domingo, 30 de junio de 2013

213. Crucigramas


 
Se cumplen 100 años desde que el británico Arthur Wynne diseñara el primer crucigrama de la historia en las páginas del New York World. El periódico neoyorquino (1860-1931) fue comprado por Joseph Pulitzer en 1883 y desde 1890 tuvo su sede en el New York World Building, el rascacielos más alto del mundo por aquel entonces, también conocido como Edificio Pulitzer y demolido luego en 1955.  Arthur Wynne (1862-1945), editor y constructor de puzles, ideó el crucigrama inspirándose en el juego matemático de “los cuadrados mágicos”.

Desde luego, el crucigrama es mucho mejor que la sopa de letras. Hay dos motivos por los que no soy muy amigo de estas últimas. El primero de ellos es la asociación inmediata e inevitable que se establece entre las sopas de letras y la camilla de un hospital; o entre la sopa de letras y el tedio. En ambos casos, la sopa de letras es la constatación de una ociosidad no deseada, impuesta por puro abandono de la voluntad. Esta sería, digamos, la razón más personal. La otra razón es, si se quiere, más romántica. Semejante montería donde todas aquellas letras silenciosas, agazapadas entre sus congéneres, están destinadas a ser descubiertas y luego apresadas en el morral de tinta de los cazadores de palabras, tiene algo de trágico expolio alfabético. Yo quiero a las palabras libres, retozando a su albedrío entre los sintagmas de nuestro idioma, mezclándose para la idea, combinándose para la sorpresa, componiéndose para la belleza. Nada de reducirlas al escarnio del bolígrafo carcelero.

Los crucigramas y los autodefinidos, en cambio, son muy preferibles. También aquí tengo una razón personal y otra romántica. La primera responde a la reciente afición que han tomado mis padres por este pasatiempo. Hay que verlos, sus cabezas juntas, a la luz de la lamparilla del salón, afanándose en eliminar el horror vacui de esos cuadrados, que son las metáforas de nuestras vidas. A la postre, toda nuestra búsqueda existencial se reduce a eso: a llenar de palabras los vacíos y el mundo, nuestro gran autodefinido, para explicarlo y para explicarnos. “En el principio existía la palabra”, decía el evangelio de San Juan. Qué bien lo entendieron después Blas de Otero o José María Valverde. Por otro lado, el autodefinido tiene la virtud de la solidaridad léxica. Las letras colonizan orgullosas sus parcelas vírgenes pero sirven a otras letras para formar otras palabras. Y así, sucesivamente, la gran meiosis alfabética se multiplica infinitamente por mor de su propia naturaleza. Y entonces, puede darse el caso de que desde la “I” de Ulises, se divise Ítaca; o que de la última letra del apellido de Juan Ramón, aparezca Zenobia; o que la “D” lunar de Federico se derrita al alumbrar a Dalí; o que la inicial del nombre de Menéndez Pidal descubra al Romancero; o que el símbolo químico del fósforo encienda la mecha de la Pardo Bazán y que la “B” lozana de ésta enamore a don Benito; o que la “G” de Garcilaso quede helada por el desdén de la “G” de Galatea.

O puede ocurrir que mis padres se queden dormidos, todavía con las cabezas muy juntas, con el crucigrama en su regazo, aún a medio resolver. Y que al acercarme yo para curiosear el estado del pasatiempo, note que les falta por completar sólo una palabra de 4 letras. Dice la definición: «¿Qué probó Lope de Vega al escribir: “quien lo probó lo sabe”?». Viéndolos así, juntos en su reposo, por esta vez no va a hacer falta escribir la palabra. Porque, a veces, ocurre también que las palabras sobran.

sábado, 22 de junio de 2013

212. Intemperie


 
 
He estado resistiéndome a leer Intemperie durante varios meses y ello se ha debido a un prejuicio insuperable que me lleva a mirar con recelo los libros excesivamente publicitados. Cada vez que acudía a una librería me encontraba con el póster de turno presidiendo alguna de las paredes o esas separatas gratuitas del libro (que yo siempre he llamado sobretiros), en el mostrador de la caja registradora. Algo así como cuando uno se encuentra el paquete de pilas, los chicles o los boletos de lotería en la cola de la compra del Carrefour. Por no hablar de la lamentable nueva moda de los tráileres de libros, que preconfiguran los espacios y hasta los rostros y voces de los personajes, en un ejercicio de injerencia devastadora en la imaginación del lector. Tanto reclamo publicitario huele siempre a chamusquina porque, una de dos: o detrás hay mucho dinero (cuando lo que debiera haber es talento) o el escritor tiene buenos padrinos.

Finalmente me sacudí las dudas tras leer las críticas de algunas personas en cuyo criterio confío, no de esas que se limitan a copiar las contraportadas de los libros y que creen que con ello ya han escrito una reseña.

