lunes, 4 de febrero de 2019

432. ¿Quién es el señor Schmitt?



El pasquín de mano donde se anuncia la nueva obra de Sergio Peris-Mencheta incluye dos citas que abordan el tema de la identidad. La primera es de Oscar Wilde y reza: “La mayoría de las personas son otras; sus pensamientos, las opiniones de otros; su vida, una imitación; sus pasiones, una cita”. La segunda nota es de Lovecraft y dice: “Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad, pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad”. Si en el siglo XIX, la identidad empezaba a preocupar a escritores como los citados, en el siglo XXI ese mismo asunto se ha convertido seguramente en el gran tema por antonomasia. La globalización, la presión mediática y social, la búsqueda de un avatar artificial en la red que nos redima en la ficción virtual de nuestras vidas desnortadas, todo contribuye a la desvirtualización de nuestra identidad y, en último término, a su renuncia, que es lo mismo que decir a nuestra muerte en vida.
¿Quién es el señor Schmitt?, de Sébastien Thiéry, aborda el problema de forma tragicómica. El señor y la señora Carnero (Javier Gutiérrez y Cristina Castaño) cenan tranquilamente en el comedor familiar pero pronto empiezan a ser conscientes de que algo no marcha bien: reciben una llamada telefónica, pero los señores Carnero no tienen teléfono. Es sólo el principio. Más tarde descubrirán que la ropa de los armarios no es su ropa, que los álbumes familiares incluyen fotografías de personas extrañas, que la llave no entra en la cerradura, que el retrato de la graduación del señor Carnero ha sido sustituida por la de un perro, que viven en Andorra y que todo el mundo les llama señor y señora Schmitt. El planteamiento del conflicto está trufado de escenas divertidas que concurren para alimentar el misterio y el juego de enredos. Pero, poco a poco, la risa se convierte en una mueca amarga cuando asistimos a la desesperación del señor Carnero por pugnar por la identidad que todo el mundo se empeña en arrebatarle. Hasta la señora Carnero va asumiendo, paulatinamente, su nuevo nombre y su nueva vida, metamorfosis a la que su marido asiste con creciente inquietud hasta dudar él mismo de su propia cordura. Y, en realidad, el único cuerdo de la obra es el propio señor Carnero. Su esposa, otra víctima al fin y al cabo, adopta una actitud acomodaticia y cede a la presión general que le dice que ella no es ella. Se niega a luchar, se somete a la fagocitación social, alegorizada por las figuras del policía y el psicólogo, y hasta comulga con ruedas de molino cuando acepta como algo natural la maternidad de “su” hijo negro. Es por eso que el escenario, cuando ella admite su nueva vida, se ilumina con barras de neón de un amarillo music hall que enmarcan el salón familiar, como un guiño al espectador que debe interpretar la nueva iluminación como el símbolo de la representación ficticia, de la vida-espectáculo, del borreguismo hecho reality. Hasta la profesión del señor Carnero, oftalmólogo, tiene su trasunto metafórico. Oftalmólogo para mirarme en los ojos de los demás, dice el protagonista. El señor Schmitt, por su parte, es dermatólogo, cuya vinculación epidérmica, tiene también su sentido figurado en la superficialidad externa. Para recuperar su identidad, el señor Carnero tendrá que tomar una decisión radical pero coherente. ¿Que quién es el señor Schmitt? Para nosotros, la respuesta está en el cuadro que cuelga de la pared, que sólo podrá desvelar si no se ha convertido antes, también usted, en el señor Schmitt.

