lunes, 24 de febrero de 2020

476. '¿De quién es la culpa?'



Decía Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, que "los libros se aluden unos a otros: se invocan, se refutan, se amplían, tienden entre sí puentes invisibles…". Buena prueba de ello es ¿De quién es la culpa? de Sofia Tolstaia, mujer culta y políglota, que recibió una educación humanística pero que vivió a la sombra de su esposo Lev Tolstói. Su obra nace como respuesta a la breve novela Sonata a Kreutzer (1889) en la que Tolstói aborda temas que él convierte en espinosos como el matrimonio, las relaciones sexuales, la familia y el amor entre hombres y mujeres. Sofia Tolstaia, además de encargarse de las labores domésticas y del cuidado de los hijos, copiaba y corregía los manuscritos de su esposo, haciendo una impecable labor de edición y de traducción. Cuando finalizó la lectura de Sonata a Kreutzer quedó horrorizada por las ideas que se plasmaban en ella. Pózdnishev, el protagonista, relata a un compañero de viaje, su vida desde su juventud hasta su matrimonio para justificar el asesinato de su esposa. Defiende que los hombres no pueden sentir amor sino únicamente deseo carnal, por lo que los matrimonios están abocados al fracaso. Asimismo, culpa a las mujeres de la depravación masculina pues, conscientes de su inferioridad social y espiritual, optan por dominar al hombre haciendo uso de sus armas de seducción. El protagonista detalla el deterioro de su relación de pareja, las frecuentes discusiones y  la aparición de los celos cuando su esposa entabla una amistad con un músico. Arrebatado por unos celos desmedidos, sesga la vida de su mujer cuando la encuentra cenando con dicho amigo.
Como decíamos, Sofia Tolstaia se sintió indignada puesto que interpretó esta obra como un ataque público contra ella. Por ello, decidió escribir una respuesta literaria tan solo dos años después de la publicación de la obra de Tolstói. Ahora bien, prefirió que su texto permaneciera inédito y viviera más de un siglo al cobijo de las páginas de unos cuadernos escolares. Por fortuna, en 1994 ¿De quién es la culpa? fue publicada por primera vez en la revista rusa Oktiabr y ahora es la editorial Xordica la que da voz a Sofia y la que permite a los lectores hacer una interesante lectura comparativa de ambas obras, hasta el punto de que se puede afirmar que es una misma historia narrada a dos voces, desde la óptica femenina y masculina.
La novela de nuestra autora relata la vida de Anna, su historia de amor con el príncipe Prózorski, su matrimonio, su infelicidad y su amistad con Bejmétev, hecho que desata los celos de su marido y que supone su sentencia de muerte, pues acaba siendo asesinada a manos de este. Los paralelismos entre la vida real de Sofia Tolstaia y su heroína de ficción son más que evidentes. Ambas eran mucho más jóvenes que sus esposos, Sofia y Anna pasaron de la más ferviente admiración por Tolstói/Prózorski a la desilusión al conocer  su pasado disoluto (no olvidemos que Sofía leyó los diarios del escritor ruso a petición de este antes de casarse y en ellos se hablaba de la gonorrea que contrajo al mantener relaciones con una prostituta). Las dos vivieron de manera traumática las relaciones sexuales, pues no hallaron en sus esposos la delicadeza y la comprensión necesarias para unas niñas: "mamá me dijo que tengo que consentir y no sorprenderme por nada… Bien, que así sea… Pero… Dios mío, qué horrible y… Qué vergüenza, qué vergüenza…". Su idílica idea de un matrimonio feliz ("antes que nada, es necesario el amor, uno más elevado que todo lo terrenal, un amor ideal…"), basado en la pureza de sentimientos y en la implicación absoluta de ambas partes, pronto se vio emborronada por la cruda indiferencia de sus cónyuges,  quienes las castigaban con constantes cambios de humor, desaires, desplantes y con una incomprensión absoluta que las lleva a sentirse desorientadas en una sociedad que las condena al ostracismo. Durísimas son las palabras de Anna a este respecto: "«¿Es este el destino de la mujer?, pensaba Anna. ¿Poner el cuerpo a disposición de un niño de pecho y luego del marido? Uno detrás de otro, ¡siempre! Pero, ¿dónde está mi vida? ¿Dónde está mi yo? (…) No tengo una vida propia, ni terrena ni espiritual»".
En este estado de anulación, autora y personaje vislumbran un pequeño refugio en la sincera amistad con unos hombres que las escuchan, las respetan y con los que comparten aficiones artísticas. Son, pues, los antagonistas de sus esposos que se han convertido en unos extraños para ellas. He aquí una de las tesis principales que Sofia Tolstaia quiso defender con su obra: la posibilidad de un amor sincero, puro, alejado de la sexualidad, entre hombres y mujeres.
Con ¿De quién es la culpa? Sofia Tolstaia plantea una pregunta cuya respuesta parece evidente a todo lector de nuestra época y constituye un moderno alegato de los derechos de las mujeres y de su posición en la sociedad, en la familia y en la historia. Es bien conocido el carácter complicado de Lev Tolstói, que se vio agravado por la crisis espiritual y existencial que vivió en la década de 1870, y que estoicamente aguantó su esposa, preocupada hasta el último momento por el bienestar de su familia y por el legado literario del genio ruso. Me apena pensar que Tolstói no pudiera leer las demoledoras confesiones que Sofia escribió en Mi vida y en otros textos y que no pudiera rectificar sus comportamientos tan poco honorables, indignos de un genio creador como él. En mi estantería descansan juntos Lev y Sofia, por si el milagro de la literatura permite un diálogo bilateral, recíproco y respetuoso que tienda un sólido puente de  amor sincero y puro entre ellos. ¿Por qué no?