La primera lección que nos ofrece Jesús Carrasco es que para hacer buena literatura no se requieren grandes argumentos. Efectivamente, la trama de Intemperie es tan simple que se puede resumir en pocas palabras: las vicisitudes de un niño que huye de su casa por razones que el lector irá descubriendo conforme avance la acción, y las penalidades derivadas de esa decisión. Y es que, más que en la historia en sí misma, el valor del libro reside en la literaturización del espacio mítico del llano, que se convertirá en el verdadero protagonista de la narración. Entronca así Jesús Carrasco con esa larga tradición literaria donde los marcos espaciales adquieren tal entidad que convierte a los personajes en meras criaturas suyas. Con todos los matices que se quieran aducir, a mí el terrible llano de Intemperie me ha recordado a la hostilidad de la pampa de Don Segundo Sombra o a la fagocitadora selva amazónica de La vorágine, por poner dos ejemplos clásicos. El libro de Carrasco está escrito con ese lirismo descarnado que demuestra que las palabras pueden albergar su carga poética lejos del bucolismo paisajístico. La novela está cargada de silencios sofocantes acentuados por el lento ritmo narrativo que no es, como en otras novelas, una enojosa ralentización de la trama, sino una necesidad consustancial a la misma. Huye Carrasco del ruralismo idealizado y no se anda con cortapisas cuando la crudeza de esa otra cara de lo rural se manifiesta incluso hasta lo escatológico. La prosa de Carrasco no tiene nada de ornamental pero en esa desnudez retórica se halla gran parte de la exquisitez de su lenguaje, del mismo modo que hay más poesía en los desnudos muros de piedra de un viejo templo románico que en todos los retablos dorados que adornan las paredes de una catedral barroca. La anonimia de los personajes, que son más bien tipos, y la ausencia de coordenadas espacio-temporales concretas, otorgan a la historia un carácter universal que redunda en la mitificación de la atmósfera creada por el autor, que nos atrapa como a los protagonistas. No renuncia Carrasco a la explicitación, (que no exploración) de las bajas pasiones humanas de los antagonistas, que contrastan con el enaltecimiento de la dignidad de los dos protagonistas principales, paradójicamente conforme va progresando su degradación física. En esa dignidad está su epopeya. Una epopeya, en fin, que no cabalga asida a las riendas del solemne hexámetro porque en el paso lento del mulo que carga con las miserias de los personajes hay más épica que en las resplandecientes armaduras de los héroes griegos.

sábado, 15 de junio de 2013

211. Vargas Llosa en la Selectividad catalana

 
Confieso haber reaccionado con sorpresa al conocer que uno de los textos que aparecieron en las pruebas de Lengua Española de la Selectividad catalana de este año pertenecía a Mario Vargas Llosa. Sorpresa, digo, porque el escritor peruano no es precisamente plato de buen gusto para el nacionalismo catalán tras significarse claramente en contra de esa “religión provinciana de corto vuelo, excluyente” que es para él cualquier forma de nacionalismo, idea que se recoge en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura. Luego llegaron los diferentes manifiestos de intelectuales donde se hacía frente a la oleada independentista de los últimos tiempos en Cataluña y de los que Vargas Llosa ha sido uno de sus más insignes firmantes. Como a estas alturas de la película a mí nadie me va a convencer ya del carácter aséptico del sistema educativo catalán, no puedo más que pensar que esta vez el censor de turno no ha estado muy atento a la jugada. En cualquier caso, ha sido una buena noticia, sobre todo si pensamos en la situación marginal en que se halla la Literatura Hispanoamericana en nuestros planes de estudio, reducida a una especie de apéndice del currículum oficial, postergada a las últimas páginas de los manuales y casi nunca abordada con la suficiente profundidad, si es que se aborda, debido al apremiante  calendario del final de curso.
Llama también la atención el texto de Vargas Llosa elegido, un fragmento perteneciente a Los jefes, relato menor cuyo único interés reside en ser el primero publicado por su autor (que luego daría título también a su primer libro), y en la anécdota autobiográfica a él vinculada. El cuento narra la frustrada huelga de unos estudiantes de Secundaria motivada por la decisión del director del centro de no establecer fechas concretas para la celebración de los exámenes, sino de hacerlo improvisadamente. El relato está basado en una experiencia real vivida por el autor en el colegio San Miguel de Piura, donde Vargas Llosa estudió entre abril y diciembre de 1952. De Piura guarda el escritor sus mejores recuerdos. Alojado en casa de su tío Lucho, un brillante personaje que no supo canalizar su indiscutible talento y cuya vida da para una novela, Vargas Llosa alternó sus estudios en el colegio San Miguel con su trabajo a media jornada en el periódico La Industria. Contaba entonces 16 años. Avanzado el semestre, Marroquín, el director del centro que en el relato aparece con el nombre de Ferrufino, decide tomar la decisión de marras para evaluar con mayor exactitud los conocimientos de los alumnos y evitar los aprendizajes memorísticos de la noche previa, que daban una idea imprecisa de la asimilación de los contenidos. Vargas Llosa fue uno de los cabecillas de la huelga que no funcionó por el amedrentamiento de sus compañeros y que acabó con la expulsión durante una semana del futuro escritor.
El relato, que es perfectamente olvidable pese al aire épico “en el que se traslucían las lecturas de Hemingway y Malraux” a decir del escritor, fue publicado en 1957. En él se prefiguran algunos rasgos de la narrativa de Vargas Llosa que él mismo enumera en sus memorias, El pez en el agua: la realidad que asiste a la fantasía; la verosimilitud alentada por la precisión geográfica y urbana; la objetividad lograda a través de los diálogos, con distanciamiento del narrador; y una actitud crítica ante una problemática. En Los jefes están también, de forma embrionaria y metafórica, las preocupaciones políticas y sociales de Vargas Llosa. Para terminar, me parece que la decisión de Marroquín tenía una buena justificación pedagógica.  Pero no lo diré muy alto, no vaya a ser que me hagan huelga los alumnos.
 
