lunes, 4 de enero de 2021

514. Poesía en Próxima Centauri

 


El término «Null Island» con que Javier Moreno titula su última novela hace referencia a la isla ficticia del Golfo de Guinea, utilizada por la ciencia cartográfica para capturar los errores durante el diseño de los mapas, y situada en ese no-lugar arbitrario en el que el ecuador terrestre es atravesado por el meridiano cero. Más allá de las posibilidades literarias que ofrece la invención geográfica, el título es ya una declaración de intenciones. Habitar la omniausencia es en el libro de Javier Moreno no solamente una definición de su personaje desnortado sino también una reivindicación literaria que en el protagonista de la novela, un escritor con problemas creativos, se manifiesta en su obsesión por escribir un libro sin personajes. En esta «dimisión de los personajes» cobrarían protagonismo los objetos, a cuyo «estar» en el mundo se le sumaría su «ser» en el mundo y adquirirían, por lo tanto, carta de naturaleza ontológica. Esta metafísica del objeto, incomprendida por peregrina entre los pocos amigos a los que el protagonista cuenta su idea, acaba fagocitando también al propio personaje mediante el inteligente recurso de la sobrevenida impotencia sexual que acucia al escritor. De ese modo, su sexo, hasta ahora un apéndice con cierta voluntad independiente, pero apéndice al fin, acaba convirtiéndose en el centro de atención. Es el triunfo del objeto y la vindicación de su soberanía, pero es, asimismo, el exterminio del yo, la aspiración literaria de ese escritor que acaba siendo, él también, el no-personaje de la novela de su vida, él mismo objeto de otros en el capítulo soriano, en cuyo agujero telúrico la novela vierte todo su simbolismo. No se trata de una actitud nihilista sino más bien de una celebración de la particularidad, de su belleza desatendida, y de un esencialismo que alcanza su clímax en esa maravillosa fabulación que el autor hace de la poesía que cultivan los habitantes de Próxima Centauri-b, «una poesía que desborda el espacio y el tiempo», que suena a «explosión de supernova», de ahí que nuestros radiotelescopios «tiendan a confundir su poesía con el ruido cósmico, con el aliento del universo». Esencialismo también en el lenguaje, al que contribuyen los hallazgos etimológicos de las palabras para explicarnos, desde su origen, quiénes somos, mucho antes de que la desvirtualización lexicográfica nos convirtiera en sombras de la caverna platónica. Y esencialismo de nuevo en el canto a la semilla, en el germen de la posibilidad como territorio necesariamente inexplorado, siempre en ciernes, no-nacido, y por eso bello.

Pero el recurso de la impotencia sexual le sirve también al autor como trasunto de otros temas más prosaicos, aunque no por ello fútiles: el advenimiento de la edad madura (esa estafa, ese complejo), el distanciamiento paulatino en la vida de pareja, la incomunicación, la monotonía, la falta de reconocimiento literario, las mezquindades del mundo libresco, la disolución de la diferencia individual en el maremagno del big data… En este sentido, el libro es también un compendio de reflexiones que interpretan con lucidez el tiempo que nos ha tocado vivir. Especialmente interesantes son las consideraciones sobre la creación literaria y el oficio de escritor: preciosas píldoras, vertebradas a través de la máscara borgiana, que Ernesto Sabato habría soñado con incluir en El escritor y sus fantasmas y que son un deleite para quien conozca de primera mano los entresijos de la escritura y su promesa de salvación.

lunes, 28 de diciembre de 2020

513. El hueso hallado en San Esteban de Gormaz podría pertenecer al Cid.

 


Las obras de restauración llevadas a cabo en la Casa de don Cristóbal de Bermeo, sita en el número 62 de la Calle Mayor de San Esteban de Gormaz (Soria) han dado lugar a un hallazgo inesperado. Tapiado tras la pared del salón principal, los restauradores han descubierto un hueso humano –al parecer, la falange de un dedo corazón– envuelto en un folio manuscrito. Con toda la prudencia del mundo, dos elementos convierten este hallazgo en un hito colosal para la historiografía y para la historia de la literatura. El primero es el propio manuscrito, cuya datación parece remontarse a principios del siglo XII y que coincide casi exactamente en su contenido con los folios 5v y 6r del Cantar de Mio Cid conservado en la Biblioteca Nacional, es decir con la copia que Per Abbat realizó en 1207. De confirmarse por parte de los filólogos esta datación, estaríamos no ante la copia perdida en la que se basó el amanuense, sino en una todavía anterior, escrita muy poco tiempo después de muerto el Cid, en el año 1099, quizás la pieza original del juglar letrado que cantó las hazañas del héroe de Vivar en la versión que hoy conocemos. Menéndez Pidal ya habló en sus estudios de un juglar de San Esteban de Gormaz, muy próximo a los hechos históricos del Cid, como uno de los dos autores del Cantar.

