viernes, 26 de mayo de 2017

362. La muerte de la rima



Hoy día es ya casi imposible hallar un poeta que versifique haciendo uso de la rima. Esto no es ni bueno ni malo. Prescindir de la rima y de los moldes métricos ha contribuido a la libertad expresiva liberando a la inspiración de los corsés formales. Bien mirado, resulta absurdo que aquella palabra insustituible que dice exactamente lo que queremos manifestar, tenga que suplantarse por otra menos precisa sólo porque no encaja en el cómputo silábico de la estrofa o porque no se ajusta a la rima. Y, no obstante, hasta los románticos con toda su exaltación de la libertad creativa, no quisieron desprenderse de ella.
Hace poco escuché decir al reputado poeta Antonio Méndez Rubio que hay quien concibe la poesía como una especie de performance donde lo importante es el efectismo. Sólo esa puesta en escena, relacionada con la pompa y aparato de la recitación declamatoria, justificaría el sometimiento al yugo de la rima. Efectivamente, el poema no tiene la obligación de estar concebido para ser recitado; del mismo modo, hay poemas sin rima que suenan maravillosamente en voz alta.
Sin embargo, la desaparición de la rima y de las sílabas contadas, cuyo dominio resulta tan difícil, ha abonado el terreno a toda suerte de poetastros que, de un tiempo a esta parte, mancillan el sagrado territorio de la poesía, convencidos de que eso de hacer versos está chupado. Cuando el difícil magisterio de la métrica y la rima servían para distinguir al verdadero poeta de aquel otro que sólo hacía ripios, los poetastros eran menos osados, conscientes de su inferioridad. Ahora que no hace falta dominar ese arte para envanecerse con la publicación de un libro, cualquiera se apunta a escribir versos. Hay poemarios a los que sólo otorgamos ese nombre por la disposición espacial de los supuestos versos, pero podrían leerse perfectamente como un texto en prosa. Aunque siempre habrá quien me reproche que eso de distinguir entre verso y prosa a estas alturas resulta un ejercicio un tanto retrógrado. Signo de los tiempos donde uno ya no sabe cómo debe llamar a las cosas.
Y, no obstante, el verso libre sigue siendo el menos libre de los versos y eso no pasa inadvertido al lector avezado, para desgracia de quienes buscan medrar con el subterfugio del “todo vale”. Las cadencias, la eufonía, la musicalidad, las rimas internas, la disposición de los acentos, el ritmo, siguen ejerciendo como indicadores de la calidad de un poema. Y, claro, la enjundia de lo que sus versos digan, hoy que la banalidad lo inunda todo, bajo la mentira del relativismo.
A mí, qué quieren que les diga, me gusta la buena poesía rimada. Nada en poesía me produce mayor placer que disfrutar de la noble perfección de un soneto, aun a riesgo de que me llamen trasnochado. Si yo fuera poeta, escribiría un libro lleno de sonetos, lo inundaría de endecasílabos enfáticos con que reivindicarlos; o melódicos para mecerme en ellos; o heroicos, que es lo que mejor se aviene contra la trivialidad de los poetas timoratos y apocados. Un libro de sonetos como a la antigua usanza, con sus cuartetos abonando con su semilla sugestiva la explosión floral de los tercetos encadenados. Un libro de sonetos, de esos que se recitan de pie, porque hay que ponerse en pie cuando se lee un soneto, acompañado de la batuta reverencial del brazo libre que no sujeta el papel. Un libro de sonetos. Pero, ¡ay!, que yo no soy poeta, y aunque lo fuera, jamás me atrevería a escribirlos andando como anda por el mundo don Antonio Carvajal.

1 comentario:

Capitán dijo...

Sin duda alguna, es difícil decir mejor lo que pocos se atreven hoy a decir.

Enhorabuena