lunes, 28 de enero de 2019

431. Yxart y Galdós



El caprichoso mundo de las efemérides ha querido que el año próximo Benito Pérez Galdós y José Yxart compartan sendas conmemoraciones de sus tristes decesos. Del canario se recuerda el centenario y del tarraconense los 125 años de su prematura muerte. De este modo, la azarosa cábala de los aniversarios perpetúa, tras la muerte de ambos, la mutua amistad que se profesaron en vida.
Yxart conoció a Galdós primero como lector de sus Episodios Nacionales, como demuestra la carta del 16 de mayo de 1875 enviada por aquel a su primo Narcís Oller, comentando su opinión acerca de algunos de los libros de la colección galdosiana. El primer contacto, sin embargo, se produce a través de una carta enviada por Yxart a Galdós el 4 de junio de 1883. Yxart había heredado la dirección de la revisa Arte y Letras, en la que Galdós figuraba como redactor a pesar de no haber escrito ni un solo artículo en ella, y en su carta el nuevo director quería saber si el escritor canario deseaba seguir formando parte de la nómina. Galdós, con su honestidad habitual, aconseja la desaparición de su nombre, pues no puede comprometerse, debido a su enorme caudal de trabajo, a enviar nada a la revista. Pero es durante la Exposición Universal de Barcelona de 1888, a la que Galdós acude acompañado de Pardo Bazán en calidad de diputado, cuando germina la verdadera amistad entre ambos, con la mediación de Narcís Oller. En una carta del 20 de abril de 1891, Yxart trata ya a Galdós con franca confianza y pondera las virtudes de su novela Ángel Guerra, sobre la que quiere escribir una reseña en La España Moderna, a lo que el autor responde casi un mes después, agradeciendo las palabras del crítico y ofreciéndole el tercer tomo de la novela, aún en capilla, para el prometido artículo. El 27 de julio de 1893, Galdós envía una carta a Yxart, aunque éste tarda en recibirla, pues se halla ausente de Barcelona, tratándose en Aigües Bones de la afección tuberculosa que había de acabar con su vida. Galdós echa de menos Barcelona y a los amigos que allí trató (Sardà, Pellicer, Guimerà, Rusiñol, Casas y el propio Yxart) y le invita a viajar a Madrid para sacarle de su “aburrimiento en la capital”. El 1 de septiembre contesta Yxart, algo frustrado por su tratamiento en el balneario y preocupado por si su salud le permitirá acabar el primer tomo de su famoso tratado teatral El arte escénico en España. El 8 de enero de 1894, Yxart vuelve a escribir a Galdós lamentando no poder ir a verlo a Madrid, pues su salud se ha agravado. Yxart descansa por esas fechas en Tarragona y echa en falta su actividad en Barcelona, cerca de sus amigos. Aunque pondera la decadente belleza de la ciudad (“la ciudad vieja, alrededor de la Catedral, es de un feo bellísimo, con hierba en las calles, plazuelas solitarias, conventos de monjas, seminario y Arzobispado y todo”) habla de Tarragona como una capital de provincia “fósil, burocrática y levítica.  […]. Mucho campaneo melancólico, mucha paz, y mucha majestad tristona de caserón de gran señor en ruinas”. Describe también sus solitarios paseos por la muralla romana y  las vistas de su casa al Mediterráneo. Yxart no podrá ir nunca a Madrid. En su última carta a Galdós, del 30 de enero, vuelve a hablar de su enfermedad, pero tiene fuerzas aún para realizar una crítica, sin medias tintas, de la obra teatral de don Benito, Los Condenados, enumerando sus aspectos negativos en un ejercicio de honestidad intelectual impensable en nuestro presente de camaradería interesada y pusilánime. Yxart morirá el 25 de mayo de 1895 en su casa de Tarragona. En una carta de Galdós a Oller, el escritor canario escribirá: “la pérdida de aquel grande ingenio, de aquel generoso, incomparable amigo, del crítico extraordinario, y escritor como pocos, me tiene inconsolable […]. Barcelona ha perdido un hijo ilustre, y España uno de sus más grandes talentos”.

lunes, 21 de enero de 2019

430. La rebelión de las musas



En sus Cartas literarias a una mujer, Gustavo Adolfo Bécquer realizaba su famosa definición de poesía. Y concluía el escritor sevillano que la poesía era nada más y nada menos que la mujer misma, el famoso “poesía eres tú”, de la rima XXI. La mujer, por su propia naturaleza, encarnaba toda la inefabilidad del hecho poético, que en el bello sexo constituía poco menos que una identidad inextricable. Eso sí –añade el poeta–, “en la mujer es poesía casi todo lo que piensa; pero muy poco de lo que habla”. Y, más adelante, “poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular, pero que siente y comprende mejor que nosotros”. Ese “nosotros” son, claro, los poetas hombres, que no atesorando la suerte de ser ellos también poesía, tienen la virtud de la inteligencia, la que da forma a la poesía que la “mujer no sabe formular”.
El menosprecio de Bécquer hacia la capacidad creativa de la mujer, velado todo ello con la tramposa alegoría de marras, no es más que el sedimento de siglos de historia literaria, donde la mujer es, ante todo, musa y objeto poético. A Clodia (siglo I a.C.) la conocemos con el nombre de Lesbia gracias a Catulo, y su vida polémica y licenciosa, que tantos celos ocasionó al poeta veronés, menoscabó para la posteridad una de sus virtudes, el talento para la poesía. Fuera o no la musa de Dante, la corta vida de Beatriz Portinari (1266-1290) ha pasado a la historia gracias al poeta florentino; su tumba se halla en la Iglesia de Santa Margarita de Cerchi, al lado de la casa museo de Dante, condenada a ser una mera prolongación de la ruta literaria. Petrarca hizo inmortal a Laura de Noves (1310-1348) y Garcilaso de la Vega hizo lo propio con Isabel Freyre (1507-1536), la dama portuguesa que acompañó a Isabel de Portugal a Castilla para casarse con Carlos I y a quien el poeta debió de conocer, con motivo de esa ocasión, en Toledo, o bien antes, en Portugal, cuando fue a visitar a su hermano Pedro, allí desterrado; la tradición literaria quiere que la Elisa de las églogas garcilasistas sea esta Isabel Freyre, aunque hay quien opina, si es que pudo estar inspirada en una mujer real, que la candidata sería su cuñada Beatriz de Sá (1500-1530), famosa por su belleza.  Marta de Nevares, mujer adelantada a su tiempo, capaz de lidiar con los prejuicios de la sociedad barroca por su unión con el ya sacerdote Lope de Vega, e inteligente, dotada para el arte de la música y de la poesía, es sólo, para nosotros, Amarilis. Y a saber quién se escondía tras las Dorila, Ciparis, Filis, Clori, Fanny o Licoris de las anacreónticas de Meléndez Valdés. El talento de Virginia Eliza Clemm al piano se troca sólo en la Annabel Lee de Edgar Allan Poe. La poeta Pilar de Valderrama (1889-1979) es antes la Guiomar de Antonio Machado que la poeta Pilar de Valderrama.
Pero las musas han dicho ya basta y se rebelan desde hace  tiempo contra su condición pasiva. Ahora son ellas, también, protagonistas de la literatura desde su condición de creadoras. La joya es ahora orfebre; el jarrón, alfarero; la belleza, inteligencia; el poema, poeta; la inspiración, creación. Y si algún poeta quiere una musa, que se vaya a buscar a la griega Erato: la encontrará coronada de mirto y rosas. Las otras, no. Las otras no llevan sombrero, ni de flores ni ninguno. Las otras blanden, heroicas, la pluma y el papel. Y escriben.