El otro descubrimiento importante es el hueso. La datación por carbono-14 no descarta en absoluto que pudiera pertenecer al Campeador. Más aún cuando en el reverso del manuscrito de marras, el celoso ocultador deja escrita en pomposo registro notarial la garantía de que el hueso pertenece, efectivamente, a Rodrigo Díaz, aseverando que él mismo lo robó aprovechando la confusión durante el expolio que las tropas napoleónicas llevaron a cabo en 1808 en el monasterio de San Pedro de Cardeña donde él era fraile seglar y donde estuvo enterrado el Cid antes de su traslado a la catedral de Burgos. Firma la nota un tal Raimundo de Bermeo, del que sabemos fue descendiente venido a menos de don Cristóbal de Bermeo, el mayordomo del marqués de Villena (1650-1725) y a la sazón titular de la casa donde se ha realizado el descubrimiento. Los Bermeo, larga estirpe de ricos judíos conversos procedentes de Vizcaya, se asentaron desde el siglo XI en San Esteban de Gormaz, aunque pasada esa centuria su abolengo menguó mucho. El tal Raimundo que firma el documento es un viejo conocido de las disputas intelectuales del siglo XIX. Y respecto al tema cidiano, es célebre la encendida polémica que mantuvo con un ya anciano Lorenzo Hervás y con Juan Andrés, miembros ambos fundadores de la Escuela Universalista Española, acerca de un manuscrito del Cantar que su familia –decía– había heredado desde tiempo inmemorial así como del supuesto hueso «que blandía como una amenaza bíblica» cada vez que defendía su autenticidad o que levantaba, a modo de peineta (el dedo corazón del Cid), cada vez que lo desacreditaban. La anécdota la cuenta el propio Juan Andrés en su libro Anecdotario contra el oscurantismo, donde califica a su adversario poco menos que de un loco extravagante del que todo el mundo hacía escarnio. Sin embargo, con el hallazgo de San Esteban y su corroboración científica con los medios del siglo XXI, la locura de don Raimundo de Bermeo se antoja ahora mucho menos risible y arroja sobre la autoría del Cantar de Mio Cid una tremenda paradoja: que el juglar que había de hacer inmortal al héroe castellano y símbolo de la nación española era de origen vasco.

lunes, 21 de diciembre de 2020

512. A galeras a remar

 


Como yo no sé bailar, a galeras a remar –cantaba Manolo García, lamentándose de su desventaja en los cortejos amorosos–. Así como el cantante de El último de la fila envidiaría a aquellos que, dotados para las cualidades del buen casanova, se llevaban a las chicas de calle, así yo envidio a los escritores que se deslizan sobre la pista de baile de la pantalla del ordenador con la precisión casi matemática de un bailarín de claqué. Y en el frenesí del zapateo, pisotean –sin dejar una– las erratas de sus obras, y las placas metálicas de los zapatos imponen el ritmo y sonido adecuados a la coreografía de la escritura, y la técnica de su danza no les hace incurrir en ningún error gramatical. Pero, ay, como yo no sé bailar, a galeras a remar. O lo que es lo mismo: a sufrir las galeradas.

Tal vez no exista mayor lección de humildad para un escritor que corregir las galeradas de su propio libro. Da igual cuántas veces se haya revisado el texto final: siempre se escapará alguna errata que sorteará los cepos de queso del corrector informático, no digamos ya la vigilancia artesana de los ojos estrábicos. A la enésima comprobación, la visión ya anda ebria de palabras y ve doble y asume su derrota. Al día siguiente, la mirada, más lúcida, detectará otro fallo y se preguntará cómo es posible que habiendo hecho ronda por aquel renglón durante tantas veces, se haya podido colar el impostor enmascarado. Ocurre, además, que si el pelotón de guardia lo conforman varias personas, ninguna de ellas reparará en los mismos errores. Los yerros que ha visto una le pasarán desapercibidos a la otra y viceversa.

