El azar ha querido que las últimas tres novelas que
han llegado a mis manos compartan un rasgo común: en todas ellas sus autores
intercalan entre la trama argumental los pormenores del proceso creativo
ofreciendo detalles personales sobre las vicisitudes experimentadas durante la
escritura de sus respectivos libros. David Foenkinos confiesa en las páginas de
Charlotte el impacto emocional que ha supuesto para él adentrarse en la
vida de la pintora judía, muerta en Auschwitz; Arturo Pérez-Reverte desmenuza la
labor de investigación que ha llevado a cabo para conocer la historia de los
“hombres buenos” que trajeron L’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert a
España; finalmente, Antonio Muñoz Molina riza el rizo y en esa novela de
novelas que es Como la sombra que se va, desvela los secretos de la
composición de Un invierno en Lisboa, mientras noveliza la huida de
James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, de cuya trama ofrece también
datos acerca del proceso de confección de la novela.
Ignoro si esto de mostrar las tripas de los libros es
una nueva moda pero si lo es, sería deseable que fuese pasajera. No es que no
resulte interesante toda esa información sobre las particularidades del acto
creativo. La metaliteratura es un apasionante campo de reflexión y un precioso
filón para el anecdotario. Pero la disposición de un lector de novelas es la de
quien desea traspasar las lindes de su propia realidad para sumergirse,
mientras dure el embrujo de la lectura, en otro espacio necesariamente
distinto. El lector hace un pacto con el escritor: tú me cuentas una mentira o
una media mentira y yo hago como que me la creo. La inclusión de los entresijos
extraliterarios vulnera ese pacto de ficción y produce cierto desencanto, una
sensación de estafa, como cuando suena el despertador y, de repente, irrumpe la
fea realidad tras la magia de un bonito sueño. Decirle al lector cómo es una
novela por dentro es como hacerle decir a un forense lo maravillosa que era la
persona que está diseccionando en la mesa de autopsias mientras revuelve sus
vísceras. No hay nada más desazonador tras una obra de teatro que esos
coloquios que se organizan a veces, al finalizar el espectáculo, entre el
público y los actores. Éstos, ataviados todavía con los trajes de los
personajes a los que dieron vida, al hacerse hombres de verdad y eliminar la
frontera que los separaba de nuestro patio de butacas, dan al traste con esa
sensación de hechizados con que todo el mundo debiera salir siempre de las
puertas de un teatro; y sólo la realidad de la calle, el murmullo de las
gentes, los cláxones de los coches, el frío sobre las aceras, son los que poco
a poco debieran devolvernos del trance. Que lo hagan los actores es un
sacrilegio. Lo que sucede en la escena, quede en la escena; lo que sucede en
los libros, quede en los libros; el actor Álex González es un farsante impostor
de Javier Morey cuando se empeña en relatarnos el making-of de El
Príncipe.
El mejor making-of que probablemente haya dado nunca la Literatura ya nos lo regaló Cervantes cuando nos contó que la
historia de don Quijote la había conocido a través de unos textos del historiador musulmán
Cide Hamete Benengeli, que hizo traducir. Y digo que este making-of ha
sido el mejor de todos por una sencilla razón: porque era mentira.
5 comentarios:
Totalmente de acuerdo, Píramo. Esperemos, efectivamente, que lo de explicarnos los autores cómo fueron componiendo tal o cual novela se trate de una moda pasajera. La que ya no parece tan pasajera, por desgracia, es la manía de los coloquios tras la representación de las obras teatrales.
Completamente de acuerdo. Una primera lectura es como una primera cita, y no conviene desvelar todos los misterios.
No pasa nada. Es como todo, a veces desvelar el truco hace que pierda la gracia, otras, se convierte en parte del texto y aporta nuevas aproximaciones, lecturas y aventuras, una dimensión extra que tampoco debemos creer a pies juntillas. Ya sabemos, los escritores son unos mentirosos, benditos sean.
Muy pocas veces resultan interesantes esas novelas. Parece que cierto narcisismo, por una parte, y cierta necesidad de llenar más hojas, por otra, mueven a tales autores. Esperemos que esa moda no se extienda a la poesía.
Por una parte, tiene su gracia conocer el proceso de documentación y de investigación que supone escribir una novela. Ahora bien, puede ser peligroso que todos los novelistas plasmen estos aspectos en sus novelas. Al fin y al cabo, el lector lo que quiere es disfrutar con un buen argumento.
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