martes, 27 de marzo de 2012

149. Noche de Reyes

La compañía de teatro "Noviembre" renace tras la aventura de Eduardo Vasco como director de la CNTC de la mano de uno de los grandes genios dramáticos: William Shakespeare. La obra elegida es la famosa comedia Noche de Reyes, representada por primera vez el 6 de enero de 1601 para celebrar la visita que don Virginio Orsino hizo a la reina Isabel. La pieza, que guarda concomitancias con Los gemelos de Plauto, desarrolla el  tan recurrente tema del disfraz. Viola y su hermano Sebastián son separados por un naufragio. La joven llega a Iliria y entra al servicio del duque Orsino haciéndose pasar por un varón. Éste pretende a Olivia, una dama que ha prometido guardar siete años de luto por el fallecimiento de su hermano y que, por ello, rechaza constantemente al Duque. Cesario (nombre masculino tras el que se esconde Viola) será el encargado de cortejar en nombre del Duque a Olivia con tan mala suerte que la dama se enamorará de él/ella. A este triángulo amoroso se añade el amor que siente Viola por su señor Orsino.
La trama se complica aún más con la broma que María, don Tobías Regüeldo, don Andrés Carapálida y Feste (criada, pariente, pretendiente y bufón de la dama, respectivamente) gastan a Malvolio, mayordomo de Olivia, pues le hacen creer que ésta se ha enamorado perdidamente de él. Malvolio, con ansias de medrar en la sociedad, cree a pies juntillas lo que su “señora” le ha escrito en la falsa misiva (en la que le insta a sonreír continuamente y a vestir calzas amarillas). Por ello, Malvolio cambia radicalmente su comportamiento, antes recto y estirado, por lo que es tomado por loco y es encarcelado.   
Los hilos del argumento siguen enredándose cuando don Andrés Carapálida,  reta en duelo a Cesario y cuando aparece en escena Sebastián, el hermano de Viola. Desfilan ante los ojos del espectador una serie de equívocos entre Sebastián y Cesario que culminan con el reencuentro de los dos hermanos y con un final feliz en que el orden queda reestablecido con el triunfo del amor como telón de fondo.
Siempre he defendido la necesidad de respetar el espíritu de las obras clásicas y he renegado de los “experimentos” que bajo la bandera del vanguardismo acaban desvirtuando magníficos textos que no necesitan reinvención alguna, pues tienen per se una valía atemporal. Pues bien, el espectáculo que nos ocupa presenta al espectador un Shakespeare remozado, encuadrado en los años 20-30 de la pasada centuria con unos personajes que lucen trajes de chaqueta y vestidos de lentejuelas, con canciones propias del music hall y con un texto adaptado al público del siglo XXI. A priori, con estos datos, me atrevería a afirmar que se trata de otra apuesta arriesgada de esos iluminados a los que me acabo de referir. Mas tras ver la representación y disfrutar de ella muchísimo, me atrevo a afirmar que Yolanda Pallín y Eduardo Vasco respetan profundamente el texto del dramaturgo inglés. Han innovado, sí, pero el producto final que ofrecen al público rezuma respeto y amor hacia las obras clásicas. Shakespeare está más vivo que nunca en esta adaptación. Quien ha leído la obra antes de verla sobre las tablas no se siente decepcionado pues, en el fondo, poco importa que el atuendo de los personajes no sea el propio del siglo XVII o que las peleas de osos sean sustituidas por las carreras de galgos.
Al éxito de esta adaptación contribuye, sin duda, el elenco de actores que dan vida a los personajes. Todos ellos actúan con fuerza y con muy buena dicción. Destacan las interpretaciones de Viola-Cesario por parte de la actriz Beatriz Argüello, la del bufón Feste de la mano de Arturo Querejeta y de Malvolio (Héctor Carballo). El perfecto engranaje que hay entre ellos tiene como fruto momentos divertidísimos como la noche de juerga de Feste, don Andrés, don Tobías y María que acaba con cantos regionales españoles, o el momento en que Malvolio lee la carta de amor que supuestamente le ha enviado Olivia y se desata con una hilarante interpretación musical absolutamente memorable.
Por otra parte, los elementos decorativos se reducen a dos cortinas blancas y rojas y a un fondo con árboles. Lo importante no es el decorado, sino la palabra, la fuerza interpretativa de los actores y el simbolismo de los colores del vestuario de los personajes: blanco para Viola y Sebastián, negro para los poderosos y rojo para la enamorada Olivia.
En definitiva, esta nueva versión de Noche de Reyes es una apuesta segura para aquellos espectadores a los que, como yo, les gusta disfrutar de obras clásicas adaptadas desde el respeto y el amor hacia los grandes dramaturgos. No hay mejores ingredientes para conseguir el aplauso del público que, en última instancia, es el mejor premio para una compañía de teatro.