 La corrección de galeradas coloca también al escritor ante sus conocimientos del idioma, que él cree inapelables pero que se tambalean cuando algún amigo bienintencionado le sugiere que aquel giro expresivo no acaba de ser correcto o que sobra esa coma de allá o que aquella palabra la ha repetido ya cuatro veces en el mismo párrafo o que está abusando de los adverbios acabado en «-mente» o que  «pensamiento» y «envilecimiento» y «apocamiento» y «sufrimiento» en la misma línea van a ser ya muchos «mientos». Quizás el más humillante de todos esos consejos es el que se refiere a la vulneración de una norma. El momento de acudir al diccionario o al manual de gramática o al de ortografía y comprobar cómo, efectivamente, estaba uno equivocado desde hace mil años, es de un sonrojo de antología, de aquellos que emiten haces de luz colorada a cientos de kilómetros de distancia desde el faro del rubor. Si el error tiene que ver con los conocimientos enciclopédicos, uno busca ya el mejor método y menos doloroso para suicidarse.

La palabra «galerada» proviene de «galera», el antiguo navío a remo. Las galeras son aquellas tablas que en la imprenta servían para que los cajistas colocaran sobre ellas las filas de letras que formarán luego la galerada. Su similitud con la hilera de remos de las citadas embarcaciones obró el parentesco etimológico. ¿Y qué es el escritor ante las galeradas sino un esforzado galeote dándole al remo de las correcciones bajo el control del cruel cómitre de la perfección lingüística?

El libro saldrá al fin publicado y el escritor tendrá la mosca detrás de la oreja todavía, presumiendo que su esfuerzo habrá sido en vano. Cuando tenga el libro entre sus manos, lo hojeará entre la ilusión y el temor y, en un momento dado, en efecto, hallará don dolor al polizón que se coló en la galera, que evitó el latigazo del cómitre y que, desde su escondite, se burla aún del sudoroso y extenuado galeote de las letras.

A Bea, Olga, Paco, Eduardo, Gianluca, Concha y Augusto, compañeros en los remos.

lunes, 14 de diciembre de 2020

511. 'El viento es salvaje'

 


La vigencia de la tragedia griega clásica es un hecho. Seguimos leyendo con avidez a Sófocles, Eurípides y Esquilo, y sus textos siguen representándose en teatros de todo el mundo. Los afortunados espectadores continúan experimentando la catarsis ante las vivencias de estos héroes y heroínas que nos arañan las entrañas con sus inexorables desgracias. Además de esta línea de conservación y representación “tradicionalista” del teatro –el adjetivo “tradicionalista” está exento de cualquier connotación negativa–, se observa también desde hace tiempo una corriente de recuperación de los clásicos más innovadora, moderna o rompedora que actualiza los modelos en que se basa para hacerlos totalmente contemporáneos. Se recuperan los ejes vertebradores de la tragedia clásica y se incorporan a obras de nueva creación que acaban siendo, normalmente, acertados híbridos llenos de guiños a los moldes a los que homenajean. Suelen ser espectáculos aptos para todo tipo de público que ofrecen un plus para los espectadores avezados que son capaces de captar todos esos paralelismos que enlazan la pieza nueva con sus progenitores escénicos.

Este tipo de teatro es el que cultiva la compañía Las Niñas de Cádiz, que actualmente está de gira con El viento es salvaje, una obra que recibió el reconocimiento al mejor espectáculo revelación en la XXIII edición de los premios Max. La pieza presenta la historia de Vero y Mariola, dos amigas íntimas desde la infancia cuyas vidas se van desarrollando de forma paralela a la vez que totalmente distinta, pues mientras una goza de buena suerte, la otra acumula desgracia tras desgracia. Mariola, tras un terrible percance, acabará viviendo en casa de Vero y la idílica amistad que las unía se irá enturbiando hasta desencadenar en una auténtica tragedia. Ambas protagonistas encarnan la versión actualizada de Fedra y Medea y presentan una profunda reflexión sobre la suerte, el fatum del que no podrán escapar, la rebelión ante la injusticia de los dioses caprichosos –que aquí es la amadísima virgen de una cofradía gaditana–, la pasión irrefrenable que provocará sufrimiento y muerte… Todo ello acompañado por un particular coro que comenta, cuestiona o reflexiona sobre los acontecimientos que tienen lugar en escena.

