lunes, 29 de julio de 2019

455. Insértenme un 5G



Escucho en la radio con inquietud posapocalíptica que la nueva tecnología 5G se va a erigir como el «internet de las cosas», es decir, que los objetos electrónicos podrán «hablar» entre sí al conectarse a internet. Sin entrar en cuestiones técnicas, no me digan que eso de que los procesos robotizados mantengan conversaciones propias de manera autónoma no les causa, al menos, un escalofrío made in Isaac Asimov. El otro día leí en un periódico que se había producido un accidente de tráfico en Las Vegas donde un coche autónomo había atropellado a un robot que estaba perdido en la carretera. La empresa propietaria del robot ha denunciado a la empresa de coches por homicidio imprudente, que digo yo que será por «roboticidio». Lo de «imprudente» ya no lo sé, porque ignoro si la conciencia de la prudencia o de la alevosía están ya injertadas en el ghost in the shell de las máquinas.
A todo esto, ¿dónde están los humanos? Porque aquí las máquinas hablan entre sí y hasta tienen accidentes de tráfico. Nosotros todavía nos matamos con el coche pero lo que es hablar…Los más añosos recuerdan cómo en las antiguos compartimentos de los trenes, los viajeros entablaban largas conversaciones con desconocidos que amenizaban los largos trayectos ferroviarios. Hoy los vagones de tren son una siniestra ringlera de zombis conectados a sus teléfonos móviles. Los muertos vivientes se ven en todas partes: en las salas de espera del médico, bajo las marquesinas de las paradas de autobuses, en los aeropuertos, caminando cabizbajos por la calle, cazando bichos virtuales, en los conciertos, en una reunión de amigos en una cafetería… La palabra ha sido desterrada por el rey tirano del lenguaje binario computacional. Los unos y los ceros son una perfecta metáfora de nuestra sumisión a la tecnología: el uno, la soledad; y el cero, la anulación de lo que somos.
Las viejas consejas de las abuelas junto al crepitar del fuego, los romances, las reuniones familiares en torno a la radio, el ágora de los oradores en las plazas públicas, la tertulia literaria, la conversación cómplice hasta la madrugada, todos los contextos donde la palabra oral ofrecía su ensalmo están en peligro de extinción, sustituidos por la alienación del hombre asido al morral de su móvil. Y claro, cuando no hay más remedio que hablar, porque nuestra vida cotidiana todavía exige que hagamos el esfuerzo de articular palabras, la cosa se reduce, cada vez más, al mero unga bunga. Véanse, si no, los últimos resultados PISA sobre la comprensión y la expresión oral. Nuestros jóvenes ya solo saben decir «en plan» cada tres palabras que pronuncian, y los supuestos profesionales de la comunicación, salvo felices excepciones, cometen errores de bulto o empobrecen el idioma o, directamente, como nuestros políticos, lo humillan más abajo de aquel nivel ínfimo del que hablara el Marqués de Santillana en su famoso Proemio.
Así las cosas, estoy pensando seriamente en abandonar mi condición humana y convertirme yo también en un robot, de esos que hablan entre sí y tienes accidentes de tráfico, y fundar junto a ellos una Arcadia de androides donde la palabra hablada sea bandera, donde poder conversar con alguien no sea un privilegio. Es eso o insertarnos todos, no sé si en el cerebro o en el corazón,  uno de esos chips prodigiosos que llaman 5G que permiten a un robot hacer –triste paradoja–, lo que nuestro hombre digital ha perdido por el camino de un mal entendido progreso.


lunes, 22 de julio de 2019

454. ¿Dónde están los viejos?



