Como los caminos de las lecturas son inescrutables,
este último mes he dado en leer el Mecanoscrit del segon origen, de
Manuel de Pedrolo, y Kim, de Rudyard Kipling. Estimulado por la póstuma
adaptación cinematográfica de Bigas Luna, me adentré en la atmósfera
post-apocalíptica de la novela de Pedrolo y quedé deslumbrado por las
posibilidades expresivas de la lengua catalana que el autor ilerdense domeña
con insultante magisterio. Pocas veces la maleabilidad del catalán halló tantos
registros y tanta riqueza léxica como en la prosa de Pedrolo. Lástima que toda
esa exuberancia lingüística quedara humillada a la servidumbre de un mero
catálogo práctico de supervivencia cuya monotonía no reparan ni siquiera las
sugestivas inferencias filosóficas sobre la reedición edénica de un nuevo
mundo.
A Kipling llegué tras conocer la noticia de que la
Biblioteca Nacional (de España; con la que está cayendo esta matización no es
baladí) acogió hasta el pasado 7 de noviembre una muestra bibliográfica del
autor coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento. Kim es una
apoteosis costumbrista de la India y una exultante celebración de la vida. Sus
personajes son inolvidables, en especial la noble ingenuidad mística del lama y
el carácter picaresco de Kim. Lo de menos es la trama de espionaje. Y, por
supuesto, es un interesantísimo conflicto entre las dos identidades de Kim,
hindú de sangre británica en la India colonial.
Ambas lecturas, la de Pedrolo y la de Kipling
coinciden en ser novelas concebidas en su día para un público juvenil. El Mecanoscrit
fue lectura obligatoria en nuestro extinto BUP y un fenómeno editorial
entre los más jóvenes. Y Kim era una novela de aventuras devorada por
los adolescentes británicos. Proponer hoy día que un alumno de la ESO o del
Bachillerato lea cualquiera de estas dos novelas se antoja una empresa
quijotesca. Los estudiantes de hoy no tienen ni la formación ni el aguante ni
la curiosidad ni la sensibilidad ni la voluntad para enfrentarse a novelas de
esta naturaleza. Simplemente no pasarían de las primeras cinco páginas. Pero
estas mismas novelas, amén de otras muchas de pareja dificultad, eran las
lecturas de los jóvenes de antaño a la misma edad. ¿Qué se ha perdido por el
camino entre aquellas generaciones de jóvenes que leían a Dumas, a Salgari, a
Verne, a Melville, a Defoe, a Swift, a Dickens o a Blyton, y estas de ahora que
no entenderían ni las primeras cinco líneas de estos grandes autores? Aunque
tentado como estoy de hacerlo, descartaré por ahora contradecir la evolución
darviniana de las especies que, en materia de lectura, desde luego no le da la
razón a Darwin, como tampoco se la da en aquello de la selección natural, según
la cual los más fuertes, capaces de adaptarse al medio, sobreviven. Pues no es
cierto. Los que amamos la literatura de verdad no conseguimos adaptarnos a este
ecosistema de lectores mediocres por mucha formación que hayamos recibido o por
mucho que hayamos educado nuestro paladar literario; y en cambio proliferan
como setas los lectores de vampiros premenstruales. La razón, claro, no es
biológica, sino pedagógica. Son esos pedagogos de nuevo cuño que pretenden que
los alumnos se estudien los charcos de la acera de su casa en lugar de los ríos
de España porque aquéllos son, claro, más cercanos a su entorno inmediato y,
por ende, más significativos. Con la lectura igual: hay que fomentar solamente
los libros que despierten el interés de los estudiantes y alejarlos de los “difíciles”
clásicos porque éstos generan lectores frustrados que nunca más vuelven a la
literatura. Y así andan nuestros alumnos, incapaces de entender un texto que
exija un mínimo de nivel, y no hablo de Kipling, sino de cualquier artículo
periodístico que se proponga para un simple comentario de texto. A aquellos
jóvenes lectores de Verne, en cambio, nadie les va a tomar el pelo. Y ya ven
qué trauma: también han vuelto a la literatura. Pero no. No nos adaptamos.
Somos la especie débil de Darwin. Cada vez más invisible. Hasta la irremediable
extinción.
2 comentarios:
Tienes razón, Píramo, en que hay una diferencia abismal entre las lecturas de los jóvenes de antaño y los de ahora. Qué bueno sería proponer libros con nivel, importantes, sin el temor de pensar que no les van a gustar o que no los van a entender.
El amor a la lectura debe transmitirse a temprana edad, primero, por los padres, luego desde las aulas. Una sociedad que desprecia la literatura, el arte en general, está condenada de antemano al yugo de la ignorancia.
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