lunes, 17 de noviembre de 2025

708. La paleta de Monet

 


A veces llegamos tarde a determinados libros, abrumados como estamos por el maremagno bibliográfico que asalta los anaqueles de las librerías. Eso me ha pasado con la última obra de la guipuzcoana y alicantina de adopción Josune Intxauspe. La única certeza (Ediciones Emilianenses) obtuvo en 2023 el II Premio de Novela Corta «Pueblo de Bobadilla» y su apuesta literaria bien merece la atención del lector rezagado.

La novela se ambienta en Labaz, topónimo ficticio con el que se identifica una villa portuaria ubicada en el País Vasco durante la inmediata posguerra. Allí trabaja como apoderado de una empresa de armadores Andrés Pombo, expresidiario de las cárceles franquistas, adscrito al Partido Comunista y conocido por haberse significado durante la contienda del lado republicano. Denunciado por una falsa delación que lo involucra en una supuesta campaña de propaganda comunista, Pombo huye hasta Rouen, auxiliado por sus contactos clandestinos. Con esos mimbres, el lector parece aguardar un argumento aventuresco, en la línea de las novelas sobre maquis. Sin embargo, pronto descubrimos que la intención de la autora va más allá del mero lance de la intriga para bucear introspectivamente por la psicología atribulada de unos personajes desubicados que sufren aún el trastorno traumático de la guerra y su herida abierta. La identidad de estos pecios que flotan en el incierto panorama de la posguerra (incierto, sobre todo, para los perdedores) ha quedado desdibujada y todos pugnan por reencontrarse consigo mismos o por refundar una nueva manera de estar en el mundo. La contemplación de la catedral de Rouen, matizada por los diferentes registros de la luz, recuerda a Pombo el cuadro de Monet y parece constituirse en trasunto de ese polifacetismo en el que se debaten los protagonistas. Pura, la mujer de Andrés, lucha contra sus propios vaivenes emocionales que, por un lado, le reprochan a su marido y a la terquedad de sus principios insobornables, la irresponsabilidad de poner en jaque a su familia, hasta hacerle asumible la muerte de aquel; pero por otro lado, el amor la empuja a sacrificar su honorabilidad, que es como transformarse en otra persona (otra vez, la pérdida de la identidad), para traer de vuelta a su esposo.  

Junto a ellos, otros personajes conforman el turbio fresco de los despojos de la guerra. El arribista Damián, poseído de una oscura animadversión por Andrés, a pesar de que este le ha conseguido un trabajo en la empresa, sacándolo de la aldea gallega donde languidecía, es el prototipo del medrador sin escrúpulos que no soporta vivir en deuda con nadie salvo consigo mismo. O Germancito, el hijo caprichoso del dueño de la empresa, en realidad un acomplejado, que se comporta como un pequeño tirano durante la convalecencia de su padre, aprovechándose del poder que la victoria en la guerra ha consolidado. O Conchita, la querida de un policía franquista, que se vende para poder sobrevivir. O el inolvidable Moncho, el loco del pueblo que aspira a ser grumete y en el que todo rezuman nobleza dentro de su delirio.Y en mitad de toda esa grisura, Selma, la hija de Pombo, cuya inocencia se erige en el resorte esperanzador en el que todos debieran redimirse de sus miserias.

La única certeza, cuyo sintagma aparece tres veces en el libro, uno referido a la muerte y dos al amor, completa el verso hernandiano con el de la vida, esa que empuja desde lo hondo para imponerse por encima de la deslealtad, del orgullo, de la envidia, de la mezquindad y para abrirse paso, también, cuando los tiempos son recios. Como la luz matutina en la paleta de Monet.

 

lunes, 10 de noviembre de 2025

707. El día que Hitler recibió un 'no' por respuesta

 


En 1943, durante la ocupación de Francia por parte de los nazis, el músico Pau Casals recibió la invitación de tocar en Berlín, dentro de los actos de conmemoración del décimo aniversario del acceso al poder de Hitler. Y su respuesta fue un contundente “no”. Partiendo de este hecho real, Yolanda García y Juan Carlos Rubio fabulan con qué pudo ocurrir en esa conversación privada que el violonchelista mantuvo con tres oficiales nazis. Aprovechan ese resquicio real, pero desconocido, para dar forma a una pieza que aprueba con nota, no sólo por el contenido del texto sino también por la impecable interpretación del elenco que da vida a los personajes.

Johann (Cristóbal Suárez), es un soldado que llega a Prades con la misión de convencer al músico de que acepte la propuesta. Melómano confeso, admirador de Bach y del propio Casals, se aleja del fácil maniqueísmo que podría aparecer por su condición de nazi. A lo largo de la representación, se van descubriendo capas de su herencia vital que han configurado su personalidad y que han condicionado su posición en el mundo. Se presenta como antagonista de Pau Casals, quien durante su estancia en Francia se dedicó a ayudar a los refugiados españoles que allí habían llegado. El músico, interpretado por un espléndido Carlos Hipólito, es dibujado desde su faceta pública y privada, ya que se plantean en el escenario los tormentos que padecía, incapaz de hacer sonar una nota ante el horror de la situación política que se vivía en toda Europa. Deprimido ante la atrocidad, pero sin olvidar los principios éticos y morales que lo acompañaron durante toda su existencia, preocupado por la salud de su compañera sentimental (Kiti Mánver, fantástica) y por el bienestar de su sobrina (Marta Velilla), tuvo la fortaleza y la valentía de declinar la invitación del Führer. Es en esas conversaciones con Johann donde radica el núcleo central de la obra y de donde se desprenden las ideas principales que, sin duda, favorecerán la reflexión del espectador. Así, se pone de manifiesto el valor del Arte como elemento catalizador ante la barbarie, como antídoto sanador ante el sinsentido del mundo, como refugio ante la desolación; la capacidad del ser humano a decir “no” pese a las coacciones del poder o la necesidad de ser fieles a férreos principios que nos alejen de radicalismos. En definitiva, Música para Hitler es una defensa de la libertad, pero también plantea el tema de la incapacidad de alguien alineado con el salvajismo de mostrar esa especial sensibilidad que se precisa para tocar un instrumento. El Arte con mayúsculas es incompatible con la deshumanización y con la indignidad de los bárbaros. La escena en la que Johann pide a Casals que le escuche tocar el violonchelo es muy reveladora en este sentido, pues las reflexiones del maestro sobre la música, sobre el alma de las notas, sobre la necesidad de que suenen como un todo, resultan harto reveladoras sobre la opinión que el músico tenía de cómo debía ser el mundo. La música como metáfora de la vida y de la organización social. La música como factor que posibilita el cambio. Y es en esta reflexión de Casals donde radica la reacción final de Johann.

La escenografía, una estructura circular de madera que se abre y se cierra según la acción se desarrolle en el ámbito familiar o cuando el militar visita la casa, merece también ser mencionada pues en su simplicidad encierra gran potencia sugestiva, ya que los personajes están atrapados en una espiral de fanatismo, de crueldad y de injusticia. Tampoco falta la música, la Suite Nº. 1 de Bach suena en escenas tan destacadas como la anteriormente comentada o en la primera aparición de Johann, en la que el público asiste al solemne proceso de vestirse con el uniforme nazi.

Juan Carlos Rubio, como director, ha conseguido acompasar todos los elementos que deben sonar de forma armónica para configurar un espectáculo exitoso. Texto, actores y escenografía afinados ofrecen una música que no es para Hitler, pero que sí hará las delicias de los espectadores que se adentren en este enigmático suceso de nuestra historia reciente.

lunes, 3 de noviembre de 2025

706. El fantoche trágico a la luz del quinqué

 


Cada vez que acudo a ver una obra de Valle-Inclán, salgo del teatro con el mismo poso de melancolía. Será la luz mortecina de las candilejas que iluminan siempre los esperpentos de Valle. O tal vez la terrible desnaturalización de los personajes, espectros sin alma, títeres que someten su mero estar en el mundo a los designios del demiurgo marionetista que maneja los hilos. Con la nueva versión de Los cuernos de don Friolera, segunda pieza de la trilogía que conforma Martes de Carnaval, me ha vuelto a suceder lo mismo. Y el mérito se debe al buen hacer de la Compañía Estival Producciones, a la fina dirección de Ainhoa Amestoy y a un elenco de actores vampirizados por la cruel indiferencia del esperpento.