domingo, 25 de marzo de 2012

148. Andaluces de Jaén

Miguel Hernández en Jaén (primavera de 1937)
La Diputación de Jaén ha llegado a un acuerdo con la familia de Miguel Hernández para la cesión de los derechos del poema “Aceituneros”. La intención de la Diputación jienense es convertir los versos del inmortal poeta en el futuro himno oficial de la provincia.
En un país como España, donde las susceptibilidades identitarias impiden siquiera la creación de una letra consensuada para el himno nacional, llama la atención este hermoso ejemplo de Jaén. Aunque quizás no haya que decirlo demasiado alto, porque no faltará el terrateniente de turno, tan jienense, dirá, como los demás, que no comulgará con la respuesta que dan aquellas cuartetas a la pregunta “¿quién amamantó los olivos?” y que claman: “Vuestra sangre, vuestra vida, /no la del explotador/ que se enriqueció en la herida/ generosa del sudor // No la del terrateniente/ que os sepultó en la pobreza,/ que os pisoteó la frente/ que os redujo la cabeza.”
La vinculación de Miguel Hernández con Jaén empieza con su mujer, Josefina Manresa, que fue natural de Quesada. Pero su verdadero contacto con la realidad de esa tierra, se produce a partir del 3 de marzo de 1937, cuando llega a Jaén bajo el mando de Vittorio Vidali, conocido por el nombre de Comandante Carlos Contreras, para formar el Frente Sur, donde Miguel desempeñaba labores culturales y propagandísticas. Tras una fugaz escapada a Orihuela para casarse con Josefina, Miguel regresa a Jaén, acompañado ya de su esposa, y la pareja se instala en la sede del Altavoz del Frente, una casa requisada a unos marqueses, en la actual Calle Francisco Coello. Allí, Miguel puede demostrarle a Josefina la verdadera envergadura de su labor en el frente. La sangrienta realidad da algunas treguas en las que la pareja pasea entre olivares, visita pueblos como Lopera o Porcuna, o se llega hasta Jabalcuz, donde Miguel solía bañarse en una alberca, rememorando aquellos otros veranos en Orihuela. Pero también es una estancia donde el poeta asiste a la tragedia del campesino andaluz y a la extrema pobreza de las gentes de Jaén.  Es la etapa donde se gestan algunos de los poemas recogidos en Viento del pueblo, como “El sudor”, “Jornaleros”, “Campesino de España”, “El niño yuntero” o el propio “Aceituneros”. Tras la muerte de la madre de Josefina, ésta permanece en Cox para cuidar de su familia. La separación se compensa al recibir Miguel carta de su esposa anunciándole su embarazo, acontecimiento que dará lugar a poemas tan hermosos como la “Canción del esposo soldado”. Durante el mes de mayo crece la actividad bélica con capítulos de especial crudeza como el acaecido en  la campaña del Santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar, donde el capitán de la Guardia Civil de Jaén resiste el asedio de los republicanos escudado en centenares de mujeres y niños. Miguel Hernández, relatará la crónica de estos hechos a través su labor periodística. La estancia del poeta en Jaén termina el 9 de mayo de 1937, cuando el Altavoz se dirige a Castuera, en Badajoz, para continuar con su proyecto.
Yo soy hijo de jienenses. Y cuando visito el pueblo de mis padres y de mis abuelos y pierdo la vista en la lontananza esmerilada de olivares, formando entre los surcos secos ese aguerrido escuadrón que exhibe la musculatura de la tierra y los galones de la aceituna pendiendo de sus torsos abiertos a la luz del sol del sur; y cuando detengo la mirada en las manos de mi gente, encallecidas por inviernos de dedos ateridos entre la escarcha, protegidos con cáscaras de bellotas para atenuar el dolor cuando hay que liberar al fruto de su prisión de hielo; y cuando el sudor se hace de oro en una tinaja de barro, entonces leo los versos de Miguel Hernández y pienso que nacieron ya himno entre el humilde octosílabo, altivos en su grandeza, como los aceituneros de Jaén.


Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?
No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.
Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?
Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.
No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.
Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.
¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?
Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.



sábado, 17 de marzo de 2012

147. Descubrir a Drácula

Abraham Stoker (1847-1912)
Esta semana he terminado de leer por primera vez en mi vida el Drácula de Bram Stoker. No es la primera vez que me ocupo de la literatura vampírica (véase mi artículo sobre La muerta enamorada, de Théophile Gautier). Drácula es una de esas lecturas que uno va postergando o que no leerá jamás porque su protagonista está de tal manera adherido al imaginario colectivo que su grandiosa figura se impone por sí misma como algo ya dado y terminado. Uno crece recogiendo datos dispersos de aquí y de allá y, al final, construye a su “drácula” que, en mayor o menor medida, se parece bastante a los “dráculas” de casi todo el mundo y, por eso, acaba priorizando otras lecturas. Nótese que al empezar esta reflexión he escrito inconscientemente “el Drácula de Bram Stoker”, anteponiendo el artículo al título de la obra. De este modo, lo he incorporado, sin querer e injustamente, a la amalgama de Condes reinventados y lo he fundido con ellos. Digo injustamente porque Stoker merece, al menos, un espacio aparte por desarrollar la génesis del vampiro más famoso de la Historia, por más que a algunos les resulte atractiva esa idea romántica de ofrecer un relato al pueblo para que éste lo manosee a su antojo y lo adopte como patrimonio propio, a la manera del Romancero. Quizás el de Stoker es el caso más paradigmático de autor fagotizado por su propia obra. El de Drácula es el mismo fenómeno sufrido por otros grandes iconos literarios como Frankenstein, Sherlock Holmes o Jekyll y Hyde.

