un tiempo periclitado donde los hombres aún ejercían como tales– tanto me han recordado a los personajes inocentes, bonachones y tiernamente cómicos (aunque con sonrisa de acíbar) de Antonio Skármeta.

Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick, que así se llaman los antihéroes de esta novela, se libran milagrosamente de ser ejecutados por un pelotón nazi en las postrimerías de la II Guerra Mundial, antes de la liberación soviética. Su existencia, sin embargo, a partir de ese momento, será el errático deambular del superviviente desnortado que ha sido despojado de su condición de ser humano. Son, como la ciudad misma, cascotes de un derrumbe general que intentan en sus reuniones alucinadas de borrachera y camaradería, retornar con la imaginación y performances desesperadas a la cotidianidad de antes de la guerra, rasgar la capa mugrienta del presente para hallar, como en los muros de Varsovia, aquella cartelera de teatro oculta tras los sucesivos pasquines propagandísticos de nazis y bolcheviques. Una imaginación que es recreativa en el doble sentido del término: el esparcimiento lúdico que los salva de la terrible realidad, pero también la re-creación, la vocación de refundar el mundo desde los vestigios de un pasado feliz que se antoja remoto.

La atmósfera que crea Toscana es absolutamente inmersiva: uno siente el viento colarse por las oquedades de los edificios derruidos, inhala el polvo en suspensión de la destrucción, escucha crujir los cascotes bajo los pies, y todo es grisura y luna helada de posguerra. Y entre todo ese ambiente, de repente, el bellísimo trallazo poético, esporádico pero luminoso, como otra niña de rojo en La lista de Schindler. Y así, el novelista que ha perdido su novela durante la guerra y que busca desesperadamente entre las tumbas del cementerio por si hallase su epitafio, quizás la haya encontrado al fin.


lunes, 31 de agosto de 2020

498. El primer Poirot


Me gusta bucear por el origen de las cosas. Ese momento primigenio –a veces un detalle aparentemente irrelevante– que configurará el devenir de un amor, de una desgracia, de un mito. Por eso estos días, coincidiendo con los 100 años desde la primera aparición de Hércules Poirot en una novela de Agatha Christie, me he lanzado a la lectura de El misterioso caso de Styles, publicado en 1920, el primer libro de la saga del famoso detective belga. Y dejemos claro lo de su nacionalidad para ahorrarle el trabajo a Poirot de tener que desmentir, como hizo en muchas de sus novelas, el origen francés que se le atribuía. En El misterioso caso de Styles, Poirot es requerido por el capitán Hastings para la resolución del asesinato por envenenamiento de la señora Inglethorp. Poirot, claro, es en ese momento un completo desconocido en la sociedad inglesa, pero Hastings, amigo de la familia Inglethorp, conoce su brillante trayectoria en la policía belga. Poirot se halla precisamente en Styles (Essex) alojado junto a otros compatriotas belgas en una casa común como refugiado de guerra, pues su país ha sido ocupado por Alemania. Estamos en la I Guerra Mundial, a la que se alude tangencialmente en varias ocasiones (incluso uno de los personajes es detenido por espionaje). Styles es el lugar donde Poirot será enterrado cuando la autora lo haga morir, de un problema cardíaco, en su última novela, Telón, en 1975. El New York Times se hará eco de su muerte en el único obituario que el periódico ha dedicado jamás a un personaje de ficción.

La caracterización de Poirot ya preconfigura al personaje que lo haría popular. Hastings lo describe como de corta estatura, rostro ovalado, bigote estilizado, ojos verdes que brillan como esmeraldas cuando se le ilumina una idea y pulcramente vestido. Aparece también su obsesión por el orden, sus expresiones en francés, su exasperación ante sus propios errores y su porte altivo y orgulloso que le hace pronunciar su propio nombre de manera narcisista («Yo, Hércules Poirot…») y que tanto irritaría hasta a la propia Agatha Christie. También su extremada educación y su defensa romántica del amor, que sorprende entre todo el rigor metódico de su quehacer detectivesco, al que por otro lado siempre incorpora, más allá de las pistas objetivas, análisis psicológicos que resultan en muchas ocasiones más determinantes que las pistas mismas.

También aparecen en la novela otros personajes que serán asiduos en otras entregas, como el ya citado Hastings –el particular Watson de Poirot– o el inspector Japp. En lo estrictamente literario, El misterioso caso de Styles es un formidable puzle con cientos de piezas desperdigadas cuyo impresionante ensamblaje al final de la novela revela la portentosa imaginación de su autora, si bien es cierto que lo intrincado del rompecabezas obliga a la escritora a hacer encajes de bolillos con determinados detalles argumentales que, siendo verdaderamente posibles, rayan con la inverosimilitud.

Como ocurre con Drácula o Holmes, saturado el imaginario colectivo por la presencia de Poirot en películas y series de televisión (sin ir más lejos, pronto se estrenará una nueva versión de Muerte en el Nilo, dirigida por Kenneth Branagh) conviene acudir a los libros para descubrir facetas del detective olvidadas por el cine o, peor aún, manipuladas, que sorprenderán a más de uno y enriquecerán, cuando no enderezarán, algunas ideas preconcebidas. De lo contrario, también nosotros, como la señora Inglethorp, corremos el peligro de morir de envenenamiento