Pues ya empezamos mal, con ese «viejos» peyorativo con que he titulado el artículo de hoy. Pero no me lo tengan en cuenta; lo del título es solo un señuelo ofensivo para ver si acude a estas páginas el hombre de 72 años que hace una semana, de forma anónima, me escribía para reprocharme el menosprecio con que había tratado a las personas mayores en mi penúltima columna. En esa ocasión, titulaba yo el artículo «¿Dónde están los jóvenes?» y denunciaba la escasez de estos en los eventos literarios, a los que siempre asiste una nutrida legión de octogenarios contumaces pero muy pocas veces estudiantes o personas jóvenes en general. En tono de chanza, comparaba dichos eventos culturales con geriátricos, clubes de lectura del asilo y demás regodeo sarcástico, supongo que del todo improcedente. Este señor de 72 años me desea una larga vida intelectual y física, y espera –dice– que nunca tenga que sentirme ninguneado por razones de edad. Y me ha tenido toda la semana sin poder pegar ojo por las noches, con un terrible cargo de conciencia. Estará usted contento. Porque yo nunca quise ofender a mis mayores, por los que profeso una admiración y un respeto como con pocas cosas en la vida. Al contrario, lo que se infería de mi reflexión era que las personas de más edad son un modelo para la gente joven, pues insisten en la felicidad de la cultura sin que los años hagan mella en su entusiasmo. Es a la conciencia de la gente joven a la que el artículo trataba de zarandear.
¿Y dónde están, pues, los viejos? No me haga usted ponerme eufemístico, le creo más inteligente que todos esos biempensantes de lo políticamente correcto. Los viejos. Pues los viejos están donde son más necesarios. Haciéndose cargo de los nietos que los hijos no pueden atender por razones de trabajo y educándolos en los valores que una vida dilatada ha sabido ponderar con experiencia y sabiduría; están concentrándose ante las escalinatas de los ayuntamientos para luchar por el derecho a unas pensiones dignas después de decenas de años de sacrificio y trabajo (ya quisieran algunos jóvenes conservar ese espíritu reivindicativo); están llenando librerías, patios de butacas, rutas educativas y museos en todo tipo de eventos culturales, dando ejemplo en la obstinación de su amor por el arte a todos los jóvenes que desprecian con indiferencia lo único que podrá hacerles libres y felices; algunos están instruyéndose en escuelas para adultos para compensar los años duros en los que no pudieron tener el privilegio de recibir una formación reglada en un aula; están leyendo periódicos, informándose del mundo en el que viven con la energía aún de cambiarlo. Y están escribiendo, como lo hizo hasta su último aliento Andrea Camilleri, que nos dejó hace unos días, a sus 93 años, conservando su mente lúcida y el amor intacto por la palabra.
Los viejos no son lo viejos. Son los jóvenes que no hace tanto tiempo lucharon por las libertades y derechos de los que ahora disfrutamos la generación de la democracia; son los jóvenes que hacían bullir las universidades con consignas libertarias o las llenaban de revistas literarias y veladas poéticas, los que fomentaban el debate constructivo y diverso en el ágora de las facultades; son los depositarios de hermosas palabras que ya nadie usa, de una cortesía de otro siglo que ahora tanto añoramos, son el futuro que les queda y el que legan a sus descendientes.
¿Que dónde están los viejos? Están en nuestra carne, ahora joven, dentro de no tantos años, cuando otro pipiolo articulista de provincias nos llame viejos y sonriamos condescendientes y le perdonemos la inconveniencia porque qué sabrán estos bisoños de hoy en día lo que es la vida.

lunes, 15 de julio de 2019

453. ¿Dónde están los jóvenes?



De un tiempo a esta parte mi mujer y yo padecemos lo que hemos dado en llamar jocosamente “el síndrome del IMSERSO”. Y es que en la mayor parte de las actividades culturales a las que asistimos en nuestra ciudad o fuera de ella, mi mujer y yo rompemos, a la baja, la media de edad de la concurrencia. Bueno, en realidad, no la rompemos. Dudo mucho que se resienta apenas unas décimas, pues las edades del público son tan elevadas que la aritmética ni siquiera notaría nuestra pequeña variable.
Si vamos al cine para ver un biopic de algún escritor, la sala nos recibe remedada en salón de ocio del geriátrico; si acudimos a la presentación de un libro, aquello parece el club de lectura del asilo; si contratamos una visita guiada a un museo o una ruta por el casco antiguo de una ciudad, allá vamos cogiendo del brazo al anciano de turno que apenas puede ya caminar; si vamos al teatro, soportamos toses, caramelos de menta y sorderas –joven, ¿qué es lo que ha dicho el actor en su última intervención?– y así con todo. ¿Por qué no hay personas jóvenes en todos esos eventos? Se podrá decir, tal vez, que las actividades que elegimos no son precisamente un festival de la diversión, aunque a nosotros no se nos ocurre mejor plan para nuestro ocio que la cultura y la felicidad que esta nos reporta. Pero dando por bueno el reproche, quiero pensar que la juventud no limita su esparcimiento a los videojuegos, las discotecas y las borracheras. Y esta intuición la corroboré no hace mucho tiempo en una mesa redonda sobre literatura en la que me invitaron a participar en la Universidad de Alicante. Cuando se le preguntó al auditorio –esta vez, sí, jóvenes universitarios–, que cuántos de ellos escribían, el número de manos alzadas parecía las lanzas del cuadro de Velázquez. Y entonces, si tal es el interés por la escritura entre la gente joven, ¿por qué nunca había visto a ninguno de ellos en uno solo de los eventos literarios de la ciudad? ¿Cómo se puede tener pasión por la literatura si cuando se nos brinda la visita de uno de los grandes maestros a los que poder interpelar directamente y de los que aprender de su experiencia, en la sala de actos no hay ni uno solo de esos jóvenes que dicen querer dedicarse a la escritura? ¿Por qué cuando se celebra un congreso literario en la ciudad, apenas hay estudiantes de Filología y, si los hay, lo están solo por los créditos que van a embolsarse? Y no me vale el pretexto de la faceta autodidacta del escritor, desvinculada de toda influencia y tradición. Sin la lectura de los grandes maestros, sin su magisterio, el escritor novel solo puede escribir algo que ya han escrito antes otros y seguramente mejor. Una vez una alumna me pidió que valorase unos poemas que había escrito. Le respondí que antes de valorarlos quería que leyese unos cuantos libros de poesía que le recomendé. Me hizo caso y cuando los terminó ya no quiso que leyese yo los suyos.
 Me dicen que muchos de estos jóvenes eligen para su ocio cultural literario sesiones de algo que llaman jam poética. Que sí, que estará muy bien y que será, seguramente, su manera de autoafirmarse generacionalmente, pero dudo mucho que una jam poética por interesante que sea, pueda nunca cubrir las lagunas de sus carencias o dar un vuelco eficaz a sus concepciones literarias. Tampoco percibo ya aquella eferevescencia universitaria de revistas literarias y veladas poéticas de antaño que ahora, como mucho, surgen gracias a la iniciativa solo de los profesores.
Ojalá cambien las cosas y cuando mi Bea y yo seamos ancianos y acudamos aún a todos los eventos literarios de nuestra ciudad, como devoradores de la cultura que somos (quizás con unos dientes menos) veamos, entre los asistentes, a una parejita de jóvenes entusiasta,  y Bea y yo podamos mirarnos a los ojos y sonreír y cogernos de la mano