El argumento es bien conocido. El teniente don Friolera recibe un anónimo en el que se acusa de adulterio a su mujer y aquel da crédito al mensaje iniciando toda una deriva desquiciada donde se debatirá entre los celos, la necesidad de recuperar su honor mancillado y el deseo íntimo de ignorar las calumnias. La obra entronca así, de forma paródica, con la tragedia shakesperiana de Otelo, en la que doña Tadea, una chafardera de manual encarnada por una gran Ester Bellver, asumirá el papel de Yago, inoculando el veneno de la sospecha en el teniente, y con el trasnochado asunto del honor calderoniano circunscrito aquí a la presión social que recibe don Friolera, cuya condición militar le exige mantener incólume la honra del regimiento.

El montaje respeta la estructura original de la obra, que se abre con un prólogo y se cierra con un epílogo entre cuyos márgenes ofrece Valle-Inclán su teoría sobre el teatro, la literatura y el esperpento. Efectivamente, al inicio, don Estrafalario y don Manolito conversan sobre todos esos asuntos, el primero caracterizado en esta versión con la inequívoca figura del propio Valle, ceceo incluido, y al que quizás no le vaya demasiado bien el histriónico del falsete. En el epílogo, un magistral Miguel Cubero interpreta a un ciego romancista en una actuación de antología, que resume todo el argumento central de la obra. El contraste entre prólogo y epílogo le sirve a Valle para considerar superior el arte del titiritero que el del romance popular, pues el autor –según Valle– debe estar por encima de sus personajes y no al servicio de estos, teoría que se halla en el corazón de su idea del esperpento y de la consiguiente muñequización y animalización de los personajes, que con tanto acierto interpretan los actores.

A la pieza le sobra el hilo musical que acompaña muchas de las escenas y que, en ocasiones resulta irritante, pues no permite escuchar con la suficiente limpieza los diálogos de los personajes. Siempre defenderé lo mismo. Si la música no es en directo, su intrusión sobre las tablas se antoja demasiado artificial y enojosa y solo denota el acomplejamiento que algunos escenógrafos cobijan respecto a la tecnología y su imperio tiránico.

Es destacable también la inclusión de las acotaciones de Valle, auténticas estampas líricas que sitúan las diferentes escenas, cuyas alocuciones se reparten los actores que no tienen papel en ese momento, y a las que le sobra, otra vez, cierta dicción aguardentosa que en nada se ajusta al tono poético de los textos, quizás con la vocación bienintencionada de exagerar la inflexión grotesca de todo lo que acontece sobre las tablas.

Pese a esos pequeños lunares, el montaje, en general, resulta satisfactorio, y así lo entendió el público del Teatro Principal de Alicante con su sonora y larga ovación.

lunes, 27 de octubre de 2025

705. Cuando vales un millón de euros

 



Lo grave no es que una editorial decida amañar sus propios premios. Al fin y al cabo, se trata de una empresa privada que puede hacer con su dinero lo que le venga en gana. Allá cada cual con su sentido de la posteridad y con el legado literario que desee dejar para el severo juicio del mañana. Lo que es ya más discutible es que un escritor se preste a participar en esa misma farsa. Y no porque no tenga derecho. Un millón de euros es una cantidad de dinero lo suficientemente golosa como para no dejar escapar la oportunidad, y el contubernio entre la editorial y el beneficiario no es, en este caso, ilegal. Pero que tu integridad moral esté tasada en un millón de euros te inhabilita en lo sucesivo para dar lecciones de decencia democrática o para pontificar desde los platós de televisión sobre asuntos como la corrupción, el decoro institucional o cualquiera otra consideración de índole ética. Y el problema es que es eso justamente lo que ha venido haciendo Juan del Val de un tiempo esta parte. Cuando vendes tus principios –que es como vender el alma– al éxito fácil (aunque efímero), al más sonrojante de los tramperíos y a la risible vanidad, ¿con qué autoridad se puede luego juzgar ante una cámara y ante un país entero, los desmanes de los políticos o el comportamiento poco estético de cualquier ciudadano? ¿Es que es, acaso, ejemplar, aceptar con repugnante anuencia el arreglo de un premio para tu propio beneficio insultando a los pobres incautos (más de mil, que alguien me lo explique) que aún siguen presentándose al certamen con la ingenuidad de quienes confían en su limpieza? La diferencia entre un político corrupto y Juan del Val es la fina línea de la legalidad que separa sus acciones; pero son iguales respecto a su código moral. Por otro lado, resulta paradójico que sea alguien que llámase a sí mismo escritor quien colabore en el desprestigio de la literatura que debiera abanderar. Del mismo modo, descorazona la hipocresía de los medios de comunicación que sirven a la Casa, que se presentan ante sus televidentes y radioyentes bajo el marbete de periodismo independiente y garantes de la verdad, para luego jalear sin pudor «el acontecimiento literario más importante del año». También ruboriza el silencio atronador de sus colaboradores, muchos de ellos escritores o críticos literarios.

Ahora Juan del Val nos sale con que él escribe para el pueblo y no para las élites. Es una buena estrategia, la de introducir en el debate público una discusión pretendidamente literaria para alejarnos del único asunto importante aquí, Juan del Val: que has decidido ser un tramposo. La literatura, en este asunto, es lo de menos. Pero aceptemos el envite. En realidad, la frase de marras solo pone de manifiesto el natural acomplejado de quien se siente incapaz de crear una novela con el suficiente empaque literario. Dice mi admirada Marta Sanz, en su libro Los íntimos, que envidia la cuenta corriente de Manuel Vilas pero que no envidia sus metáforas. Es muy probable que Vilas sí envidie las metáforas de Marta Sanz. Hasta los autores superventas sienten que les falta algo más allá del número de libros vendidos. Se llama reconocimiento. Aquel que se da en aquellas otras latitudes donde el prestigio viene determinado por el mérito literario. Aduce heréticamente (porque nombrar a Cervantes en la boca de Juan del Val es pura herejía) la popularidad del Quijote. En el prólogo de su inmortal obra, Cervantes dejaba clara la vocación universalista de su libro: «…puede ser que se halle en él alguna cosa que, leyéndola, entretenga al melancólico, despierte al risueño, no enfade al discreto, admire al grave, y no deje de ser leído de los niños, los mozos, los hombres y los viejos.». Sin embargo, ¿cuántas capas de lectura puede tener un libro de Juan del Val? Pero es que, además, Juan del Val denigra la capacidad del lector de masas, presuponiendo que este sería incapaz de entender medio párrafo si el escritor le propusiera un tema medianamente profundo o un léxico algo más exigente. Por otro lado, su condición de Robin Hood literario no es real. No escribe para las élites, pero lo hace desde la élite, aquella que lo ampara desde un gigante mediático para que él pueda ganar su milloncito de euros y satisfacer su vanagloria.

Lo mejor de todo esto es que, conforme pasan los años y se asume la inanidad del Premio Planeta, a la sociedad, que no es tan inmadura y estúpida como ciertas ideas catastrofistas suponen, cada vez le resulta más indiferente ese circo, que se acepta más como una crónica rosa propia del papel cuché que como un certamen literario. Así que, tranquilos: la literatura está a salvo, pero hay que buscarla en otro sitio.

 

lunes, 20 de octubre de 2025

704. El otro Machu Lanú

 


Con su última novela, Javier Sachez ha logrado sumar a su extensa lista de reconocimientos su condición de finalista del Premio Sed de Mal en su quinta convocatoria. El galardón, organizado por los escritores José Luis Muñoz y José Vaccaro fue concedido en aquella ocasión a Francisco Javier Sánchez Jiménez, por su novela A fuego lento. 

Cándidas bestias,  publicado por Octubre Negro Ediciones, narra el desasosiego de las gentes de una aldea extremeña de topónimo ficticio, Cártulo, probablemente circunscrita al área geográfica de Las Hurdes, ante los misteriosos ataques que sistemáticamente están sufriendo las niñas del lugar. El modus operandi del agresor es siempre el mismo: aunque las deja con vida, arranca de sus bocas infantiles una pieza dental. Ante la inoperancia de la Guardia Civil, retratada aquí con tintes paródicos, será la hija de don Miguel, un potentado que vive en una casa indiana en la parte privilegiada del pueblo, quien tome la iniciativa de llevar a cabo su propia investigación. Más allá de los pormenores de sus pesquisas, que a mi parecer se antojan algo erráticas y reiterativas, lo que despierta el verdadero interés de la novela es la radiografía del comportamiento social. Así, en la desesperada búsqueda de un culpable, los prejuicios de los lugareños irán señalando a cualquier incauto sobre el que se cierna un mínimo indicio, y la irracionalidad de los juicios paralelos, los linchamientos –reales o reputacionales– y los rencores de clase (que llegarán a inculpar al propio don Miguel) se irán alternando a lo largo de la narración con el doble propósito de crear incertidumbre en el lector, pero también con el de analizar la naturaleza visceral de la conducta humana cuando se la despoja de la cordura mesurada o se somete a la iracundia colectiva.

