Es ya clásica aquella
evocación que hizo en su día Jorge Guillén sobre la figura de Federico García
Lorca: «cuando está Federico no hace ni frío ni calor. Hace Federico». De este
modo se refería el poeta vallisoletano al proverbial magnetismo que Lorca ejercía
sobre cualquiera que hubiera tenido la irrepetible suerte de haberlo tratado.
La otra tarde, sentados en el patio de butacas del teatro, también nosotros
experimentamos y entendimos el recuerdo de Guillén. Porque la otra tarde,
durante la representación de Una noche
sin luna, no supimos ya si hacía frio o si hacía calor, o si lo que
estábamos presenciando era una obra de teatro o no lo era, o si vivíamos en el
presente o alguien nos había metido en un portal del tiempo y estábamos en
1936. Simplemente, perdimos nuestro centro de gravedad y no supimos demasiado
bien qué nos estaba pasando. Y era Federico. Nos estaba pasando Federico. Hacía
Federico. O hacía Juan Diego Botto.
Una noche sin luna, escrita e interpretada por el propio Juan Diego Botto y dirigida por
Sergio Peris-Mencheta, recoge retazos de la vida de Lorca, extraídos del
anecdotario personal y también de algunos de los textos procedentes de sus
numerosas conferencias, así como de guiños poéticos. Pero el actor huye de la
mera concatenación de avatares biográficos y rechaza el pedagogismo para proponernos
una brillantísima y vívida miscelánea teatral que mantiene al espectador
sobrecogido y sin aliento a la espera de la nueva prestidigitación dramatúrgica
que Juan Diego Botto se saque de la chistera y que conviene no desvelar aquí:
un portento del dominio escenográfico. La aparente espontaneidad de todo lo que
ocurre sobre las tablas, acentuada por las continuas rupturas de la cuarta
pared, urde en el espectador una sensación de incontestable realidad dentro de
la ilusión teatral, muy parecida a la de esos sueños que nos parecen auténticos
y de los que, al despertar, siguen con nosotros durante gran parte del día. Las
notas del piano que tocaba Lorca, cedido por la Residencia de Estudiantes para
grabar la música del montaje, incrementa de nuevo el vértigo de traspasar una
suerte de vórtice temporal y refuerza la carga onírica de todo lo que se vive
durante el espectáculo. Entretanto, Juan Diego Botto va construyendo sobre el
escenario, casi sin darnos cuenta, el simbólico barco de Teseo que, luego lo
sabremos, será trasunto de la reivindicación de la memoria histórica. Pero
hasta ese momento, los juegos de atrezo van sucediéndose hasta la sugestión más
epidérmica: Juan Diego-Lorca va extrayendo de la fosa donde está enterrado
objetos representativos de la vida de Federico: desde unas canicas infantiles,
al mono de la Barraca y, mientras, la arena cae de la las mangas de la chaqueta
de Lorca, cada vez menos hombre y más polvo, como una clepsidra que anunciase
el agotamiento de este tiempo de su resurrección.
Desde su marco temporal de
1936, la obra entronca con nuestra actualidad en el diálogo entre Lorca y un
exaltado del público, y el espectador descubre con angustia cómo los discursos
populistas de entonces son los mismos que los que escuchamos ahora: un aviso a
los navegantes del barco de Teseo. Y, no obstante, Botto no se concede el
recurso fácil de lo lacrimógeno y modula, incluso con el humorismo, la evidente
tragedia. Cuando llega el impresionante final, todos sentimos el tiro en la
sien: aún tiemblo al evocarlo. Y, sin embargo, hay una gloriosa epicidad en lo
segundos finales que nos rebela hasta la esperanza y la dignidad.
Salimos del teatro
conmocionados. En la calle no hace frío ni calor. Hace Federico. Hace Juan
Diego Botto.
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