lunes, 8 de julio de 2019

452. Poda



Jamás he sido partidario de reseñar un libro que no me ha satisfecho, y menos aún si es una primera novela. ¿Qué utilidad tiene? Sí, quizás podamos disuadir definitivamente a un lector dubitativo, ayudarlo en esa criba ingente que es elegir una nueva lectura, hoy que la oferta literaria resulta tan atrozmente desbordante y para la que se necesita una orientación más o menos fidedigna que separe el grano de la paja. Ya se sabe, ars longa, vita brevis. Pero aparte de esta consideración práctica, ¿qué otra cosa se consigue escribiendo una crítica negativa? Por principio, prefiero invitar a la lectura. O lo que es lo mismo, prefiero el escrutinio benévolo, condescendiente y hasta entusiasta del cura y el barbero que el malsano goce de la sobrina dando con los libros en el fuego.
Pero tampoco me gusta asistir al bochornoso espectáculo de la crítica oficialista, esa que dirige como un gurú indiscutido los gustos de los lectores, que le da jabón a un libro en las páginas de los periódicos y en las emisoras de radio solo porque el libro lo ha escrito mengano. Porque, sin querer arrogarme yo, pobre crítico de provincias y diletante de las letras, autoridad alguna, no puedo comprender cómo a ningún columnista literario que se precie de tener educado el rigor, le haya parecido la primera novela de Manuel Jabois, un libro sencillamente mediocre. Y solo se me ocurre que tal evidentísima desviación del criterio obedezca simplemente a que lo ha escrito Manuel Jabois. Y, claro, pienso entonces en otros escritores noveles, que no tienen el arrimo de una columna en El Mundo o en El País, o en un espacio en la Cadena SER y que escriben infinitamente mejor que Manuel Jabois, que incluso abordan sus mismos temas con brillantez sobresaliente y que, sin embargo, deben esperar su turno, si llega, para que su libro sea aceptado por alguna editorial inteligente que, obviamente, no será Alfaguara ni ninguna de las otras gigantes. 
Todo el buen oficio que Manuel Jabois ha demostrado ya como columnista tiene su discretísimo envés en su primera novela, Malaherba. Prosa desaliñada, rayana en la agramaticalidad (pocas veces durante una lectura, he tenido que echar hacia atrás y releer las oraciones para entender el sentido de un pasaje como en este libro); falta de hondura en las evocaciones y en las impostadas reflexiones; anecdotarios superfluos; divagaciones a la deriva, como pecios desorientados de una novela que ha hecho aguas muy pronto; inseguridades estructurales; ambientación paupérrima de la década de los 80, que se nutre de cuatro tópicos dispersos por aquí y por allá, casi como una obligación contextual metida con calzador… Si acaso, algún acierto en la mirada infantil de los dos niños protagonistas, mirada limpia despojada de prejuicios que convierte a Tambu y a Elvis en alegorías roussonianas de la inocencia, antes de descubrir el reverso del mundo más allá de sus certezas y seguridades bajo la coraza de la niñez. Y también cierta fortuna en la construcción de la atmósfera de barriada que tantos escritores de la generación del 78 parecen querer recuperar ahora en sus obras.
Escribir una novela no se parece en nada a escribir una columna, salvo en el respeto reverencial por la palabra y en el interés de lo que uno tiene que decir. Por lo demás, se necesita más trabajo de marquetería, menos urgencia por publicar lo que sea y como sea, más unidad de conjunto, menos fragmentarismo disperso y pegado con cola, más sufrimiento, más material de derribo. ¿Cómo nadie se lo ha dicho a Jabois? ¿Cómo su editor no le aconsejó todo eso antes de dar por bueno lo que parece un esbozo deslavazado de novela? ¿Cómo nadie le dijo que para que su novela funcionase necesitaba que su Malaherba sufriera una buena poda y una nueva siembra?