Otra de las críticas que Sachez apunta desde una postura ilustrada es la denuncia de la superstición. Entre los autóctonos cala la idea de que el responsable de las atrocidades sea el Machu Lanú, personaje del bestiario mitológico extremeño, emparentado con el demonio, mitad humano, mitad macho cabrío, que suele habitar Las Hurdes Altas. Al final, los sucesos responden, como siempre, a una lógica corriente, aunque no por ello exenta de su terrible casuística, que le servirá al autor para lanzar una nueva denuncia, que por no destripar el argumento de la novela evitaremos explicitar aquí.

Son también interesantes las descripciones que contrastan la vida de los dos barrios de Cártulo (el rico Barrio Alto y el misérrimo Barrio Bajo), con sus diferencias sociales y modos de vida, y también con la marginación subsiguiente de este último, cuyos problemas con el agresor de las niñas solo se atiende cuando la amenaza se extiende al barrio acomodado: una lección de geopolítica a pequeña escala que da para reflexionar sobre las desigualdades y los intereses de nuestro mundo ensimismado, alienado e insolidario.

Destacan asimismo las semblanzas de los personajes, trazadas con mucho oficio, especialmente la de la memorable Eduvigis La Maga, cuyo parentesco con su antecedente celestinesco resulta patente. La misma sugestión que adquieren las descripciones que sitúan, al principio de cada capítulo, los espacios narrativos, pintados con notable vocación estilística y eficaz pintoresquismo.

En definitiva, Cándidas bestias es un libro que no olvida su primer compromiso con el entretenimiento pero, que aprovecha esa vertiente lúdica, para deslizar subliminalmente toda una serie de cuestiones de índole social que enriquecen y dan empaque al resultado final.

lunes, 13 de octubre de 2025

703. La dana de Beneyto

 


Coincidiendo con el año en que se celebra el homenaje a Maria Beneyto, la editorial Llibres de la Drassana recupera una de las primeras novelas de la escritora valenciana. Se trata de El río viene crecido, que en 1959 obtuvo el Premio Valencia de literatura y que fue publicado un año después por la Diputación Provincial de la ciudad del Turia. La nueva edición, excelentemente traducida al catalán por Carme Manuel y con prólogo de Rafa Lahuerta, viene a rescatar del olvido una de las obras más destacadas, pero también olvidadas, de la narrativa beneytiana.

El riu ve crescut se estructura en dos partes. La primera transcurre durante el año 1948 y se centra en el fenómeno del chabolismo a orillas del Turia y de la vida misérrima de las gentes, la mayoría emigrantes andaluces o murcianos, que habitan el margen del río. Beneyto construye durante estas páginas un fresco muy vivo de la posguerra y de las vicisitudes de este extracto social, donde la picaresca, el estraperlo o las enfermedades como la tiña conviven, a su vez, con una lucha por la supervivencia no exenta de la heroica nobleza de quienes deben blandir su dignidad humillada para reivindicar su condición de seres humanos. En este sentido, la novela entronca con la habitual preocupación de Maria Beneyto por las clases desfavorecidas, tan presente en su poesía. La magnífica caracterización de los personajes, así como su maestría para el uso de los diálogos convierten esta primera parte en un producto casi hiperrealista que concluye con la histórica riada que asoló aquella sociedad del submundo valenciano.

La segunda parte, ambientada en 1957, narra la vida de esas mismas gentes, supervivientes del desastre, en la Valencia urbana. Muchos de ellos han debido reinventarse para poder sobrevivir entre la sociedad ordenada de la capital. En esta parte adquiere gran presencia la evocación nostálgica de una cartografía de Valencia en parte extinta: los baños de la Petxina, donde se trataba la tiña; los cines como El Museo; horchaterías como la Cenia, restaurantes como el Pasqualet de la Malvarrosa, o la vida del barrio artesano del Carme, de Nazaret o de la huerta de Campanar conviven con la descripción costumbrista de las Fallas, la celebración de la mona de Pascua en la Devesa a ritmo de gramola, la festividad de la Virgen de los Desamparados, las rondallas, la lectura de escritores folletinescos y zarzuelistas como Pérez Estruch o el nacimiento del rock ‘n’ roll. Pero como si del fatum de la tragedia griega se tratara, la fatalidad volverá a enseñorearse de los personajes con una nueva riada, cuya descripción resulta más estremecedora, si cabe, tras la reciente catástrofe de nuestra dana. Es también un canto a la heroicidad de una ciudad donde «la mitat de València feia amb l’altra mitat» su «commovedor donar-se al proïsme, en el més formidable desplegament de la solidaritat humana, portat als cims de la grandesa i la caritat més sublims».

Respecto a la espléndida traducción de Carme Manuel, nos hallamos, sin embargo, con el problema de trasladar el habla coloquial andaluza a su equivalente valenciano, con lo que ese particular tiene de extrañeza en la lectura, que resulta algo forzada. Quizás habría sido más conveniente traducir al catalán solamente las partes narrativas y salvaguardar en cursiva el resto de acentos no valencianos, en lo que habría sido un bonito homenaje al crisol de culturas y paletas dialectales que Valencia, siempre hospitalaria, acogió durante los duros años de la inmediata y posterior posguerra.

lunes, 6 de octubre de 2025

702. La novela inédita de Maria Beneyto

 


Se celebra el año de Maria Beneyto y proliferan las iniciativas editoriales que tratan de recuperar algunas de sus obras inéditas o de reeditar títulos olvidados. En esa línea, pronto estará en las librerías una antología comentada de la poesía de la escritora valenciana de la mano de la editorial Lastura y coordinada por Manuel Valero y Elia Saneletuerio en la que he tenido el gusto de participar; también la editorial Llibres de la Drassana ha rescatado El río viene crecido (1960), novela casi inencontrable que el sello ha decidido traducir al catalán. De Ofelia 25, novela inédita programada por el Ayuntamiento de Valencia, nada se sabe de momento. Y la Acadèmia Valenciana de la Llengua acaba de publicar otro texto, también inédito, titulado Al límit de l’absurd, del que hoy nos ocupamos aquí.

La novela, que en principio iba a titularse Retrat de família, narra la historia del clan Coloma, dedicando los diferentes capítulos a darle voz a cada uno de los integrantes del mismo, lo que redunda en un perspectivismo muy interesante. Con todo, el protagonista principal es Joan, que ha decidido recluirse en soledad en una casa de montaña propiedad de su hermana, huyendo del crimen que –erróneamente– ha creído perpetrar. Los monólogos de los personajes, que en principio parecen responder a una estructura epistolar, son más bien pensamientos lanzados al vacío que corroboran uno de los aspectos de la narrativa de Beneyto, en la línea de Carmen Martín Gaite: la búsqueda de un interlocutor que no siempre se concretiza. La incomunicación resultante es, en parte, la causa de la tragedia. Durante esos parlamentos, los Coloma van desgranando, entre reproches, las miserias familiares a la manera de los personajes de Harold Pinter o de Tennessee Williams o también de algunas novelas de Faulkner, como bien aprecia Carme Manuel en la esclarecedora introducción que precede a nuestra edición.

Al límit de l’absurd es quizás la novela más onírica de Beneyto, culminación de su vocación por la renovación estilística y estructural con cuyos resortes experimentó en varias de sus obras narrativas, sobre todo desde La dona forta o Antigua patria. Así, durante su encierro, Joan convivirá con una figura etérea que llamará «Ella», en la que se quintaesencia una feminidad de agreste erotismo e ideal romántico que representa la perfección de la Naturaleza trascendida más allá de los actos de los hombres y de la sociedad. La interpretación de esta entelequia puede dar para muchos tratados de psicología, pero en ella parece atisbarse la idea del doble, tan presente en otros libros de la autora, en donde Joan desea reflejarse para aliviar su condición finita e imperfecta.

De todos modos, para mí, la tesis de esta novela es, sobre todo, la crítica a un tipo de masculinidad que victimiza, paradójicamente, a los propios hombres. De Joan se espera, como el hombre de la familia que es tras la muerte de su padre, que ejerza su virilidad contra Antonio, el advenedizo que se está apoderando del negocio familiar. Esa presión contrasta con la verdadera naturaleza de Joan, un ser apocado y sensible, que echa de menos los cuentos populares con que la vieja Rosa, sirvienta de la familia, reconfortaba su infancia y la de sus hermanos, traumatizada por la presencia de un padre severo y distante. Su arrebato violento contra Antonio parece fruto de esa expectativa que su condición de primogénito varón obra sobre su sentido de la responsabilidad. Y su acto será el causante de toda el subsiguiente malentendido: Joan cree haber matado a Antonio. Cuando Helena, su hermana, le informa de su error es ya demasiado tarde. El fatum de la tragedia griega ha hilado ya el tapiz del destino y una terrible casualidad fulminará el supuesto restablecimiento del orden y la perspectiva de un futuro feliz.

lunes, 29 de septiembre de 2025

701. Festivaleando (y II)

 


Completamos con esta segunda tanda la crónica del Festival de Teatro Clásico de Alicante incorporando las últimas cinco obras representadas la semana pasada y que clausuraron el formidable cartel de esta edición.