La combinación de la tragedia y el humor es un rasgo esencial de Las Niñas de Cádiz, quienes hacen gala de su divertido gracejo andaluz. Es un humor que duele, pero que también nos puede hacer reír a carcajadas. ¿No es acaso eso la vida, una mezcla ilógica de llanto y risa? Esa mezcolanza se observa también en el uso de estrofas cultas y populares en versos frescos, recitados o cantados. No faltan tampoco los guiños a las chirigotas de Cádiz, pues es esta ciudad el marco espacial en el que se desarrolla la acción. La nueva Tebas es ahora una ciudad andaluza a orillas del mar en la que el oráculo de Delfos son las iglesias y en la que los malos augurios vienen determinados por un viento de Levante que presagia la desgracia. Un viento que oprime y asfixia a las protagonistas y las hace avanzar con paso firme hacia su autodestrucción.

Asistir a la representación de El viento es salvaje es una muy recomendable opción en los tiempos aciagos que vivimos. Primero, porque la cultura es segura y necesita el apoyo del público y, en segundo lugar, porque ahora más que nunca precisamos ese viento salvajemente salvífico que nos oxigene y nos ayude a seguir conviviendo con esta particular tragedia coronavírica de la que saldremos, si los dioses lo permiten, con nuestros peplos intactos, nuestros ojos ilesos y dueños, de nuevo, de nuestro destino y libertad.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

510. Yo soy sintomático

 


Tal vez lo peor que pueda decirse de un libro tras su lectura es que el estado anímico del lector haya sido desplazado al limbo de los asintomáticos. Pero no hablo de esos asintomáticos a los que una PCR literaria demostrará luego que el virus sí había sido inoculado y que sus efectos llegarán con cierta demora. No. Me refiero al asintomático de verdad, aquel que tras la lectura no va a dar positivo jamás del libro en cuestión ya sea porque la carga vírica de las palabras daba risa a los exigentes leucocitos, ya porque estaba escrito con la asepsia de una luz fluorescente de sala de espera para la espera de algo que nunca llega.

Pues bien, Dicen los síntomas, el último libro de Bárbara Blasco, ganadora para más señas del recientemente fallado Premio Tusquets de novela, ha obrado en mí toda una septicemia. Lo dicen los síntomas: adicción desde la primera página, síndrome de abstinencia una vez concluido el libro y, sobre todo, un poso de grisura, melancolía, aprensión por la vida y acíbar en la mirada.

Virginia, la protagonista de la novela, aguarda la muerte de su padre comatoso en el hospital, y en aquel cuarto de tiempo detenido se hace balance de las relaciones familiares, con sus secretos desvelados, y de las frustraciones existenciales en que la vida y sus promesas han devenido. Uno de los méritos del libro es la construcción de su protagonista: Virginia tiene una voz propia, reconocible si nos la topáramos en otra novela, bien amasada en el obrador de la tahona literaria, tan real como la vida misma, tanto que importan más sus aristas, sus perfiles de sombra, sus incertidumbres y contradicciones. ¿Acaso no es eso la vida? No tal vez para esa gente que lo tiene todo claro y cuya biografía se desliza con la precisión de un tiralíneas, como su hermana Ester, con quien Virginia pierde siempre en la comparativa familiar de la hija ideal. Pero esa no es Virginia. Y tampoco sería interesante si lo fuese: la Literatura debe bucear en el conflicto, en la incomodidad, en lo sísmico vital, en la zozobra. Virginia es una mujer desnortada, que en su madurez aún no ha hallado su centro de gravedad: trabaja en un bar sirviendo cafés pese a su título universitario y todavía no es madre, desazón que le urge solucionar. Se acuesta, sin éxito, con varios hombres, que elige atendiendo a su salud y físico como falacias genéticas para su futuro hijo, y a los que engaña asegurándoles que toma anticonceptivos. Hay en ese uso de los hombres para sus fines una afirmación de su feminidad soberana que da una patada a todos los prejuicios asociados al rol tradicional de la mujer. También una contradicción: la de traer un ser humano a un mundo en el que ella misma no parece creer: una suerte de esperanza de redención que, como comprobará el lector, no solo la redimirá a ella.

Muy interesante es también la veta naturalista (en términos decimonónicos) de las imágenes y reflexiones que se vierten en la novela, esa reducción del ser humano a un aquelarre de células, fluidos, carne, humores, deterioro, enfermedad, aprensiones e hipocondría. Una contundente deconstrucción de la metafísica trascendente, de esa aspiración fútil a las alturas que en algún momento algún demiurgo inyectó en el arcano del primer hombre y que se ha revelado en el gran engaño en el que aún nos obstinamos en creer para escamotear nuestra muy humana y animal y biológica y fisiológica finitud.

