William Shakespeare escribió Julio César en
su etapa de madurez, aunque la obra permaneció inédita hasta 1623, siete años
después de su muerte. Para su confección, Shakespeare se basó en las Vidas
paralelas de Plutarco, aunque no en la versión del biógrafo griego sino en
la traducción de las mismas vertidas al inglés por su contemporáneo Thomas
North. Si el asesinato de Julio César ha sido de por sí uno de los magnicidios
más fascinadores que ha dado la historia de la humanidad, con la versión
literaria de Shakespeare el hito ha quedado ya definitivamente fijado de manera
indeleble en el imaginario histórico colectivo.
Se suele decir que los temas que han preocupado y
preocupan desde siempre al hombre están ya todos en Shakespeare. Muestra de
ello es que todas sus obras pueden leerse sin menoscabo de su vigencia y
universalidad. Por eso mismo, los directores teatrales, que tienen la mala
costumbre de rescatar obras clásicas sólo cuando en éstas se reconocen temas de
actualidad (como si uno no pudiera disfrutar de una obra de teatro clásico
porque sí), echan mano muy a menudo del inmortal dramaturgo inglés y rara es la
temporada en que no circula por las tablas españolas alguna obra del autor de
Stratford. En Julio César, efectivamente, se dan buena cuenta de
algunos de los males que laceran nuestra vida política. Casio representa la
perversión del lenguaje. Envidioso de la gloria de César, la persuasión de su
oratoria convence a Bruto para que éste tome partido en la conspiración; no le
va a la zaga Marco Antonio que, una vez muerto César, trata de sacar rédito
erigiéndose como su vengador, arrogándose así una legitimidad de la que él
mismo se ha investido. Marco Antonio tiene, también, el don de la palabra. Su
arenga al pueblo demuestra la volubilidad de la opinión pública y la sencilla
maleabilidad de una ciudadanía ignorante. Hasta César queda desmitificado,
cuando Shakespeare lo ridiculiza haciéndolo receloso, supersticioso,
vulgarmente orgulloso, fanfarrón y epiléptico. Sólo Bruto sale bien parado
porque antepone su lealtad a la República, sobre la que ve cernirse la sombra
de la tiranía, a su amistad con César. Bruto es sólo un instrumento de los
ambiciosos. Al final de la obra, Octavio manda sepultar el cadáver de Bruto,
pero esto es sólo una concesión de Shakespeare, que quiso homenajear sus
virtudes cívicas. Hoy sabemos que fue decapitado y que su cabeza fue arrojada a
los pies de la estatua de César.
Paco Azorín ha revisado el clásico en una espléndida
versión que está de gira por España. El director murciano ha mejorado, además,
uno de los defectos de los que, a mi entender, adolecía el texto de Shakespeare
(perdón por el anatema): la escasa evolución psicológica de Bruto. El escritor
inglés, que trató admirablemente el tema de la duda en su Hamlet, no
construye, sin embargo, un Bruto que se debata claramente en su conflicto
interior. En la versión de Azorín, en cambio, Tristán Ulloa es la encarnación
misma de ese sufrimiento. José Luis Alcobendas está fantástico en la
representación del sibilino Casio; y Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) se
sale de las tablas, sobre todo en los pasajes donde se dirige al pueblo de Roma
para moldear a su antojo las mentes de la plebe. A Mario Gas le falta alguna
letra de su apellido. En cuanto a la escenografía, es un acierto convertir el
patio de butacas en un ágora romana, como lo es también la sobriedad
decorativa, un obelisco egipcio, símbolo del poder. Hay que estar muy atento a
la mejor escena de la obra: cuando Marco Antonio lanza su perorata al pueblo
instigándole a la rebelión contra los conspiradores, se hace la oscuridad en el
escenario y callan de golpe las aclamaciones de la plebe exaltada, para dejar
oír las estremecedoras palabras que Marco Antonio pronuncia para sí mismo, una
vez que ha plantado la engañosa semilla del verbo en las conciencias de las
gentes: “¡Maldad ya estás en pie! ¡Toma ahora el curso que quieras!”
4 comentarios:
Ya tenía la miel en los labios en el momento en el que supe que Tristán Ulloa hacía de Bruto en esta magnífica obra, pero ahora más todavía con esta opinión tuya. Hace poco fui a ver la misma obra en Tarragona pero con director y reparto diferentes y me gustó mucho, pero sigo deseando asistir a un monólogo shakesperiano recitado por Ulloa, Peris-Mencheta o Gas.
Gran reseña y gran obra.
Un beso.
Estoy totalmente de acuerdo con todo lo que señalas en esta reseña.
Nos encontramos ante un espectáculo altamente recomendable, que no dejará indiferente a nadie. Reconforta comprobar que todavía hay TEATRO del bueno y que los directores siguen reinventando a los clásicos respetando su espíritu.
La actuación de Peris-Mencheta es brillante.
Hace unos años vimos en Almagro una impresionante adaptación en el patio de Dominicos dirigida por Alex Rigola.
Laura, Nicolás: vuestras referencias demuestran la fertilidad del genio shakesperiano.
Tisbe, a ver qué tal la última obra de la temporada...
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