No voy a descubrir ahora el talento casi innato de El Brujo. Su espectáculo, titulado Iconos o la exploración del destino, vuelve a poner de manifiesto la portentosa soltura de Rafael Álvarez, auténtico animal de las tablas, sobre el escenario. El actor lucentino despliega toda su potencia dramática, con el embeleso de su estudiado repentismo, para repasar algunos de los clásicos literarios emparentados con el concepto del fatum, el destino aciago que predetermina a algunos de los personajes que, principalmente, conforman la tragedia griega. Así, con una divertida y eficaz veta divulgadora, se evoca a Jasón, Medea, Antígona, Edipo o Crisipo, aunque también tienen cabida referencias al Mahābhārata hindú o a la Biblia. Los pasajes cómicos se compensan con anticlímax serios y trascendentes que, por contraste, resultan eficaces y oportunos. Las conexiones con la actualidad inciden en la idea de la modernidad de los clásicos. De entre muchas de las tesis que se desprenden del espectáculo, destaca aquella que trata de deslegitimar las teorías deterministas para abogar por el poder de la voluntad que nos permite ser dueños de nuestro destino.

Guitón Onofre rescata del olvido la novela picaresca homónima de Gregorio González cuyo manuscrito sufrió lo más variados avatares, tantos, que darían para un artículo completo. La obra de González recoge todos los clichés del género, pero queda muy lejos de la profunda humanidad del Lazarillo, y queda reducido al lance cómico y al afán de venganza de su personaje. Pepe Viyuela hace un trabajo muy meritorio, asumiendo él solo la interpretación de los diferentes cuadros picarescos con absoluta prestancia. Tal vez le sobra a Viyuela un exceso de histrionismo, probablemente inevitable dada su condición de cómico mimo, sobre todo cuando interpreta a los otros personajes. La música y voz de Sara Águeda completan la atmósfera áurea.

Cid, de la compañía de Antonio Campos, desmitifica la figura del héroe castellano que los cantares de gesta y el Romancero habían elevado a categoría legendaria. En lugar del juglar laudatorio y –no lo olvidemos– político, la semblanza del Campeador la hacen aquí los propios lugareños de Vivar con cierto tono bufo que baja el suflé de la epicidad del Cantar.

La loca historia del Siglo de Oro de Javier Uriarte adolece de las mismos vicios que Farra, de la que ya dimos buena cuenta la semana pasada. Aunque la puesta en escena es atractiva, la unidad argumental se resiente debido al carácter fragmentario de las escenas, algo atropelladas e insertadas con calzador, como si su mera concatenación justificara per se el montaje.

Finalmente, La Reina Brava, de Las Niñas de Cádiz, ofrece la misma fórmula con la que este elenco se ha dado a conocer. Aunque en su dossier de prensa se habla de un «triple salto mortal» con su nuevo espectáculo, lo cierto es que quien haya visto a las Niñas de Cádiz en alguna otra ocasión, comprobará que el tono y la ejecución responden al mismo sello de identidad de siempre: histrionismo desaforado, esperpento ibérico, alocuciones chirigoteras que parodian la solemnidad de las tragedias shakesperianas y del endecasílabo, inserción de lo popular, etcétera. Un divertimento eficaz pero que corre el riesgo de morir de éxito, agotada ya la originalidad de la prouesta con que sorprendió en su día.

lunes, 22 de septiembre de 2025

700. Festivaleando (I)

 


Cada año que pasa, el Festival de Teatro Clásico de Alicante goza de mejor salud. En la actual edición, la cartelera atesora obras de gran calidad, algunas de ellas importadas de otros festivales de referencia como los de Almagro o Mérida. Nos ocupamos hoy de tres de esas obras con una sucinta nota de cada una de ellas.

Los dos hidalgos de Verona, en la que participa como coproductora la Compañía Nacional de Teatro Clásico, raya en la perfección. Se trata de una de las primeras obras de William Shakespeare donde el genio de Stratford bosqueja ya algunas de las constantes que caracterizarán en lo sucesivo su trayectoria dramática. Aquí el conflicto se establece entre la lealtad y la pasión amorosa. Lealtad al amigo, pero también lealtad a la mujer prometida. Una vez más, Shakespeare nos alerta de los estragos de las pasiones ciegas y desaforadas, capaces de comprometer la amistad y los principios morales. El dinamismo y la veta cómica (especialmente la de Goizalde Núñez) se ganan enseguida al espectador. El montaje, además, repara uno de los, para mí, grandes defectos del texto de Shakespeare. El dramaturgo inglés despacha el arrepentimiento final de Proteo con el perdón instantáneo y sin transición de Valentín y Julia, sacrificando lo que hubiera sido una interesante exploración de los procesos de perdón y expiación, la afrenta, el rencor o el dolor de la decepción. En esta adaptación, se incide algo más en esas reacciones. Y también me resultó muy inteligente cómo Declan Donnellan hace depositarias del concepto de restauración del orden a las dos mujeres, cuya generosidad, como la de los reyes del teatro áureo, permite el final feliz y la reconciliación de los dos amigos.

Numancia, en la versión de José Luis Alonso de Santos, es una adaptación fidelísima de la tragedia de Cervantes sobre la heroica resistencia del pueblo numantino. Dicciones de reconocible corte clásico y vestuarios sin extravagancias. Se eliminan del texto algunos de los anacronismos en los que cayó Cervantes, como el panteón romano asimilado por el pueblo celtibérico, pero no el de la alusión a «España». Esto último es disculpable si pensamos que Cervantes estaba escribiendo, a la manera de Virgilio en la Eneida, un texto de clara apología patriótica. De hecho, en las intervenciones alegóricas de España y del río Duero, Cervantes alaba la institución monárquica, sin dejar pasar la oportunidad de citar a Felipe II, su contemporáneo (texto acotado en nuestra adaptación). Chirrían algo las indumentarias de esas alegorías, así como el didactismo del narrador.

Farra, de Lucas Escobedo es, sin embargo, un quiero y no puedo. El montaje, premiado con el Max a mejor espectáculo musical en 2025, pretende homenajear con su fiesta barroca a los autores de los siglos áureos, pero la nobleza de su intento queda reducida a una mera concatenación deslavazada de pequeñas piezas humorísticas de parentesco chirigotero y de irregular hilaridad, que se queda a medio camino de todo. La música es excelente y son preciosos los timbres de las voces, pero la unidad del conjunto se resiente a cada paso y la propuesta justifica ese pandemónium apelando a una supuesta vocación de divertir por divertir que no parece convicente. En demasiadas ocasiones, se aprecia la clara voluntad de imitar la fórmula que con tanto éxito practicó Ron Lalá (algunas descaradamente copiadas). Pero hasta la crítica social (feminismo, derechos del valenciano, antibelicismo) se queda en meros eslóganes facilones y manidos, y desposeídos del sarcasmo, la fina ironía y el ácido vituperio del divertidísimo modelo ronralero. En definitiva, la sombra de Ron Lalá es demasiado alargada.


lunes, 15 de septiembre de 2025

699. Cuando Ítaca es la penitencia

 


La nueva versión cinematográfica inspirada en la Odisea es un precioso retrato intimista que explora los remordimientos del héroe y su sentimiento de culpa, alejándolo de la altivez homérica, desmitificando sus cualidades épicas y eliminando cualquier referencia a las intercesiones divinas. En definitiva, Uberto Pasolini obra en Odiseo (nunca he llevado bien la variante latina de Ulises) un ejercicio de humanización sin menoscabo de una lectura atenta, pero personalísima, de la epopeya de Homero.