lunes, 17 de febrero de 2020

475. Una década de 'El cura y el babero'



El próximo sábado esta columna cumplirá una década en las páginas del Diari de Tarragona. Todavía recuerdo aquel primer artículo, una evocación de los tranvías que luego conecté literariamente con el Tranvía a la Malvarrosa de Manuel Vicent. Me habían limitado el espacio a apenas 1600 caracteres y tuve que hacer un verdadero encaje de bolillos para que el texto cupiera en aquel molde. Hoy disfruto de casi 4000. Para el nombre de la sección había propuesto algunos títulos que ahora me sonrojan: «Florilegio / ramillete / silva literaria»; «Feliz miopía»; «El espía del Parnaso»… Tras aquella lamentable terna también proponía «El cura y el barbero» remitiéndome al famoso escrutinio literario del Quijote. Afortunadamente, Antoni Coll me convenció para proponer el título cervantino que hoy y desde hace 10 años encabeza la columna. Fue precisamente Antoni Coll quien me propuso colaborar con el periódico después de conocer los artículos que Beatriz Pastor y yo publicábamos en un blog literario que recién comenzaba su andadura y que habíamos titulado con un verso de San Juan de la Cruz, «Cesó todo y dejéme», en referencia al rapto místico que nos producía el ejercicio de la lectura. En enero de 2010 salía yo ufano del despacho de Josep Ramon Correal, a la sazón director del Diari, con el compromiso de realizar quincenalmente reseñas de novedades literarias. Pronto Isaac Albesa, entonces jefe de cultura, me sugirió una periodicidad semanal y el aumento de la extensión de los textos. La sensación que más recuerdo de aquel enero memorable, al salir del despacho de Josep Ramon, era la de sentirme parte de la ciudad. Ascendía feliz la Rambla Nova en dirección al Balcón del Mediterráneo y me sentía integrado con ella. Más allá de la tonta vanidad de verse uno en letra de molde, durante aquel paseo feliz hacia el mirador sobrevolaba la idea, mucho más hermosa, de formar parte de la gente, de solazar la pausa laboral de los trabajadores en las cafeterías, de acompañar la paz beatífica de los jubilados, de conversar con los docentes en las salas de profesores, de entretener el hastío de los convalecientes de los hospitales. Ascendía la Rambla y me sentía multiplicado y partícipe de las bellas fachadas de los edificios que flanqueaban mi camino, de los negocios, de la tremolina matutina en cuyo engranaje era yo una pequeña rueda dentada que colaboraba en la gran maquinaria de la vida desde la literatura. Sentirme uno más en la ciudad no era una experiencia baladí. Desde la patria chica de mi barrio de periferia, un barrio de emigrantes siempre exiliado de la capital, la asunción de mi identidad tarraconense fue una novedad y un suceso fundacional para mí.
La columna siguió su curso y su propósito inicial fue modificándose. De ser una sección que debía reseñar las novedades literarias, acabó convirtiéndose, sobre todo, en un espacio de reflexión y en un campo de entrenamiento que abonaba mi vocación creativa y literaria. Comoquiera que no podía leerme un libro cada semana para las reseñas, escribía artículos de transición para ganar tiempo entre lectura y lectura. Al final, aquellos artículos que ocupaban los intervalos de las reseñas, acabaron siendo la seña de identidad de la columna, más incluso que las críticas de libros. A «El cura y el barbero» le debo yo la disciplina de la escritura, una regularidad que me ha mantenido una década en contacto con la palabra de manera ininterrumpida y que ha facilitado la forja de una voz y estilo propios con los que sentirme seguros en mi vocación de escritor. También le debo la lectura constante, el aprendizaje y el conocimiento de personas que han sido para mí modelos del oficio y ejemplos de virtud estética y moral. Después de 10 años y de casi medio millar de artículos, uno nunca sabe si ya ha ofrecido todo lo que tenía que ofrecer y si «agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira» y que, por lo tanto, va siendo ya hora de decir adiós y de dejar de darles la tabarra. Pero mientras lo pienso, aquí andaremos la semana que viene con alguna nueva bagatela, y el cura y el barbero les agradecerán, como siempre, su compañía. Gracias.