 

sábado, 8 de junio de 2013

210. Las lágrimas de San Lorenzo


Uno de los temores que albergaba antes de leer Las lágrimas de San Lorenzo era que Julio Llamazares tratara de imitarse a sí mismo. Los que admiramos al autor leonés recibimos su nueva novela con el recuerdo puesto en La lluvia amarilla. El tono intimista y lírico que anunciaba la contraportada, unido a la necesaria brevedad de la novela, nos remitía inevitablemente a aquella joya inolvidable publicada 25 años atrás. Hasta el propio aparato promocional del libro recordaba ese brillante antecedente.

Esta referencia se puede convertir, sin embargo, en un arma de doble filo. Es un excelente reclamo editorial pero corre el riesgo de predisponer al lector y, lo que es aún peor, al propio autor, a quien seguramente habrá lastrado aquel primoroso ejercicio de novela poética, a cuyo rebufo habrá tratado de no perderle comba. Sin embargo, Las lágrimas de San Lorenzo no es, ni debe ser La lluvia amarilla ni una segunda parte de ésta. Y esto es algo que deberían entender los lectores, pero sobre, todo el propio escritor. La deuda estilística con La lluvia amarilla, no debería ser tal deuda, sino la constatación natural de ese estilo, que no pertenece a una obra concreta sino al quehacer habitual de su autor. Sin embargo, en algunos pasajes de Las lágrimas de San Lorenzo, Llamazares parece olvidar esta premisa fundamental y cae en un lirismo impostado, poco creíble, de quita y pon, que yo creo que es sólo una inseguridad del autor ante su propio listón, por paradójico e incomprensible que esto parezca. Sólo cuando Llamazares se olvida de su propio oficio como escritor y se derrama sobre las páginas de su libro con la autenticidad de quien tiene algo que decir, de quien necesita el alivio de una confesión, de quien le reclama a la literatura un asilo seguro ante los miedos y las grandes preguntas, sólo entonces, el libro alcanza sus mayores cotas y el estilo, ese estilo que encallaba por el mero hecho de ser buscado, fluye como esas estrellas ibicencas que describe: natural, elegante, hondo, precisamente cuando menos se le busca.

La novela, unida de principio a fin al género confidencial, describe las reflexiones de un profesor universitario, auspiciadas por la contemplación de la lluvia de estrellas la mágica noche ibicenca de San Lorenzo. En compañía de su hijo, de quien vive separado hace tiempo, la atmósfera casi irreal de esa noche despertará los recuerdos, abrirá los intersticios del alma y los teñirá de melancolía. El libro, que recoge las grandes preguntas y dudas del ser humano, es una tierna estampa de nuestro desamparo y finitud. El eje temático es, sobre todo, la conciencia de la fugacidad del tiempo, sobre todo en esa edad en la que uno se da cuenta de “que la vida iba en serio”, y el débil anclaje en la memoria y los recuerdos. Salpicada de referencias literarias (Catulo, Homero, Machado, Celan), la novela es, ante todo, una compañía, una voz que te susurra, que te mece lentamente en la cadencia de las palabras y, a cuyo abrigo solidario uno se siente menos solo ante el vértigo de la existencia. El libro requiere una lectura lenta, paladeada, con esa pausa de las cosas que Llamazares reivindicara en La lentitud de los bueyes y es altamente recomendable una lectura en soledad y sin ruidos para mejor escucharnos. El libro pellizca el alma pero su complicidad le otorga un tono positivo dentro de la desazón. Cuando se cierra la última página y perdemos su acostumbrada compañía, perdemos también el asidero que nos esperanzaba. Sólo entonces, en medio de la noche de un verano que nunca llega, volvemos a oír el viento golpeando las chapas metálicas de las persianas en la calle y el aullido nostálgico de algún perro solitario en la lejanía.