Hay quienes critican la morosidad del metraje. No sé si es que esperaban –signo de los tiempos– la acción desaforada de las tramas que hoy se estilan. Para empezar, conviene ir sobre aviso a las salas de cine y leer críticas y sinopsis: El regreso de Ulises se centra solamente en la llegada del héroe a Ítaca y no en todo su periplo aventuresco desde que abandonara Troya. Quien busque esto último deberá esperar al estreno en 2026 de la película de Christopher Nolan. También hay quien le ha afeado a la cinta el oportunismo antibelicista relacionado con la guerra de Gaza. Pero no hay que olvidar que la Ilíada está trufada de alegatos contra el sinsentido de la guerra y, en todo caso, nunca me parecerá mal que el arte se comprometa con la denuncia de las atrocidades de su tiempo como es este GENOCIDIO retransmitido en directo por las televisiones ante la vergonzante inhibición de Europa.

Llama la atención el acre recibimiento que recibe Odiseo una vez en Ítaca, tan diferente del que le profesan Penélope y Telémaco en la Odisea. Entre sus reconvenciones está la de haber causado la muerte de sus compañeros de armas, buenos hombres a los que el héroe que los lideraba no ha sabido proteger, apropiándose egoístamente de la gloria de la victoria o del regreso. En realidad, una lectura concienzuda de la Odisea nos permite entender que, efectivamente, Ulises tiene motivos de los que avergonzarse: oculta a sus compañeros los riesgos de atravesar el estrecho que custodian Escila y Caribdis; se protege a sí mismo enviando una avanzadilla de exploración en la tierra de los lestrigones; vencido Polifemo, arriesga la vida de sus hombres empecinado en tornar a la isla del cíclope para volver a provocarlo como un vulgar bravucón; su altanería está presente en cada hexámetro del aedo. Todo eso lo sabe Ulises. De todo se siente culpable. No hay gloria en su regreso. Lo que quiero decir es que Pasolini ejecuta su versión con un gran conocimiento de los versos de Homero. Hay más ejemplos. En la Odisea aparece en multitud de ocasiones el epíteto épico «la luz del regreso». En la película, el actor Ralph Fiennes, que da vida a Odiseo, sale del tugurio oscuro en donde le han dado hospitalidad tras su naufragio cuando le anuncian que se halla en Ítaca y el sol ciega de felicidad su rostro; a continuación, se arrodilla para llevarse a la boca la tierra del hogar, en una escena memorable. Conmovedor es también el esperadísimo encuentro con su fiel perro Argos, que cumple todas las expectativas del espectador. Y se recuerda el natural ingenioso de Odiseo cuando en la película, tras fracasar los pretendientes a la hora de tensar el arco, el héroe aplica la maña en lugar de la fuerza para tal propósito. Con esto contraviene Pasolini el texto homérico, pues también Antínoo piensa en calentar el arco para vencer su rigidez.

Esto nos lleva a otro de los méritos de la película: la inteligente adaptación a los códigos cinematográficos eliminando la enojosa coda de Homero o las historias interpoladas con las que Odiseo pretende ocultar su identidad para condensarlo todo en un económico pero eficaz montaje argumental. Por añadir algo más, la última frase de Penélope (espléndida Juliette Binoche) es quizás una de las declaraciones de amor más hermosas que yo haya escuchado en una película.

Es septiembre, vuelven las rutinas tras el largo verano. Esta columna, el cine, el teatro los libros postergados. Volvemos a Ítaca.

lunes, 28 de julio de 2025

698. El Madrid que fue en el Madrid que es

 


Solo una enamorada de Madrid podía escribir el libro que nos ocupa. Paseos singulares por Madrid. Centro y aledaños es, ante todo, una hermosa oda a Madrid, una obra en la que Concha D’Olhaberriague nos invita a mirar con otros ojos, los del paseante sosegado que degusta con calma, una ciudad por todos casi conocida. El adverbio casi no es aquí baladí, puesto que la autora propone un itinerario alternativo que trasciende la mera tipicidad de las guías turísticas al uso.

La obra cuenta con un excelente prólogo de Gonzalo Hidalgo Bayal y con una introducción de la propia escritora en la que explica el germen de este libro, fruto de su experiencia en la ciudad en la que vive y que recorre con deleite en sus habituales paseos; de modo que esta obra es «el fruto de una razón vital». Y es que Concha D’Olhaberriague, además de crítica literaria, profesora y gran estudiosa de autores como Unamuno, es una flâneur con afán de conocer y descubrir no únicamente lo que hay en Madrid sino lo que hubo, por lo que en su obra se establece un armónico diálogo entre el pasado y el presente de la ciudad.

Con una prosa muy elegante, la autora nos regala una obra en la que se combinan a la perfección la documentación exhaustiva, las reflexiones filológicas, las leyendas y curiosidades, la etimología de topónimos y los tecnicismos arquitectónicos y paisajísticos explicados siempre con rigor y claridad. Todo ello con un eje vertebrador que recorre el libro: la presencia del arte en general y de la literatura en particular. El capítulo estrella en este sentido es el dedicado al Barrio de las Letras cuya fascinante lectura sumerge al lector en unas calles por las que aún resuenan los pasos de grandes literatos, historiadores, pintores, actores… De la mano de la autora visitamos de otra manera teatros, cafés, iglesias y otros edificios destacados de la zona. El verbo visitar cobra todo su sentido, puesto que Concha D’Olhaberriague tiene la capacidad de que el lector sienta que está haciendo un recorrido corpóreo por los lugares que se describen, su fraseo guía nuestros ojos, orienta nuestros pasos de tal modo que sentimos que estamos allí, no solo leemos, sino que viajamos. La estela artística destaca también en el capítulo dedicado al Madrid de Goya. El viaje espacio-temporal que propone la autora nos lleva al origen de la ciudad en el Barrio de los Austrias, con la sugerencia de pasearlo cuando cae la noche, y a buscar los vestigios de la ciudad murada. Asistimos también a la fiesta inaugural del Palacio del Buen Retiro hasta su conversión en el famoso parque, con una explicación detalladísima de los diferentes edificios que lo componen, de los usos que tenían y que tienen y de poetas y narradores que se relacionan con este pulmón de Madrid. Asimismo, propone una ruta franciscana en la que los lectores, ciegos mendicantes, recuperamos la vista ungiéndonos con el aceite sanador de las sabias palabras de la autora cuando explica, por ejemplo, iglesias como la Capilla del Cristo de los Dolores. La mirada de la escritora no sigue un criterio centrista, sino que abre su campo de atención también a lo lejano en capítulos como el dedicado a Carabanchel, con sus excelentes descripciones de las quintas señoriales de recreo del siglo XIX y su mezcla de barrio castizo y vanguardista; o como el dedicado a iglesias periféricas. El paseo se detiene también en jardines semiocultos, remansos de paz, en un capítulo muy sugestivo y estimulante, pues el lector camina por florestas de estilos variados cuyas fragancias a olivos, rosas, lirios, alhelíes, naranjos… dotan al capítulo de una atmósfera envolvente y casi onírica. Para completar la visión espacial de la ciudad, el lector visita diferentes miradores desde los que otear Madrid para comprender desde las alturas cómo la historia y el paso del tiempo han acabado configurando la fisonomía de una ciudad apasionante. No faltan reflexiones en las que se muestra la preocupación de la autora por fenómenos como la turistificación o el deterioro de algunas zonas.

Les aseguro que tras la lectura de esta obra, tras estos paseos, no acabarán agotados sino que desearán volver a transitar estos lugares con el afán del viajero que siente la necesidad no solo de ver, sino de comprender, de tener una experiencia reflexiva e inmersiva al recorrer las rutas propuestas. Y para ello, no se me ocurre mejor cicerone que el amor matritense de Concha D’Olhaberriague.

lunes, 21 de julio de 2025

697. Nadar en el Estigia

 


Frente a las ideas que tienden a edulcorar el período de la vejez adornándolo con tópicos como los de la sobrevenida serenidad, el sedimento sapiencial o la asunción estoica de las inexorables reglas de la vida, Luis Antonio de Villena desmitifica en su último poemario (Miserable vejez, Visor) todo ese argumentario optimista para ofrecernos sin patetismos pero también sin cortapisas una visión rencorosa de la senectud, con su deterioro, sus limitaciones, sus renuncias, su soledad y su nostalgia.

El libro recuerda inevitablemente, tanto por su estilo como por su tono, a los poemas y actitud de Jaime Gil de Biedma, tal vez el más fervoroso defensor de la juventud. No en vano, Luis Antonio de Villena abre sus versos con una cita del poeta barcelonés y le dedica luego uno de los poemas más hermosos que contiene el poemario. He aquí, precisamente, uno de los motivos recurrentes del libro: el homenaje y despedida de algunas de las personas con las que De Villena ha caminado por la vida, escritos con la zozobra de quien, perito en obituarios, ya se siente sólo un superviviente. Además del citado Gil de Biedma, se incluyen otras figuras reconocidas como la del poeta Julio Aumente, aunque abundan, sobre todo, personas menos célebres, vinculadas a su círculo familiar o personal, como la costurera Jeannette Raguet, su abuela María, y otros menos fácilmente rastreables como Víctor Dolgurov. Otras veces, se realizan sugestivos retratos de personajes históricos, como Proust o Leonardo da Vinci, evocados ya en su vejez. Junto al recuerdo de estas estampas panegíricas, también se recuerdan espacios sentimentales que el tiempo ha ido modificando, como en el poema que rememora el viejo Chamartín, tan distintos de los espacios de hoy, como los hospitales, que  «cobija[n] la innata mendicidad de la vida».

