La noticia es ya muy vieja en
este mundo de vorágine informativa donde el titular de ayer queda pronto
obsoleto por la novedad de hoy. Tampoco es que sea una noticia especialmente
relevante, pero a mí, que tengo la manía de convertir la anécdota más pueril en
un tratado de filosofía, sí me pareció significativa. Ahí va: «El presentador
Ramón García declara que odia la Navidad». Así, a bocajarro. Y entonces uno
repasa mentalmente las imágenes de Ramón García durante las sucesivas emisiones
de las campanadas de La 1, con su capa, su jovialidad, sus brindis y sus buenos
deseos para el año nuevo, y esa evocación nostálgica se deshace en la retina
como se deshacían en las antiguas pantallas de cine las escenas de una película
cuando se ponía a arder el celuloide en las cabinas de proyección. «Intento
conciliar lo que siento con lo que transmito», añade Ramontxu con su puntito de
víctima sacrificial ofrecida en el ara de la Felicidad y su tiranía. En cuanto
leí la entrevista, se me vinieron a las mientes los esfuerzos de aquel
personaje creado por don Miguel de Unamuno, el párroco Manuel, de San Manuel Bueno, mártir que, extinguida
ya su fe, seguía representando su papel ante los feligreses para no
arrebatarles la esperanza de la religión, acaso el único consuelo con que las
gentes de su parroquia sanaban de la herida de la existencia. Si Manuel hubiera
reconocido ante los fieles la pérdida de su fe, quizás habría demolido el
asidero al que muchos se agarraban y habría contribuido a su desdicha.
Perpetuando el engaño, en cambio, mantenía las almas en alto de sus
parroquianos, aunque a él le lacerara por dentro su esforzado y doloroso
martirio. Ramón García debiera haber tomado el ejemplo del Manuel de Unamuno:
hay cosas que no se deben decir. O hacer. La actriz Meg Ryan destrozó los
corazones de los castísimos estadounidenses cuando, rompiendo los moldes de su
figura inocente y virginal, decide desnudarse en la película En carne viva, donde desempeñaba el
papel de una profesora de escritura creativa obsesionada por un extraño. Ahí se
acabó la carrera de Meg. Y aún recuerdo el murmullo desconcertado de la
concurrencia cuando, en 1998, coincidiendo con el acto en que se invistió a
Noam Chomsky como doctor honoris causa de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona,
el lingüista declaró ante una sala a rebosar que había dejado de creer en la gramática
generativa. Muchos de mis profesores de la facultad habían dedicado una vida
entera a enseñar y defender las teorías de Chomsky al respecto. A veces, pues,
hace falta hacer un acto de caridad: decir que adoras la Navidad, que crees en
Dios Todopoderoso, que sigues siendo la niña inocente de Cuando Harry encontró a Sally o que la gramática generativa
continúa siendo el método más eficaz para delimitar el río desbocado de la
Sintaxis. Imagínense, si no, qué pasaría si los escritores ramplones y sin
estilo declararan algún día que sus obras son pura bazofia destinada a una
ralea de analfabetos sin criterio y que solo escriben así de mal porque las
editoriales les piden que no se pongan demasiado exquisitos. ¿Cómo se sentirían entonces todos esos
lectores que se creen bendecidos por su ingreso en la alta cultura, legitimados
sus gustos indecentes por los grandes críticos literarios y por los
prestigiosos suplementos culturales que ensalzan sin pudor la mediocridad? No,
por favor. Tamaño agravio no pueden permitírselo estos escritores heroicos que
inmolan en la pira de las turbas adocenadas todo su talento para el bien común
de la ignorancia. Que son, como el Manuel de Unamuno, mártires de la
Literatura.
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