domingo, 15 de abril de 2012

152. Dolor y poesía. ʻIsidoroʼ, de Juan Ramón Ortega Ugena

Juan Ramón Ortega Ugena, el pasado viernes en el Aula de Poesía de Cambrils
Que la poesía actúa de bálsamo contra los males del espíritu no es una idea nueva. El mágico ungüento ya fue enfrascado por la farmacopea literaria griega desde que el doctor Aristóteles formulara su teoría sobre la catarsis de la tragedia clásica. El lector de poesía recibe consuelo al hallar en el poema aquello que no ha podido o no se ha atrevido a explicar sobre sí mismo, y las palabras de esos versos ajenos forman el perfecto caligrama de su propio corazón. Y al poeta, la Poesía le socorre como socorre el guía experimentado al incauto turista de la vida que ha recibido la mordedura del áspid de las desgracias, y cuyo veneno succiona desde la herida misma para escupirlo después, sangre y hiel, sobre el pañuelo blanco de una cuartilla.
Pero como la Poesía no actúa sola y necesita del gurú que la invoque, éste se afana por hallar el conjuro adecuado que no ofenda su majestad y, en el molde de este servilismo, trata de encajar su dolor, que resulta entonces artificioso y falto de autenticidad.

Isidoro
En el año 2008, el poeta Juan Ramón Ortega Ugena pierde a su amado sobrino Isidoro. Tarda tres años en dedicarle un libro de “tan sólo” 9 poemas. En el interesantísimo prólogo en prosa que les sirve de pórtico, el escritor casi parece pedir disculpas. No desea hacer exhibición de su dolor, ni alimentar la execrable cultura del morbo, ni sacar partido poético del luctuoso suceso. Sólo redimir su pesar en la complicidad de los versos. Pero Ortega Ugena es poeta y el respeto hacia su labor le impide desangrarse sin atender al arte, que le encorseta. Teme el dolor retórico. Por eso, dice, “es indudable que estos poemas, independientemente de mi capacidad, no pueden tener la calidad que tendrían si el motivo hubiera sido menos sangrante. Nos disculpamos por atajar considerando que el relajo de la preceptiva deja libre la emoción. ¿Y cómo eliminar una coma a toro cicatrizado con la que he compartido una lágrima?”.
Tres años y nueve poemas. Parece poco bagaje. Pero no lo es. Porque tiene razón el poeta cuando sitúa el dolor como elemento más fuerte que la inspiración, “más que la búsqueda de la imagen, cuando [el dolor] se te agarra a las tripas y te las retuerce y te las muerde con cristales […]. El dolor paraliza, lo que aprovecha la bicha para acabar de darte su dentellada”.
De los 9 poemas, los dos primeros no aluden directamente al objeto elegíaco (perdón por el frío academicismo). Estos dos primeros poemas denuncian la barbarie de la guerra mediante imágenes muy potentes y crudas, y el rechazo visceral y directo a los artífices de las mismas, “los emperadores, reyes, mariscales y generales cobardes/que luchan sobre el mapa/y desayunan café caliente o té/con una nube de crema”, cuyas atrocidades se perpetúan en la historia “con sus mausoleos turísticos” y “las placas de las calles que afean/el rebotar de los balones en las esquinas”. A partir del tercer poema, se inicia ya el panegírico en el que se aprecia una tensa voluntad por sostener un tono equilibrado que mantenga a raya las acometidas de la rabia y del dolor por la pérdida del ser querido: “debería chutarme con rencores de asirio”. Aparecen imágenes de una melancolía lacerante como la de los “farolillos de papel, banderas y serpentinas/en la fronda de los árboles de una fiesta transcurrida/de acre recuerdo”, cruel desolación de una vida que fue, y muestra el resentimiento hacia la muerte para quien la pérdida del poeta no ha sido “más que un sacrificio de peluches,/de esas ovejas que desaparecen en la tramoya de los sueños/[…] como los meteorólogos juegan a poner soles y nubes/en los mapas”. Los versos son un agarradero contra el olvido hasta que también el poeta se derrame “vertido en ceniza/desde el ánfora que se [le] viste en paralelo” para rezar con Isidoro “el rosario con la letanía de estrellas”.
Hasta que eso ocurra, y seguramente también después, seguirán sonando, como el viernes pasado en Cambrils, los ecos del Adagio de Samuel Barber. Y sonará auténtico. Y sonará poesía.

3 comentarios:

Juan Ramón dijo...

Gracias, Fernando. Me encanta el tono que utilizas en algo para mí tan delicado y contradictorio. Un abrazo, JRO

Tisbe dijo...

Me parece muy acertada la reflexión que haces en el comienzo del artículo. Enhorabuena por tu buen hacer.

Píramo dijo...

JUAN RAMÓN.Para mí no ha sido un articulo fácil de enfocar. Conocía, sólo por el prólogo del libro, el inmenso dolor que te produjo aquel suceso y no deseaba redactar un artículo al uso, lleno de frías alusiones academicistas. Así que dejé de lado el bisturí y apelé a las caricias. Para mí la labor del crítico (aunque yo no me considero como tal) es un acto de amor. Amor hacia el objeto artístico que he hecho mío en la intimidad de la lectura y amor hacia quien lo ha hecho posible.
Luego está la tiranía de los caracteres que me imponen los del Diari de Tarragona, que no da para más (siempre tengo la sensación de haber hecho algo a medias). Pero lo he redactado con mucho cariño y respeto.

TISBE. Los que abogan por la literatura sin imperativos artísticos que les constriñan, dirán que presciendiendo de éstos, el dolor se manifestará sincero y libre. Pero ¿y el arte? Bonito debate.