A mis compañeras de departamento del IES Playa San Juan

Y también, ahora, a mis compañeras del IES Jorge Juan

lunes, 14 de enero de 2019

429. Un cura, una confitería y un ratón.



El Ratoncito Pérez cumple oficiosamente en España 125 años. Aunque probablemente su acta de nacimiento se remonte a bastantes años antes (la baronesa d’Aulnoy ya escribió en el siglo XVIII un protorrelato titulado El buen ratoncito y Galdós en La de Bringas, novela de 1884, había comparado a su protagonista Francisco de Bringas con el famoso roedor) es con Luis Coloma cuando la tradición cobra carta de naturaleza en nuestro país. En 1894, el jesuita, conocido sobre todo por su libro Pequeñeces, escribió para el futuro rey Alfonso XIII, que entonces contaba 8 años, un cuento circunstancial relacionado con la pérdida del primer diente del joven infante. En el cuento, Alfonso es llamado Buby, apelativo cariñoso que parece usaba con él la reina regente María Cristina. Al perder su diente, Buby recibe la visita de Ratón Pérez, a quien el futuro monarca aguarda despierto. Cuando aquel hace acto de presencia, Buby y Pérez conversan animadamente, refiriéndole el ratón su vida. Así, sabemos que Pérez tenía dos hijas casaderas, Adelaida y Elvira, y un hijo adolescente, Adolfo, que seguía la carrera diplomática. También cuenta sus andanzas en la Real Academia Española, ratón de biblioteca también, donde en menos de una semana había devorado tres manuscritos inéditos. Tras la conversación, como ya era tarde, Ratón Pérez decide despedirse de Buby pues tiene que acudir a la calle de Jacometrezo (calle madrileña que atesora numerosas referencias literarias donde se hallará, por ejemplo, años después, la pensión que alojará a Azorín y desde cuya ventana verá la sala de máquinas de El Imparcial, soñando con llegar a trabajar allí algún día) para recoger el diente de un niño pobre llamado Gilito, cuya casa estaba custodidada por el temible gato don Gaiferos. Buby muestra sus deseos de acompañar a su nuevo amigo y éste accede no sin antes convertir a Buby en otro ratón. Juntos atraviesan cañerías y agujeros hasta llegar al sótano de la tienda de ultramarinos de Carlos Prast, atestada de quesos. En una caja de galletas Huntley tenía su vivienda la familia de Pérez. La tienda de Prast, luego prestigiosa confitería citada por Galdós en La desheredada y en Lo prohibido, y por Pardo Bazán en el cuento En tranvía, se hallaba en la calle del Arenal, número 8, y hoy una placa recuerda que fue allí done vivió nuestro ratón. Allí conocemos a la esposa y a los dos hijas, afanadas en sus tareas de labor vigiladas por el aya Miss Old-Cheese y al disoluto Adolfo, amigo de las modas extranjeras, siempre en el club de póker, jugador de tenis y polo. Tras las presentaciones, se dirigen finalmente a la mísera casa de Gilito, sortean a don Gaiferos y dejan la moneda de oro bajo la almohada del infortunado niño. La visión de  pobreza de la familia deja una huella indeleble en el futuro rey que, desde ese momento, se propondrá gobernar atendiendo a las necesidades de los más desfavorecidos. Cuando regresa a palacio y Buby queda dormido, no sabe, al despertar, si todo ha sido sueño o realidad. Pero debajo de la almohada halla un estuche con la insignia del Toisón de Oro, que pronto olvida acordándose de la pobreza del niño Gilito y todos los Gilitos del mundo.
El cuento del padre Coloma transita entre la ternura, el sentido del humor y la fina ironía. Y es tanto un cuento como un minúsculo tratado del buen gobierno, con su sentido ético y misericordioso destinado a conformar el espíritu del futuro rey. En el pórtico del relato escribe Coloma: “sembrad en los niños la idea, aunque no la entiendan: los años se encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla florecer en su corazón”.