sábado, 1 de junio de 2013

209. LAPAO. Daños colaterales


 
La semana pasada Aurora Egido fue nombrada nueva académica de la RAE. Es una buena noticia para la institución, primero por su condición de filóloga, que es la titulación que mejor se acomoda a un académico de la lengua. Y después por su defensa apasionada de las Humanidades. Entre algunas de las distinciones que jalonan su trayectoria como investigadora, se encuentra la Medalla de las Cortes de Aragón. Las mismas que el pasado 9 de mayo parieron el invento de la LAPAO. Claro que, cuando Aurora Egido recibió el galardón, en el año 2005, el Palacio de la Aljafería todavía no se había transformado en el castillo del malo malísimo, nubarrones negros coronando las almenas y tétrica melodía de órgano incluidos. Es lo que tiene cuando se alían  dos partidos como el PP aragonés, con su españolismo rancio y trasnochado, y el PAR, con su regionalismo de alcanfor. Lo mismo que ocurre en Cataluña con CiU y ERC y, en definitiva, con cualquier partido nacionalista sea del signo que fuere: la cortedad de miras y el cerrilismo exclusivista, restrictivo y endogámico. Las siglas LAPAO no son más que la compresa que se aplica el nacionalismo allende el Ebro para curar la urticaria que le supondría incluir en la ley la palabra “catalán” en referencia a la lengua hablada al este de Aragón. O lo que es lo mismo, para evitar llamar por su nombre a las cosas. Un eufemismo en toda regla. Para tal guiso (o desaguisado), se ha sazonado el plato con una pizca de ignorancia y una generosa ración de estupidez. La ignorancia, que no lo es tanta (el nacionalista siempre sabe más de lo que aparenta) se puede curar si hay voluntad; pero la estupidez es para toda la vida. Por esa regla de tres, el español de Andalucía tiene derecho, a partir de ahora,  a convertirse en un nuevo idioma porque aspira las eses y elide la “d” del participio y, porque, encima, se habla fuera de Salamanca o de “Valladoliz”. Es la misma terquedad del valencianista a quien no le entra en la mollera que lo que habla es un dialecto del catalán.

Esta politización de la lengua, respondida con merecida sorna tanto por aragoneses como por catalanes, tiene, además, una nefasta incidencia en los esfuerzos de muchos de los castellanohablantes que vivimos en Cataluña y que, desde hace tiempo venimos defendiendo, mediante posturas serenas y equilibradas, basadas en conceptos tan justos como los de la equidad lingüística, una convivencia pacífica de las dos lenguas cooficiales. Iniciativas como la de las Cortes de Aragón, desmoronan en un momento toda esa delicada construcción de consenso y favorece al nacionalismo radical catalán, que desarmado y sin argumentos ante tesis inteligentes y bienintencionadas, se agarra ahora a la malquerencia española para conseguir lo que desde el principio ha deseado: la ruptura  sin ambages. Es parecido a lo que debe de sentir un aficionado del Real Madrid cada vez que habla Tomás Roncero. Pero ni todos los madridistas son Tomás Roncero ni todos los aragoneses y, mucho menos, el resto de españoles con sesera secundan las sandeces de las Cortes de Aragón. En esto de las generalizaciones, el nacionalismo también halla su filón pero no nos encontrarán ahí. Nos hallarán donde siempre hemos estado: en los argumentos sin estridencias; en las enseñanzas de la Filología y la ciencia de los grandes maestros dialectólogos, Zamora Vicente o Menéndez Pidal; en la coherencia y honestidad intelectuales, a través de las cuales se puede denunciar el trato desfavorable del castellano en las aulas catalanas y, a la vez, oponerse a las majaderías de las Cortes de Aragón; en el amor y respeto a todas las lenguas del mundo, cuyos dueños son los hablantes y no los territorios; y ahora también en Aurora Egido, aragonesa de adopción que,  desde su sillón B de la Academia,  debe devolverle el lustre a la medalla que recibió.
 

 

sábado, 25 de mayo de 2013

208. Ni por todo el oro del mundo


 
 
Si en nuestro tiempo la Literatura debe tener, entre sus otras muchas vocaciones, la de entretener y, a la vez, la de ser el altavoz de las injusticias sociales, entonces Ni por todo el oro del mundo, de Álex Saldaña Redondo, se ha ganado por derecho propio la consideración de los lectores y también la del crítico capaz de distanciarse con justicia y sin menoscabo de su arbitrio, de aquello que se ha dado en llamar “la gran literatura”.

Efectivamente, el libro de Saldaña no se antologizará en los manuales pero habrá cumplido con sobrada dignidad su paso por el parnaso literario.

