domingo, 16 de octubre de 2011

123. Copistas, incunables y editores en Tarragona

El copista
Tarragona, año 1373. El aire se filtra ululando por las rendijas de la fría estancia y hace bailar sinuosamente la luz de la vela, que languidece sobre la pobre mesa y está a punto de apagarse. Berenguer Company interrumpe unos segundos su trabajo, levanta la cabeza del pergamino y fija los ojos en la llama, temeroso de que ésta se extinga. Luego, al comprobar que recupera su esbeltez, como aquellas sierpes de fuego que había visto alguna vez en los bestiarios, se siente aliviado y retoma su labor. Debe terminar de copiar el breviario en el que trabaja para entregarlo cuanto antes a la iglesia de Les Borges. Le han prometido 300 sueldos si, además, lo ilumina con colores y lo encuaderna. Pero el pergamino es caro y empieza a faltarle. El encargo le obliga a no escribir más de 30 líneas por página, sin abreviar ni colocar palabra sobre palabra, como ha hecho otras veces para ahorrar pergamino. Los reputados copistas de Montblanc y Valls, las grandes ciudades difusoras de libros, disponen de más medios que él. Algunos vaticinan la desaparición de los copistas e imaginan nuevas formas más rápidas de reproducir los escritos. Berenguer Company no cree en más vaticinios que los que prometen los textos sagrados y no necesita de grandes revoluciones. Amorosamente, se afana sobre el pergamino, aunque no entiende nada de lo que está copiando, y se entrega silencioso a la humilde tarea. Sólo se escucha su respiración asmática y el noble rasgado de la pluma sobre la superficie rugosa del pergamino. Un soplo repentino del viento apaga la vela.
Incunables










Tarragona, año 1484. Nicolás Spindeler sonríe satisfecho. Acaba de imprimir en la ciudad el Manipulus curatorum de Guido de Monte y el trabajo no cesa porque ya ha recibido el nuevo encargo por parte del arzobispo de Tarragona, Pedro de Urrea, de un Breviario. Hoy han llegado procedentes de Génova las resmas de papel que solicitó, cuya marca de agua es la filigrana de la mano con la estrella sobre el dedo corazón, el preferido de los impresores de la Península por su calidad. Hay algo de presunción en el porte triunfador de Spindeler. Se jacta de ser el primero que ha imprimido en lengua catalana y también el primero que lo ha hecho a dos tintas. Con sobreactuada magnanimidad palmotea a sus muchachos de la imprenta y desaparece silabando por la puerta.
El editor
Tarragona, año 2011. En el pequeño despacho de la editorial, esa metáfora de soledad emboscada, Manuel Rivera, rodeado por la silva de libros que atestan el reducido cubículo, hojea una edición del Tirant lo Blanch. No es, claro, la que imprimiera Spindeler en Valencia en 1490, sino una anotada por Martín de Riquer. Luego cierra el libro y lo deposita con reverencia dentro del cajón de su escritorio. Se levanta, rescata de la percha su chaqueta y sale a la calle a despejarse, todavía con un pasaje del Tirant rondándole la cabeza. En mitad de la acera, extrae del bolsillo una libretita y anota algo. Luego acude a un bar y pide un café (con hielo). En la mesa de enfrente, un joven lee algo en un libro digital. Manuel Rivera le observa con curiosidad. Luego echa su mano al bolsillo, manosea su cuaderno de notas pero no lo saca. Se limita sólo a sentir sobre la yema de sus dedos el papel de la libreta. Hay  un momento en el que se sorprende apretándola con desmesurada fuerza. Y entonces, aflora de sus labios, musitada apenas, aquella frase del Tirant: “doloroses llàgrimes e aspres sospirs”. El chico del libro digital dirige una mirada irónica a Manuel. Éste se azora y termina su café. En el vaso, el hielo agoniza turbio.

A Manuel Rivera, delicado amanuense de la amistad, incunable de la poesía (también incurable) y generoso guía y benefactor.

2 comentarios:

Tisbe dijo...

Preciosa recreación de la historia del libro en Tarragona. Me ha encantado leer este artículo. Enhorabuena.

Píramo dijo...

Gracias, Tisbe. Y gracias a Manuel Rivera por su cariñosa respuesta a través del correo.