Stoker no es un gran escritor. Su prosa sufre altibajos; la historia que tiene entre manos es de una potencia narrativa de tal envergadura que da la sensación de que el propio autor trata de ajustar continuamente la brida a un caballo que se le desboca. Basada en los diarios y registros fonográficos de los personajes, pierde verosimilitud al reproducir literalmente diálogos imposibles de recordar con la precisión con que se manifiestan en el libro. Si se elige un formato, hay que ser coherente con el mismo. Al final, en los diarios, en lugar de oírse las voces de sus propietarios, se oye la voz del narrador Stoker. Contiene, además, pasajes sentimentaloides que desentonan bastante y el final es demasiado abrupto. No obstante, la primera parte de la novela, la mejor, sin duda, es sencillamente subyugante, especialmente la angustiante estadía de Harker en el castillo de Drácula, la colosal llegada en barco del Conde a Inglaterra y el proceso de metamorfosis y muerte de la inquietante Lucy. Un dificilísimo acierto de Stoker es que el relato apenas tiene anticlímax. La novela se vertebra sobre un muy bien medido crescendo que no agota al lector, pese a la considerable extensión de la misma. Drácula apenas aparece en el libro y conocemos sus actos por lo que cuentan los testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente pero sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente.
Los personajes femeninos tienen mucha fuerza, especialmente Mina, que demuestra más arrestos que su marido Jonathan, aunque tampoco estoy de acuerdo con algunos críticos en que la novela sea antimachista porque, por ejemplo, Stoker pondera la fortaleza mental de Mina diciendo que ella contiene un cerebro de hombre en un cuerpo de mujer.
La novela nos hace esbozar una sonrisa al comprobar la ingenuidad de algunas afirmaciones médicas o la admiración hacia el maquinismo, representado en la máquina de escribir, el taquígrafo o el fonógrafo.
Es también meritorio el ritmo que se impone en la transición argumental. Los personajes, sobre todo el racionalista Dr. Seward, no aceptan de buenas a primeras las teorías de Van Helsing sobre la existencia de los vampiros y cuesta varios capítulos que asuman esa realidad paranormal. Modélica lección para los novelistas y cineastas de hoy en día que apresuran la acción irreflexivamente sin pararse a pensar que el arte no tiene prisas.
Y resulta que conocemos que Drácula puede pasearse por Picadilly Circus en pleno día; que una rosa silvestre colocada sobre su ataúd le impide salir de él; que no sabemos por qué Drácula es vampiro; que el Conde luce bigote; que jamás dice la famosa frase “Yo nunca bebo… vino”; que repta por las paredes; que sólo si se invita al vampiro puede entrar en nuestras casas; que no basta con la estaca; y mil detalles más por no hablar de la interesantísima historia de la gestación de la novela durante la también novelesca vida de Bram Stoker, que daría para otro artículo. Y así, invadidos como estamos por el vampirismo crepuscular premenstrual y otros especímenes colmillares de dudoso gusto, pasa lo de siempre, que la novela primigenia que se cree gastada, es siempre la más lozana y original de las versiones, lo cual, dicho sea de paso, no deja de ser, a la vez, una paradoja y una obviedad. 

BREVE ANECDOTARIO DRACULIANO. QUIZÁS NO TAN BREVE. SI TIENES GANAS Y PACIENCIA...

-Stoker dejó su cargo de inspector de tribunales para seguir a su admirado actor Henry Irving, quien le cedió la gestión del Lyceum Theatre. Hay quien afirma que la obsesión de Stoker por Irving tiene paralelismos freudianos entre Drácula y Renfield.
-Stoker se casó con Florence Balcome que, al parecer era frígida (no sabemos si como resultado de su anterior relación con Oscar Wilde), lo que probablemente llevó a Stoker a buscar placer en otras partes. Se dice que Stoker murió de una sífilis adquirida en París. Algunos retazos eróticos de Drácula podrían ser un vago recuerdo de sus noches orgiásticas parisinas. Molina Foix cita a Farson, que aporta un dato de reminiscencias vampíricas en boca de una nieta de Stoker: "Florence estaba maldecida por su gran belleza y la necesidad de mantenerla [...] rechazaba el sexo".
-Stoker perteneció a una rama de la Order of the Golden Dawn, de carácter ocultista, a la que también petenecían, entre otros, Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson.
-Drácula nace de una pesadilla de Stoker, siempre según el propio autor. En su cuaderno perfiló algunos rasgos de la novela. Algunos los llevó a término, otros no. Entre los descartados llama la atención que Drácula es insensible a la música; los pintores no pueden retratarlo; o que no puede ser fotografiado.
-La novela pudo haberse titulado: "El No-Muerto", "El Muerto No-Muerto" o "Conde Vampyr" y en un principio fue concebida como obra de teatro.
-El nombre de Drácula está inspirado en el de Draculea, apodo de Vlad III de Valaquia, "el Empalador". Su padre, Vlad II, había sido miembro de la Orden del Dragón; por eso a Vlad III se le apodó Draculea ("Hijo del Diablo"), aunque Stoker declaró que su personaje no tiene vínculos con este Draculea histórico sino que procede de los Szekely (descendientes de Atila) y tiene 466 años de edad. Los rumanos no suelen aceptar demasiado bien la novela porque consideran, infundadamente, que atenta contra la honorabilidad de un personaje histórico de su país. El libro no se editó en Rumanía hasta 1974 (¡77 años después!)
-La novela iba a ser mucho más larga. Se ha comprobado que la página 3, renumerada a mano, lleva en realidad el número 102 a máquina de escribir. El primer capítulo iba a partir del trepidante y espeluznante relato "El invitado de Drácula", que transcurre no en Transilvania, sino en la Estiria de Austria.
-Una de las propiedades que Drácula compra en Londres está situada en Mile End New Town, cerca del barrio de Whitechapel, donde tuvieron lugar, en 1888 los crímenes de Jack el Destripador. Otra, como sabemos, está en Picadilly Circus.
-Florence Stoker demandó a F.W. Murnau por plagio. Murnau es el director de Nosferatu (1922). Se ordenó quemar todas las cintas de la película, aunque sobrevivieron algunas gracias al contrabando.