lunes, 1 de julio de 2019

451. La ternura




¡Es de Lope! Si los espectadores del siglo XVII pudieran asistir a la representación de la última comedia escrita y dirigida por Alfredo Sanzol, sin duda, pronunciarían esta archiconocida expresión con la que queda patente la calidad de la misma. Eso mismo pensé yo cuando tuve la oportunidad de ver La ternura en el Teatro Infanta Isabel de Madrid. Tras recibir el Premio Max al Mejor Espectáculo Teatral de 2019, vuelve a las tablas para goce y regocijo de los espectadores que aún no habíamos tenido la ocasión de disfrutar de la ingeniosa pluma del nuevo director del Centro Dramático Nacional.
La ternura es el fruto del proyecto “Teatro de la Ciudad”, iniciado en 2016, cuya finalidad era trabajar sobre la comedia en general y sobre Shakespeare en particular. Sanzol, haciendo un juego que supera la simple mimesis, ha escrito una comedia al más puro estilo isabelino impregnada de la inconfundible huella del genio de Stratford. De hecho, no son pocas las reminiscencias y guiños que aparecen en el texto que nos ocupa al universo shakespeariano: La tempestad, Noche de Reyes, Sueño de una noche de verano y otros tantos títulos desfilan por esta comedia romántica de aventuras. Este espectáculo entronca, pues, con la actual tendencia a la recuperación de los clásicos no sólo con la representación de piezas del teatro áureo sino con la creación de obras nuevas siguiendo los esquemas del teatro del siglo XVII. Jóvenes dramaturgos y grandes conocedores del teatro del Siglo de Oro que muestran un profundo amor y respeto por los clásicos y que se atreven a demostrar que este tipo de teatro funciona, que es capaz de pellizcar el alma de los más exigentes espectadores. Bendita osadía y aventura  de la que Sanzol y otros, como Álvaro Tato, salen merecidamente victoriosos.
 El argumento de la obra que nos ocupa es sencillo. La reina Esmeralda y sus dos hijas viajan en un navío de la Armada Invencible porque Felipe II ha decidido casar a las princesas con unos nobles ingleses. La reina, hastiada del género masculino y de su superioridad frente a las mujeres, decide provocar una tempestad cuando pasan cerca de una isla desierta. Allí vivirán las tres damas, libres, felices, dueñas de sus destinos y sin hombres. Mas pronto descubrirán que la isla está habitada por el leñador Marrón, quien hace veinte años se refugió en este idílico lugar para vivir con sus dos hijos varones alejados de las mujeres. Para protegerse, deciden vestirse de hombres. He aquí el nudo del enredo. A partir de este momento, los seis personajes vivirán un sinfín de aventuras, malentendidos, engaños, cambios de identidad, hechizos y planes fallidos por parte de la reina y del leñador, quienes no podrán contener la fuerza del amor. Los jóvenes leñadores y las princesas acabarán cayendo en las redes del sentimiento más universal y atemporal que existe.
Todo ello enmarcado por una escenografía carente de decorados en la que destacan los diálogos chispeantes e ingeniosos que aseguran la risa –y la carcajada- de los espectadores y las magníficas interpretaciones de un elenco de actores a los que les basta la palabra para llenar el escenario.
Alfredo Sanzol ha escrito una pequeña joya que nos invita a reflexionar sobre la imposibilidad de vivir sin amor, sobre los manidos tópicos que nos hacen tener ideas preconcebidas entre hombres y mujeres, sobre la dificultad de los padres por proteger a los hijos del dolor que acarrea la vida y sobre la necesidad de que el verdadero amor esté impregnado de respeto, cariño y, sobre todo, de mucha ternura.

