Quienes
hayan tenido la suerte de asistir al último espectáculo de Ron Lalá, leerán la
frase que da título a este artículo tarareándola en su cabeza, pues forma parte
de una de las canciones con que esta compañía adereza sus obras. La
interrogación no es baladí pues en ella se resume una de las principales
intenciones de Andanzas y entremeses de
Juan Rana: rescatar del olvido a uno de los cómicos españoles más importantes
del siglo XVII. Esta obra entronca, por tanto, con la línea de recuperación y
de reivindicación de nuestra literatura áurea que caracteriza a la compañía
dirigida por Yayo Cáceres y que cuenta con Álvaro Tato en la dramaturgia. Su
amor y respeto por las letras del Siglo de Oro les llevan a ofrecer un hermoso
y divertido homenaje a un actor que alcanzó altísimas cotas de popularidad
entre los espectadores de los corrales de comedias. Se cuenta que incluso
Felipe IV cubría su risa con un guante cuando veía a Rana actuar. Se conserva
medio centenar de entremeses en los que Cosme Pérez (Tudela de Duero, 1593 –
Madrid, 1672) interpreta al personaje que le daría la fama y que casi borraría
su verdadera identidad: Juan Rana.
El
espectáculo comienza con un juicio en el que la Inquisición acusa a Cosme Pérez
de herejía, de blasfemia, de humor irreverente y de sodomía (“pecado” por el
que fue encarcelado realmente en 1636). Ante estas acusaciones, el verdugo y
una serie de testigos intentarán limpiar el nombre de Juan Rana y evitar que
sea condenado a morir en la hoguera. Desfilarán por el escenario personajes
reales como Bernarda Ramírez, quien fue pareja cómica de Juan Rana; Diego de
Velázquez, que critica duramente la situación de la España del siglo XVII; y el
mismísimo Calderón de la Barca, entre otros, quien defiende la idea del teatro
como un espejo en el que los espectadores se ven reflejados a la vez que hace apología
de la risa.
Son
dos los niveles sobre los que se articula esta obra. Por un lado, la recreación
del juicio nace de la pluma original de Álvaro Tato, quien remeda los versos
clásicos siguiendo los preceptos que en su día fijase Lope de Vega. Por otro,
asistimos a la representación de distintos fragmentos de entremeses que fueron
protagonizados por el actor. La Inquisición los utiliza como pruebas para
corroborar sus acusaciones. Se produce, por tanto, una hermosa y original
simbiosis entre los versos que nacieron de la mano de escritores como Calderón
de la Barca, Agustín Moreto o Jerónimo de Cáncer y los alumbrados en el siglo
XXI por el buen hacer de Tato. De modo que este espectáculo no solo es un
homenaje a la figura de Juan Rana sino también una invitación a los espectadores
a conocer y a disfrutar de piezas teatrales que habían caído en las peligrosas
fauces de la desmemoria. La originalidad del planteamiento es indiscutible,
como lo es la risa que desatan algunas de estas escenas en el público: la
parodia de la ronda a la reja tan típica en las comedias de capa y espada (Los dos Juan Ranas), la figura del
alcalde bobo (Los galeotes), el
engaño de la esposa a su marido haciéndole creer que él es un retrato suyo (El retrato vivo), el torero que pone en
riesgo su vida para conseguir el amor de su dama (El toreador), el alma de Juan Rana en el infierno ejerciendo de
alcalde vitalicio (El infierno) o la
aparición de Cosme Pérez en una silla de manos en la que es paseado por el
escenario mientras luchan por él Apolo, el rey de España y la Fama (El triunfo de Juan Rana).
El
espectáculo es también una defensa de la legitimidad y de la necesidad del
humor y de la risa –una reivindicación muy necesaria en nuestra sociedad–, y
una reflexión sobre sus límites, sobre la censura, la autocensura y sobre su
utilidad para cuestionar y criticar al poder y a los males que han aquejado a la sociedad
española durante siglos. En este sentido, resultan apocalípticas las palabras
que pronuncia el Gran Inquisidor cuando augura que en el futuro el humor será
totalmente perseguido: «(…) vendrá otro siglo en que el miedo / a provocar una
ofensa / hará que el que un chiste piensa / se ponga en la boca un dedo. / En
esos tiempos mejores / que en mis sueños imagino / cada cual mira al vecino, /
todos son inquisidores (…)».
Por
tanto, Ron Lalá aúna el homenaje y la crítica social en un espectáculo en el
que no hay pretensiones de superar o de eclipsar los textos originales del
siglo XVII sino que se percibe la admiración por estos clásicos que siguen
siendo hoy atemporales. Todo ello aderezado con música en directo –destaca la
mojiganga que pone el broche de oro final– y con una puesta en escena en la que
prima la sencillez y el minimalismo decorativo porque lo importante es la
palabra, el disfrute y el paladeo de las redondillas, de los romances, de los
sonetos, de las décimas y de las seguidillas que de manera muy dinámica
vertebran la obra y que son hábilmente declamados por los actores. El trabajo
de todo el elenco ronlalero es
brillante. Destaca su agilidad para dar vida a diferentes personajes y su
frescura interpretativa.
No
desvelaremos aquí el veredicto del juicio, pero gracias a este espectáculo,
coproducido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Juan Rana vuelve a
gozar de la vida de la Fama de la que hablase Jorge Manrique. El espíritu juanranesco invade los escenarios y
provoca nuevas risas que nos hermanan con esas otras carcajadas que inundaron
los corrales de comedias. De nuevo, Ron Lalá consigue hacer un monumento al
Teatro, desempolvando entremeses casi olvidados y devolviendo a la vida a Juan
Rana, trasunto de todos los cómicos que sufrieron las más variadas vicisitudes
vitales para hacer más llevadera la vida de miles de personas gracias a la
risa.
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