A Antoni Coll

viernes, 14 de febrero de 2020

474. Gorriones



Siempre he pensado que la avecilla que le cantaba al albor al famoso prisionero del romance, aquella que le servía al cautivo para conocer desde su celda si era de día o de noche, era, en realidad, un gorrión. Así debió de pensarlo también Miguel Hernández cuando escribió su cuento inacabado en la cárcel de Alicante. Ahora el prisionero era él. El poeta oriolano llamó a su héroe alado con el sonoro nombre de Pío-Pa. El gorrioncillo hace su epifanía en el ventanuco del calabozo y entonces Miguel, que sabe que lo van a matar, escribe una carta que anuda con un jirón de su camisa en el cuello de Pío-Pa. El gorrión tiene la misión de entregar la nota a su mujer, allá «en la región más soleada de estas tierras». Antes de presentarnos a Pío-Pa, Miguel Hernández escribe un precioso prefacio sobre los gorriones que no puedo dejar de reproducir: «Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio del torvo mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable». ¿Verdad que es hermoso? Anden, léanlo de nuevo antes de proseguir. Así me dan tiempo a recrearme a mí en el gorrioncillo que se acaba de posar en el alféizar de mi ventana. ¿Creerán ustedes que se trata una licencia literaria de quien esto escribe? ¡No! Ahí está dando saltitos sobre sus pequeñas patas, sin saberse observado, todo pluma y corazón. Y no puedo dejar de mirarlo. En mi infancia yo amanecía todas las mañanas con el canto de un gorrión que había anidado en el tambor de mi persiana. Uno se hace niño observando gorriones. ¿Ya acabaron con el texto de Miguel Hernández? Pues venga, más gorriones. Seguramente el autor que más haya escrito la palabra «gorrión» en sus novelas haya sido Miguel Delibes. Todas sus novelas están repletas de ellos. A mí siempre me viene el recuerdo de aquellos gorriones de La sombra del ciprés es alargada que «piaban desaforadamente desde los aleros pidiendo algún alimento para no sucumbir en aquellas jornadas blancas y heladas» de Ávila. Juan Ramón Jiménez se quedó a solas con Platero y los gorriones, y los observaba beberse un «un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo» para después reflexionar sobre la libertad y la humildad que estos representan. Catulo envidia al gorrión que le ha regalado a Lesbia, pues esta lo mima en su regazo, y Safo invoca a Afrodita, que aparece en su carro tirado por gorriones. Pablo Neruda evocó en su poema «Muerte y persecución de los gorriones» la decisión de Mao Tse-Tung de eliminar  todos los gorriones de China por considerarlos perjudiciales para las cosechas de grano. Tal política alteró la cadena trófica del país, hasta el punto de que fueron los insectos, como las langostas, que campaban a sus anchas sin sus predadores, quienes acabaron con el trigo del país provocando una gran hambruna. Neruda trasciende la anécdota para denunciar el régimen totalitario.
La SEO/Bird Life afirma ahora que en la última década han desaparecido en España unos 30 millones de gorriones. El cambio climático, la contaminación, la hostilidad urbana o los nuevos depredadores, entre otros factores, están contribuyendo a su paulatina extinción. Miguel Hernández no pudo terminar su cuento sobre Pío-Pa. Y esa página en blanco que aparece en todas las antologías cerrando el cuento inconcluso parece ahora una metáfora del cielo yermo de los gorriones. Y al levantar la vista de mi ordenador compruebo que el gorrioncillo de mi alféizar ya no está.