lunes, 24 de junio de 2019

450. Poética del alcanfor



Agustín Márquez podría ser uno de esos superhéroes de los años 80 con visión de rayos X que es capaz de traspasar las fachadas de los edificios y escudriñar tras las persianas las vidas y los corazones de sus inquilinos. O quizás podría ser también un remedador del gran Ibáñez y dibujar con su prosa los divertidos entresijos de una 13, Rue del Percebe sin frontispicio cualquiera, aunque ésta se llame, con menos lustre, el bloque número 22, ese que existe en todos los barrios de la periferia, porque el bloque número 22 de una barriada es la alegoría de una arquitectura urbana universal de geranios, barandas oxidadas y ropa tendida. Pero en la época de los superhéroes y de los tebeos en la que Agustín Márquez ubica su novela, los únicos héroes posibles son los humildes habitantes del extrarradio, “personas que no cambiarán la historia, que no descubrirán la cura contra la guerra, que el único cambio que provocarán en la humanidad será escribirla sin h, que se automedicarán contra la miseria”. No, no hay superhéroes en el barrio de Chico A, a no ser que la supervivencia, cuyos horizontes se limitan a las lindes del descampado, sea también una forma de heroísmo sin capa ni superpoderes. Y no, no hay risas de tebeo en el barrio de Chico C, salvo el humor de acíbar, apenas una mueca amarga que aspira a sonrisa, que Agustín Márquez dosifica durante toda la novela como un gotero en la cama de un mundo que agoniza, enfermo de progreso.
La última vez que fue ayer (editorial Candaya) es la primera novela de Agustín Márquez Díaz y se suma a esa suerte de evocación nostálgica de los años 80 que prolifera entre los escritores que hoy rondan la cuarentena y que revindican, trascendiendo la banalidad del revival ochentero y sus tópicos, el recuerdo de una época en la que se forjaron, al amparo de la patria chica del barrio de periferia, infancias, sueños, descubrimientos y pérdidas de la inocencia. Márquez desmitifica la construcción idealizada de aquella década, la década del sida y de las drogas, de los yonquis y camellos, pero también reivindica su autenticidad sin paliativos. El resultado es una novela evocadora pero displicente, sin concesiones a la ñoña condescendencia de la memoria; una novela lírica, donde la poesía estriba en la ternura humana que transmiten muchos de esos personajes abocados a la derrota pero tercos aún con el timón de sus vidas a la deriva; una novela de asfalto, quioscos, egebés, solares, descampados, revistas pornográficas, perros callejeros, cintas de VHS y protoinformática. Una novela oreada con el olor humilde del alcanfor que neutraliza el hedor de los hipócritas, de los advenedizos, de los nuevos ricos, de las corruptelas del poder, de la muerte tapizando el alquitrán de las carreteras. Alcanfor para no morir asfixiado en la pestilencia de las alcantarillas del vivir. Una novela herida de barrio, porque el barrio acoge y es madre nutricia pero el barrio, a la vez, hiere y te convierte en su simbionte, también nosotros barrio en los suburbios de la identidad, barrio que anula los nombres –Chico A, Chico C– para hacernos sangre anónima y suya. Nada más importa “pero el barrio… Lo que importa es el barrio”, dice Agustín Márquez en un pasaje del libro. Y así, su arañazo es blasón que exhibimos con  orgullo de clase y revisitamos el barrio que un día tal vez abandonamos, que el progreso ha desvirtuado ya, pero que guarda su esencia en las aceras cuyo cemento mudo, pero cómplice, nos convoca a volver, de nuevo, a la última vez que fue ayer.