Así pues, doctor, someto a su escrutinio las señales de mi posible enfermedad con el libro de Bárbara Blasco. Pero no, no hace falta que me lo confirme. Acumulo todos los indicios. Lo dicen los síntomas.

lunes, 30 de noviembre de 2020

509. Canicas en Mágina



Los territorios míticos imaginados por los escritores, aunque puedan constituir el trasunto de una ciudad real o el de un bastión de la memoria o el de una colonia de los demonios interiores, al final acaban resultando siempre las patrias comunes en donde nos reconocemos todos. Por eso muchos de nosotros seguimos viviendo en Comala, en Macondo o en Vetusta, porque su cartografía trasciende los límites de la anécdota personal para convertirse en la pangea universal de lo que somos.

 Pero quizás no exista otro espacio en el que hayamos clavado con mayor convicción nuestra pica de Flandes como en la Mágina de Antonio Muñoz Molina. Tal vez la estampa en sepia con que el novelista ubetense rescata del álbum de la memoria la ciudad de El jinete polaco entronque visceralmente con alguna suerte de ontología del recuerdo que habitamos, sobre todo cuando ya estamos en disposición de decir que somos más pasado que futuro. Hay algo en Mágina que nos interpela, que activa los resortes de nuestra historia personal proyectando el cinerama de nuestra vida con una autenticidad que nos abruma, sobre todo porque la cuenta la voz de otro y desde una ciudad inventada, lo que convierte la revelación casi en una cuestión de esoterismo.

A Mágina le faltaba, sin embargo, la infancia como eje vertebrador, sugerida aquí y allá en las diferentes novelas de Muñoz Molina, pero nunca hasta ahora convertida en leitmotiv a tiempo completo. Y claro, si a la Mágina en donde atisbamos nuestra identidad le añadimos ahora la única patria real que es y será siempre la infancia perdida, entonces la comunión con Mágina alcanza su máxima expresión. Y da igual que esa infancia emparente con una generación muy concreta, como aquella de los 60 a la que pertenecen los dos protagonistas de El miedo de los niños (Seix Barral), porque, a la postre, todas las infancias se reconocen entre sí y tienen el mismo lenguaje más allá de la coyuntura histórica. El miedo de los niños es una inmersión sugestiva y evocadora de una época vista desde los ojos infantiles de sus personajes por cuyo cedazo se criba la realidad para formularla con la lógica de la niñez. Por eso, entre canicas, cromos y tebeos, hay también tísicos que secuestran a los niños para extraerles la sangre y manos de adultos que se posan untuosas, ambiguas, ininteligibles sobre la rodilla de un niño en la clandestinidad que ofrece la oscuridad de un cine de verano. Monstruos infantiles muy reales que se acompañan de las sugerentes ilustraciones de María Rosa Aránega, con sus carboncillos de niño antiguo. Hay en el tratamiento de Bernardo y Esteban una delicadeza que acentúan su inocencia prístina y la vulnerabilidad de Bernardo, un niño de salud delicada, víctima de la poliomielitis, que arrastra su pierna prisionera del armazón que le sirve de prótesis (otro terror, la ortopedia de antaño). Y está, como no podía ser de otra manera, el asalto del ayer –no porque la novelita se ambiente en los años 60 del pasado siglo– sino por la epifanía del mismo cuando la novela da un salto temporal al presente y la llegada de una carta vierte todo el vértigo del tiempo en la nueva vida de Esteban. La explosión colorista y estridente de unas canicas de otro tiempo derramadas sobre el suelo del presente constituirá la sacudida jubilosa y, a la vez, terriblemente nostálgica y dolorosa de un tiempo periclitado que ya había sido arrumbado en el desván de los trastos viejos.  A Esteban se le había olvidado que Mágina siempre vuelve. Y las canicas.