lunes, 3 de febrero de 2020

473. Jojo Rabbit



Merece la pena acercarse a los cines para ver Jojo Rabbit, la última película del director y guionista Taika Waititi. Como casi siempre (¿qué le ocurre a la imaginación de los guionistas en los últimos tiempos?) la cinta está inspirada en un libro. Se trata de Caging skies, la novela de la escritora belgo-neozelandesa Christine Leunens, publicada en 2008. En España la ha traducido Claudia Conde para Espasa con el título de El cielo enjaulado. Criadora de caballos, modelo para las revistas Vogue y Marie Claire y para diseñadores como Paco Rabanne, actriz de publicidad y guionista, entre otros oficios, la polifacética Leunens se dio a conocer como novelista con Primordial Soup en 1999. En su ascendencia familiar destaca la presencia de su abuelo, el flamenco Guillaume Leunens, artista del metal, cuyos avatares biográficos dan para otra película, entre ellos su  cautiverio en un campo de trabajo nazi. El abuelo de la escritora influiría, claro está, en la posterior producción narrativa de su nieta.
El protagonista de Caging skies es Johannes, un niño austríaco de 11 años que asiste a la anexión de su país como provincia del III Reich, el llamado Anschluss de 1938. En la novela se hace alusión al referéndum que aprobó dicha anexión por abrumadora mayoría y el niño es testigo de las arengas de Hitler desde su tribuna en una Heldenplatz abarrotada. Uno de los puntos de interés de la novela estriba en el testimonio de la incipiente barbarie desde los ojos inocentes de un niño de 11 años. Para Johannes, las esvásticas de las banderas se asemejan a molinillos que parece que van a empezar a girar en cuanto sople el viento. También se deja llevar por la grandiosidad de la estética nazi. No se extraña de que en los colegios se sustituyan los libros por los ejercicios gimnásticos porque el III Reich le necesita y a Johannes nunca antes le habían dicho que lo necesitaban para nada. Pronto descubrirá con estupor que sus padres esconden en la casa a una niña judía de la que acabará enamorándose. Tras acabar la guerra con la entrada de los aliados, todo el libro se centrará en las mentiras que Johannes, huérfano ya durante la contienda, se inventa para hacer creer a la chica judía que la guerra la han ganado los alemanes y que, por tanto, no puede abandonar su escondite. Es su manera de retener junto a él el único arrimo afectivo que le queda.
La película, rodada en Praga, y no en Viena, respeta la ternura del texto de Leunens pero carga las tintas en la parodia de las delirantes teorías raciales nazis que en el libro solamente aparecen barnizadas por la sutil ironía del narrador. Waititi, que también aparece como actor, interpretando al Hitler que el niño usa como amigo imaginario, incorpora a la historia las divertidas excentricidades a las que nos tiene acostumbrado el director neozelandés. Por otro lado, la parte en que Johannes miente a su huésped judía se resuelve en la película con apresuramiento, mientras que en la novela parece formar parte del núcleo argumental. En ese sentido, es significativo el prólogo de la novela, donde la autora reflexiona filosóficamente sobre la mentira: «El riesgo de mentir no estriba en que las mentiras sean falsedades y, por tanto, irreales, sino en que se vuelven reales en la mente de los demás. Escapan de la mano del mentiroso como semillas liberadas al viento y germinan con vida propia en los sitios más inesperados». En cualquier caso, ambos, película y libro, se complementan mutuamente. La película aligera el drama del libro, a veces de forma irreverente, otras de manera muy respetuosa, y el libro permite ahondar de forma seria en aquellos aspectos que la película elude. Eso sí, en algo ambos formatos están de acuerdo: en darle la patada en el culo al señor ese del mostacho.

lunes, 27 de enero de 2020

472. El coronel sí tiene quien le escriba



Querido coronel:
Lamentamos enormemente la demora de 64 años con que esta carta llega ahora hasta sus manos. Discúlpeme si evito con usted el farragoso lenguaje administrativo pero esta carta no puede ni debe someterse a las formalidades burocráticas de rigor. Bastante ha sufrido usted la lenta maquinaria del Estado como para que no le respete ya ni la gramática. Hacinados sobre el escribanía de este funcionario, tengo todas las solicitudes que ha ido reclamando sin fruto durante años para la obtención de su pensionado. Todo es correcto: el certificado que demuestra su concurso en nuestra Guerra de los Mil Días al servicio del coronel Aureliano Buendía es totalmente legal. Temo, eso sí, que mi respuesta llegue algo tarde. En 1956,  año del último dato del que dispongo, usted afirmaba que llevaba esperando el pensionado durante 15 años y que ya llevaba usted sobre la negra tierra unos 75. Eso significa que la carta le ha llegado al cumplir usted 139 años. ¡Qué longevidad la suya, amigo coronel! Al principio pensé ya desistir pero el acta de defunción que obra en mi poder es algo ambiguo y no deja claro su deceso. El escribano que lo redactó afirma que el coronel no ha muerto porque los clásicos nunca mueren. Me pareció una licencia poética algo manida que debió de escribir el notario en un momento de emoción. Pero lo que sí que es cierto es que hay cientos de testigos que dicen haberle visto a usted en los teatros de toda España contando su historia y utilizando el heterónimo de Imanol Arias. También hay un documento de un tal Gabriel García Márquez del año 1961 donde se narran sus vicisitudes y algunas entrevistas en las que el llamado «Gabo» asegura que su historia está inspirada en la de su abuelo Nicolás Márquez y que todo surgió al contemplar en el puerto de Barranquilla a un hombre esperando el correo que traían las lanchas. También afirma el tal impostor que escribió lo que él llama novela durante su estancia en París, mientras –él también– aguardaba el dinero con su sueldo de corresponsal de El Espectador, el periódico colombiano cerrado por la dictadura de Rojas Pinilla. La gente ya no sabe qué inventarse para hacerse famosa a costa de héroes como usted. El caso es que me he puesto en contacto con un criticucho de un periódico de provincias, amigo mío, para que me diera fe de eso que dicen de que está usted haciendo bolos por España con el falso nombre de Imanol Arias y me cuenta este amigo que sí, que es verdad, y que lo ha visto a usted bien lozano para llevar a sus espaldas casi 140 años. Eso sí, me dice que, está usted algo sobreactuado haciendo de sí mismo. Que él esperaba a un viejecito vulnerable, apocado, con un buen fondo casi skarmetiano y se encuentra un gallito contestón más peleón que el gallo ese de su hijo Agustín. También dice que le vio algo falto de ritmo, demasiado moroso; que sobran las rancheras mexicanas (¿para qué diantres pone usted rancheras mexicanas en una historia colombiana?) y que obvia usted momentos relevantes de su biografía, como aquel día en que decidió no vender el gallo al mezquino Sabas porque, viniendo de la gallera, sintió la aclamación del pueblo y se visitó usted con las galas de la dignidad. Me dicen también que los viejitos de Bilbao han hecho suya su causa y la han extendido por toda España y que usted les hizo un guiño en su espectáculo. ¡Qué nobleza la suya, coronel! En fin, no quiero entretenerlo más. Con esta carta, tan largamente esperada, recibe usted al fin la pensión que se le adeuda. No ha sido fácil reunir los intereses que se le deben con carácter retroactivo. Pero han contribuido con las arcas de la Hacienda pública muchas personas solidarizadas con su situación tras haber leído la historia que sobre usted cuenta el escritor ese de Aracataca. No, si al final tendrá usted que agradecerle algo al tal Gabriel García Márquez.

