domingo, 12 de enero de 2025

674. Literatura que hiere y sana



 

El nuevo trabajo que nos regala Irene Reyes-Noguerol está compuesto por doce relatos. Doce es el número atómico del magnesio; doce es el número de nervios craneales; doce, los signos del zodíaco y doce, las notas musicales. Doce, son los apóstoles; doce, los frutos del Árbol de la Vida; y doce, los doce trabajos de Hércules. Y he aquí que, merced a la providencial cábala numérica, casi hemos resumido el hermoso libro de nuestra escritora sevillana.

Porque Alcaravea es un libro sustentado en los principios de la resistencia, palabras de hueso fuerte y tuétano; palabras que se reparten, erizándolas, las fibras sensibles de nuestra piel y de nuestra conciencia; que están marcadas por el capricho insidioso del sino; palabras que nacen aupadas por la poesía para la buena nueva de una literatura atenta –¡por fin!– a la forma. Palabras arraigadas en la tierra de la existencia misma, esa que cultivan, con el trabajo de vivir, los héroes cotidianos que no aparecen en los libros de mitología.

De los doce relatos, cinco toman como protagonistas a personalidades históricas: Van Gogh escribe desde la celda de su sanatorio en Saint-Paul-de-Mausole a su hermano Theo, y en sus cartas bucea por los abismos de la locura pero también por la gracia que aquella le concede en su paroxismo; Marie Geneviève van Goethem, la pequeña bailarina que inspirase la célebre escultura de Degas, denuncia con la bella sordina de un lirismo cruel, los abusos de sus pedófilos; la madre de Antonio Machado le pregunta a su hijo –ay– cuándo llegarán a Sevilla de camino a su exilio de Colliure; Lope de Vega, ya casi anciano, rompe su voto de castidad para cuidar de su último gran amor, Marta de Nevares, ciega, loca y catatónica; Abenámar y Almutamid narran sus amores ilícitos en aquel otro tiempo en el que era posible que los reyes se enamorasen y escribieran poemas.

En el resto de los relatos asumen el protagonismo personas anónimas, algunas de ellas emparentadas con la propia autora: el profesor expulsado que deja su huella indeleble en la alumna, que tomó conciencia de ser y de estar en el mundo cuando fue nombrada por el lenguaje que él le enseñó a amar; la madre esquizofrénica, víctima de sí misma y de quién sabe qué otros taludes, que descuida a su hija; la madre coraje que lucha contra la drogadicción de su hijo; los hermanos mellizos y su vínculo indisoluble más allá de la muerte; o el vacío identitario del hermano bastardo; la orfandad infligida por el nuevo matrimonio del padre y el ingreso en la inclusa. Y, al fin, tras toda esa herida, la alcaravea del último relato, que sana, resarce y acuna, al calor de la nana tradicional.

Además de la verdad desgarradora de las estampas de vida que Irene Reyes-Noguerol construye en sus páginas, Alcaravea destaca por la intensidad de su prosa, envolvente, vehemente en sus crecendos, repleta de trallazos líricos que noquean al lector por su dolorosa belleza, nunca impostada, y que convierte cada pasaje en una celebración de la literatura donde forma y fondo comulgan como pocas veces se ve en la literatura de nuestros días. De ese modo, esta alcaravea de propiedades salutíferas, cauteriza también la herida de la literatura adocenada y nos restituye, como lectores, para la esperanza de nuestras letras (Irene tiene unos insultantes y dolorosísimos 27 años). Semilla, pues, de comino y clavo y acaravea. ¡Ea!