domingo, 11 de marzo de 2012

146. El crítico literario

De un tiempo a esta parte, dentro de mi propio entorno, estoy escuchando toda una serie de opiniones que tratan de desacreditar la labor de los críticos literarios. Vaya por delante que éste no es un artículo de reivindicación gremial por mi parte. Yo no me considero crítico literario ni me sentiría cómodo bajo esa etiqueta. Yo lo que soy es un profesor de literatura, acostumbrado, por lo tanto, a la belleza de los grandes textos clásicos, entregado al apostolado de su transmisión, y, sobre todas las cosas, soy un lector vocacional. Pero es inevitable darse por aludido cuando uno lleva más de 2 años escribiendo domingo tras domingo sobre asuntos literarios en un periódico.
El argumento más utilizado por los detractores del crítico literario es negarle a éste la posesión de la verdad absoluta en virtud de la cual se decide arbitrariamente sobre la suerte de una u otra obra, o se establece por decreto eso que llamamos “canon” estético, de forma igualmente arbitraria.

Se equivocan los que así razonan. Salvo los críticos endiosados, el crítico literario al uso no se cree en posesión de ninguna verdad omnímoda. El crítico literario vierte su opinión, que puede ser compartida, discutida o rechazada en función del grado de afinidad estética o de otro orden que se establezca entre sus reflexiones y las del lector. Y si sus afirmaciones parecen contundentes, taxativas o despóticas, ello sólo obedece a la vehemencia de su defensa, justificada por la seguridad en sus propias convicciones, de las que es soberano y sobre las que no tiene que dar explicación alguna a nadie y, ni mucho menos, pedir disculpas, siempre y cuando las haya razonado antes convenientemente. Si el escritor tiene su comunidad de lectores, el crítico también. Y, al igual que deja de leerse a un escritor que no nos gusta, podemos dejar de leer al crítico con el que no comulgamos. Aunque es conveniente, sin embargo, que, en el caso de los escritores, no se busque sólo al crítico que regala los oídos.

Así las cosas, puede desprenderse de lo dicho hasta aquí, que cualquiera puede ser crítico literario, puesto que todo lector es capaz de proferir una opinión personal. Nada más lejos de la realidad, igual que no todo el mundo puede ser poeta. Para que un crítico tenga credibilidad debe asistirle el principio de autoridad. La autoridad se consigue fundamentalmente mediante el bagaje lector, que debe ser voraz y de miras amplias y ambiciosas. El bagaje lector educa el gusto y ayuda a discernir mejor lo que se considera artístico de lo que no llega. Yo estuve mucho tiempo creyendo que comía el mejor marisco del mundo y a muy buen precio, hasta que un buen amigo me invitó a un prestigioso restaurante de Barcelona, carísimo. Sobre aquella mítica mariscada todos mis amigos hablamos aún maravillas. Y cuando volvemos a nuestro habitual triste bicho y nos peleamos con las tenazas para extraer la escasa chicha que esconde, uno casi prefiere no comer más mariscada barata. Pero sólo si se tiene mucho dinero, se puede acudir a la marisquería de Barcelona. El dinero en el caso que aquí nos ocupa es metáfora de caudal intelectual. Sólo si se tiene una buena formación, se puede acceder a las obras maestras, valorarlas y, a partir de ellas, establecer el umbral de la buena y la mala literatura. La buena formación requiere estudio, lecturas amplias y selectivas, y humildad casi religiosa ante los que saben de esto: un Dámaso Alonso, un Azorín, un Menéndez Pidal. También creo que para ser buen crítico hace falta haber probado la escritura de creación.

Dicho esto, quiero añadir que no todo lo que dice el crítico es discutible. Hay verdades esenciales en el arte, unas constantes universales difíciles de explicitar teóricamente pero que cualquier persona familiarizada con la literatura reconoce enseguida. Por eso, en el restaurante de Barcelona, ningún comensal discutió sobre las excelencias del marisco.