lunes, 23 de noviembre de 2020

508. Cruzar el portal


Quizás no exista, entre las novedades editoriales del último año, libro más heteróclito que el que ha escrito Javier Pérez Andújar para la editorial Anagrama. Si el señor Comajuán, uno de los personajes de La noche fenomenal, estableciera la taxonomía de la palabra “Anagrama” en su particular corpus lexicográfico, quizás diría que se trata de una palabra camaleón. Françoise Rabelais se escondió tras un alias anagramático cuando se hizo llamar Alcofribas Nasier, y André Breton travistió sarcásticamente a Salvador Dalí con su famoso Ávida Dollars. En La noche fenomenal también hay gente disfrazada o, mejor dicho, transformada, según estemos en la Barcelona de aquí o en la Barcelona de allá. Porque en la novela de Pérez Andújar hay dos Barcelonas y en la del otro lado, en la Barcelona paralela, la de la otra dimensión, las gentes están mudando sus rostros y estos están adquiriendo enormes parecidos con personajes famosos. Una serie de agujeros, a modo de portales, permiten el paso de una Barcelona a otra, y el equipo de «La noche fenomenal», programa de la televisión local dedicado al mundo paranormal, deberá investigar qué está ocurriendo.

La novela es una pantagruélica pirotecnia (otra vez Rabelais) que explota en el cielo de las páginas con la azarosa –y por eso mismo deliciosa– eventualidad libérrima del caos, y la prosa de Javier es la traca torrencial e incontenible que la acompaña. Hay resabios a Marsé y a su Barcelona de extrarradio, y a Mendoza y a su descacharrante sentido del humor, y a Luis Mateo Díez en la construcción de ese grupúsculo de intelectuales apasionados por lo esotérico que tanto me ha recordado a la entrañable Cofradía del autor leonés. Y hay una lluvia inmisericorde en cuya contumacia se cifran las señales de alguna calamidad, una suerte de fin del mundo, que me evocó a la película El día de la bestia y a aquel plano cenital con la lluvia cayendo sobre Álex Angulo.

Y tal vez no haya nada de eso y lo que hay es, simple y llanamente, Javier Pérez Andújar. Porque el autor de esa maravilla que es Los príncipes valientes, hace ya mucho tiempo que demostró que va por libre. Y aunque quisiéramos hacerle ahora una reseña sesuda a su novela y elucubrar alegorías sociales, denuncias políticas, y hasta reflexiones ontológicas en ese plano en espejo que son las dos Barcelonas de su libro, quizás estaría bien decir, sin más, que Javier Pérez Andújar se lo ha pasado pipa escribiendo su novela. Que le ha servido para rescatar a amigos como a José Batlló, el mítico editor de la colección de poesía «El Bardo», fallecido hace 4 años, o para refocilarse en sus referentes culturales (musicales, cinematográficos, literarios), que van jalonando los diálogos surrealistas de los personajes. Que ha disfrutado exprimiendo el zumo de las palabras para beber de su néctar redentor. Que él mismo se ha convertido en un personaje de su propia ficción para vivir su aventura delirante y para pasarse también al otro lado, huyendo de la mezquindad de nuestros días, a través de ese otro portal salvífico que es y será siempre la Literatura.


lunes, 9 de noviembre de 2020

507. 'Emma' o el placer de lo superficial



 

Acudimos a ver Emma el mismo día que había muerto Sean Connery y hallamos la sala de cine vacía, como si el fallecimiento del actor escocés hubiera obligado al luto general y constituyera una suerte de anatema el hecho de que el cine siguiera funcionando con el cuerpo de Guillermo de Baskerville todavía caliente. Así debieron de entenderlo los espectadores, porque, como digo, estuvimos solos en la sala, que es, por otra parte, uno de los mayores placeres que se pueden experimentar. Claro que, esta quizás sea la visión romántica de los hechos y estemos soslayando la pandemia, el toque de queda y, sobre todo, que Emma no debe de ser justamente la película que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo, la adaptación cinematográfica del libro que Jane Austen publicara en 1815 resultó ser un placer catártico en estos tiempos recios.

Ana Taylor-Joy –que está deleitando a los seguidores de la excelente Gambito de dama– encarna a la perfección a la caprichosa, altiva y superficial Emma de la novela. Toda la película es un delicioso despliegue de la frivolidad pueril de las clases pudientes en la época georgiana británica. La vida regalada de Emma, llena de lujo, caprichos y seguridades, no da lugar a ningún tipo de hondura filosófica ni a preocupaciones existenciales ni a pensamientos político-sociales, todos ellos eclipsados por el brillo de las joyas, la albura de las telas exquisitas y la luz de los jardines versallescos. No en vano, Jane Austen quiso también retratar la banalidad de un estamento social inmovilista que nada aportaba a los problemas del país y que habitaba una especie de limbo ajeno a la realidad y a los cambios acuciantes que empezaba a experimentar la sociedad británica. Y, a grandes ociosidades, grandes bagatelas con que llenar la intrascendencia de sus vidas, como la vocación casamentera de Emma, que ejerce de alcahueta para colocar a sus amistades con quien ella considera mejor partido. Menos a ella, claro, porque el amor es otra complicación que Emma no está dispuesta a incorporar a su vida, arriesgando su cómoda vacuidad.

