El lema lo hizo famoso
Flaubert y luego lo han repetido muchos otros a lo largo de la Historia de la
Literatura: «el estilo es todo». Un siglo antes, Georges-Louis Leclerc, conde
de Buffon, había ido más lejos cuando, tras ser elegido como uno de los
«cuarenta inmortales» por la Academia Francesa, dijo en su discurso inaugural
que «el estilo es el hombre mismo».
No tengo claro, sin embargo, que la máxima siga teniendo adeptos en nuestros días, a tenor de los elogios que determinados libros (totalmente exentos de estilo) están recibiendo no ya solo de los lectores (contingencia que me podría alarmar algo menos) sino también de la crítica especializada (hecho este que sí es motivo de preocupación). De uno de los libros que lideran todas las listas anuales de los suplementos culturales se ha dicho que entrar en él es como ingresar en una casa blanca, sin muebles y llena de luz, refiriéndose a la claridad de su prosa. Se encomia también la capacidad de su autora de alejarse de los juicios morales que puedan provocar sus personajes para que sea el lector quien decida, perturbado por el conflicto ético que produce la situación pergeñada por la novelista, dónde debe posicionarse. Es decir, que la autora se limita a describir el brete de su personaje con un lenguaje meramente testimonial, una escritura burocrática que tramita el argumento, y a dejar al lector lidiar con sus escrúpulos morales. Y yo me pregunto: si el lenguaje de la novela, su estilo, es premeditadamente aséptico, y si tampoco la autora se involucra en los conflictos que plantea, o dicho de otro modo, si la novela adolece tanto de su vacío formal como de su fondo, ¿dónde queda el trabajo de la escritora? ¿Dónde su oficio y virtudes? ¿Dónde su esfuerzo? Por supuesto, su opción es absolutamente legítima y a la vista está que también eficaz. Y hasta podríamos comulgar con ruedas de molino y enmascarar estos lunares diciendo que el estilo de la autora es, precisamente, no tener estilo. Lo de no involucrarse con la tesitura moral me preocupa menos: los escritores del realismo decimonónico, una vez superadas las llamadas novelas de tesis, también quisieron «desaparecer» de la novela para no dirigir al lector con sus apreciaciones. Pero, al menos, aquella gente escribía con una elegancia y exquisitez que no se ha vuelto a ver después.
Los detractores del estilo arguyen que se corre el peligro de convertir la Literatura en una mera exhibición de barroquismo superfluo, de pura floritura, y tienen razón quienes así se previenen. No vale el lucimiento gratuito si no es al servicio de un bien mayor: la conmoción de su fondo. Pero ese temor no justifica la prosa ramplona y fácil. Y quizás sea esa asequibilidad la que provoca los elogios de algunos críticos, abocados ellos también a la pereza del reto intelectual y a la desidia en la profundización de su propia sensibilidad, si la tuvieren. El lector poco exigente, entonces, animado por ver el libro que tan poco le ha costado leer en lo más alto de las listas, cree legitimarse y aspira a codearse con la gran cultura que le han vendido creyendo que su bagaje lector es de alto copete. Ya puede participar en las conversaciones literarias con la autoridad de quien cree que ha alcanzado el listón intelectual exigible para su lucimiento en el proscenio social. Esto ya lo detectó Juan Manuel de Prada en uno de sus lúcidos artículos que tituló significativamente "Cultos".
Tal vez acomplejado por estos opositores de la distinción, Muñoz Molina confesaba en una conversación con Fernando Aramburu que había intentado depurar su estilo, evitando las cláusulas subordinadas, los meandros del lenguaje, sus volutas sinuosas, sus evocaciones líricas. Pero es que es justamente todo eso lo que buscamos los lectores de Muñoz Molina o de Landero o de Pérez Andújar o de Hidalgo Bayal o de Luis Mateo Díez o del primer Llamazares y de tantos otros. Sentirnos imbuidos de su universo envolvente y acogedor, gozar con ese «extrañamiento del lenguaje» que defendían Shklovski y los formalistas rusos, saber con certeza que nos encontramos ante un artefacto literario y no ante un mero catálogo de lances argumentales. De muchos de los argumentos de los libros de estos novelistas ya casi no me acuerdo. En cambio sí recuerdo el placer que me produjeron sus correspondientes sesiones de lectura. El poso que aún permanece.