Como no podía ser de otra manera, la reflexión sobre el paso del tiempo está presente a lo largo de todo el libro. Su enfoque no difiere de los tópicos clásicos usados por los poetas latinos, muy reconocibles, pero su filiación no se limita solo al fondo de su mensaje sino, también, a esa llaneza expresiva imbricada en lo cotidiano, que tanto me recordó, por ejemplo, a Catulo. Los estragos del tiempo, se manifiestan, sobre todo, en los achaques físicos y en la ruina de los cuerpos, descritos con delicadeza y piedad, no exentas de dolor metafísico. Ello se percibe en los versos que se dedica a sí mismo, pero también en los dirigidos a personas anónimas que en su labor de observador ocioso, son rescatados en su libro. Es el caso de los bellos poemas dedicados al matrimonio de ancianos o a esos viejos solitarios flotando en la vida como pecios de la edad. Otras veces, sin embargo, admira su dignidad, como en el poema donde describe a un anciano nadador.

No obstante, en la mayor parte de los poemas, la vejez aparece confrontada con la juventud. El contraste acentúa aún más el complejo de sentirse viejo, la indiferencia, por ejemplo, que la presencia del poeta suscita en los bachilleres que salen del instituto y que pasan junto a él convirtiéndolo en invisible, pero también el espectáculo de los cuerpos brunos y elásticos y la consolación nostálgica en la admiración de su milagro. En otros poemas critica, aunque entiende, la soberbia de los jóvenes, que creen eterna su condición, y lo hace desde la atalaya de quien conoce en carne propia, otrora igual que la de ese muchacho arrogante, su propia decadencia. También critica la falacia de los gimnasios y su promesa de elixir.

Con un estilo diáfano, deudor como es De Villena de la llamada «poesía de la experiencia», y con una tímida veta culturalista, Miserable vejez es un ejercicio de elegancia que huye con acierto del victimismo al que su tema invitaba peligrosamente y, en su lugar, sus versos bracean con la misma admirable dignidad del anciano nadador.

jueves, 17 de julio de 2025

696. La ballena azul (presentación en Alicante)

 


TEXTO DE LA PRESENTACIÓN EN ALICANTE

Ahora son las 12.30h de la tarde y afuera luce el sol. Pero, tal vez, hace unas ocho horas, pongamos a las 4.20h de la madrugada, una persona aquejada de una profunda soledad, rota, vulnerable y por eso mismo, manipulable, conversa con algún iluminado del Internet profundo, que invita a nuestro personaje a resarcirse de su miseria vital abrazando un nuevo credo a través de un juego mortífero. Los principios de esa nueva religión son, a priori, atractivos, sustentados en un corpus teórico bien cimentado. Se trata de romper con el mundo, de acercarse a la acreencia, porque el mundo es un lugar hostil e injusto y casi todo es mentira y el ruido de la sociedad no permite alcanzar la esencia ni la verdad ni escucharnos a nosotros mismos, del mismo modo en que las ballenas se desorientan en el mar debido al ruido de los motores de los barcos y a la perturbación de los sónares. Así que rompamos con el mundo para una nueva e íntima refundación. Perdamos el miedo, porque el mundo nos quiere asustados; nuestro miedo, alimenta muchas bocas, es abono para muchos intereses espurios. Y nuestro personaje acepta el juego. El juego de la ballena azul. Cincuenta pruebas, una por día, hasta el fatal desenlace.

En realidad, en el libro de Raúl, estas cincuenta pruebas del juego de la ballena azul, ideado por el adolescente ruso Philipp Budeikin en 2013, no son un objetivo en sí mismas sino más bien un pretexto que el autor utiliza para estructurar su libro y para denunciar aquello que realmente le interesa, especialmente los bulos y las consecuencias de su tiranía. Para ello se vale a veces de lo que yo he querido llamar los «prescriptores letales», personas, muchas de ellas con un buen bagaje cultural, que encienden una mecha cuya repercusión acaba produciendo los mayores estragos. Así, por ejemplo, si Léo Taxil se permite la broma de demonizar la masonería, la broma ya no lo es tanto cuando Franco recoge el testigo, aun a sabiendas del desmentido de Taxil. Si los Protocolos de los sabios de Sion, obra publicada en 1902 para justificar los progromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista, era en realidad, falsa, no lo fue para Hitler, que la legitimó para sus intereses, ni tampoco lo fue para los 6 millones de judíos muertos durante el Holocausto; si a Wataru Tsurumi le da por escribir El completo manual del suicidio en 1993, los suicidas que su lectura provocó no eran solamente un libro. Si el líder David Lane propaga sus eslóganes supremacistas apelando a la necesidad de preservar la supervivencia de la amenazada raza blanca, las víctimas a manos de Brenton Tarrent o de Breivik no son eslóganes. Porque en todos estos casos, los muertos –dice Raúl Quinto– estos sí, son muy reales.

Otro tanto sucede con las leyendas que circulan por Internet. Si en la Deep Web se asegura que en los sótanos de las pizzerías violan y devoran niños, a qué extrañarse que un tal Edgar Maddison (quizás una de esas personas rotas y solas de las que hablábamos antes) entre, rifle en ristre, en una pizzería de Washington y se líe a tiros. O si se asegura que poderes fácticos ocultos están planificando secretamente un nuevo orden de control mundial a través de las vacunas, el 5G, la mezcla de razas y la difusión de la agenda homosexual, que nadie se extrañe luego (o sí) de los repuntes de los movimientos anticientíficos, xenófobos y homófobos. Podríamos poner más ejemplos, pero tampoco es cuestión de destripar la obra.

El libro de Raúl es un catálogo de las mayores atrocidades producidas en nuestro mundo merced a la lacra de la desinformación, algunas de ellas descritas con espeluznante crudeza. Pero también, como si de un nuevo Benito Jerónimo Feijoo se tratase, Raúl, que es digno heredero del pensamiento ilustrado, trata de desterrar con su denuncia la superstición y el esoterismo en nombre de los cuales (religión, brujería) tantas barbaridades y actos escabrosos se han llevado a cabo.

Finalmente, el libro nos coloca ante el espejo de nosotros mismos y de nuestra animalidad sádica y egoísta. Raúl menciona ejemplos como la asistencia en masa a la última ejecución con guillotina en 1939 en Versalles; o el caso del verdugo Nicomedes Méndez, que al jubilarse creó El Palacio de las Ejecuciones para mostrar ante un público ávido de morbo, los detalles de sus instrumentos de tortura; o el éxito de las películas de Traces of Death, que reproducen secuencias de muertes reales; o las prácticas turísticas de una sociedad adocenada e insensible a los lugares donde se habían producido actos macabros para conseguir luego el like en las redes sociales. Una frivolidad, pensemos quizás. Pero Brenton Tarrent también retransmitió en directo en Facebook desde su cámara Gopro su masacre en una mezquita neozelandesa.

La ballena azul es un libro perturbador e incómodo, como lo son siempre los libros que trascienden. El arte es una mentira y por eso mismo es verdad, dice en algún lugar Raúl Quinto. O «el arte debería romper los ojos y escribir unos nuevos». Con un estilo oracular, de fraseo corto y ritmo contundente, casi alucinado, como los vídeos sicodélicos que proponen en el juego de Budeikin, Raúl Quinto consigue escribir en nosotros esos nuevos ojos de la cita de marras. Contiene, además, el libro, el irrenunciable valor ético y estético que del autor cartagenero conocemos. Entretanto, esta noche, a las 4.20h de la madrugada, nuestro personaje insomne volverá a apostarse ante la pantalla de su ordenador. 

lunes, 14 de julio de 2025

695. Te robo mi vida

 


Hacía tiempo que no visitaba la literatura de Luis Leante. Uno se pregunta por las absurdas razones que nos apartan durante años de los lugares que una vez nos hicieron felices. La inescrutabilidad de los itinerarios lectores y todo eso. Y ha sido volver a sus páginas, y reconocer aquellas viejas sensaciones de la narratividad clásica, el magisterio de la evocación y del ritmo envolvente al servicio de algo tan esencial como contar historias: tan sencillo y tan difícil a la vez. Ahora que la novela aspira al hibridismo (pero siempre lo ha hecho) y a la experimentación (pero nadie puede innovar ya después de Joyce), yo reivindico, con Luis Leante, la novela-novela de toda la vida.