domingo, 4 de marzo de 2012

145. Jesús Munárriz

“Un poeta comprensible tiene pocas probabilidades de sobrevivir”. Esta cita de Eugenio Montale encabeza uno de los varios poemas en los que Jesús Munárriz reflexiona sobre su labor poética, pero no para seguir el consejo que se desprende de la afirmación de marras, es decir, el de buscar ese halo de misterio con el que se granjean la fama y el prestigio los poetas herméticos, sino para hacer todo lo contrario. Así, haciendo caso a Montale, si un poeta comprensible tiene difícil su supervivencia, Jesús Munárriz es entonces un poeta declaradamente suicida y sus versos claros y diáfanos, la cicuta con la que se da la muerte literaria. Munárriz, pues, no “echa de comer a la hermenéutica” ni a los “taxidermistas líricos”, que anhelan la oscuridad para erigirse en una especie de selectos intérpretes oraculares que alumbran al desorientado lector. Porque el lector de Munárriz sólo necesita los versos de Munárriz, sin intermediarios, y esto no actúa en menoscabo del rigor artístico, requisito irrenunciable en “las poéticas” del autor donostiarra.
Porque ¿para qué la oscuridad cuando le cantamos al amor, que es lenguaje universal? El amor, que Munárriz considera “motor del mundo”, refugio de los amantes contra esa cruel realidad amenazante “de edredón para fuera”; el amor, hallado en los ojos de ella cuando los del poeta, que “desesperan de este mundo / atropellado, loco y aturdido, / se encuentran con los [s]uyos y al mirarlos / ven que en ellos se ven sólo al amarlos / y sólo en ellos ven algún sentido”.
¿Y qué extraños sudarios requiere la muerte, esa “autopista al abismo”, sin peaje? ¿A qué disfrazarla cuando la Nada se impone sin tapujos y nuestros ojos, al mirar el cielo, son sólo “oscuros jeroglíficos ofreciendo un sentido / a un horizonte terco que no tiene ninguno”, “intentonas fallidas de darle una apariencia racional al vacío”? La religión es, en este sentido, otro lenguaje oscuro y, por ende, banal, al que se aferran los hombres, “siempre buscando compañía etérea / con tal de no asumir su destino de polvo”,  amparados en la iglesia, ese “redil de nuestros miedos”.
¿Qué sentido tiene el lenguaje críptico cuando queremos denunciar las injusticias sociales, los abusos de los políticos, los regímenes totalitarios, las atrocidades de nuestra guerra civil? ¿Acaso no se requiere para ello la palabra directa, sin concesiones al abuso retórico? Eso sí, sin el lenguaje panfletario del militante que, en su inflexible y encendida parcialidad representa también otra manifestación de la oscuridad, sino con el lenguaje limpio de quien se solidariza con el sufrimiento de los demás. Ese es Munárriz.
¿Por qué parapetarse tras ritos literarios eleusinos, si ya “vivos los muertos siempre en tus oídos / están mirando por tus mismos ojos / cuanto florece” y asisten al poeta en su creación? ¿Si las voces “del viento en otros labios / van diciendo qué fue, cómo fue / cómo has sido”?
¿Por qué poesía para elitistas si en la poesía cabemos todos? (“En defensa del cardo y de la ortiga, / en defensa del burro y su rebuzno”). ¿Si cabe la voz del emperador Adriano y la del vagabundo loco; la de la ayudanta de cocina y la de Machado; la de una geisha y la de Prisciliano; la de un renegado cristiano y la de Hölderlin? Si todo es poetizable cuando se observa la realidad tamizada por la mirada del poeta y hasta las paradas de los metros subterráneos pueden ser delicias líricas, ¿para qué subir tan arriba?
¿Por qué perderse con la bruma si uno  puede “quedar, quedar, quedar, dejar un rastro / de que un día existimos, fuimos alguien, / vengarnos del callar definitivo / con este grito que llamamos arte”?
Y vaya si quedó, Jesús Munárriz, en Cambrils. Y no nos supo a cicuta sino a elixir de verso eterno. Porque era de este mundo. Y quede la ambrosía para los dioses.

domingo, 26 de febrero de 2012

144. Notas al pie

Una de las mayores frustraciones que puede experimentar un lector es la de encallar en el arrecife de letras de un buen libro. Desatamos en su día las amarras de nuestro navío con la esperanza de un extraordinario periplo por aquel undoso piélago de palabras, acicateados por el testimonio de los viejos lobos de mar, que al calor del vino de la amistad y entre el humo del tabaco, cuentan con voz ebria su encuentro con las sirenas y posan su mirada nostálgica, exiliada, en cualquier punto mugriento del tugurio de la realidad. Así que partimos, pero, ya en alta mar, se adhieren a nuestra quilla la broma y la rémora, se nos resiste el timón, damos con la roca y abandonamos el barco al astillero del anaquel, náufragos de nuestra propia ignorancia.
El lector exigente se lacera cuando no alcanza a desentrañar los entresijos del libro porque cree que no tiene la sensibilidad o formación suficientes para entenderlo, más aún cuando la obra ostenta el unánime reconocimiento de los expertos. Se le hiere así su amor propio al vedársele como al neófito advenedizo los misterios que desea abrazar.
Sin embargo, existen santelmos y dioscuros que pueden ayudarnos a orientar nuestra navegación: las notas a pie de página.
No todos los libros contienen notas aclaratorias. Muchas ediciones nos presentan el texto mondo y lirondo. El fin divulgativo que estas publicaciones persiguen acaba fracasando porque es difícil divulgar lo que el vulgo no entiende; se genera, pues, el procedimiento contrario: fomentar el desinterés. Un ejemplo de estas ediciones son las colecciones de clásicos de periódicos como El País o El Mundo. Si alguien comete el error de completar la antología comprobará con resquemor cómo tiene que acudir a la biblioteca para consultar los mismos títulos en ediciones anotadas o, en su defecto, comprar éstas últimas, creando en su biblioteca doméstica una duplicidad enojosa.
No obstante, también hay que ir con cuidado si optamos por la edición anotada. Algunos insultan nuestra inteligencia aclarándonos el significado de palabras que cualquier lector medio conoce de sobra (y no me refiero precisamente a ediciones escolares) mientras que pasan por alto pasajes de marcada oscuridad para los que maldita la falta que nos hacía la notita de vocabulario de marras. A eso se le llama echarle cara. Otros estudiosos se centran en anotar las variantes textuales de una obra, generalmente antigua, como si al lector de turno le interesara mucho saber que en el manuscrito SG aparece la palabra “cuntió”, en el S figura “contió”, en el X2 “les cuntió” o en el Gb “cuntióles”. Esto tiene su valor desde el punto de vista filológico, claro está, en esa extraordinaria labor paleográfica de los especialistas, pero el lector de a pie lo que busca es la edición que el crítico considera definitiva sin necesidad de justificar las variantes de sus fuentes. El problema es que este tipo de anotación aparece ya en ediciones que han venido sujetando la palmatoria de la pedagogía, como Cátedra. Huyan también de los anotadores narcisistas que en sus notas nos remiten a otras notas suyas de otros libros también suyos; ya se sabe que los libros llevan a otros libros pero no nos pasemos. Busquen ediciones con anotaciones al pie, no al final del libro, tan engorrosas. Eviten las ediciones que abusan de la anotación: al lector también hay que plantearle el reto intelectual y así, de paso, le ahorramos el estrabismo y la interrupción demasiado repetida de su lectura que evita la degustación continuada. Es como morder una cereza y escupirla al instante para ver el hueso. Lean del tirón todo lo que puedan y comprueben el hueso después.   Finalmente, lean el Polifemo de Góngora, anotado por Dámaso Alonso; o el Cantar de Mio Cid, por Menéndez Pidal; o la poesía de Rubén Darío vista por Pedro Salinas. Por aquello de que “quien lo probó, lo sabe” (1)