lunes, 13 de enero de 2020

471. Este no es otro artículo sobre Galdós.



Mantengo una relación de amor-odio con las efemérides, sobre todo cuando homenajean a alguno de los escritores a los que amo. Por un lado, lo rescatan del olvido, reivindican su figura, actualizan los estudios críticos y, aún más importante, predisponen a los lectores a releer sus libros o a leerlos por primera vez. Sin embargo, y esto responde casi más a un fetichismo maniático y patológico que a otra cosa, me desagrada ver a «mis» escritores manoseados por todo el mundo, casi prostituidos por los órganos gubernamentales, exhibidos en cartelerías publicitarias, aprovechados por el oportunismo de articulistas de medio pelo a quienes les salva la plana de hoy el escritor que apenas conocen, citados en los atriles parlamentarios por algún político semianalfabeto, utilizados por la productora equis de turno para sacar rédito económico a través de una serie televisiva, explotado por los editores y biógrafos que aguardan estratégicamente, alevosamente, sibilinamente, la fecha conmemorativa… En fin, para qué seguir.
Pero, repito, esta inquina mía por los aniversarios se debe a una sensación ficticia de expropiación de mis escritores, como si mis escritores fueran solamente míos y no pudiera soportar verlos andar de mano en mano y de boca en boca. Es lo mismo que ocurre con las muertes de los cantantes: al instante, las redes sociales se llenan de comentarios luctuosos, de vídeos y fotografías, de manera que el artista del que nadie ha hablado en años resulta que ahora es ídolo de todo el mundo. Es signo de los tiempos: hay que fingir que uno encaja en la rabiosa actualidad para no morir de proscrito. Por eso, cuando se me murió France Gall y la cosa apenas tuvo resonancia mediática, pude vivir mi luto y mi llanto en la privada intimidad de mi tristeza sin tener que compartirla con los que se apuntan de forma espuria a la quincalla de sus hipócritas elegías.
Este año se celebra el centenario de la muerte de mi queridísimo Galdós. Así que, tras lo hasta aquí dicho, ya se imaginarán ustedes el debate interno que me generan todos los actos programáticos que alrededor de su recuerdo se están llevando a cabo. A los que acostumbramos a leer a Galdós varias veces al año desde hace mucho tiempo, leales más allá de homenajes y efemérides, nos ofende la irrupción de determinados advenedizos que llegan ahora para descubrirnos quién fue don Benito. Alejados de los fastos, tratamos de seleccionar muy bien a quién debemos escuchar y a quién no cuando alguien habla del escritor canario (los galdosianos auténticos nos reconocemos enseguida) y asistimos con tierna complicidad al discurso de algún amigo incauto a quien han liado para participar del banquete literario. Pero ese es también su cometido: el amor a Galdós impone determinados sacrificios y siempre viene bien alguna voz autorizada que eleve de la ramplonería general y de los tópicos repetidos una y otra vez la remembranza de uno de nuestros autores más señeros. Tiempo habrá luego de conversar tranquilamente en el hogar de don Benito, que son sus libros, a salvo ya del ruido de ahí fuera, y de salvaguardarlo de los nuevos próceres. Algo así como esos creyentes que consideran accesoria toda la mediación ritualística y eclesial de las instituciones religiosas y hablan con su dios personal en la privacidad de su fe, de forma directa, franca y sin escenografías. Por eso este no es otro artículo que habla sobre Galdós. Es solo un acto de amor. Y si se quiere hablar de Galdós, dejémosle, sobre todo, hablar a él.

