Siempre he pensado que la Literatura no tiene dueño.
Ni siquiera cuando conocemos el nombre del autor individual que dio vida a una
obra. Los textos, cuando terminan de escribirse y se dan a la imprenta y se
hacen libros, ya no pertenecen a su creador, son patrimonio de los lectores. El
escritor acaba la novela o los versos con los que ha estado conviviendo quizás
algunos años, que han sido, tal vez, asidero de su supervivencia, y luego los
cede al mundo y a las azarosas vicisitudes de su existencia independiente. Y
desde la dolorosa atalaya de su desprendimiento, contempla con nostalgia –o con
alivio– cómo su historia deja de ser suya para ser de todos.
Si esto ocurre con la literatura de autor, imagínense
qué otro tanto pasará con la literatura tradicional de carácter oral, esa que
nace anónima de las entrañas del pueblo y que forma parte del imaginario
colectivo. Nadie podría arrogarse nunca su propiedad y aquel que lo hiciera, es
seguro que lo haría con algún tipo de intención espuria. Hago esta reflexión
después de visionar la excelente película Cold War, recién estrenada en
las carteleras de nuestros cines. En ella, un grupo de folcloristas polacos
recorre el país para recolectar las viejas canciones que el pueblo ha ido
heredando de generación en generación desde tiempo inmemorial, algo así como
aquel mítico viaje de novios que emprendieran Menéndez Pidal y María Goyri por
tierras de Castilla. El objetivo es crear un coro profesional que dé difusión a
ese tesoro y homenajee la riqueza del acervo popular. Es maravilloso escuchar
las letras de todas esas canciones, cantadas por las encantadoras y risueñas
muchachas polacas ataviadas con sus vestidos regionales, con la frescura de sus
letras y la lozanía rústica de sus melodías, especialmente cuando canta Joanna
Kulig, la actriz que da vida a la protagonista, cuya juventud desbordante y
subyugadora tan bien casa con la gallardía de aquellas tonadas. Pero estamos en
plena Guerra Fría, como reza el título, y el régimen comunista obliga a la
agrupación coral a transformar aquellas letras en una apología del estalinismo.
Resulta llamativo cómo, a partir de ese momento, la deliciosa frondosidad
abigarrada de aquellas canciones, se torna lúgubre y grave, al servicio de los
himnos patrios. Despojadas de su filiación primigenia, instrumentalizadas por
la política, aquellas canciones adulteradas son trasunto también de la
desorientación identitaria de los dos principales personajes de la cinta. Su
deserción y huida de Polonia a París no es más que una búsqueda de ese centro
de gravedad perdido. Pero en la capital francesa, Zula y Víktor se ganarán la
vida cantando aquellas mismas canciones adaptándolas a los gustos de esa otra
Europa, traducirán las letras al francés, serán sometidas a los arreglos que
impone el jazz y volverán, especialmente Zula, a sentirse agraviados y
humillados en aquella desvirtualización de las esencias de su pueblo. Y volver
a Polonia, como se verá, no es una opción tras la deserción.
La película, rodada en blanco y negro, es de una
belleza arrebatadora, fotograma a fotograma. Y más allá de su dramática
historia de amor, reivindica la libertad de la creación artística lejos de las
proclamas ideológicas y de la apropiación ilegítima que éstas hacen de la
cultura. Porque la Literatura es de
todos. Y de nadie.
Al poeta Ramón García Mateos, que me enseñó que “la copla
es pasión y sentimiento volando libremente hacia la nada, abriéndose en
canción, grito, paisaje, dejándonos la voz entrecortada”.
2 comentarios:
http://tembladeraldesilabas.blogspot.com/2018/09/cold-war-pawe-pawlikowski.html?m=0
Muy buen artículo. De acuerdo con tus planteamientos y de acuerdo con la tradición oral y escrita de la copla. Ramón se alegrará por la dedicatoria. Saludos
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