Con un poco de
suerte, editores atentos y lealtad a su propuesta estilística, el camino
literario de Rubén Bleda se antoja ciertamente interesante. Al menos, eso se
infiere de su brillante debut literario, auspiciado por la editorial Sloper,
cuyo título, Iba yo a ninguna parte,
contradice –sin razón– el halagüeño vaticinio de marras: Rubén sí va a alguna
parte, vaya que si va.
El libro, que
contiene 44 textos escritos entre 2014 y 2021, queda vertebrado por una
insobornable voluntad de estilo al servicio de una misma atmósfera, casi
baudeleriana, con su poquito de spleen
y su pizquita de flânerie. Nuestro
interlocutor adolece de una incurable atonía vital que cobra carta de
naturaleza a través de una cotidianidad trascendida por la mirada del escritor.
Es ese tamiz el que diferencia al mero cronista de los días, del poeta. La
melancolía y el corazón brumoso se alimentan del nihilismo de los domingos; de
las estériles siestas de verano con su mundo varado; de otoños donde «la
soledad se ha vuelto caediza y alfombra», soledad que tiende a «soledumbre»);
de despertares sin objeto que anulan la voluntad de levantarse siquiera de la
cama; de la única autonomía posible, la del suicidio.
Parte de esa
lasitud responde al balance de las ilusiones truncadas, cuando las
posibilidades han perdido ya su potencia y los sueños son solo ya, como mucho,
aspiraciones; cuando se porfía vanamente en el enésimo intento a sabiendas de
su correspondiente fracaso (precioso su «Bautismo de barro»); cuando la vida se
reduce al mero adocenamiento para perpetuar los roles asignados; cuando las
lista de las cosas por hacer, otrora mapa de un itinerario vital, es ahora solo
un papel arrugado, difuso, perdido; cuando el soñador ha devenido en cínico;
cuando el búho que accidentalmente se cuela por su ventana abierta resulta no
ser Atenea ( o sí, pero qué quería).
El paso del tiempo,
con obsesión gildebiedmana, hace sentirse al autor viejo a los treinta años y
los pecios de la edad se hallan en la piel muerta que constituye el polvo de la
casa o en la aduaz metáfora de una mala digestión. El asidero de los recuerdos
tampoco sirve, pues la memoria es una falacia o un mero constructo artificioso
donde cada cual busca, a retazos, su «verano rubio de tardes azules». Y, sin
embargo, Bleda clava su pica en esa insatisfacción, abanderando con ella la
tierra baldía de su desazón y convirtiéndola en una identidad, esa «forma
anfibia de respiración» que consiste en vivir hacia afuera y hacia adentro a la
vez; desafiando a los que se muestran seguros de sí mismos porque creen saber
lo que quieren, cuando la verdadera aventura es no saberlo; resistiendo el
crepúsculo, como se retrasa el ocaso en su hecatombe en el precioso
«Autorretrato en sol ausente»; aferrándose a la promesa de los lunes laborales
que «zurce[n] cicatrices para mis huecos clamorosos». Y, en último término,
siempre quedan los amigos, un momento de plenitud en una carretera hacia el sur
o la literatura, esa literatura que lucha contra la ramplonería y que esquiva,
altanera, encastillada, umbraliana, a los críticos que la llaman «pedante»; la
literatura que huye, irónica, de la gloria porque no hay espacio ya para tanta
gloria.
No faltan textos
críticos de naturaleza social, donde se denuncian los estragos de la
turistificación; la precariedad laboral; el nuevo narcisismo; la
despersonalización de las fiestas autóctonas; o reflexiones de corte
ecologista. También hay lugar para el humor (siempre con su sonrisa de acíbar)
o los textos lúdicos. El libro se completa, casi como un epílogo, con varios
textos herederos del tiempo pandémico y algunas estampas de viajes.
Con hermosísima
prosa, los textos de Bleda pueden leerse como auténticos poemas. Hay en ellos
juegos de palabras, hallazgos metafóricos sorprendentes, bellas y sugestivas
evocaciones. Jalonan las páginas ecos de Byron, Manrique, Sartre, Wincklemann,
Cocteau, Adler, Gil de Biedma, Heidegger, Malraux, Rousseau, Umbral, Goethe,
Wilde…), brújulas que orientan firme el paso para aquel que creía que no iba a
ninguna parte. Y vaya si iba.