lunes, 6 de enero de 2020

470. Los escritores escriben




Los escritores escriben. Menuda perogrullada con la que nos sale hoy el columnista de provincias. Y sin embargo, de vez en cuando conviene recordarlo. Sí, los escritores escriben.
Y es que desde que la literatura se ha convertido en un negocio más (negocio, sobre todo, para distribuidoras, algunas editoriales y librerías; casi nunca para el escritor), los escritores han dejado de escribir para participar de todo el proceso mercantilista que exige la explotación del libro. Algunos deben hacerlo, incluso, por imperativo de los propios contratos editoriales, que incluyen en sus cláusulas el compromiso de participar, por diferentes vías, en la promoción de la obra. No es nada nuevo. Y tampoco resulta descabellado: la industria debe sobrevivir y también a muchos autores les interesa darse visibilidad. Pero con la incorporación a las estrategias de mercadotecnia de las redes sociales, el escritor ya no hace otra cosa. Como la competencia es, además, feroz (ferocidad en la cantidad, que no en la calidad), el escritor debe invertir su precioso tiempo en reivindicar su pequeña parcela de existencia. Como esos carteles de empresas publicitarias que encontramos a veces en los arcenes de las carreteras y que rezan: «¿Lo has visto? Entonces funciona» o «Si no te ven, no existes». Así las cosas, no importa si el libro es bueno o no. Lo importante es que se vea. Y así, el sufrido escritor no sabe que, después de dedicar unos años a su novela, tendrá que alargar en una coda espuria, el tiempo que debería estar invirtiendo en escribir otra novela. Hay que cuidar el blog, el Facebook, el Instagram, el Twitter, mantenerlos al día, dar cuenta de cualquier anécdota relacionada con el libro, renovar su contenido casi a diario –dos días sin aparecer y ya no existes– y tantas otras esclavitudes. Si, además, no se dispone del amparo de una editorial comprometida, el escritor no solamente ejercerá de publicista sino también de relaciones públicas: contactará con la prensa para conseguir un rinconcito en la página del periódico; enviará notas de prensa redactadas por él mismo; cuadrará calendarios con librerías o instituciones culturales para las presentaciones; se trabajará el cartel con que anunciará el evento; distribuirá su libro entre los críticos con la esperanza de que alguno le dedique una reseña; se recorrerá España y buscará hoteles a buen precio que compensen algo sus seguras pérdidas económicas, etcétera. Representante, secretario, diseñador gráfico, distribuidor, economista, chófer… De todo menos escritor. Añadámosle ahora las obligaciones del oficio habitual que le da el sustento y los deberes domésticos, y ya no tenemos escritor. Hablo claro, del escritor medio. Los gigantes tienen todo eso solucionado. Y, sin embargo, muchos de ellos se quejan también de ese ínterin nefasto que existe entre libro y libro donde no se halla momento propicio para recuperar el resuello que da la escritura, a la postre, lo único que los escritores saben y quieren hacer. Claro que, siempre existirá el escritor romántico que huirá de tales servidumbres y reclamará el ejercicio de la escritura per se, sin publicidad ni lectores. ¿Sin editorial? Si ese es el caso de algún prócer, piense que su quimera tiene menos mérito que el que se trabaja las promociones: pierde mucho menos dinero. Porque quien se dedica a esto no lo hace para volverse rico, sino para cumplir un sueño. También hay, claro, quien lo cumple a costa del sufrimiento de los lectores pero esa es otra cuestión.
Concluyamos, pues: el espacio del escritor es su escritorio. Mal asunto si algún escritor se siente más cómodo ante los focos que ante su mesa de trabajo. El escritor es siempre un tímido. Por ahí, es un pulpo en una cacharrería. Ante el papel, un audaz, valiente y aguerrido. Démosle entonces solamente papel y pluma. Porque el escritor escribe.

lunes, 30 de diciembre de 2019

469. 'Mujercitas'




