Cuando Juan Ramón Jiménez dijo aquello de “no la
toques ya más, que así es la rosa”, estaba poniéndole veto a su obsesión, casi
enfermiza, por los retoques del poema en su aspiración de alcanzar la
“perfección viva”. Sin embargo, como apunta Ricardo Gullón, el poeta aclaraba
después que si tal decía era “después de haber tocado el poema hasta la rosa”,
es decir, sólo después de conseguir esa aspiración última y definitiva.
Vicente Molina Foix ha tenido la noble intención de
alcanzar también la rosa del mito de Medea y, para ello, ha acudido a sus tres
principales fuentes greco-latinas (Eurípides, Séneca y Apolonio de Rodas) en
una suerte de síntesis troncal del mito que permitiera ingresar en la pura
esencialidad de la leyenda y hasta en su antropología telúrica. Después
introdujo pasajes de su propia minerva con amoroso respeto al espíritu griego y
de toda esa mezcolanza surgió el texto definitivo –la rosa– de esta nueva Medea
que dirige José Carlos Plaza y que protagoniza Ana Belén.
Sin embargo, a Molina Foix se le ha pasado por alto
pensar que la rosa ya la había escrito Eurípides y que no hacía falta tocarla
ya más. El autor ilicitano navegó con valentía y tesón en el piélago
bibliográfico del mito pero ya había quien había llegado a la Cólquide antes que
él para hacerse con el vellocino de oro. El resultado de todo ello es un texto
que, en su disolución, en su obligación de dividirse entre sus fuentes, pierde
la fuerza del texto original de Eurípides, que se resiente, sobre todo, en los
potentes monólogos de Medea, reducidos aquí en su intensidad, pese al
encomiable esfuerzo de Ana Belén, que está espléndida y que se desvive
fervorosamente por otorgarle al texto el realce que no tiene. Sólo ella salva
la obra.
Otro punto en el debe del texto es la excesiva
inversión de tiempo dedicada a explicar el mito de Jasón y el vellocino de oro.
Si el público que acude al teatro no viene leído desde casa es un problema que
no atañe al dramaturgo. Hay en ese pasaje un tufo a didactismo algo sonrojante
y un tanto ofensivo que sólo podría exculparse si creyéramos que el autor
pensaba utilizarlo para homenajear al maravilloso milagro de la oralidad a
través de la cual se han ido perpetuando en el imaginario colectivo las
historias antiguas. También se podría indultar al autor si lo que pretendía era
justificar la actitud vengativa de Medea quien, como sabemos, ayudó a Jasón en
aquella aventura y renunció a su patria, y que después se vio pagada con la
traición de su marido. En todo caso, el exceso de celo en las explicaciones y
justificaciones de las tramas argumentales, siempre me han parecido un punto
débil del ejercicio narrativo, al que se le ven demasiado las solduras.
Punto y aparte merecen los actores masculinos del
reparto que están francamente horribles, especialmente Adolfo Fernández
(Jasón), que deambula patéticamente por el escenario con una dicción tabernaria
y aguardentosa con el que, –vuelta a las justificaciones– quizás se pretendía
contribuir a la degradación del héroe en particular y a los hombres en general,
pues su egoísmo machista es el responsable de los males que sobrevienen; ello
comulgaría bien con la reivindicación feminista del propio Eurípides
(injustamente llamado misógino por algunos críticos) y explicaría la
inconcebible actuación de los personajes masculinos. Pero llegados a este
punto, ¿no es un tanto sospechoso que el cronista de una obra de teatro como
este que escribe estas líneas, en su afán absolutorio, sea quien tenga que
salvar los muebles del espectáculo?
4 comentarios:
Efectivamente, Píramo, el texto de Eurípides hubiese bastado para presentar una obra redonda. Los monólogos de Medea tienen una fuerza y una crudeza que en este espectáculo sólo quedan esbozadas suavemente.
También me pareció demasiado prolijo el relato que se hace de la aventura de los argonautas en busca del vellocino de oro. Es demasiado didáctico. Prefiero pensar que quien compra una entrada para ver MEDEA tiene la curiosidad suficiente para averiguar quiénes son los personajes y qué aventuras vivieron, en caso de desconocerlo.
Para terminar, la interpretación de Jasón deja mucho que desear. Ana Belén actúa muy bien, pero ella sola no consigue evitar el seminaufragio que la obra es en conjunto.
Pues sí, una pena
Eurípides fue la rosa, el vellocino y la fuente Castalia. Qué valor tuvo Foix tocándolo...
El olvido de los mitos, el haber sido relegados por una posmodernidad obsesionada por romper los vínculos con el pasado, por hacer tabula rasa de nuestro legado, provoca a la postre estos dislates, por muy bienintencionados que sean los propósitos de ciertos autores por recuperar el aliento trágico de los clásicos.
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