Abraham Stoker (1847-1912) |
Esta semana he terminado de leer por primera vez en mi vida el Drácula de Bram Stoker. No es la primera vez que me ocupo de la literatura vampírica (véase mi artículo sobre La muerta enamorada, de Théophile Gautier). Drácula es una de esas lecturas que uno va postergando o que no leerá jamás porque su protagonista está de tal manera adherido al imaginario colectivo que su grandiosa figura se impone por sí misma como algo ya dado y terminado. Uno crece recogiendo datos dispersos de aquí y de allá y, al final, construye a su “drácula” que, en mayor o menor medida, se parece bastante a los “dráculas” de casi todo el mundo y, por eso, acaba priorizando otras lecturas. Nótese que al empezar esta reflexión he escrito inconscientemente “el Drácula de Bram Stoker”, anteponiendo el artículo al título de la obra. De este modo, lo he incorporado, sin querer e injustamente, a la amalgama de Condes reinventados y lo he fundido con ellos. Digo injustamente porque Stoker merece, al menos, un espacio aparte por desarrollar la génesis del vampiro más famoso de la Historia, por más que a algunos les resulte atractiva esa idea romántica de ofrecer un relato al pueblo para que éste lo manosee a su antojo y lo adopte como patrimonio propio, a la manera del Romancero. Quizás el de Stoker es el caso más paradigmático de autor fagotizado por su propia obra. El de Drácula es el mismo fenómeno sufrido por otros grandes iconos literarios como Frankenstein, Sherlock Holmes o Jekyll y Hyde.
Stoker no es un gran escritor. Su prosa sufre altibajos; la historia que tiene entre manos es de una potencia narrativa de tal envergadura que da la sensación de que el propio autor trata de ajustar continuamente la brida a un caballo que se le desboca. Basada en los diarios y registros fonográficos de los personajes, pierde verosimilitud al reproducir literalmente diálogos imposibles de recordar con la precisión con que se manifiestan en el libro. Si se elige un formato, hay que ser coherente con el mismo. Al final, en los diarios, en lugar de oírse las voces de sus propietarios, se oye la voz del narrador Stoker. Contiene, además, pasajes sentimentaloides que desentonan bastante y el final es demasiado abrupto. No obstante, la primera parte de la novela, la mejor, sin duda, es sencillamente subyugante, especialmente la angustiante estadía de Harker en el castillo de Drácula, la colosal llegada en barco del Conde a Inglaterra y el proceso de metamorfosis y muerte de la inquietante Lucy. Un dificilísimo acierto de Stoker es que el relato apenas tiene anticlímax. La novela se vertebra sobre un muy bien medido crescendo que no agota al lector, pese a la considerable extensión de la misma. Drácula apenas aparece en el libro y conocemos sus actos por lo que cuentan los testigos, de modo que su sombra amenazante está siempre presente pero sin mostrarse abiertamente, excepto al principio y final de la novela. Esa presencia que se adivina pero que no se manifiesta crea también en el lector un desasosiego del que es difícil sustraerse incluso tras cerrar el libro y tal efecto se pierde en las películas donde, claro es, están obligados a mostrar al Conde continuamente.
Los personajes femeninos tienen mucha fuerza, especialmente Mina, que demuestra más arrestos que su marido Jonathan, aunque tampoco estoy de acuerdo con algunos críticos en que la novela sea antimachista porque, por ejemplo, Stoker pondera la fortaleza mental de Mina diciendo que ella contiene un cerebro de hombre en un cuerpo de mujer.
La novela nos hace esbozar una sonrisa al comprobar la ingenuidad de algunas afirmaciones médicas o la admiración hacia el maquinismo, representado en la máquina de escribir, el taquígrafo o el fonógrafo.
Es también meritorio el ritmo que se impone en la transición argumental. Los personajes, sobre todo el racionalista Dr. Seward, no aceptan de buenas a primeras las teorías de Van Helsing sobre la existencia de los vampiros y cuesta varios capítulos que asuman esa realidad paranormal. Modélica lección para los novelistas y cineastas de hoy en día que apresuran la acción irreflexivamente sin pararse a pensar que el arte no tiene prisas.
Y resulta que conocemos que Drácula puede pasearse por Picadilly Circus en pleno día; que una rosa silvestre colocada sobre su ataúd le impide salir de él; que no sabemos por qué Drácula es vampiro; que el Conde luce bigote; que jamás dice la famosa frase “Yo nunca bebo… vino”; que repta por las paredes; que sólo si se invita al vampiro puede entrar en nuestras casas; que no basta con la estaca; y mil detalles más por no hablar de la interesantísima historia de la gestación de la novela durante la también novelesca vida de Bram Stoker, que daría para otro artículo. Y así, invadidos como estamos por el vampirismo crepuscular premenstrual y otros especímenes colmillares de dudoso gusto, pasa lo de siempre, que la novela primigenia que se cree gastada, es siempre la más lozana y original de las versiones, lo cual, dicho sea de paso, no deja de ser, a la vez, una paradoja y una obviedad.
BREVE ANECDOTARIO DRACULIANO. QUIZÁS NO TAN BREVE. SI TIENES GANAS Y PACIENCIA...