El paso del tiempo y el paulatino desdén por las fuentes literarias originales probablemente hayan desvirtuado la novela que escribiera Louisa May Alcott en 1868. El edulcorante de las adaptaciones cinematográficas algo ha influido en ese desenfoque pero también otros factores asociados a las connotaciones afectivas y psicológicas. Para varias generaciones, Mujercitas ha constituido el albor de las primeras lecturas, aquellas a las que, por lo mismo, se las va ungiendo de una pátina sentimental con la que la memoria barniza, dulcificándolos, los recuerdos. Algunos de esos lectores precoces, además, tomaron la novela como acicate inspirador para su vocación como escritores, especialmente las mujeres, que vieron en la tenacidad de Jo, el modelo que debía romper con todos los prejuicios limitadores establecidos no solo sobre su sexo sino sobre las legítimas ambiciones de las clases más desfavorecidas. Todo ello, claro, imprime un sello idealizador que en no pocas ocasiones adultera el texto primitivo. Hasta el mismo título, Mujercitas, con su diminutivo cariñoso –así llamaba el padre de las cuatro hermanas a sus hijas– parece querer contribuir a la infantilización de la novela.
Por eso resulta tan reconfortante la última revisión que sobre el clásico de la autora estadounidense ha realizado Greta Gerwig para las salas de cine. Gerwig, que ya había sorprendido en su debut como directora con Lady Bird (2017), carga las tintas más sobre los temas que jalonan el libro que en los acontecimientos narrativos más o menos conocidos por todos los que se han familiarizado alguna vez con la novela de Alcott. Así, la cinta nos conduce por los aspectos menos amables del drama de las cuatro hermanas sin renunciar por ello a los motivos más reconocibles por el imaginario colectivo, como la inocencia vinculada a la infancia o la compasión que ejercen sus protagonistas. El resultado es un montaje indentificable pero firme en la denuncia de sus mensajes más o menos olvidados por los filtros nostálgicos sin perder nunca su remozado clasicismo. Si acaso, en algunas de las secuencias en las que de forma especular se ensartan los flashbacks con el presente, Gerwig ha podido caer en puntuales errores de verosimilitud que, por otro lado, no son lo suficientemente graves como para menoscabar su apuesta estructural.
Especialmente relevante, como no podía ser de otra manera, es el personaje de Jo, la «mujercita» escritora. Su vehemencia en su vocación va más allá de la mera pasión. El dinero que gana con los relatos que publica en los periódicos le permite sustentar a su familia pero además percibe en la literatura propiedades taumatúrgicas que atribuye a la primera curación de Beth. Cuando esta recae y muere, Jo pierde la fe en la literatura, que no soluciona los problemas radicales de la vida, y su derrota está a punto de convertirla en otra mujer adocenada que pulirá el resto de sus virtudes femeninas para el ornato social, como han hecho, claudicando de sus sueños, sus otras hermanas. Sin embargo, pronto conoce su equivocación y Beth resucitará entre las páginas de su nuevo proyecto literario (bellísimo, por cierto, el juego metaliterario del que hace gala la película). Finalmente, literatura y vida se imbricarán para que ninguna tenga que renunciar necesariamente a la otra.
El final de la película es para enmarcar. Toda la sucesión de secuencias en las que la novela, ya en la imprenta, va a adquiriendo su fisonomía de libro mientras la autora asiste al proceso del milagro, y la imagen en que, una vez el libro en el regazo de Jo, éste se funde con la estampa del recuerdo de sus hermanas que ya se han hecho inmortales entre esas páginas que ella sujeta junto a su corazón, es de una belleza que alcanza grandes cotas de emoción. Es así como Jo hubo salvado de nuevo a Beth y al resto de sus hermanas. Y a sí misma.

lunes, 23 de diciembre de 2019

468. Aligeraba la pesadumbre de vivir



Es solamente una opinión pero no creo que Señora de rojo sobre fondo gris sea, ni de lejos, la mejor novela de Miguel Delibes. Para ser honestos, creo que la publicación del libro respondió en su día menos a su interés literario que al hecho de ser una obra de Miguel Delibes cuando el escritor vallisoletano ya era, desde hacía tiempo, Miguel Delibes.
El libro se reduce a un mero anecdotario conyugal y a la experiencia dolorosa de la enfermedad, deterioro y muerte de su mujer, Ángeles de Castro, en ocasiones cargando demasiado las tintas en el detalle y el patetismo. Como ejercicio para exorcizar el dolor o como homenaje a su esposa la novela es, por supuesto, absolutamente legítima pero es precisamente esa circunscripción al espacio íntimo de su tragedia personal lo que menoscaba su interés literario. Las vivencias que narra Delibes en el libro no dejan de ser las mismas vivencias que podría experimentar cualquier persona que ha sufrido la muerte de un ser querido, y el inventario de esos sucesos concretos reducen a la esfera de lo privado lo que, por su propia naturaleza, albergaba la potencialidad de lo universal. No hay una reflexión profunda sobre la pérdida, el vacío, la soledad o la muerte que pudiera trascender el mero dato biográfico y alcanzar cierta altura filosófica y estética; hallar, en definitiva la sustancia por encima del accidente particular, si se me permite el remedo aristotélico. Si acaso, es salvable la configuración del personaje de Nicolás, trasunto del propio Delibes, su vulnerabilidad y tierno desamparo ante la muerte del pilar de su vida y el sentimiento de culpa al preguntarse si su dolor respondía verdaderamente a la dolencia de su mujer o a la falta de creatividad que él atribuye a esa misma enfermedad de su esposa, como una causa y su efecto.
Precisamente por eso, porque el texto de la novela no es el mejor de los textos, tiene todavía más mérito la excelente interpretación que José Sacristán realiza del narrador de la obra en el espectáculo que versiona el libro de Delibes y que actualmente está de gira por los teatros de nuestro país. El impecable acomodo de la voz a las fluctuaciones emocionales de la narración (desvalimiento, soledad, ira, evocación nostálgica, anécdotas humorísticas) permite al espectador transitar por todo el espectro de la profundidad humana ante el trance de la muerte. Hay en la actuación de Sacristán una consideración casi devocional por el recuerdo de Ángeles de Castro y de Miguel Delibes en la asunción del dolor, tan vivo, palpable, real, en cada uno de sus movimientos, gestos y expresiones, pero también un respeto reverencial por las palabras del escritor, que más allá de consideraciones estrictamente literarias son el legado de un hombre enamorado y abatido. Quizás por eso, cuando las toses y los móviles profanaban lamentablemente el monumento de la palabra, el actor demostró sus tablas con paciencia admirable interrumpiendo el hilo de su discurso o repitiendo algunas frases improvisando la discontinuidad del recuerdo y de la evocación como estrategia interpretativa. Convenía no manchar las palabras de Delibes para no privárselas al público por el incivismo de unos cuantos pero, sobre todo, para no privárselas a Delibes mismo.
En la novela, Delibes recuerda la frase dedicada a su mujer que le dijo Julián Marías el día de su recepción en la RAE : «con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir». Si a Delibes le pareció que aquella frase reflejaba exactamente lo que había sido su esposa, otro tanto podemos decir nosotros sobre interpretaciones como las de José Sacristán y sobre el arte en general. Sí: el teatro y la cultura aligeran también la pesadumbre de vivir.