Nota al pie

(1)
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso:

  no hallar fuera del bien centro y reposo,       
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso:

  huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,           
olvidar el provecho, amar el daño:

  creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
¡esto es LEER! quien lo probó lo sabe.

domingo, 19 de febrero de 2012

143. ʻMiauʼ: 6 millones de gatos

Con la crisis económica se están recuperando toda una serie de antiguas obras literarias cuyos contenidos abordan aspectos de la realidad de su tiempo que distan sólo en eso, en el tiempo, que no en las circunstancias, de nuestro oscuro presente. El pasado 20 de noviembre, yo mismo escribí un artículo sobre Luces de bohemia y hace unos pocos días hallé en El País una semblanza de Fernando Savater sobre Charles Dickens, por nombrar sólo dos ejemplos próximos. En ambos escritos se trazan paralelismos desazonadores entre las épocas de estos escritores y la nuestra propia. Y auguro que las voces del pasado seguirán acudiendo para humillar nuestro progreso y para herir el estúpido orgullo del hombre del siglo XXI y su costumbre de mirar al pasado con esa boba curiosidad de quien vuelve los ojos a algo exótico y tras la que, en realidad, se enmascara la prepotente e ignorante conmiseración hacia todo lo que se aparte de la era digital. Habrá que ser, sin embargo, prudentes y no caer en la tentación de manipular esas voces y hacerles decir aquello que no dijeron nunca con el execrable fin de amparar nuestras ideologías en la autoridad de los grandes escritores. Habrá también que moderar los ecos de esas voces para evitarle al lector el constante martilleo del “ya te lo decía yo” de nuestros antecesores y superar sus sombras. Y, finalmente, tendrán que salir a la palestra los escritores de hoy y demostrar con sus creaciones su compromiso con el tiempo que les ha tocado vivir, como hicieran otros antaño.
Miau es una de esas novelas que mantienen, por desgracia, su vigencia. Benito Pérez Galdós la terminó en 1888, en plena Restauración. Narra la tragedia de Ramón Villaamil, funcionario cesante a quien, según la ley de Presupuestos de 1876, que regulaba los sueldos y las condiciones de jubilación de los empleados públicos, sólo le faltaban 2 meses de trabajo para retirarse a los 60 años con 35 de servicios. La cesantía de Villaamil, se alarga intolerablemente hasta el punto de hacer  peligrar el sustento de la familia, pese a las maniobras de su mujer, Pura, una de las 3 hermanas “Miaus”, apodadas así por su parecido físico con los gatos, que, no obstante, intenta llevar un nivel de vida superior a sus posibilidades, con desfile por el Teatro Real incluido.
Aunque hoy la cesantía del funcionario ya no existe, el libro sí es representativo del drama del parado cualificado. Villaamil, cuya conducta intachable en su anterior puesto en la Administración se pondera a lo largo de todo el libro, ha perdido su puesto de trabajo mientras su yerno, Víctor Cadalso, un donjuán de vida licenciosa y conducta inmoral, con desfalcos públicos y expedientes disciplinarios que prescriben por arte de encantamiento, medra en los escalafones del Estado, merced a sus contactos y a los oscuros hilos de la corruptela administrativa.
Este deterioro en la imagen de la Administración, que lastimosamente llega hasta nuestros días, incluyendo injustamente a todo el funcionariado, desemboca en la novela en comentarios tan demoledores como el que sigue. Refiriéndose a los funcionarios, afirma Galdós:
“Era sin duda una honrada plebe anodina, curada del espanto de las revoluciones, sectaria del orden y la estabilidad, pueblo con gabán y sin otra idea política que asegurar y defender la pícara olla; proletariado burocrático, lastre de la famosa nave; masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones”.
Los trabajadores públicos que sí tienen la admirable vocación de servir al Estado y al ciudadano con su abnegada dedicación están en la obligación de desterrar estos prejuicios generalizadores y restregar su conducta ejemplar en la cara de los que hacen todo el daño. Y dejar por una vez de ser los sufridos “sectarios del orden” y Villaamiles derrotados para inundar  los tejados y sumar nuestra voz a la de los 6 millones de maullidos, gatos enamorados de lunas mejores.