Con una atención casi exclusiva por la trama, el ritmo de la novela es ágil y fluido, sin apenas injerencias o digresiones. Dos historias paralelas que acaban entrecruzándose, la del joven periodista Mario, trasunto del propio autor, y la de Tomás Agustín, niño venezolano que, junto a sus compañeros, sufre la explotación en los lavaderos de oro de la Amazonia, conforman la estructura básica del libro. La novela es una apología de la amistad, sobre todo cuando ésta surge en medio de la barbarie y de las situaciones más extremas. Una denuncia cruda contra el caciquismo, la explotación infantil o la pobreza, y contra las autoridades que  contemplan estas lacras con la aquiescencia de quien lo asume como algo natural. En mitad de todo ello, un friso vivísimo, prácticamente costumbrista, sobre todo de Caracas, y en menor grado de otras ciudades, con una muy bien templada contención por parte del autor que se aprecia, por ejemplo, en la inteligente dosificación de los americanismos lingüísticos y en su huida del tópico folclorista. La novela no esconde su afán informativo, casi pedagógico (aquí es donde aflora el Saldaña cronista) pero ello no lastra el desarrollo argumental de la obra porque apenas se notan las soldaduras de su didactismo.

Especialmente interesante es la intervención, ya bien avanzado el libro, de Ingrid, la encargada de una ONG, y su diatriba contra las injusticias sufridas por los indígenas panare. La vehemencia apasionada de sus palabras, casi desbocadas, pellizcan al lector, que hasta entonces se había acomodado en el muelle almohadón del género aventurero.

El libro no está exento de algunas posibles podas. En el plano estilístico hay algún abuso de las oraciones subordinadas, sobre todo en las primeras páginas, así como de expresiones peligrosamente asidas al ripio, como aquel “dar buena cuenta” de las comidas o entregarse “a los brazos de Morfeo”.

Respecto a la caracterización de los personajes, éstos resultan algo planos y estereotipados, quizás fagocitados por el alto ritmo narrativo de la acción, que no da tregua para una mejor construcción y profundidad psicológica. Tampoco, imagino, era el objetivo principal del autor. Asimismo, resulta ambiguo y poco perfilado el donjuanismo no muy  convincente de Mario. Y es absolutamente prescindible el pasaje donde se descubre la homosexualidad de uno de los protagonistas, tal vez pensado con la intención humorística que, a ratos, sazona sabrosamente el libro, pero que aquí es incomprensible. El autor ni siquiera retoma el asunto en ningún otro punto de la novela.

Álex Saldaña, subdirector del Diari de Tarragona, logra con esta obra, fruto de su labor periodística por varios países de Sudamérica, la difícil tarea de fundir lo lúdico con el trallazo que zarandea nuestras conciencias dormidas. Aquellos niños de infancias rotas ya tienen su libro y Saldaña ha exorcizado en él la deuda que contrajo consigo mismo: la de darles asilo en el sagrado y benefactor templo de la Literatura.
 
Álex Saldaña con su libro, editado por Silva Editorial.
 

sábado, 18 de mayo de 2013

207. La novela erótica

 


El sonido de las pulseras y el de los tacones sobre el pasillo enmoquetado del tren ya anunciaban su epifanía, como las baquetas y los crótalos de los coribantes frigios invocando a una nueva Cibeles. Sin embargo, no volví la mirada hacia ella, por si me convertía en estatua de sal. Esperé paciente que superara mi asiento y, al pasar a mi lado, oreó el rancio ambiente del tren con una delicada fragancia, afrutada, casi infantil, como de bosque que nace o pulpa mordida. Arrastraba una maleta demasiado pesada que sus delgados brazos vacilantes, completamente extendidos hacia arriba, trataron de colocar sobre el portaequipajes superior. Bella halterofilia que obligó a su blusa a levantarse más arriba del vientre, descubriendo el “piercing” de su ombligo y el lacito de la goma de sus bragas, que el pensamiento quiere deshacer para revelar el contenido que esconde, inframundo de dóciles cancerberos. Después, una vez colocada la maleta con muchas dificultades (nadie en el tren quiso ser caballero esta vez), la chica, de puntillas, manipuló algo dentro de ella. En su operación, la blusa ciñóse al pecho, dibujando unos senos pequeños, algo más grandes que una mandarina, y unos pezones demasiado evidentes para concluir que llevara sujetador. De la maleta extrajo un libro y, seguidamente, se acomodó en su asiento, situado frente al mío. Pude comprobar con desencanto, que el título del libro era Cincuenta  sombras de Grey. Al sentarse, cruzó las piernas, vestidas con una medias negras, cuya liga aparecía tras la falda anticipando un muslo blanco. Seguidamente, se enfrascó en la lectura. A ratos, el flequillo le caía sobre los ojos, cubriéndolos como celosía que ocultara el secreto de su lectura. Luego, se recolocaba el cabello parsimoniosamente por detrás de las orejas. A veces, mientras leía, mordía levemente su labio inferior o suspendía la lectura para fijar su vista durante largos segundos en un punto inconcreto del suelo. Después suspiraba y retomaba de nuevo el libro. En su ingenuo descuido, separaba las piernas mientras los labios bisbiseaban las palabras para deleite de quien, como yo, podía escrutar, dentro de su boca, las eles de nuestro bendito alfabeto.