¿Por qué entonces una película que no presenta apenas conflictos relevantes funciona tan bien? ¿Dónde reside su interés en medio de toda aquella liviana y huera trivialidad? En primer lugar, quizás haya que buscar la respuesta en el inveterado mimo y respeto con que el cine británico trata a sus clásicos. Pero si aún quisiéramos ir más lejos, habría que concluir que la superficialidad (tan menospreciada también por la crítica literaria en tiempos de Austen) es un recurso que ha servido como lenitivo en cualquier época, en especial en épocas convulsas, para mitigar sus desazones. Dejarse mecer por el frufrú de las gasas, por las risas de porcelana, por los tirabuzones barrocos, por los columpios y jardines, por los aromas florales, por los juegos e intrigas; sumergirse en la muelle tibieza de los colchones de plumas y de las veladas de piano y de los bailes aristocráticos. Anestesia pura y dura contra la realidad fea, mezquina y brutal. Desorientar a la muerte y su fatal acechanza en los laberintos de parterres olorosos. A salvos en la ignorancia. Eternos en el instante perezoso del no-saber mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.


lunes, 2 de noviembre de 2020

506. 'Un amor'



Hace poco le oí declarar a Sara Mesa en una entrevista que su pretensión al escribir un libro es siempre la claridad, que no está en su ánimo ser trascendente sino limitarse a que el lector viva una experiencia y que, en ese sentido, ella y los lectores se hallan en el mismo nivel. De ese corolario se infiere que la autora madrileña desea evitar cualquier barrera que impida al lector «distraerse» del objetivo principal. Quizás por eso, la prosa de Sara Mesa es transparente, sin una sola concesión a la floritura o a la evocación lírica. Una prosa, pues, que se limita a certificar el relato, una escritura burocrática que tramita el argumento y que, más que mediante los recursos del lenguaje, sitúa al lector ante la «experiencia» que la escritora desea desatar en él usando solo buenos mimbres argumentales pergeñados estratégicamente para su propósito.

Sin embargo, en el caso de su última novela, Un amor, editada por Anagrama, no tengo claro si el carácter aséptico de su prosa responde a esa lealtad con el credo literario de marras o si se trata más bien de una maniobra que desea anestesiar al lector para sacudirlo luego con el trallazo inesperado de una situación insólita cuya anomalía se intensifica justamente porque le antecede el trote indolente del ritmo y estética narrativos. Porque, efectivamente, hasta la página 67, en la novela de Sara Mesa no sucede nada, ni en lo literario ni en lo argumental. Nat, la protagonista, recala en un pueblo rural huyendo de su vida anterior, siguiendo la estela de otras novelas recientes como Los asquerosos, de Santiago Lorenzo o Tierra de mujeres, de María Sánchez, y toda esa primera parte describe la difícil adaptación a su nueva vida: sus diferencias con el casero que le ha alquilado la casa, descrito con cierto maniqueísmo, la vida social que poco a poco va construyendo y otras menudencias. Hasta que llega esa página 67 y el lector, mecido por la inercia de lo inane, desorbita de repente los ojos sobre el libro y queda atrapado en un dilema moral que deberá juzgar por sí mismo. Porque a partir de ese punto de inflexión tampoco la autora acomete una profundización psicológica de alto calado ni su lenguaje se tiñe de hondura, influido por la nueva situación. La autora no juzga, ni analiza, ni se posiciona: simplemente describe y deja que sea el lector quien trate de comprender el comportamiento de la protagonista, sus motivaciones, sus contradicciones. El lector es el psicólogo o el psiquiatra, el moralista, el sociólogo, el antropólogo, y toda su lectura hasta el final de la novela tratará de otorgarle a los actos de Nat una lógica empática que no siempre podrá conseguir, de ahí también su interés.