Para mi sobrina Martina, sin dientes aún, pero que ha llegado al mundo para comérselo.



lunes, 7 de enero de 2019

428. Crítico y escritor



A los columnistas que colaboramos de forma regular en diferentes periódicos nos suelen colocar, presidiendo la sección, una foto del careto acompañado del nombre y profesión del articulista en cuestión. Pues bien, en uno de esos medios, hasta no hace mucho tiempo, aparecía, efectivamente, mi fotografía y mi nombre. Respecto a la profesión, el encabezado rezaba “crítico y profesor de Literatura”. Cuando, tiempo después, se desveló que también me dedicaba a la escritura de creación, que había quedado finalista en un premio literario importante y que dos editoriales se habían comprometido ya a publicarme las dos novelas que aguardan su turno en el cajón, les faltó tiempo en el periódico para eliminar de cuajo mi labor como docente. Ya había dejado de ser “crítico y profesor de Literatura” para pasar a ser “crítico y escritor”. Y todo ello, siendo yo todavía un inédito sin obra alguna en las librerías. Resulta curioso que se me defina con los dos únicos oficios que no me dan de comer y que, por el contrario, se prescinda del único verdaderamente retribuido. La anécdota no es baladí. Demuestra el escaso prestigio social que a día de hoy se les confiere a los profesores. Y, a la vez, el que aún parece detentar el oficio de escritor. A quien se le ocurriera el trueque debió de pensar que eso de “escritor” le daría más caché a la columna que el simple “profesor”. A todo esto, yo no soy ni crítico ni escritor. Me considero, más bien, lector voraz y exigente, y diletante de las letras en mis ratos libres, inédito aún, como dije. Así que mi nombre figura al lado de una suerte de fantasmagoría profesional. ¿Seré yo ese del que hablan? Es signo de estos tiempos contradictorios: todo el mundo coincide en pensar que los grandes males de nuestro país tienen que ver con la educación pero a nadie le importa un pito la educación.
Pero la anécdota da aún para más. Si, como parece, en poco tiempo podré decir (con mucho rubor, respeto y notable incredulidad) que soy, efectivamente, escritor (aunque sea de segunda) entrarán en liza dos oficios cuya simultaneidad resulta embarazosa. Pues claro que se puede ser escritor y crítico literario. Para eso, sigo la máxima lopista de que “quien lo probó lo sabe”. Y hay innúmeros escritores que han ejercido, a su vez, la crítica literaria con excelente solvencia. Pero queda la duda sobre si, una vez quede expuesto en la palestra literaria, el crítico elaborará sus reseñas con el mismo escrúpulo y exigencia con que lo hacía antes de ser escritor. ¿Nacerá en él cierto proselitismo gremial? ¿Temerá, él, escritor imperfecto, recibir su dosis de vituperios y se guardará, por tanto, de hacer lo mismo por si acaso? ¿Será, en definitiva, honesto? Y al revés: ¿la exigencia del crítico que ha educado el gusto literario y la severidad de juicio, hará mella en el escritor? ¿Le apocará? O, por el contrario, la exigencia demandada a los demás, ¿permitirá, por coherencia, que ahora él escriba un libro meritorio por el celo de no incurrir en los errores que en su día censuraba en los otros? ¿Y si ese celo no le permite avanzar en la escritura? ¡Ay,Dios! ¡Qué tribulaciones! ¿Y si me quedo como estaba y le pido al redactor jefe del periódico que me devuelva el antiguo “profesor de Literatura”?

lunes, 31 de diciembre de 2018

427. 'El castigo sin venganza'