 La novela erótica es, después de la poesía, el género literario más difícil de cultivar. Requiere elegancia y lirismo para evitar la pornografía; debe sugerir, superando la tentación de los pasajes explícitos o dosificándolos con estudiada precisión. Necesita cantarle al cuerpo pero también a los sentidos, al espíritu, y, especialmente, a la mente, imbricándose en la psicología del sexo, mucho más que en el “genitalismo”. Y sirve al Arte porque le canta al hombre y, especialmente, a la mujer.

Recuerdo, cuando adolescente, lo difícil que resultaba acceder a las novelas eróticas. En la biblioteca, la sección estaba casi oculta, en los últimos pasillos, con sus anaqueles preñados de tapas rosas que impedían cualquier posibilidad de hacer uso del préstamo, sólo por el pudor que causaba entregarle a la bibliotecaria el libro con su inconfundible color delator. Así que había que leerlos allí mismo, de manera clandestina, y si pasaba alguien estabas perdido porque de nada servía dejarlo sobre la estantería y hacer como que uno se interesaba por los volúmenes sobre “Valdemorillo y su actividad cerámica” de los anaqueles contiguos. Hoy la cosa ha cambiado y una chiquilla de 19 años lee en el tren, ante los demás pasajeros, sin vergüenza alguna, Cincuenta sombras de Grey. Se agradece esta superación de prejuicios, pero sería deseable que este nuevo renacer de la novela erótica tuviera otros adalides más apropiados para un género que merece ser respetado y dignificado. Porque, pese a las lubricidades que provocaba el libro en la chica del tren, qué quieren que les diga, Cincuenta sombras de Grey no es, ni de lejos, una novela erótica. Ni siquiera creo que sea una novela.
 
ALGUNAS LECTURAS IMPRESCINDIBLES DE NOVELA Y RELATO ERÓTICOS.
 
(Dedicadas fundamentalmente a los lectores que están perdiendo el tiempo con la trilogía de Cincuenta sombras de Grey)
 

ANÓNIMO: Grushenka

ANÓNIMO: Autobiografía de una pulga

ANÓNIMO: Mi vida secreta

ARAGON, Louis: El coño de Irene

ARSAN, Emmanuellle: Emmanuelle

BATAILLE, Georges:

 El azul del cielo

 Historia del ojo

Madame Edwarda

Mi madre

CLELAND, John: Fanny Hill

 LOÿS, Pierre:

Diálogos de cortesanas

Manual de urbanidad para jovencitas 

Las tres hijas de su madre

MILLER, Henry:

Opus Pistorum

Trópicos

MUSSET, Alfred: Gamiani

REYES Alina, El carnicero

ROSSETTI, Ana: Alevosías

 


 

martes, 14 de mayo de 2013

206. Nuestra Señora de París



Se cumplen 850 años desde que comenzara a construirse Notre Dame, una de las catedrales más importantes y conocidas del mundo. Con motivo de esta celebración, la ciudad del Sena ha preparado diversos actos conmemorativos hasta noviembre de 2013 y algunas mejoras como la renovación del órgano o la incorporación de nuevas campanas. Desde el ámbito literario se puede contribuir a este homenaje releyendo la archiconocida novela de Victor Hugo Nuestra Señora de París, obra escrita por el francés a petición de un editor que quería publicar una novela histórica al estilo de las que tanto éxito estaban cosechando en Inglaterra las de Walter Scott.
La trama se desarrolla en torno a tres personajes principales: Claude Frollo, el archidiácono de la catedral que, marcado por un difícil pasado familiar, ha consagrado su vida al estudio de todas las ciencias y que ve tambalearse sus principios cuando empieza a sentirse atraído por Esmeralda. Ésta es una joven gitana que con sus bailes callejeros  hace las delicias de los parisinos. Cierra esta tríada Quasimodo,  tuerto, jorobado, patizambo y sordo que fue abandonado en el altar de niños expósitos que había en Notre Dame y que fue adoptado por Frollo, quien lo cuidó como a un hijo y le ofreció como hogar la iglesia,  en la que se sentiría protegido del desprecio de una sociedad que no aceptaba su horrendo aspecto. Mas un terrible conflicto se gestará en el interior del campanero Quasimodo cuando descubra el amor en la figura de Esmeralda, la cual rechazará a ambos pretendientes a favor del capitán de arqueros Febo de Chateaupers, un joven engreído que jugará con las ilusiones de la gitana. Por tanto, el amor no correspondido y el sufrimiento que conlleva es el hilo conductor que teje los avatares de estos personajes. El argumento queda completado por otras historias secundarias como las de Gringoire, un literato y filósofo; Paquette la Chantefleurie, una mujer que desempeñará un papel fundamental al final de la obra; y Jehan Frollo, el díscolo hermano del sacerdote, entre otros.
Puede afirmarse que en Nuestra Señora de París Hugo realiza una magnífica radiografía de la capital francesa del siglo XV, pues hay constantes alusiones a acontecimientos históricos relevantes y descripciones minuciosas y detalladas al milímetro de la ciudad que configuran un bello retrato pintado con palabras, si bien su excesiva extensión rompe el hilo narrativo. Otras digresiones, no menos interesantes como la reflexión sobre la destrucción de la arquitectura con la aparición de la imprenta, aparecen intercaladas en la narración. En este caso, se defiende que "la arquitectura ha sido el gran libro de la humanidad" puesto que "no ha existido pensamiento importante que no se haya escrito en piedra". Ahora, la imprenta será la que dé testimonio del pensamiento  humano por lo que la arquitectura se irá desluciendo. No obstante,  la intensidad de las peripecias de los personajes  es tal que la atención y el interés del lector no se ven mermados por estas interrupciones narrativas. Asimismo, son constantes las intervenciones del propio autor dirigiéndose al lector, comentando los hechos narrados o disculpándose por la longitud de estas digresiones tan hugonianas.
Mención aparte merece el capítulo dedicado exclusivamente a Notre Dame en el que el escritor describe  la iglesia señalando los elementos arquitectónicos que existían en el siglo XV, perdidos en el XIX, y reflexiona sobre los tres agentes que influyen en la transformación de los grandes monumentos: el tiempo, las revoluciones políticas y religiosas y las modas.
Entre toda esta delicia literaria destaca el desenlace, trágico a la par que bello, con reminiscencias al famoso soneto quevediano “Amor constante más allá de la muerte”, que difiere totalmente del final inventado por Disney para su versión animada de la novela.
Oigo las campanas de la iglesia de mi barrio. Cierro los ojos y me imagino en la Plaza del Parvis frente a Notre Dame, contemplando esas torres en las que Quasimodo fue feliz, esas jaulas “cuyos pájaros, criados por él, sólo para él cantaban”. Quizás ya no estén ni Marie, su predilecta, ni Jacqueline,  mas las nuevas “jóvenes ruidosas” sonarán con fuerza recordando en cada repiqueteo al campanero que más amó a la reina de las catedrales francesas. Entre tanto, las gárgolas esbozan su sonrisa pétrea y eterna.