martes, 14 de febrero de 2012

142. El perro del hortelano

La Compañía Nacional de Teatro Clásico vuelve a pisar con fuerza los escenarios españoles con el último espectáculo que dirige Eduardo Vasco: El perro del hortelano. Es, sin duda, una de las comedias palatinas más conocidas de Lope de Vega que se centra en el tema más universal de la literatura: el amor. Diana, condesa de Belflor, se presenta como una mujer que rehúye el galanteo de sus pretendientes e intenta por todos los medios frustrar la relación amorosa que existe entre su secretario Teodoro y Marcela, una dama que está a su servicio en el palacio. La comedia gira en torno al conflicto psicológico que vive Diana, pues intenta matar los sentimientos  que su subordinado despierta en ella mientras que los celos ahogan su espíritu. Es por tanto, un alma atormentada que, cual veleta, confunde y desquicia a Teodoro que ya piensa que la condesa lo ama, ya siente su rechazo. El motivo de esta actitud tan contradictoria no es otro sino la rigidez de las convenciones sociales de la época. Las diferencias sociales eran insalvables y así los reconoce la protagonista: “Teodoro fuera más, para igualarme, / o yo, para igualarle, fuera menos”. 
Dos palabras clave vertebran la acción: deseo y decoro. Diana se debate entre ambos, lo cual justifica que sea identificada con el perro del famoso refrán, que ni come ni deja comer. No se decide a proclamar y vivir su amor con Teodoro ni puede permitir que él halle la felicidad en brazos de otra. Este conflicto sigue una progresión ascendente que culmina en la bofetada que la condesa propina al secretario pues es prueba irrefutable de la pérdida de su autodominio.
Como no podía ser de otro modo, la comedia tiene un desenlace feliz gracias  a un ardid de Tristán, criado de Teodoro, pues inventa que éste  es hijo del conde Ludovico –quien perdió hace años a un vástago en un naufragio-. De este modo, desaparecen las diferencias sociales que separaban a la pareja protagonista. Diana, conocedora del engaño, mantiene su decisión de unirse en matrimonio con Teodoro. Su felicidad se sustenta, pues, en un engaño mas es la única solución posible en un momento histórico en que la mujer no podía aspirar a vivir su vida plenamente. La única manera de ser libre para amar es hacer ver que Teodoro es un igual, pues no sería verosímil que en el siglo XVII a una mujer de su clase no le importase el honor público.
El elenco de actores que dan vida a estos personajes es impecable. No defraudará al público escuchar el recitado de los versos de boca de unos intérpretes bien preparados y con una dicción deliciosa. Eva Rufo (Diana) hace una actuación brillante. Interpreta perfectamente las tribulaciones y tormentos que la condesa experimenta y consigue que el espectador se solidarice con su conflicto interior. Igualmente destacable es la actuación de David Boceta (Teodoro) y de los actores que interpretan al conde Federico y al marqués Ricardo. El director del montaje ha arriesgado en su actuación pues estos personajes aparecen en escena cantando muchos de sus parlamentos, inyectando así una fuerte dosis de comicidad a la obra y autorridiculizándose con dicha actitud.
Muy acertados son también los decorados, diferentes telones que sugieren más que representan, y el vestuario todo ello aderezado con música en directo. Estos ingredientes son la combinación perfecta para sumergirnos en el fantástico universo lopesco, para desdoblarnos y vivir aventuras y desventuras de la época dorada de nuestra literatura. Un texto del siglo XVII que consigue estos efectos –espero que no sólo en mí-  es la prueba indiscutible de que El Fénix de los Ingenios está más vivo que nunca y que somos muchos los espectadores que seguimos entonando ese profano Credo que decía: “Creo en Lope de Vega, todopoderoso poeta del cielo y de la tierra…”

domingo, 12 de febrero de 2012

141. Cuando todo vale

Publicado en el Diari de Tarragona en mi columna habitual de los domingos, "El cura y el barbero".

Hace unos días alguien que llámase a sí mismo “poeta” me pidió que tratase de promocionar a través de las páginas del Diari un libro suyo que él estimaba digno de tal escaparate. Leí sus versos con ánimo bienintencionado, como hago siempre, aunque con la reserva que suscita un personaje que pondera tanto su propia obra. Y al acabar el libro pensé: “a mí la poesía de Zutano no me gusta”. Y acto seguido: “¿Y esto se podrá decir? ¿Resultará indecoroso soltarlo así, tan lapidariamente en mi artículo de los domingos? ¿Con qué autoridad doy pábulo a la hoguera inquisitorial de mis tremebundos juicios de valor? ¿Será esto arrogancia del crítico que se jacta de ser severo?”. Tales escrúpulos laceraban mi conciencia, cuando otro pepito grillo de aspecto pendenciero y voz guasona me susurró al oído: “¿A qué tanto remilgo? Más curita eres que barbero, ya se ve; menos ego te adsolvo y más trasquilones. Echa un vistazo al mundo que te rodea. ¿No ves que hoy todo vale? Aquí, cuanto más sinvergüenza te muestres, mucho mejor. Si no tienes titulación académica, ya te harán un programa sobre Ni-Nis donde te saques unos cuartos sin pegar palo al agua. O te puedes presentar a la bazofia de Gran Hermano Tropecientos, que te faculta para ¡tertuliano! en cualquier programa inmundo. Da igual que desconozcas, como la última ganadora, los nombres de los Reyes Católicos o si existe algún país en la Península Ibérica, porque siempre tendrás una Mercedes Milá que te defienda en su blog. El de ella se llama Lo que me sale del bolo, no como tu sección del Diari con esa referencia cervantina trasnochada y sin glamour. Es mucho más importante la susodicha gran hermana ésa, que un tal Manuel Elkin Patarroyo, un tipo colombiano que descubrió la vacuna contra la malaria y que asegura haber encontrado la fórmula para crear vacunas contra todas las enfermedades después de 25 años de estudio. Este no “mola”, con ese apellido Patarroyo… ¿A ti no te gusta el poeta Mengano? Pues dilo, que aquí todo vale. Si se puede hablar de sexo explícito en horario infantil, si la clase política da pena, si el sistema educativo premia al delincuente y le pone trabas al que se esfuerza, si el insulto es el campo semántico del castellano por antonomasia, si tiene razón quien más grita, si se pagan millonadas por un cuadro con un punto negro sobre fondo blanco sólo porque lo ha pintado el iluminado de turno, ¿qué importancia tendrá que un triste columnista de un periódico de provincias afirme que la poesía de Fulano no le gusta?”
 Tras la perorata de mi beligerante pepito grillo, me convencí de que en este país donde todo vale, no debía yo amilanarme ante mis propias convicciones: el libro es malo y si lo reseño diré que lo es. Porque esté como esté el mundo, para mí no todo vale. Y en poesía, tampoco. Hoy si un verso repugna a la estética o al buen gusto es que es mordaz; si no rima es que es verso libre (que es probablemente el menos libre de los versos); si rima pero rima mal, es que plantea una métrica transgresora; si es demasiado llano, es que es “poesía de la experiencia”; si no se entiende nada se jacta del hermetismo propio de un genio profundo. Pues no, no cuela.
Como la publicación del artículo que debía tratar de este libro se ha dilatado mucho en el tiempo, este “poeta”, ofendido por mi indiferencia, me ha retirado el saludo y me desprecia. No es un fenómeno nuevo. Pero prefiero este desaire a traicionar a mis lectores que, muchos o pocos (ni lo sé, ni me importa), me consta que son leales y que lo son porque siempre he sido coherente en mi compromiso con el rigor literario y porque jamás he vendido mi criterio ni al “amiguismo” ni a los favores personales.  Decidí hacer el artículo. Ya sin remordimientos, empecé a escribir: “A mí, la poesía de Zutano no me gusta”. Ya ven que me guardé de revelar el nombre del poeta. Y es que, hasta para esto, hay que saber que no todo vale.

