La triste pérdida de Almudena
Grandes y toda su repercusión mediática me han recordado, por contraste, otros
decesos literarios ilustres que casi pasaron desapercibidos en su tiempo, pero
también aquellos que acabaron convirtiéndose poco menos que en funerales de
Estado. Entre los primeros, me viene a las mientes, por ejemplo, el entierro de
Mariano José de Larra, el 15 de febrero de 1837, cuyo sepelio estuvo a punto de
llevarse a cabo mediante el llamado «entierro de misericordia», fórmula usada
para dar sepultura a los indigentes, si no hubiera sido por la mediación de la
Juventud Literaria, que costeó la inhumación en un nicho del Cementerio del
Norte, en Madrid. Es ya recurrente mencionar la intervención de un entonces
joven José Zorrilla, que leyó unos versos dedicados al gran Fígaro durante la
ceremonia. La lista de escritores célebres cuya muerte apenas trascendió en la
sociedad de su tiempo daría para una larga nómina doblemente luctuosa:
Cervantes, Poe, Salgari, Melville…
Otros, como Benito Pérez
Galdós, compensaron la miseria de sus últimos años de vida con una respuesta
unánime de la ciudadanía al conocerse su fallecimiento. Veinte mil personas
acompañaron el cortejo fúnebre camino del cementerio; los teatros suspendieron
sus funciones, el Senado celebró una sesión de pésame, el Estado costeó el
enterramiento y a él acudieron los máximos representantes de las instituciones
públicas del país. Su presencia, no obstante, no me permite olvidar las palabras
de Ortega y Gasset, que ya había denunciado el ostracismo a que el escritor
canario había sido relegado por parte de los organismos oficiales. La
asistencia al sepelio de estos mismos servidores públicos, que no se habían
acordado de la figura del más grande de los escritores de su época, se antojaba
entonces hipócrita e interesada. Hoy se diría que acudieron simplemente para la
foto. El pueblo, en cambio, que en su limpia espontaneidad sí entendió la
magnitud de la pérdida, se congregó en masa para despedirse de su escritor más
querido. Es esa misma reacción franca, sincera, espontánea y natural la que ha
llenado las redes sociales de fotografías de Almudena Grandes y de frases de
cariño por parte de sus lectores. Otros, en cambio, han utilizado la muerte de
la escritora madrileña para ostentar un luto impostado de plañideras egipcias,
que solo pretenden, como los políticos de marras, estar en la foto, y no pocas
veces sacar tajada de la coyuntura para reivindicarse al mencionar lo mucho que
la escritora admiraba las obras de estos últimos.
Hay una exhibición impúdica y
obscena del luto que resulta sonrojante para quienes asistimos a ella desde los
márgenes. A Elvira Lindo y a Sergio del Molino alguien les ha reprochado que no
hayan escrito su panegírico. En el caso de Lindo, se le afeó que el día después
del fallecimiento de Almudena Grandes, publicase un artículo en su columna de El País sobre las sopas portuguesas, lo
que demuestra una ignorancia supina sobre el funcionamiento de las columnas
periodísticas, muchas veces programadas con días de antelación, cuando nadie
esperaba la fatal noticia. Pero es que tampoco existe la obligación de escribir
ningún homenaje. Como si el dolor íntimo y privado no fuera tanto o más sincero
que el que se exhibe públicamente por los elegíacos profesionales. Esa
imposición moralista recuerda mucho a los devotos de pacotilla que se
persignaban apasionadamente en las misas y con los que tanto ironizaba Galdós
en sus novelas. Por no hablar del derecho al silencio del que nada tiene que
decir. Tampoco yo escribí nada. Pero aún recuerdo nuestro viaje accidentado por
las cuestas imposibles de Fuensanta, en Jaén, para visitar el pueblo donde se
desarrollaba la trama de El lector de
Julio Verne. Fue en lo primero en que pensé cuando supe de la muerte de
Almudena Grandes. Se me esbozó en la boca una sonrisa melancólica y ese fue mi
obituario.
2 comentarios:
Impúdica me parece tanto la unanimidad como el dejar huella de uno mismo a costa de una muerte... triste sino de la mediocridad.
Estupendo reportaje de la memoria de grandes escritores que fueron mal despedidos. Enhorabuena. Menos mal que hay alguien que se da cuenta.
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