La intrahistoria de El castigo sin venganza, de Lope de Vega, está envuelta en una serie de anomalías que ha desatado entre los estudiosos, desde hace tiempo, todo tipo de especulaciones. En primer lugar, desde la fecha del autógrafo (1 de agosto de 1631) hasta el visto bueno de la censura, pasan 9 meses. Después, la obra tardó en representarse un año largo y, cuando lo hizo, disfrutó de una sola representación. Tal fue así que Lope tuvo que imprimir en 1634 la obra suelta (y no en agrupaciones antológicas como era costumbre), para dar satisfacción a todos aquellos que no habían podido asistir a su estreno y a los que había llegado, por boca de los pocos afortunados que sí la habían visto, la ponderación de su enorme calidad. Así, pues, El castigo sin venganza acabó por pasar de ser una obra para ser representada a convertirse en una obra destinada a ser leída. Los pormenores de esta extraña causítica darían para otro artículo pero es probable que Lope hubiera perdido el favor de la corte tras su frustrada competencia con José Pellicer por hacerse con el cargo de cronista o porque la obra incluyera, en la historia del duque de Ferrara, algún tipo de alusión velada a otro affaire amoroso de persona principal.
El argumento, que se remonta a un hecho histórico y que aparece literaturizado en las Novelle de Bandello, es bien conocido. Federico, el hijo bastardo del duque, y  Casandra, su madrastra, se enamoran. Cuando el duque conoce estos amores urde un plan para que ambos mueran: deja a su mujer maniatada y sin sentido bajo un manto e insta a su hijo a dar muerte al bulto alegando que es un conspirador. Cuando Federico obedece y da muerte, sin saberlo, a Casandra, el duque hace prender a su hijo y le acusa de haber matado a su madrastra por temor a quedar desheredado por el hijo legítimo que ella esperaba. El duque perpetra, así, su castigo sin venganza, es decir, oculta la doble deshonra que ha sufrido (el adulterio de su mujer y la deslealtad incestuosa de su hijo) y enmascara su acto en las leyes políticas y sociales, dejando al margen su afrenta privada.
Helena Pimenta se despide de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con una nueva versión del grandísimo Álvaro Tato. Y lo hace fiel a uno de sus sellos de identidad: los juegos espacio-temporales. Tal y como hizo con La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, adapta los vestuarios para ambientarnos en la corte de Ferrara, donde el coro se comporta como una caterva de oscuros gángsteres y el duque, sentado en su silla de barbero a modo de trono, ostenta su poder altivo pero vulnerable, como un Albert Anastasia redivivo. Joaquín Notario interpreta con maestría la desazón del duque por su fama licenciosa y el conflicto interior por la terrible decisión que debe tomar; Beatriz Argüello desata la feminidad herida de Casandra con desgarradora dicción; Rafa Castejón se apropia de las dudas de Federico con enorme intensidad dramática; y Carlos Chamarro adopta con espléndida solvencia la ambivalente comicidad de Batín, un gracioso ya muy distinto del canónico, que no puede soslayar la parte de la tragedia de la que es testigo. La escenografía es acertadísima, con las veladuras que esconden el incesto y el juego de espejos, tan importantes en el autógrafo, que Pimenta explota para realizar un interesante ejercicio de perspectivismo. Todo en la obra es digno de encomio. El elenco de la Compañía es de otro planeta. Todos sus actores han sido regalados con un don, que quintaesencian con su trabajo titánico y entusiasta y del que ya quisieran disponer para sí los actores mediáticos del cine y la televisión. Su merecido éxito, bien merece un brindis en el Decadente.


 Con los actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, tras su maravillosa actuación en el Teatro de la Comedia representando El castigo sin venganza, de Lope de Vega. Magníficos actores y bellísimas personas.
De pie, de izquierda a derecha: Carlos Chamarro (Batín), Javier Collado (Marqués de Gonzaga) y Beatriz Argüello (Casandra). Debajo, Fernando Trujillo (coro).
 