Ya las primeras palabras de Interpretación de la mentira (M.A.R. Editor) consiguen eso que los pedantes llamamos una buena captatio: «Todas las muertes son absurdas, pero algunas lo son más que otras». La reformulación del famoso inicio de Anna Karenina no es baladí, pues la novela de Leante es, entre otras cosas, una exploración profunda de las relaciones familiares –aquí fundamentalmente infelices–, de sus secretos, sus miserias, sus mezquindades y sus apariencias, tanto en el seno del clan de los Lezcano, una familia de porte aristocrático venida a menos, como en el del protagonista innominado que toma la voz narrativa, de origen humilde y cuya relación paterno-filial está llena de interesantes aristas. Entre los primeros, pronto destaca Celso D’Atri, apellido que no solo remite al esqueje que supone su presencia en la familia Lezcano, sino también al concepto de «otredad» inserto en la raíz del apellido italiano, que tanta importancia tendrá para el recurso metaliterario con que nos sorprenderá Leante al final del libro, relacionado con el tópico cervantino del manuscrito encontrado, y que no podemos desvelar aquí.

Celso y el protagonista se conocerán en el pueblo donde veranea la familia de aquel, Hondares, topónimo trasunto de la región de Murcia –tal vez de su Caravaca natal– a la manera en que Muñoz Molina usa el de Mágina para referirse a Úbeda-Jaén. No es el único guiño autobiográfico que se puede rastrear en la novela: Ediciones 28, el lugar donde publica Celso su libro, parece remitir a Libros 28, la librería de San Vicente del Raspeig a la que el escritor estuvo vinculado estrechamente hasta su desaparición. Celso, que aspira a ser escritor, deslumbra con su inteligencia y maneras a nuestro protagonista que, inoculado también del virus de la escritura, tratará de imitarlo, al principio, en vano. El transcurso de la novela abarca aproximadamente algo más de 40 años, a través de los cuales asistimos al deterioro de Celso y al éxito literario de su otrora amigo de la infancia, además de desvelarnos los entresijos de la muerte con la que se inicia la novela. El primer éxito de Celso lo convierte pronto en un juguete roto y olvidado, incapaz de repetir la popularidad que le granjeó su primer libro en el siempre inestable e impostado mundo literario (no pasa desapercibida la alusión velada a la fanfarria del Premio Planeta). El sorprendente final nos hace reflexionar sobre la utilización espuria de la literatura para canalizar a través de ella los ajustes de cuentas de la vida personal, pero también de la posibilidad de redimirse en la ficción (o en la autoficción) creando un mundo alternativo donde poder salvarse. El resultado es una fascinante artefacto caleidoscópico donde la verdad, la mentira y las voces narrativas se acaban entreverando en la siempre dramática lucha por la identidad.

martes, 8 de julio de 2025

El padre de Steiner

 


Querido Fernando:

 

Deslumbrado todavía por la hermosura de tu novela, te pongo estas líneas para darte las gracias por las horas de felicidad que su lectura me ha dispensado. Me refiero a Las cinco vidas del traductor Miranda, que aún no había leído. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto del gozo de leer. Y, al terminar de hacerlo, recordé algo que contó George Steiner en una entrevista con Bernard Pivot. Dijo que, desde niño, cada vez que leía un libro, su padre le obligaba a escribir algo sobre el mismo, con el argumento de que ese gesto constituía una manera de agradecer el esfuerzo al autor y de responder a lo que el libro proponía. Agradecimiento y responsabilidad, pues, en el sentido más noble de ambos vocablos. Y algo de eso me gustaría dejar en estas palabras.

Varios amigos me habían elogiado tu novela, pero no me avisaron de la conmoción estética a la que me iba a enfrentar. Comencé a leerla y, casi al instante, me sentí transportado a aquel momento de la fetua y sus pavorosas consecuencias, así como seducido por la brillantez con que vas construyendo a los personajes. Encarnas en ellos magníficamente tus dos obsesiones: la identidad y la culpa. Y las regulas con precisión: la culpa difusa de Miranda, la brutal de Salman Rushdie/ Joseph Anton por la desolación y muerte que su libro ocasiona, y la insinuada al final del terrorista tan sabiamente innominado. Y a la culpa ostensible del mundo musulmán se opone la matizada del cristiano occidental. Lo mismo cabe decir de la identidad: la exhibida, pero turbadora, de Miranda; la sigilosa y atormentada de Joseph Anton, y la martirizada del terrorista musulmán. La construcción de este último personaje y el acierto de que sea el único que se expresa en primera persona me han parecido hallazgos sensacionales. Carece de nombre, con lo que no es nadie pero puede ser todos. Y eso lo transforma en una alegoría del musulmán en Occidente. Está familiarizado con la atrocidad y eso nos lo aleja; pero esconde una herida tierna que nos explica (y hasta cierto punto “justifica”) su “ira naranja” y eso nos lo aproxima. Sin parecerse en nada, me ha recordado en su concepción a un personaje igualmente incómodo: el Torquemada de Galdós, que nos resulta miserable en su condición de tenebroso prestamista, pero al mismo tiempo amable en cuanto ayuda a los demás aunque sea de forma también oscura. Esa duplicidad lo humaniza. Y eso es lo que también has lograd tú. Un prodigio de construcción, Fernando.

¡Qué personajes! Salman y Miranda ungidos por su oficio; el terrorista sacramentado por su pasado y su misión; y Chiasa bendecida por el amor. Uno no quiere separarse de ellos. Todos están vivos, animados por una profunda vibración cordial que se advierte en sus palabras y en su comportamiento, así como en sus relaciones. Pasean su humanidad por las líneas de la novela con una inocencia y una suerte de pureza que los vuelve inolvidables. Y en su misma constitución tirita un fondo de compasión (en el sentido más puro de la palabra), una piedad que sin duda pones tú, que los hace fraternalmente nuestros. La verdad es que dan ganas de quedarse a vivir en tu novela.

Todo eso ya es mucho, pero además, cuando detuve la lectura y logré desprenderme de la fascinación, me di cuenta de que había sucumbido al ritmo encantatorio, casi hipnótico, de tu prosa; de que, con tu escritura, podías llevar al lector a donde quisieras. Y que lo hacías con tanta brillantez como solvencia. Me tenías atrapado, rehén ya para siempre de tu inmensa soberanía verbal. No podía soltar el libro. No podía dejar de leer. Toda interrupción me resultaba insoportable. Y hacía tanto tiempo que no me sucedía eso…

Antes -sospecho que te ocurrirá lo mismo- yo vivía en el paraíso de la admiración. Casi cualquier novela me fascinaba o, al menos, me interesaba; y las grandes obras de la literatura universal no suscitaban en mí el resentimiento de la envidia, sino la dicha de la admiración. Hoy todavía reconozco, incluso en las obras más fallidas, el fervor con que el escritor repujó una frase, el esfuerzo que puso en buscar un adjetivo o idear una situación. Pero ya no leo con la alegría de antes y pocas veces me llega el entusiasmo. Pues bien: quiero que sepas que Las cinco vida del traductor Miranda me ha devuelto el entusiasmo y la alegría de la lectura, Fernando. Y eso es de agradecer.


Y el lenguaje. ¡Qué envidia me has dado, Fernando! ¡Qué capacidad, qué precisión! Me ha asombrado el increíble acarreo lingüístico de tu novela: la riqueza del léxico, el rescate de palabras oxidadas por el olvido o desterradas por la negligencia con que a menudo hoy se escribe. Pero más aún me han sorprendido la adjetivación tan atrevida como precisa, las maravillosas metáforas y símiles de que te sirves, y, sobre todo, el perfecto ritmo de la prosa, ese ritmo hipnótico, encantatorio, del que hablaba antes. Me acordaba de Maupassant y su teoría sobre el alma de las palabras. Según él, las palabras tienen alma, pero muchos lectores y algunos escritores solo les piden un sentido. ¿Y cómo se encuentra el alma de las palabras? Al asociarlas con otras. Entonces encuentran su más profunda verdad. Y es que siempre hay un sustantivo preciso para decir algo y un adjetivo exacto para precisarlo y un verbo justo -solo uno – para animarlo. La tarea del artista es encontrarlos. Y eso es justamente lo que has hecho, Fernando.