A mis alumnos de Literatura del IES Jorge Juan, que leyeron la novela de Delibes, acudieron al teatro y no tosieron porque conocen la unción sagrada de la palabra

lunes, 9 de diciembre de 2019

467. Más Núria que Federico



A estas alturas no vamos a descubrir la excelencia artística de Núria Espert. A los que, por edad, no tuvimos la oportunidad de verla actuar en aquellas obras que granjearon su mitología viva, no nos hacen falta las palabras emocionadas y enteladas de nostalgia que refieren los que sí tuvieron la suerte de asistir a aquellos hitos inmarcesibles de nuestro teatro. A mí me bastó con verla en 2011 interpretando ella sola los versos shakesperianos de La violación de Lucrecia para saber que estaba ante una irrepetible diosa del escenario. En aquella representación inolvidable, Núria Espert, a sus 76 años, afrontó 75 gloriosos minutos ininterrumpidos en los que desplegó con una intensidad sobrecogedora –peligrosa, diría yo, hasta para su propia salud– toda la raza de ese animal herido de teatro del que hablan los más veteranos.
He vuelto a ver a la Espert tras aquella proeza de las tablas pero ya nunca he logrado sentir esa conmoción de la belleza que viví hace ocho años. Tampoco en su último espectáculo, el homenaje al Romancero gitano de Federico García Lorca, dirigido por Lluís Pasqual, he conseguido vibrar como entonces, lo que no resta un ápice a la encomiable heroicidad que supone representar un monólogo durante aproximadamente una hora a la edad de 84 años con el mismo entusiasmo e ilusión que la de aquella  joven debutante que interpretara a Medea en el Teatre Grec de Barcelona en 1954.
La relación de Núria Espert con García Lorca es ya muy dilatada. Su consagración en el teatro llegó de la mano del poeta granadino al interpretar a Yerma en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1971, donde llegó a superar las dos mil representaciones. Más tarde llegarían Doña Rosita la soltera (1980-84) y La casa de Bernarda Alba (1986, ésta primero como directora, dirigiendo a Glenda Jackson, y luego como actriz en una revisión del clásico lorquiano a cargo de Rosa Maria Sardà y, Lluís Pasqual). 
El Romancero gitano que la actriz está llevando actualmente de gira por nuestro país es la culminación de esa relación que Núria Espert ha mantenido con Lorca y que ha marcado su andadura dramatúrgica. A los poemas de este libro, se le añaden durante la representación fragmentos de otras obras lorquianas, como pasajes de Yerma, lo que convierte el homenaje a Lorca en otro homenaje a la propia actriz al repasar hitos fundacionales de su propia trayectoria. Ello lo corroboran algunos parlamentos de la propia Espert en donde rememora desde la nostalgia su vínculo con la literatura del poeta granadino desde bien niña. El montaje también incorpora textos de algunas conferencias de Lorca donde el poeta daba cuenta, glosándolos, de algunos de los poemas que formaban su Romancero gitano.
El problema del Romancero lorquiano es que requiere para la recitación de sus versos una disposición especial que Núria Espert no acaba de conseguir. Para interpretar esos versos hay que ensuciarse la voz, embarrarse en el lodazal de esa pena gitana y estrictamente andaluza de las que nos habla Soledad Montoya en el «Romance de la pena negra». Hace falta un desgarro ancestral, un llanto telúrico que se pierde en la noche de los tiempos, un dolor inconsolable que los jirones artificiales de la Espert durante la recitación no logran alcanzar. Es como si Núria Espert recitase desde las altas almenas de su condición de diva del teatro, como si no quisiera mancharse las galas de su peplo divino; una suerte de recitación aristocratizante que no baja a la arena excepto en la maravillosa interpretación del último poema extraído de Poeta en Nueva York que cierra el espectáculo. Pero claro, Poeta en Nueva York es otra cosa. No es el Romancero gitano.
A Núria Espert le ha faltado en este espectáculo olvidarse un poco de Núria Espert para hacerse gitana en Federico.