"Leyendo al abuelo", Abert Anker, 1893. |
Toda convalecencia conlleva necesariamente un
despojamiento. Nuestra entidad como seres sociales, con sus roles y sus
imposturas, se diluye; las obligaciones diarias, que siempre nos parecen tan
apremiantes, de pronto se relativizan bajo el peso de la enfermedad y pierden
su falaz condición perentoria; la medida del tiempo se dilata y el vértigo de
los minutos se convierte en una morosa contemplación de la vida. Desprendido de
todo ese atavío mundano, el convaleciente indaga entonces en su yo más oculto y,
sin pretenderlo, lo halla virgen, envuelto aún en la crisálida que ha ido
tejiendo sobre él la quiescencia de una voluntad fagocitada por la inercia
anestesiante de los días. Y al ser descubierto así, en su confortable quietud,
el yo se despereza, extiende sus alas y vuela. Al fin.
Quizás por ello, las grandes vocaciones literarias se
han gestado durante las largas convalecencias. Al ejercicio de la escritura y
al autoconocimiento –¿acaso no son lo mismo? –, les estorban las prisas, el
ruido del mundo y los quehaceres que nos impone la vida en sociedad. En Monte
Sinaí, libro compuesto, por cierto, durante una convalecencia, José Luis
Sampedro sublima ese desasimiento del mundo y hasta de uno mismo, que es origen
de la más excelsa libertad: “Yo no tenía nada que hacer y la expresión «tener
que hacer» me resulta la más odiosamente esclavizante que cabe imaginar.
Excluirla de mi mente era nada menos que sentirme libre y feliz por no «tener
que» ejercer mi voluntad. No más ansiedad por algo que espere mi actuación,
nada de ser responsable. Era la gran libertad de la sumisión, de la
aceptación”. Y luego: “No tener voluntad, no decidir, no querer nada más: ésos
son los arroyos creadores del ancho río de la libertad [….]. Libertad máxima no
es tanto la que nos pone a salvo de órdenes ajenas, sino las que nos
desesclaviza de uno mismo, ese a quien no podemos engañar como a los otros”. Y,
sin embargo, es en esa libertad de la no acción de donde surge su libro y de
donde han surgido tantos otros. Porque la literatura nace del desprendimiento
de quienes somos, cuando descubrimos quiénes somos de verdad.
Pero no sólo la convalecencia es útil para quien
escribe, sino también para quien lee. Reducirse uno a existir como ente lector,
activar el piloto automático del razocinio, que es la luz de emergencia de
nuestro ser cuando el cuerpo, en su provisional standby, no quiere
colaborar. Y dejarse llevar, como Sampedro, hasta que las palabras del libro,
cómplice y amigo, alcancen el tuétano de lo que realmente somos, derramen su calor,
derritan el glacial y, en el deshielo, nos descubramos como descubre el
entomólogo el precioso insecto en su tesoro ambarino. Conviene, eso sí, que no
sea el último libro del juntaletras de turno.
Y hay, aún, un tercer tipo de convalecencia. La que sobreviene
tras la lectura de un libro subyugador. Y de esta convalecencia pueden ser
víctimas sanos y enfermos. Es la que se siente cuando somos incapaces de
escapar del hechizo de un libro una vez terminada su lectura. Entonces ningún
otro nuevo libro nos libera. Uno sigue cautivo de su embrujo y no hay lectura
que luzca o que rompa el sortilegio hasta que se topa con otro bebedizo
literario que se le asemeje. Todavía recuerdo cuánto me costó resucitarme –yo otro muerto más–, de Pedro Páramo. He escrito antes que esta convalecencia afecta
tanto a sanos como a enfermos. Me retracto. Porque sólo afecta a los enfermos.
Los que el diagnóstico literario llama letraheridos.
8 comentarios:
Los libros nos hacen mucha compañía a los que, por desgracia, estamos convalecientes. Nos ayudan a olvidar y nos dan consuelo.
La convalecencia supone un tiempo que se demora en su curso, suspendido en el cauce de las horas, cuando el cuerpo, todavía herido por la enfermedad, se agazapa en si mismo,vulnerable. Es entonces cuando la lectura, lo que el libro ofrece generosamente, se convierte en bálsamo para el alma, en descubrimiento inesperado, que acaso hubiera pasado inadvertido si no hubiéramos hallado refugio paradójicamente gracias al embate que nos ha postrado en la intimidad de nuestro propio ser.
Hermoso y profundamente sentido. Ay, qué difícil es vivir esa sensación de libertad que evocas!
Algunos jubilados felices pueden alcanzar algo parecido...
Comparto totalmente el último párrafo. Esa sensación que te deja un buen libro que no permite durante un tiempo empezar otra historia. Felicidades por el post!!!
Precisamente hoy he decidido rescatar de mi biblioteca Pedro Páramo para releerlo. Después de leer tu artículo, con mayor ilusión, si cabe.
Oportunas convalecencias tras tanta impostura y mediocridad literarias. Gracias, Fernando. Abfrazos. Salud.
Espléndido. Tanto como ese verbo, convalecer, tan lleno de optimismo.
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