A David Jiménez, para que los cimientos de nuestra amistad sean tan duraderos como los de esta eterna catedral. 


sábado, 11 de mayo de 2013

205. Anónimos


 
Marcas de cantero del muro del Castillo de Monterrey, Orense.
 
Manuel Martín es mi amigo de toda la vida y tiene nombre y apellidos. Manolo trabaja en una de esas empresas informáticas donde cada día, cual autómata bien programado, debe desempeñar las mismas tareas anodinas al servicio del dios tirano de la productividad. La imaginación, la creatividad, la impronta personal, son sólo viejas aspiraciones a las que hace tiempo renunció cuando sometió la inicial ilusión del debutante a los protocolos, las cadenas de programación y las eternas y monótonas subidas de proyectos. Sin embargo, cuando compramos un producto con la tarjeta de crédito y nos devuelven el papelito con el justificante de compra, Manolo está presente. Los números de nuestra tarjeta que aparecen en el papel “encriptados” para proteger la confidencialidad de nuestros datos, son cosa suya. Entonces Manolo se permite el lujo de dejar su prueba de su paso por el mundo, al igual que los canteros de las viejas catedrales. Y decide que las figuras que ocultan los números de nuestras tarjetas serán este mes aspas, asteriscos o puntos, según su estado de ánimo. O si deja visibles los cuatro primeros números o los cuatro últimos.

Si mi amigo Manolo, desbordante de ideas,  sufre con resignación este anonimato lacerante ¿qué debió de sentir entonces el autor del Lazarillo de Tormes cuando vio estampada su obra sin su nombre? Se considera a don Juan Manuel, el autor de El conde Lucanor (1335), el primer escritor con conciencia propia de su labor creativa. Prueba de ello es el enorme celo con que mandó guardar sus obras en el monasterio de San Pablo de Peñafiel, en Valladolid, para evitar la labor distorsionadora de los copistas. Antes de él, los escritores concebían su quehacer como una contribución más al saber y, mucho se extrañarían si supieran que su nombre iría unido por siempre al de sus obras. Pero la legítima vanidad del que crea se impuso pronto a ese altruismo intelectual que caracterizó a la literatura del medievo. Y sólo el peligro inquisitorial pudo sacrificar el orgullo del creador. Algunos, sin embargo, no pudieron resistirse a burlar la inquina del olvido y pusieron su fe en las mentes avezadas que pudieran en el futuro destapar su identidad y ganar con ello la eternidad.  Tal es el caso de Fernando de Rojas, que ocultó su nombre tras los versos acrósticos del prólogo a La Celestina (siempre la censura tuvo tanto de intransigencia como de cortedad intelectual). El autor del Quijote apócrifo, editado en Tarragona, debió de sentirse, en cambio, muy mermado ante la gigantesca figura de Cervantes y ocultó su nombre tras ese misterioso y también falso Alonso Fernández de Avellaneda, del que, a estas alturas, poco sabemos todavía. Existen, en cambio, maravillosos anonimatos, como los que conforman nuestros cantares de gesta y el increíble milagro del Romancero. Aquel “autor-legión” que acuñara Menéndez Pidal es la expresión más hermosa del anonimato porque nos incluye a todos en el patrimonio común de los versos transmitidos y conservados de generación en generación.  A otros, en cambio, perseguidores de la lisonja y el aplauso público, bien les hubiera valido dejar sus obras anónimas, o mejor aún, no haberlas publicado nunca, más que por ellos, por los sufridos lectores que los soportaron.