lunes, 17 de junio de 2019

449. La hijastra del aire



En el pasquín de mano que se reparte en el Teatro de la Comedia antes del inicio de La hija del aire, Mario Gas, su director, dice lindezas como la que sigue: “lo que queríamos hacer era una pieza escénica, no un acto de lectura que obligase a volver la página para desentrañar un verso: algo que fuese inteligible para el espectador”. Ya antes Benjamín Prado, a cuyo cargo ha quedado la versión de la obra, nos advertía que había cambiado 9 de cada 10 palabras del texto original.
Vayamos por partes. La afirmación de Mario Gas incurre en dos graves errores. El primero es dar por sentado que el público que acude a ver una obra de Calderón es tonto o que, al menos, no reúne la suficiente capacidad para entender el texto. Dicho de otro modo, la supuesta condescendencia que Mario Gas esgrime para hacernos más cómoda la obra deviene, sin él quererlo, en un puro insulto a la inteligencia del espectador, como si a los que acudimos a una representación del siglo XVII nos tuvieran que adaptar los clásicos al igual que se le hace a cualquier estudiante de la ESO. El segundo error estriba en que es precisamente la Compañía Nacional de Teatro Clásico la que se erige en depositaria de la preservación de los textos áureos. Cuando se acude al estreno de sus obras se hace con la esperanza de hallar en la Compañía el último bastión que resista a los embates de las adaptaciones, de las versiones modernas o de las experimentaciones. El público de la CNTC desea el texto original porque no halla en la restante oferta dramática nada que salvaguarde el purismo de las obras. Las adaptaciones son legítimas pero lo son en otra compañía, no en la CNTC, porque si ésta también se sube al carro de las adaptaciones ¿qué nos queda ya de la obra primigenia salvo los sucedáneos?
Respecto a las palabras de Benjamín Prado, si no fuera porque, por lo poco que sé de él, se mueve siempre en el terreno de una grata moderación, pareciera que eso de cambiar 9 de cada 10 palabras de la obra rayara en la jactancia, porque no me dirán ustedes que enmendarle la plana a Calderón no tiene su punto de osada vanidad. Pero concedámosle el beneficio de la duda porque, a la postre, Benjamín Prado obedecía solo al encargo que se le había encomendado. Eso sí, el riesgo de tanto cambio es que hay que estar más atento a la unidad del texto. Digo esto porque existen parlamentos que remiten a pasajes de la obra que debían haber aparecido con anterioridad y que, directamente, estos no existen porque Prado los ha eliminado, subvirtiendo la comprensión del texto, justamente lo que se pretendía evitar con la adaptación. Esos errores en los correferentes textuales son imperdonables. También existen errores de contenido, como aquel en el que se dice que la madre de Semíramis fue servidora de Venus en lugar de serlo, como reza el original, de Diana, lo que es un total contrasentido para la comprensión del argumento. Y no es entendible tampoco, la eliminación del personaje de Chato.
Y ya ven lo que ocurre. Que con tanta adulteración, ya casi no queda espacio para hablar de la obra. Las más de 500 palabras que llevo escritas hasta aquí podrían haberse usado mejor para analizar el montaje y ahora estaríamos hablando de teatro y no de otras cosas. Es lo que hay. Y lo que hay es lo de siempre, que el elenco de la CNTC es tan maravilloso que sutura los errores de su director y de su adaptador. Marta Poveda está, como siempre, sublime, aunque el timbre de su voz no alcance a recrear con contundencia a la Semíramis tiránica de la segunda parte de la obra. Preciosismo formal en la puesta en escena, con el decorado proyectando relieves del arte babilónico, aunque mal asunto cuando se necesita tanta performance digital para suplir otras cosas. La CNTC nunca defrauda, claro, pero quisiéramos que la hija de Calderón fuera eso, su hija, y no la hijastra de otros. Porque siendo hija de Calderón, lo será también del aire que alienta la eternidad. Y lo demás es humo.

lunes, 10 de junio de 2019

448. Enseñar Literatura desesperadamente



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La fotografía que acompaña a este artículo es una captura de pantalla de la web del CEFIRE (Centro de Formación, Innovación y Recursos Educativos), dependiente de la Consejería de Educación de la Comunidad Valenciana, el equivalente, por ejemplo, a lo que sería el CRP (Centro de Recursos Pedagógicos) en Cataluña. En su oferta de cursos para la formación permanente del profesorado llama la atención uno de los talleres, cuyo título reza literalmente: “Profesorado desesperado ante adolescentes disruptivos: estrategias de actuación”. Al principio pensé que se trataba de una broma pero no: el adjetivo “desesperado” aparece, efectivamente, en la página oficial. No me digan que no parece un chiste. Ya ni siquiera se redactan los títulos de los cursillos con aquella asepsia que da el lenguaje técnico especializado de la Pedagogía y que, al menos, dignificaba a la profesión y transmitía algo de seriedad. Ahora metemos directamente el adjetivo “desesperado” con ese victimismo tan propio del gremio, como si en lugar de abordar el asunto con el rigor profesional que se espera de nosotros, acudiéramos al taller como quien acude a la consulta del psicólogo o a una de esas terapias de grupo: “hola, me llamo Fulanito y confieso que soy un profesor desesperado ante los alumnos disruptivos”. No me quiero imaginar si la oferta de ese taller, tal cual está redactado, llegara al conocimiento de esos adolescentes díscolos, si estos supieran que tienen tal poder sobre sus profesores que hasta existen cursos que hablan en sus títulos de “desesperación”. Cómo se crecerían esos estudiantes ante tamaña demostración de debilidad por nuestra parte.
Pero es signo de los tiempos. En los 16 años que llevo ejerciendo, casi nunca me he topado entre la oferta de cursos para la formación del profesor, uno solo que incidiera en los conocimientos de la asignatura que imparto. Si quería crecer como profesor de Literatura y profundizar en la materia, más allá de la formación recibida en la carrera, debía hacerlo de forma autodidacta (de lo que –ojo– no me quejo y que he abordado con el entusiasmo de quien ama la disciplina que enseña)  o pagar por los seminarios que ofrece la universidad. Porque si acude uno a la oferta de las consejerías de educación, toda ella está llena de mandangas psicopedagógicas de orientadores y demás ralea de la rémora educativa.
Miren, yo me metí en esto para enseñar Literatura, no para enseñar modales al personal ni tratar con protodelincuentes. Para eso, las Consejerías educativas y sus inspectores (esos desertores de las aulas que salieron por patas a tiempo y que no tienen ni repajolera idea de lo que se cuece en las trincheras pero que luego quieren aleccionarte con gilipolleces como la gamificación) deberían llenar las plantillas de los institutos con trabajadores sociales (la mayoría de los cuales están en el paro) que sí saben tratar, porque esa es su especialidad, a estos alumnos a los que se las trae al pairo Garcilaso porque tienen al padre en la cárcel o en su casa se trafica con drogas. Así que el cursito de marras que lo hagan los padres del chaval, que para eso es hijo suyo, no mío.
Porque sí, yo soy también un profesor desesperado. Desesperado porque la educación ya es de todo menos instrucción. Desesperado porque los infames planes de estudio no me permiten más que pasar de soslayo por la Generación del 27 (y gracias); desesperado porque no puedo leer con mis alumnos las lecturas prescriptivas en clase y orientarles y darles las claves de su interpretación porque necesitaríamos una hora más para que eso fuera posible; desesperado porque la administración se gaste una pasta solo en los alumnos que no quieren estudiar y arrincone a los que sí tienen inquietudes. Así que si me dejan, señores inspectores de americana y corbata, yo quiero enseñar Literatura. Desesperadamente.