lunes, 24 de diciembre de 2018

426. La escondida senda



Estoy seguro de que mi afición por la prosa demorada, por las descripciones morosas y por la melancolía literaria proceden de los relatos que leí en mi época de escolar a través de los libros de texto de la colección SENDA. Durante la década de los 80, la editorial Santillana lanzó una colección de manuales de lectura que obtuvo la buena acogida de los centros educativos de la extinta y añorada EGB. Es difícil que alguien de mi generación no reconozca con una punzada de nostalgia las tapas marrones de aquellos libros, en cuyas portadas aparecían Pandora, el remolque Rulot o el caballo Clavileño, entre otros personajes de nuestra iconografía infantil. Creo que fue en las páginas del SENDA 4 donde hallé aquel relato de Ignacio Aldecoa que me marcaría para siempre y que se titulaba “Solar del paraíso”. En él, el escritor vitoriano se detenía en una estampa desoladora de un paisaje agreste entre dos puentes tras la crecida de un río. El texto evocaba, después, los tesoros que los niños hallaban cuando el cauce volvía a su pobre caudal, entre el cieno y los juncos. Literatura de arrabal para lectores expertos en la exploración de los descampados. Además de su calidad literaria, todo aquel relato estaba revestido de una devastadora sensación de extrarradio que pellizcaba el alma, aunque yo entonces, en mi ingenuidad infantil, no supiera ponerle palabras a aquella sensación de grisura irremediable. La misma que sentía al leer “El faro”, de George Toudouze, escritor francés hoy prácticamente olvidado. Ignoro si el antólogo de los SENDA sufría algún tipo de depresión en cuyo tamiz cribase la selección de aquellos textos, pero yo agradezco la sensibilidad de aquellas primeras lecturas, adultas antes de tiempo, porque fue allí, entre aquellas palabras de acíbar, donde eduqué el gusto literario y donde se me inoculó, como un dulce veneno, la savia medicinal de mi naturaleza melancólica, compañera tantas veces en la lectura cómplice de mis maestros más queridos. Hoy, cuando nuestros hijos están entre los algodones de una sobreprotección hedonista –siempre la felicidad como parámetro innegociable– sería impensable que un pedagogo incluyera un texto como el de Aldecoa entre las lecturas de un niño de 10 años. Como si hubiera que extirpar la melancolía a toda costa, como si ésta no formara parte, también, de la dimensión espiritual del ser humano y no tuviese, entre sus virtudes, la de recordarnos nuestra reivindicación trascendente, usurpada quién sabe en qué etapa de nuestro arcano primigenio.  Tampoco los niños lo entenderían, para qué nos vamos a engañar, igual que un adolescente no entiende ya los libros de Salgari, de Verne o de Kipling. Signo de nuestro tiempo, como lo es también que la colección SENDA se pueda obtener hoy en Internet a precios de escándalo entre los especuladores de la nostalgia, que la mercantilizan como se mercantiliza todo hoy en día. Yo, que perdí mi SENDA, –ay, tantas veces la he perdido–, en los sumideros del tiempo, me arrepiento tanto de no haber conservado aquellos libros… Pero me alivia algo pensar que viven dentro de mí, a salvo de las trituradoras, y que afloran siempre que, con Fray Luis de León, escojo la escondida senda del recogimiento, y los SENDA se hacen senda, otra vez, cubierta de hojas amarillas que crujen a mi paso, y es la página del libro que crepita entre mis manos para el frío del invierno.


lunes, 10 de diciembre de 2018

425. La Constitución es de las plazas



Estatua de la Plaza de la Constitución de Bonavista (Tarragona)

La celebración de los 40 años de la Carta Magna y la restauración de la estatua que preside la Plaza de la Constitución de Bonavista, me han llevado a recordar la historia de nuestro primer Teatro Principal, derruido en 1964, y cuya fachada, como se sabe, estuvo coronada por la escultura de marras antes de ocupar su emplazamiento definitivo en el carismático barrio de Poniente.
Está atestiguado que Tarragona dispuso de teatro ya en 1636 vinculado al Hospital de la ciudad, que usaba la taquilla de los espectáculos como fuente de ingresos. Esta práctica era habitual entre los hospitales catalanes. Ya en 1587, un Real Privilegio de Felipe II aprobaba una subvención para pagar a los comediantes que actuaban en el teatro anejo al Hospital de la Santa Creu, en Barcelona, con el fin de garantizar el beneficio neto de los espectáculos. También los hospitales de Reus y Valls siguieron esa costumbre. En el Llibre del Consolat del 29 de abril de 1636 se dice, respecto al edificio de comedias del Hospital de Tarragona, que se hace necesaria “una casa y aposento per els comediants per a que quant vingessen comediants, puguessen representar ab comoditat, per lo que diuhen a de resultar molt profit per la dita casa del Hospital”. Esta crónica podría colocar al teatro de Tarragona como el más antiguo de Cataluña tras el del Hospital de la Santa Creu de Barcelona. La historia de aquel primer teatro tarraconense, que compartía edificio con el hospital, está jalonada de curiosas anécdotas. En 1667 se constata la presencia de comediantes en la ciudad, “puix an ficat cartells o titols per los cantons de la Ciutat”, y las autoridades instan a la compañía a que actúe en el espacio del hospital y no en la calle, pues por aquel tiempo se estaban realizando actos de plegarias para combatir la sequía. En 1675, el salón de comedias fue utilizado como cárcel para los presidiarios franceses que habrían participado en la Guerra dels Segadors. En 1733 se sabe que actuó en el teatro la compañía italiana de los Trufaldines, cómicos dell’arte que influyeron decisivamente en importantes dramaturgos españoles del siglo XVIII como Antonio de Zamora y José de Cañizares y precursores de la “comedia de magia”, que cosechó enorme éxito durante toda la centuria. En 1820, se decidió ampliar el teatro del hospital de Santa Tecla, construyendo un edificio exento en la calle Comte de Rius. El proyecto corrió a cargo de Vicenç Roig, escultor, a su vez, de la estatua de la Constitución que erigiría en lo alto de la fachada del teatro, y conocido también por su Presentació al temple, altorrelieve de la capilla de la Presentación de la Catedral de Tarragona, o por sus dibujos sobre la Guerra de la Independencia que se conservan en el MNAT, en cuya fundación contribuyó decisivamente. La estatua del teatro tuvo que ser remodelada cuando llegó la reacción absolutista, cambiando el libro de la Constitución de 1812 que sujetaba la diosa en las manos por una lira; se evitaba así su destrucción. Tras la demolición del teatro en 1964, la estatua quedó olvidada en los almacenes municipales de la Plaça del Pallol durante 20 años. En 1984, de nuevo con la Constitución en las manos, la estatua fue colocada en Bonavista. Su nueva vida vinculaba ahora la Constitución de Cádiz con la de 1978 y se convertía en el primer monumento de la ciudad que conmemoraba la Carta Magna. Quizás los avatares de la estatua sean signo de su verdadero destino. La Constitución no se hizo para mirarnos desde las alturas en la fachada de un teatro, sino para mezclarse con las gentes en el ágora de su pueblo, que es la plaza pública. Yo, que nací el mismo año que la Constitución, me detengo a veces a contemplar la estatua más emblemática de mi barrio, mientras oigo los gritos libres de la chiquillería jugando en la plaza. Y pienso en los absolutistas del siglo XIX y no veo muchas diferencias con los absolutistas del siglo XXI. Y miro orgulloso a mi barrio, aguerrido custodio del libro que sujeta la diosa en las manos, que no es una lira, pero como si lo fuera.