Por último, creo que le ética es parte fundamental de la experiencia estética, y no me cabe duda de que tu novela tiene una profunda resonancia política y moral. Indagas en la culpa personal, política y social. Pero a través ellas insinúas otra culpa que me ha recordado a Sender. Cuando explicaba la actitud de Mosén Millán y otros personajes de su célebre Réquiem por un campesino español, aseguraba que todos ellos eran “culpables de inocencia”. Creo que todos los lectores de tu novela, en algún momento, nos sentimos también culpables de inocencia, en el sentido de que, al no actuar ni denunciar, nos ponemos al servicio del poder y del mal.

Por otra parte, en estos tiempos de descarada censura y estúpida “cancelación”, tu libro constituye todo un alegato en favor de la libertad de expresión. Pero, junto a esa evidencia, me gustaría destacar cómo esa palabra de raigambre moral que alumbra todos tus textos va erigiendo poco a poco una clara defensa de los dos valores esenciales del humanismo clásico: la tolerancia y la responsabilidad.

En fin, aunque de manera deslavazada y un tanto caótica, creo haber cumplido con el precepto del padre de Steiner: agradecer la felicidad que me has brindado y responder al enorme esfuerzo que has desplegado con, al menos, unas pocas consideraciones. Tiempo habrá de hablar con más detenimiento.

Muchas gracias, Fernando.


Fernando Villamía (escritor)

lunes, 7 de julio de 2025

694. Mono de feria

 


Me encantan las ferias de libros. Pero solamente como lector. Lo de posar en un caseta en calidad de autor, eso ya es otra historia. Cuando una librería o la editorial donde publico me proponen participar en alguna de esas ferias, échome a temblar. A la timidez patológica que me caracteriza se une luego la sensación de que mi presencia allí resulta estéril, que seguramente se venderían los mismos pocos ejemplares de mis novelas estuviera o no presente en mi turno de firmas. Los paseantes se detienen ante la caseta, hojean los libros, miran el cartel que te anuncia para saber quién diablos eres, luego lo cotejan con tu rostro –sí, soy yo–, vuelven a tomar la novela, leen la contraportada, echan otro vistazo a mi cara, como si la historia que se resume en la sinopsis tuviera que tener algún tipo de relación frenológica con mi morfología facial, sueltan una sonrisa cortés y condescendiente, devuelven el libro al aparador y se marchan. Los tenderos me animan a aprovechar las posibles dudas de los potenciales compradores apostados en la caseta para venderles las bondades de mi novela, pero yo solo me atrevo a un tímido «hola» y a una mirada esquiva que acaba por disuadir al lector. Admiro sinceramente a algunos escritores compañeros de caseta que despliegan todas sus habilidades de mercaderes bereberes para ganarse la confianza del pobre incauto, pero yo soy incapaz de participar del bazar. Para aquellos que, como yo, no se ganan la vida con los libros porque tienen sus propias fuentes de ingresos más allá de la escritura, la mercantilización de sus novelas se antoja un envilecimiento que humilla la pasión y el amoroso afán con que esos libros nacieron. Entiendo que las editoriales y librerías deben hacer su negocio, y agradezco la gentileza de invitarme, pero yo no valgo para estas cosas. Alguna vez me ha resultado sonrojante asistir a la insistencia cicatera de algunos autores que agobian a los paseantes a la manera en que los vendedores de flyers atosigan a los transeúntes en cualquier zona de ocio de Salou o Benidorm. Algunos, sobre todo los autopublicados, se pertrechan de todo tipo de carteles gigantes y pomposos que ondean al viento con sus rostros de writers profesionales e interesantes y viven su experiencia de escritores por un día aunque a nadie les interese. De verdad que la literatura no ha podido degradarse en eso. Pero sí. Un día coincidí en mi caseta con el exjugador de baloncesto del Real Madrid, Juan Antonio Corbalán, que firmaba a la misma hora que yo su libro de memorias ante decenas de admiradores. Cuando agotó las unidades y dio por terminada su jornada, se despidió de mí estrechándome la mano, no sin antes, en un acto de clara compasión por su competencia desleal, comprar un ejemplar de mi novela. Creo que fue de los pocos ejemplares que vendimos ese día. Los escritores que nos movemos en los circuitos independientes somos muchas veces convidados de piedra, maniquíes o monos de feria en este tipo de eventos, donde el reclamo está en los escritores mediáticos, en los presentadores de televisión, en los tiktokers, en el señor disfrazado de Gerónimo Stilton o en los jugadores de baloncesto. Hay una sensación de fracaso tras una feria del libro que resulta peligrosa para la autoestima del escritor si no llega a ella convencido de que ese no es su verdadero sitio y de que hay otros espacios donde su contribución, si es honesta, resultará más interesante. Y en último término, el éxito o el fracaso solo se dirimen ante la mesa del escritorio.

lunes, 30 de junio de 2025

693. Puy do Fou (ni fa)

 


Es incuestionable que el despliegue artístico y técnico del famoso parque francés Puy do Fou instalado en Toledo resulta absolutamente abrumador. Sin embargo, nuestra experiencia como visitantes ha menoscabado algunas expectativas que habíamos forjado, seguramente desde el yunque de la ingenuidad. La conclusión más evidente es que los diferentes espectáculos que ofrece el parque han apostado más por el colosalismo visual que por el pertrecho de un guion sólido y de calidad. Los libretistas se han limitado para pergeñar sus escenas históricas a componer un refrito tomado de aquí y de allá, en un batiburrillo que llega a su culmen más irrisorio cuando en el excelente montaje sobre el descubrimiento de América, una grabación sonora ameniza la larga cola de espera diciendo que «en un lugar de Andalucía de cuyo nombre no quiero acordarme vivía no ha mucho tiempo un marino de los de sueños de ultramar». El espectáculo sobre el Cid se nutre prácticamente de toda la tradición legendaria: atribuye el destierro de Rodrigo por parte de Alfonso VI a la inquina de éste tras la Jura de Santa Gadea; recupera el conflicto entre el Cid y el padre de doña Jimena, a quien aquel mata; y, por supuesto, reproduce la victoria del Campeador después de muerto en Valencia. Ni rastro de los hechos históricos reales y ni siquiera de los guiños literarios del Cantar de Mio Cid, de cuyo título toma el espectáculo su nombre en vano. Recuerda mucho a la moda de la épica tardía del siglo XV y al teatro áureo, donde la historicidad de las gestas quedaba reducida a la pura fantasía, demandada por un público más inclinado a la truculencia que a la veracidad.

En la función sobre Lope de Vega, el dramaturgo queda reducido a su papel de espadachín que lucha por recobrar la autoría de Fuenteovejuna supuestamente usurpada ¡por el Comendador! Con ese ardid argumental se propicia el verdadero objetivo del guionista: la acción desaforada centrada en los combates de esgrima y la comicidad focalizada en la fama de mujeriego del Fénix. Ninguna reivindicación de la obra de Lope ni la evocación sugestiva de los corrales de comedias.

Del mismo modo, la Guerra de la Independencia contra los franceses se centra en otra leyenda, la del tambor del Bruch, aunque su objetivo final es recrear la defensa de una ciudad española –supuestamente Madrid– a golpe de cañonazos y efectos especiales.

Más logrado, desde el punto de vista de la simbología argumental, es el espectáculo basado en la España visigoda, sobre todo en el episodio de la unificación religiosa auspiciada por Recaredo representada en una preciosa tramoya donde se erige la primera iglesia cristiana visigótica, que podría ser la de San Juan de Baños, aunque se parece a la de Santa María de Melque. Sin embargo, el conflicto entre el arrianismo y el cristianismo se centra en la rivalidad entre Hermenegildo y su hermano Recaredo, cuando en realidad, la rebelión del primero es contra su padre Leovigildo. En el happy ending se omite que Hermenegildo será asesinado en Tarragona por Sisberto.

En el debe del parque está también el de cierta desolación paisajística, acentuada antes del último espectáculo nocturno, cuando los diferentes espacios quedan totalmente abandonados y el visitante, a falta aún de dos horas para la cita, debe refugiarse en el arrabal, como otro pecio perdido de la Historia.

En definitiva, el prurito divulgador del que presume el parque queda en entredicho, sometido a la mera espectacularidad y a la tiranía de la pirotecnia visual, es decir, a la demanda facilona de un público elemental, impresionable y acrítico, que es el signo de los tiempos. La apuesta es legítima, pero entonces conviene retirar la impostura de su supuesto didactismo. Junto a la plasticidad de cada función, queda el consuelo del gran colofón de «El sueño de Toledo» y la exhibición ecuestre y de cetrería. Lo demás, ni fou ni fa.