Hoy he ido a la librería a comprar una versión revisada del Lazarillo de Tormes, a quien los editores todavía no se atreven a colocarle el nombre de Diego Hurtado de Mendoza, como defiende la investigadora Mercedes Agulló. Al pagar con mi tarjeta de crédito, la dependienta me ofrece el resguardo de la compra. Los números “encriptados” de mi tarjeta se esconden hoy tras un asterisco. Yo sonrío. Mi amigo Manolo ha tenido hoy un buen día.

sábado, 27 de abril de 2013

204. Póstumos

 


La editorial Cátedra nos sorprendía hace unas semanas con la publicación de las poesías inéditas de Pedro Salinas a cargo de la profesora Montserrat Escartín. La noticia, obviamente, hay que recibirla con satisfacción, pero, a la vez, reabre el viejo debate sobre la conveniencia de hacer públicas las obras ocultas de un escritor. Es evidente que si Pedro Salinas hubiera deseado publicar esos poemas, lo habría hecho sin ninguna dificultad. Lo mismo ocurre con Carmen Martín Gaite, cuyas novelas inéditas está rescatando su hermana de los cajones. Y últimamente también les ha sucedido a Roberto Bolaño o a Félix Romeo, por citar sólo algunos ejemplos recientes.

El debate se sostiene sobre dos pilares: el literario y el moral, que muchas veces se entrecruzan y al final vienen a ser casi lo mismo. El motivo más frecuente que lleva a un escritor a no publicar sus obras es su insatisfacción ante el resultado final, ya sea porque el conjunto le parezca insuficiente o porque estime que necesita unas correcciones o retoques. En esos casos, ofrecer la obra póstumamente se antoja desleal con los dos aspectos antes mencionados, el literario y el moral: primero, porque se entrega a la comunidad literaria una obra cuya calidad el autor no aprobó en vida; y, segundo, porque se traiciona la voluntad del propio autor, que seguramente no se habría sentido identificado con el libro. Todo aquel que haya probado alguna vez el arte de la escritura, sabrá que no hay nada más sonrojante que dar a la luz un texto propio que nos parece malo o no todo lo bueno que quisiéramos. Nadie acepta una fotografía en la que uno sale desfavorecido y prefiere pedirle al fotógrafo otra tanda. Imaginemos el caso radical de Juan Ramón Jiménez, cuyo proceso de depuración poética le llevó a modificar sus versos hasta la obsesión. Imaginemos cómo se sentiría el moguereño si se publicaran los esbozos o los tanteos de un poema que había de ser, con el tiempo, otro muy distinto.

Claro está que, en este asunto, cabe matizar mucho. Dejando de lado el posible oportunismo de las familias y de las editoriales que buscan con la publicación de estas obras póstumas un rédito económico, también existen otros objetivos más nobles. Por ejemplo, para la crítica especializada, estas obras pueden resultar muy interesantes para trazar los entresijos de los procesos creativos de un escritor, extrayendo conclusiones estéticas sobre su quehacer literario al tomar como referencia los descartes del autor o las diferentes variantes previas a la ejecución definitiva del texto. Es decir, que pueden concebirse no como obras literarias en sí mismas sino como estudios críticos. Otras veces, la muerte ha truncado un proyecto de publicación y entonces se hace justicia, sobre todo si las posibles correcciones se advierten irrelevantes. Y, finalmente, hay ocasiones en las que está bien ser traidores forzosos. Franz Kafka dejó inconclusa su obra El proceso y, de haberla terminado tampoco hubiera accedido a publicarla. Sin embargo, nunca podremos estar lo suficientemente agradecidos a su amigo Max Brod por no hacerle caso. Y aunque las circunstancias son totalmente diferentes y no pueden compararse, qué habría sido de nuestra literatura si Juan Boscán no llega a recopilar las obras de Garcilaso de la Vega, el más clásico de nuestros poetas.

La palabra “póstumo” procede del latín “postumus, post-humus”, literalmente, “después de la tierra”, es decir, después de enterrado, después de muerto. Soplemos sobre esa tierra que cubre los grandes secretos literarios pero seamos honestos siempre. A veces, merece la pena soplar. Otras, en cambio, compensa cubrir amorosamente con las manos el secreto hallado y, marcharnos, con el único tesoro del tizne de esa tierra sobre nuestras palmas.