lunes, 3 de junio de 2019

447. Mi amante Vila-Matas


 

No sé si estoy enamorado de Vila-Matas o no. Enamorado estoy, yo qué sé… de Luis Landero, por ejemplo. Pero con Vila-Matas no lo tengo claro. Y, sin embargo, de vez en cuando, ya ven, engañaría a mis grandes amores literarios con Vila-Matas, pasaría con sus libros una noche de amor desenfrenada, me abocaría al excitante vértigo del adulterio libresco y, luego, al alba, abandonaría clandestino el lecho donde se obró la deslealtad y volvería, culpable, al tálamo de la literatura ordenada, doméstica, apacible y feliz. Porque Vila-Matas es otra cosa. Y ya sé que es esa una vaguedad inaceptable para una reseña literaria, pero es que es en la imprecisión de ese sintagma donde radica precisamente el magnetismo irrefrenable que me conduce al pecado. Sí. Vila-Matas es otra cosa. Y no sólo porque sea el escritor metaliterario por antonomasia de nuestras letras, sino, también, porque hay en la manera de hacer fluir su prosa, una turbación lectora, casi hipnótica, que nos obliga a cederle nuestra mano para que nos conduzca, sumisos y extrañados, por entre esa bruma insensata que da título a su último libro.
Esta bruma insensata (Seix Barral) es, ante todo, un canto al maravilloso sortilegio de la intertextualidad. Simon Schneider es un hokusai, un abastecedor de citas literarias que nutren los libros de un escritor de éxito, que permanece oculto de la vida pública, a lo Pynchon. El mismo libro está preñado de citas que van vertebrando el relato y que tratan de demostrar que la tan ponderada originalidad no es más que un intento vano de vindicación literaria, pues todo escritor es heredero indirecto de lo que otros han dicho ya antes. Aparece también la consabida tensión vilamatiana entre la literatura como salvación o la renuncia a la escritura. Y hay una crítica al mercantilismo literario, del que, culpable, se siente depositario involuntario el exitoso escritor de marras, cuando, por ejemplo, se dice: “Cuando uno lo que hacía era vender sus éxitos y convertirlos en una mercancía y cuando en lugar de un espacio de reflexión literaria afloraban sólo los elementos de exportación de unos textos convertidos en los productos que escribía un tipo invisible, uno acaba convirtiéndose en una marca”. Simon, en cambio, desde su vida anodina de servidumbre al gran escritor, se siente el orgulloso custodio de la literatura de verdad, atesorada en su archivo de citas, auténtica resistencia de esa literatura que corre peligro de extinción amenazada como está por la tiranía del éxito fácil y del beneficio económico al que se prostituyen las editoriales poderosas.
Existe también en la narración lo que Vila-Matas llama  “la energía de la ausencia”. Simon acaba de perder a su padre y, paradójicamente, es el vacío el que cataliza la naturaleza palpable de la pérdida. Pero ésta es extrapolable también a un tiempo periclitado, que parece residir entre las ruinas de las citas literarias que Simon capitaliza, que son, ellas también, la “energía de la ausencia” de los que le precedieron y de una forma de hacer literatura que camina hacia su ocaso. El esperado encuentro entre Simon y Gran Bros, que así se hace llamar el gran escritor al que aquel surte, dará pie a la confrontación de dos formas de entender la creación literaria, que es también la expresión de dos formas de entender la vida, no siempre antagónicas. Con el telón de fondo de los hechos de octubre de 2017, en Cataluña, con la proclamación fallida de la barataria catalana, la ficción política parece contribuir a esa suerte de irrealidad sobre la que transita todo el relato. El lector adúltero, entonces, se deja llevar, ebrio, de la mano, hasta la alcoba de las páginas y consuma su flaqueza. Yo no quería. Fue solo un capricho. No volverá a pasar. Y una voz interior dice escéptica: insensato… Como la bruma de Vila-Matas. Mi amante literario.