-Stoker dejó su cargo de inspector de tribunales para seguir a su admirado actor Henry Irving, quien le cedió la gestión del Lyceum Theatre. Hay quien afirma que la obsesión de Stoker por Irving tiene paralelismos freudianos entre Drácula y Renfield.
-Stoker se casó con Florence Balcome que, al parecer era frígida (no sabemos si como resultado de su anterior relación con Oscar Wilde), lo que probablemente llevó a Stoker a buscar placer en otras partes. Se dice que Stoker murió de una sífilis adquirida en París. Algunos retazos eróticos de Drácula podrían ser un vago recuerdo de sus noches orgiásticas parisinas. Molina Foix cita a Farson, que aporta un dato de reminiscencias vampíricas en boca de una nieta de Stoker: "Florence estaba maldecida por su gran belleza y la necesidad de mantenerla [...] rechazaba el sexo".
-Stoker perteneció a una rama de la Order of the Golden Dawn, de carácter ocultista, a la que también petenecían, entre otros, Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson.
-Drácula nace de una pesadilla de Stoker, siempre según el propio autor. En su cuaderno perfiló algunos rasgos de la novela. Algunos los llevó a término, otros no. Entre los descartados llama la atención que Drácula es insensible a la música; los pintores no pueden retratarlo; o que no puede ser fotografiado.
-La novela pudo haberse titulado: "El No-Muerto", "El Muerto No-Muerto" o "Conde Vampyr" y en un principio fue concebida como obra de teatro.
-El nombre de Drácula está inspirado en el de Draculea, apodo de Vlad III de Valaquia, "el Empalador". Su padre, Vlad II, había sido miembro de la Orden del Dragón; por eso a Vlad III se le apodó Draculea ("Hijo del Diablo"), aunque Stoker declaró que su personaje no tiene vínculos con este Draculea histórico sino que procede de los Szekely (descendientes de Atila) y tiene 466 años de edad. Los rumanos no suelen aceptar demasiado bien la novela porque consideran, infundadamente, que atenta contra la honorabilidad de un personaje histórico de su país. El libro no se editó en Rumanía hasta 1974 (¡77 años después!)
-La novela iba a ser mucho más larga. Se ha comprobado que la página 3, renumerada a mano, lleva en realidad el número 102 a máquina de escribir. El primer capítulo iba a partir del trepidante y espeluznante relato "El invitado de Drácula", que transcurre no en Transilvania, sino en la Estiria de Austria.
-Una de las propiedades que Drácula compra en Londres está situada en Mile End New Town, cerca del barrio de Whitechapel, donde tuvieron lugar, en 1888 los crímenes de Jack el Destripador. Otra, como sabemos, está en Picadilly Circus.
-Florence Stoker demandó a F.W. Murnau por plagio. Murnau es el director de Nosferatu (1922). Se ordenó quemar todas las cintas de la película, aunque sobrevivieron algunas gracias al contrabando.
5 comentarios:
Es verdad, Píramo, nadie se acerca por primera vez a obras como "Drácula", la "Odisea" o el "Quijote". No existen lectores virginales para esas obras tan universales.
Me ha gustado mucho el artículo. Me ha recordado la sensación que tuve allá por mis 15 años cuando leí Frankenstein, encontré mucho más que a Boris Karloff...
Es cierto, entre película y libro siempre libro!! Yo también pienso como tú que las grandes figuras literarias muchas veces vienen grabadas en el subsconciente colectivo, como una sombra familiar que te sigue a todas partes aún sin haberlas leído. Sé que ahora cometeré un sacrilegio porque tengo entendido que eres un gran fan de Don Quijote, pero para mí vendría a ser mi Drácula, mi cuenta pendiente porque jamás he coseguido leerlo por completo...Sin embargo podría describirlo a la perfección porque está circumscrito en nuestro manío paisaje cultural.
Hablando de vampiros y a pesar de que no comparto contigo la idea crepuscular de vampiros de dudoso gusto, creo que Drácula será siempre el vampiro por excelencia. Aún así creo que el vampirismo necesitaba una revisión seria y una puesta al día. La saga Crepúsculo lo ha hecho a su manera y entiendo a los detractores de vampiros vegetarianos... Personalmente, me encanta el ideario de un nuevo tipo de vampiro, que aunque como los Cullen rehuyen de la matanza indiscriminada de humano, no se ilumina a la luz del sol. Te recomiendo la versión británica de la serie Being Human y el personaje atormentado de Mitchell, que sigue un poco la estela de Louis en las crónicas vampíricas de Anne Rice.
Javier, pues es una lástima. Porque acudir a aquellas obras donde se generan las grandes figuras tiene algo de lectura mesiánica.
Núria, el eterno debate de la película o el libro. Siempre el libro.
Érie, gracias. Anoto tu sugerencia en nuestra sección de CURAS Y BARBEROS.
Me parece que tanto la novela como las películas de Drácula tienen un error. Tras tanto tiempo de vampiro lo lógico es que hubiese vampirizado a muchísima gente, todo un ejercito de vampiros. Y sobre todo cuando va a Londres.
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