domingo, 5 de febrero de 2012

140. ʻMudanzas de la vozʼ, de Enrique Villagrasa

Vaya por delante que este es el primer libro de Enrique Villagrasa que cae en mis manos, por lo que la presente reseña forzosamente ha de prescindir de consideraciones acerca de su evolución poética, temas recurrentes de su obra y otras observaciones que acostumbran las recensiones al uso. Grave laguna, tal vez, en el «debe» del crítico pero de la que emerge también el ventajoso rédito de partir sin ideas preconcebidas, con la visión limpia y aséptica de quien mira a los ojos del poema «descarnado».
A estas Mudanzas de la voz (Libros del Innombrable) me gusta aplicarles el marbete de «haikus del pensamiento», aceptando, por supuesto, todas las reservas que puedan tenerse acerca de lo adecuado de tal acuñación. Pero es que, al igual que la mínima expresión del haiku, generada a partir de una estampa lírica a medio acabar pero válida per se, desata en nuestro espíritu la sugestión evocadora de la metáfora, así los poemas de Enrique Villagrasa contenidos en este libro, nos obligan, tras cada lectura, a levantar la vista del papel, elevar la mirada y escudriñar el pálpito del instante efímero de sus versos, «espacio-tiempo contenido / como palabra mágica, / cual paisaje». Si en el kaiku es la Naturaleza la que inspira la metáfora, en estos poemas de Enrique Villagrasa, el ámbito evocador es el propio estallido fugaz del pensamiento.
El gran tema de Mudanzas de la voz es la Nada y a él se sujetan todos los demás. El poeta parte de la idea de que la Nada lo impregna todo. El poema trata de llenar ese espacio vacío pero como su materia prima y él mismo participan de ese nihilismo, «el poeta experimenta en el poema / todas las formas de la nada» que habita «concupiscente / el no ser /» de los versos. La escritura constituye, pues, un ejercicio baldío contra la angustia existencial porque las palabras han sido robadas a «la estirpe del silencio» y la legitimación de la misma sólo obedece a la presencia del miedo, motor del mundo al que el poeta dedica un sobrecogedor poema, que es, significativamente y en contraste con el resto, el más largo de los recogidos en el libro; el miedo es «la fuerza negra de mi poesía», «un inmenso pánico en cada poema». Por eso el poeta, intérprete demasiado lúcido del arcano de la existencia, «nunca tendrá paz» y la poesía es «[…]el pebetero / donde arde [su] pavor: / incienso de [su] religión». El mismo miedo que descarta el asidero esperanzador de la religión porque «el hombre inventa a Dios / escribe rezos para sustentarlo. / El miedo es su apoyo». El culmen de este nihilismo, así como del carácter sugestivo reducido a la mínima expresión, es el poema en el que aparece sola la palabra “coda”. Inserta así, tan exigua en la inmensidad de la página en blanco, esta única palabra es una cruel ironía de la Nada, porque la coda, esos versos que se añaden como remate de un poema, lo que rematan aquí es la página yerma.
Sólo la amistad y el amor, «quicial sobre el que gira» la poesía, parecen, aunque tímidamente, paliar, y no siempre, la crisis metafísica.
La segunda parte del poemario, plantea el tema de la nostalgia de lo no vivido, seguido de una serie de poemas cromáticos con explosión de rojos representados en la rosa, la cereza y el atardecer, que parecen adquirir una unidad hasta el «frío azul» de la rosa, que simboliza la muerte. El tono de este grupo de poemas es más vitalista (aspiración a la belleza),  pero parecen boqueadas agónicas que no pueden desasirse del «fracaso trágico del Verbo», ante los «pasmados vitrales» de la existencia. Por eso, en la tercera parte se insta a «dejar de morir en el poema / [para vivir] en el verso de la vida». La infancia, con Burbáguena (Teruel) de fondo como refugio último, y un tono próximo a la rendición, cierran el libro.
A Enrique Villagrasa le invitamos, pese a todo, y egoístamente, a seguir muriendo en el poema. Fogonazos del pensamiento, («pienso luego existo»), sus poemas nos hacen sentir el verso de la vida.