Si convenimos en que la Literatura debe ser una manifestación artística más y no un simple ejercicio notarial, entonces la mera asepsia no es aceptable. Escritores del mundo: concédannos, al menos, el placer estético de su prosa. Incluso aunque el tema que aborden no sea todo lo interesante que hubiéramos deseado, todo se perdonaría por el hallazgo de una imagen bella, de un recurso estilístico inteligente, de una prosa elegante, de un poquito de agua con su vergelito en mitad del páramo. Piensen, en fin, en los sedientos.
3 comentarios:
Permíteme que te diga, Fernando, que he disfrutado lo indecible con esta reflexión literaria. El estilo, el savoir faire, es el verdadero quid. ¿De dónde si no la técnica? Estilo significa personalidad, trabajo de orfebre, y cuando leo algunos artículos tuyos vislumbro esa labor de artesano, del escritor acodado sobre su mesa orquestando belleza, mirando y remirando las palabras, reordenándolas y llamándolas a filas. Como expresaba inmejorablemente Goytisolo:
«Contemplar las palabras
sobre el papel escritas
medirlas, sopesar
su cuerpo en el conjunto
del poema y después,
igual que un artesano,
separarse a mirar
como la luz emerge
de la sutil textura.»
Recuerdo mi decepción al leer La carretera, de Cormac McCarthy, pergeñada a partir de frases enlazadas mediante punto y seguido y sin ningún colorido expresivo. Por el contrario, si no se le permite ese deleite al artesano que escribe y se nos esquilma a nosotros, los lectores, ¿qué nos queda? La asepsia no es una opción. De hecho la verdadera maestría viene de conjugar nuestra «hambre de ficción», en palabras de Daniel Pennac, con la prosa elegante y cuidada y el término bien elegido. Lo cual, quiero puntualizar, no implica barroquismo. No es de mi gusto el texto excesivamente retorcido y enrevesado, puesto que adivino en él la torpeza expresiva de quien escribe. Oscuro en cuanto a la transmisión de significado, moroso en cuanto a la fluidez de la prosa. El embrollo en escritura no es atractivo. Y no me refiero a la sobreabundancia descriptiva de los escritores realistas ni mucho menos, ni al «fluir de la conciencia» que es la máxima expresión de la ausencia de acción. Pero me parece clave que la gente sepa que se puede ser diáfano en la expresión pero a la vez tremendamente rico y exquisito, y esto debido a la clarividencia en la selección de léxico y, en conjunto, a la maestría de una redacción sabiamente conformada.
Lipovetsky por su parte vincula la asepsia de estos tiempos a la querencia cada vez más pronunciada por los eufemismos:
«El lenguaje se hace eco de la seducción. Desaparecidos los sordos, los ciegos, los lisiados surge la edad de los que oyen mal, de los no-videntes, de los minusválidos; los viejos que se han convertido en personas de la tercera o cuarta edad, las chachas en empleadas de hogar, los proletarios en interlocutores sociales. Los malos alumnos son niños con problemas o casos sociales, el aborto es una interrupción voluntaria del embarazo. Incluso los analizados son analizantes. El proceso de personalización aseptiza el vocabulario como lo hace con el corazón de las ciudades, los centros comerciales y la muerte. Todo lo que presenta una connotación de inferioridad, de deformidad, de pasividad, de agresividad debe desaparecer en función de un lenguaje diáfano, neutro y objetivo, tal es el último estadio de las sociedad individualistas. Paralelamente a las organizaciones flexibles y abiertas se establece un lenguaje eufemístico y tranquilizante, un lifting semántico conforme al proceso de personalización centrado en el desarrollo, el respeto y la armonización de las diferencias individuales: «Soy un ser humano. No doblar, romper o torcer.» La seducción elimina las reglas disciplinarias y las últimas reminiscencias del mundo de la sangre y de la crueldad, todo en el mismo saco. Todo debe comunicar sin resistencia, sin relegación, en un hiper-espacio fluido y acósmico a la manera de los cuadros y letreros de Folon.
Si el proceso de personalizaciones inseparable de una esterilización silenciosa del espacio público y del lenguaje, de una seducción irreal a la manera de las voces aterciopeladas de las azafatas de los aeropuertos [...].»
GILLES LIPOVETSKY, La era del vacío
De acuerdo, Fernando, con tu artículo. Sin estilo no hay voz y sin posición moral, ética e ideológica, queda sólo papel mojado, un ejercicio timorato donde el escritor se pone de lado, al sesgo, para que nadie le señale con el dedo y pierda la oportunidad de ganar algún que otro premio. Por cierto, la asepsia es ciertos temas no sólo es cobardía, es algo peor, complicidad.
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