Plaza de la Constitución de Bonavista (Tarragona), con la estatua de espaldas.


Antiguo Teatro Principal de Tarragona. La estatua de la Constitución luce coronando la fachada.



lunes, 3 de diciembre de 2018

424. Colette



Lo mismo ya no llegan ustedes a tiempo. ¿Un biopic sobre una escritora francesa de principios del siglo XX? ¿Estamos locos o qué? Estas cosas duran en el cine lo que tarda en llegar a las salas la nueva bazofia de turno, esta sí, anunciada con toda la pompa de la mercadotecnia cinematográfica para atender la demanda del espectador adocenado, que es lo que vende. El infame blockbuster –así, en inglés, que mola más–, irrumpe avasallador acaparando varias cabinas de proyección, y ya de Colette sólo queda el recuerdo fugaz de su paso por la cartelera para medicina de cuatro raritos letraheridos.
La nueva película de Wash Westmoreland, repasa una parte de la vida de Sidonie-Gabrielle Collete (1873-1954), la escritora que cautivó a los lectores franceses con la saga de sus novelas protagonizadas por Claudine, trasunto velado de sus propias experiencias biográficas, y que firmaba su marido Henry Gauthier-Villars, más conocido como “Willy”, llevándose él todo el mérito del talento de su esposa. La vida licenciosa de Willy, mujeriego y derrochador, acabó por rebelar a Colette contra su marido, hasta el punto de desvelar a la sociedad francesa el escándalo de la falsa autoría. La película, como no podía ser de otra manera, está rodada con la pulcritud, elegancia y estilo canónico al que nos tiene acostumbrados el cine británico. El riesgo de convertir la cinta en una  reivindicación feminista de las de nuevo cuño, es evitado por el director mediante una ajustada dosificación de la necesaria denuncia que sortea con eficacia el peligro panfletario. No obstante, es posible que el linchamiento moral que se busca para con el caradura de Willy, se haya cobrado alguna inexactitud histórica. Por ejemplo, cuando Willy vende los derechos de las Claudines a la editorial Ollendorf sin el permiso de Colette, quizás Wesmoreland se haya tomado algunas licencias, pues, si no me equivoco, fue la misma Colette quien negoció esa venta en 1909, cuatro años después de haberse divorciado. No obstante, conviene corroborar este dato en la imprescindible biografía que sobre la escritora francesa publicó Judith Thurman, editada en España por Siruela en el año 2000. A la película quizás le falte algo de la chispa que reclamaba una figura compleja y poliédrica como la de Colette. Quizás tenga algo que ver con ello el hecho de que sólo se narre un período de su vida, hasta el divorcio con Willy. Quedan en el tintero una mayor exploración de la bisexualidad de la escritora, su sensualidad, su relación con Henry de Jouvenel, redactor jefe de Le Matin, su labor como enfermera durante la I Guerra Mundial, la escandalosa relación con el hijo de Jouvenel, su colaboración con el compositor Ravel, sus posteriores éxitos literarios, su reconocimiento académico, y hasta su muerte, que fue todo un funeral de Estado, sin la participación de la Iglesia, que se negó secundar los honores por considerar inmoral la vida desordenada de la escritora. Sin embargo, el pasaje de su vida que es resumido en la película se ajusta muy bien a la experiencia que la propia Colette recoge en su primera obra más allá de las Claudines, La vagabunda, novela, por cierto, de una lozanía y elegancia deliciosas, y que relata la experiencia de la escritora como artista del music hall tras independizarse de Willy, y su relación tormentosa con éste. Diálogos brillantes, estupendas interpretaciones de Keira Knightley y Dominc West, notable fotografía y excelente ambientación, Colette es una noble recuperación de una de las figuras señeras de la literatura francesa. Willy iría a ver alguna peli de superhéroes.