Por lo demás, destaca de la novela la sensación de asfixia que crea la autora respecto a la atmósfera rural, con sus hablillas, su vigilancia moral, su primitivismo, su cerrazón y su hostilidad, en un ejercicio de desmitificación que rompe de alguna manera con la tendencia reciente a recuperar el tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea que se aprecian en algunas novelas actuales, como las citadas más arriba. El mismo título, Un amor, descoloca al lector al ponerlo frente a un debate conceptual sobre la propia experiencia amorosa y sus infinitos matices. El objetivo en ambos casos es siempre romper la uniformidad de nuestras convicciones y replantearnos realidades indiscutidas para abrir la espita de su interpretación diversa.

lunes, 26 de octubre de 2020

505. Escritores a la sombra

 

Fray Luis de León terminaba su Oda a la vida retirada con aquellos versos que colocaban al poeta “a la sombra tendido / de hiedra y lauro eterno coronado”. No es esa la sombra a la que yo me refiero en el título del presente artículo. Entre otras cosas porque los escritores a la sombra a los que yo hago referencia no están coronados de hiedra y lauro, que en Fray Luis simbolizarían la corona de los buenos poetas, reconocidos desde Ovidio con el vegetal galardón. Por algo Plinio, en su Historia natural, decía que el laurel –árbol de Apolo– crecía más frondoso en el Parnaso. No. Mis escritores a la sombra son aquellos otros con quienes Apolo no fue especialmente generoso y para los que la subida al Parnaso estuvo siempre llena de caminos pedregosos y zarzales.

Proviene toda esta reflexión inicial de la lectura que hace unas semanas hice de Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, coincidiendo con la gira que la compañía Noviembre, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, está realizando por las tablas españolas. El montaje, por cierto, dirigido por el gran Eduardo Vasco e interpretado magistralmente por un elenco de actores de primera categoría, con un memorable Arturo Querejeta en el papel de Cabellera, es un verdadero acierto. Pues bien, al leer la obra de Rojas Zorrilla, avezado como está uno en las piezas dramáticas áureas, enseguida se aprecia la medianía del texto. No se me entienda mal. Si yo tuviera la cuarta parte del ingenio del dramaturgo toledano, me daría con un canto en los dientes y estaría encantado de haberme conocido. Pero cuando uno ha leído a Lope, a Tirso, a Calderón y, si me apuran, a Guillén de Castro, el texto de Rojas Zorrilla sale, por comparación, menguado. Que Rojas Zorrilla es un excelente dramaturgo nadie lo duda y prueba de ello es el reconocimiento que recibió en vida y su influencia y perduración, también imitado luego por la dramaturgia extranjera. Pero no me negarán que, en los manuales de Historia de la Literatura, su nombre parece resignado a permanecer, seguramente de forma injusta, en un discreto catálogo de autores menores. La sombra gigantesca de aquella tríada de autores que elevaron nuestro teatro a cimas aún no superadas, ha sido demasiado alargada. Ninguna culpa de eso tiene Rojas Zorrilla. Y al igual que él, a otros muchos escritores de talento les tocó coincidir en el tiempo con los césares literarios de una época concreta. Por eso todo el mundo reconoce a Cervantes, pero no todos nos acordamos de Alonso de Castillo Solórzano o de Luis de Molina. Nadie se olvida de Góngora o Quevedo, pero cuesta más traer a las mientes a Juan de Moncayo. Si esto sucedió en la edad de oro de nuestras letras, algo parecido ocurrió en la llamada Edad de Plata. La lista de los poetas de la Generación del 27 es portentosa y para colarse en ella no parece suficiente escribir tan bien como Moreno Villa o Fernando Villalón (no hablemos ya de las mujeres, hoy tardíamente reivindicadas bajo el marbete de Las Sinsombrero).

Actualmente, aunque existen varios escritores –pocos– que podrían también ensombrecer a los demás, el problema parece estribar, más que en el talento de esos pocos, en la difícil visibilización del resto de autores en un mundo –el editorial– sobrecargado de títulos, unos 90.000 anuales. Aquella máxima de que los buenos libros, si lo son, se venderán solos, queda en entredicho ante este aluvión inasumible de obras y su feroz competencia. Un libro bueno se venderá, sí, pero necesitará detrás una editorial potente y una maquinaria de marketing al alcance solamente de las grandes empresas. Porque para juzgar que un libro es bueno, primero deberá tener la oportunidad de ser leído. Y que ese libro bueno llegue a las manos de los lectores entre el maremagno de novedades es un hecho que, sin el respaldo publicitario, parece regirse más por la casualidad y el golpe de suerte que por otra cosa.

Mientras tanto, esos libros invisibles seguirán a la sombra, y en lugar de estar coronados de hiedra y lauro, poco a poco los irá consumiendo el musgo.