El nuevo trabajo que nos
regala Irene Reyes-Noguerol está compuesto por doce relatos. Doce es el número
atómico del magnesio; doce es el número de nervios craneales; doce, los signos
del zodíaco y doce, las notas musicales. Doce, son los apóstoles; doce, los
frutos del Árbol de la Vida; y doce, los doce trabajos de Hércules. Y he aquí que,
merced a la providencial cábala numérica, casi hemos resumido el hermoso libro
de nuestra escritora sevillana.
Porque Alcaravea es un libro sustentado en los principios de la
resistencia, palabras de hueso fuerte y tuétano; palabras que se reparten, erizándolas,
las fibras sensibles de nuestra piel y de nuestra conciencia; que están
marcadas por el capricho insidioso del sino; palabras que nacen aupadas por la
poesía para la buena nueva de una literatura atenta –¡por fin!– a la forma.
Palabras arraigadas en la tierra de la existencia misma, esa que cultivan, con
el trabajo de vivir, los héroes cotidianos que no aparecen en los libros de mitología.
De los doce relatos, cinco
toman como protagonistas a personalidades históricas: Van Gogh escribe desde la
celda de su sanatorio en Saint-Paul-de-Mausole a su hermano Theo, y en sus
cartas bucea por los abismos de la locura pero también por la gracia que
aquella le concede en su paroxismo; Marie Geneviève van Goethem, la pequeña
bailarina que inspirase la célebre escultura de Degas, denuncia con la bella
sordina de un lirismo cruel, los abusos de sus pedófilos; la madre de Antonio
Machado le pregunta a su hijo –ay– cuándo llegarán a Sevilla de camino a su
exilio de Colliure; Lope de Vega, ya casi anciano, rompe su voto de castidad
para cuidar de su último gran amor, Marta de Nevares, ciega, loca y catatónica;
Abenámar y Almutamid narran sus amores ilícitos en aquel otro tiempo en el que
era posible que los reyes se enamorasen y escribieran poemas.
En el resto de los relatos
asumen el protagonismo personas anónimas, algunas de ellas emparentadas con la
propia autora: el profesor expulsado que deja su huella indeleble en la alumna,
que tomó conciencia de ser y de estar en el mundo cuando fue nombrada por el
lenguaje que él le enseñó a amar; la madre esquizofrénica, víctima de sí misma
y de quién sabe qué otros taludes, que descuida a su hija; la madre coraje que
lucha contra la drogadicción de su hijo; los hermanos mellizos y su vínculo
indisoluble más allá de la muerte; o el vacío identitario del hermano bastardo;
la orfandad infligida por el nuevo matrimonio del padre y el ingreso en la
inclusa. Y, al fin, tras toda esa herida, la alcaravea del último relato, que
sana, resarce y acuna, al calor de la nana tradicional.
Además de la verdad desgarradora de las estampas de vida que Irene Reyes-Noguerol construye en sus páginas, Alcaravea destaca por la intensidad de su prosa, envolvente, vehemente en sus crecendos, repleta de trallazos líricos que noquean al lector por su dolorosa belleza, nunca impostada, y que convierte cada pasaje en una celebración de la literatura donde forma y fondo comulgan como pocas veces se ve en la literatura de nuestros días. De ese modo, esta alcaravea de propiedades salutíferas, cauteriza también la herida de la literatura adocenada y nos restituye, como lectores, para la esperanza de nuestras letras (Irene tiene unos insultantes y dolorosísimos 27 años). Semilla, pues, de comino y clavo y acaravea. ¡Ea!