lunes, 19 de noviembre de 2018

423. 'Pájaros de niebla'



Cuando uno se topa con un prólogo de la extremada calidad con la que Juan Carlos Elijas ha escrito el suyo, el reseñador tiene ya poco más que añadir. Debiera, pues, limitarme a decir amén y a no incurrir en redundancias o matizaciones que siempre acabarían por desmerecer un preámbulo prácticamente perfecto. Reconforta sobremanera hallar a personas como Elijas, que todavía creen en el trabajo bien hecho, cargado de compromiso y respeto, riguroso e inteligente, tan lejos de esos otros prologuistas que cubren el expediente con cuatro generalidades y luego estampan su nombre en la portada de un libro que no es suyo para seguir acumulando méritos. En el caso que nos ocupa, Jaume Palau, el beneficiario del prólogo de Elijas, debiera sentirse enormemente agradecido y hasta abrumado. Es lo que sentiría yo ante un regalo así.
Pero Pájaros de niebla (Silva Editorial), tiene más cosas además de su magnífico prólogo, y de ellas habrá que hablar, aunque sea someramente, en el poco espacio de que disponemos aquí. Del nuevo libro de relatos de Jaume Palau podemos empezar diciendo algo que ya sabíamos: que el autor tarraconense domina con insultante solvencia los difíciles resortes narrativos del género. Su lectura, pues, se desliza, eficaz, con la naturalidad de quien hace sencillo lo dificultoso, de tal manera que uno llega al final de cada relato mecido por la hipnosis de una prosa ensamblada para el viaje peregrino de los ojos. Pero si el viaje es placentero por el traqueteo confortador del tren de las historias sobre las traviesas de las palabras, en cada estación donde se detiene, observamos la desolación de los viejos apeaderos de la vida, con su abandono y decadencia y su señorío de abrojos. Porque Pájaros en la niebla es la lírica de la renuncia y de los sueños rotos, del hastío y de la vida sin horizontes. Ya el primer relato constituye un pórtico que podría funcionar como poética de la obra. Personajes desnortados, sujetando la inútil brújula de la pérdida, desfilan por el libro como fantasmas, como meros sobrevivientes de una frustración que los fagocita. Y no importa la clase social a la que pertenezcan, desde el drama de las favelas a los falsos oropeles de los lujosos hoteles, apartamentos y cruceros, la mayoría de personajes se enfrenta a algún tipo de abismo: la insatisfacción vital, el fracaso, la miseria, la enfermedad, todo ello vertebrado siempre en un innegociable sentido ético. Especialmente atractivas son algunas evocaciones históricas, tremendamente sugestivas, como las de Qin Shi Huang y sus guerreros de terracota o la historia bíblica de Yrit, narradas con esa reminiscencia a la tradición y a la oralidad, así como algunas estampas poéticas, como aquella evocación otoñal o aquella otra que cierra el libro y que guarda resabios de la delicadeza oriental. Al libro, quizás, le haga falta alguna poda de algunos relatos que perjudican al conjunto. Y debiera tenerse cuidado también con algunos pasajes próximos a la literatura de autoayuda (“La cometa”) y a algunos finales efectistas que pueden resultar algo impostados. El final, por ejemplo, del relato “Pájaros de niebla”, es tan efectista como inverosímil, y aunque no se nos escapa su sentido último, creo que la magnífica crudeza, casi naturalista, de sus páginas previas, reclamaba un final en el mismo tono, sin concesiones, por esta vez, a la literatura. Con estas salvedades que, por supuesto, responden únicamente a la opinión personal de quien esto escribe, el libro de Palau conecta con el lector porque, a la postre, todos somos pájaros con alas de trascendencia, pero abrumados por esta espesa, inmisericorde niebla, que es vivir.