lunes, 20 de mayo de 2019

446. De toses, caramelos y móviles

@Josep Aznar


¿Qué es la vida? Una sión, una sombra, una ción, y el yor bien es queño, que toda la vida es eño y los eños eños son. ¿No es verdad, gel de mor, que en esta apar orilla más pu la lu brilla y se pira jor? Ser o no ser esa es la tión.
No. No es que a este articulista le haya dado hoy por mutilar las palabras ni hay ningún problema con las rotativas del periódico ni sufre usted algún tipo de afasia, no se apure. Tampoco estoy reproduciendo alguna suerte de versión dadaísta de Calderón, Zorrilla y Shakespeare. No. Es la jodida tos del espectador de la fila de delante que profana inmisericorde el punto álgido de los monólogos de Segismundo, de don Juan y de Hamlet. ¿Qué digo? Es la jodida tos de ese espectador y del espectador del palco corrido y del espectador del anfiteatro y hasta la jodida tos del apuntador y del técnico de iluminación. Es la jodida tos universal. Es el concierto de fin de año de la tos, con toda su polifonía tosuna: la tos aguardentosa, la tos expectorante, la tos asmática, la tos espasmódica, las mil y una modalidades recogidas en el vademécum de la tos inoportuna. Aparte de jorobarte el esperado momento de los monólogos, uno siente, además, que todas aquellas toses van a inundar el patio de butacas de virus pululantes que amenazarán con introducirse en tus fosas nasales y entonces se deja de respirar, que es lo que habría que hacer reverentemente cuando empiezan los monólogos, pero yo no, yo no dejo de respirar por el arrobo de las palabras clásicas, yo dejo de respirar por si se me meten los virus del espectador en la nariz y me llegan a los pulmones y me generan una bronquitis aguda y ya no puedo asistir más a una obra de Calderón. Hipocondríaco que es uno. Y así no se puede asistir a una pieza de teatro. Pero entonces llega el horror. ¡El horror! ¡El horror! Estoy seguro de que, en su agonía, Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas, pronunciaba esas palabras pensando en… pensando en las jodidos caramelos. Porque los tosedores profesionales, boicoteadores consumados del teatro, tienen en sus bolsillos todo un arsenal de caramelos de menta para solucionar el problema de la tos. Cabrón, si sabes que estás con la tos no vengas. Si ya traes los caramelos preparados porque sabes que nos vas a dar la noche. No vengas. Cédele tu entrada a algún conocido sano o revéndela por ahí. No vengas. Pero vienes. Y desenvuelves con infinita parsimonia el envoltorio del caramelito y ahora ya no son solamente las toses, ahora son también los caramelos que se acoplan a las toses en la orquesta de la madre que os parió a todos.  Y cuando ya nada puede ser peor suena la melodía de un móvil, que mira que avisan que hay que desconectarlos antes de la función. Pues no. Siempre hay un abuelo que no sabe cómo ponerlo en silencio al que le suena el móvil. ¡Y contesta el muy majadero! Y entonces los pocos que se escandalizan por la ocurrencia del anciano, empiezan a reprobarle su actitud chistando con la boca para pedirle silencio. Y ya estamos todos: las toses, los caramelos, el imbécil del abuelo y los chistadores indignados. El puto mercado de Bonavista. Y lo que no entiendo es cómo Segismundo no decide marcharse a la cueva otra vez, ahí os quedáis cretinos; o cómo don Juan pasa del discursito amoroso y se tira a doña Inés (es que no me dejan con el protocolo Inés, es que no me dejan); o cómo Hamlet no coge la calavera y la arroja contra el patio de butacas para descalabrar a tanto majadero. Y telón.